Capítulo XIX

Mientras que Gilberto se alejaba preso de un terror desconocido que le inspiraba, no la parte verdadera, sino la invisible y misteriosa de los acontecimientos, el marqués de Favras entraba, como ya hemos dicho, en la habitación de Luis XVI.

Así como lo había hecho el doctor Gilberto, se detuvo en la puerta, más el Rey, habiéndolo visto desde su entrada, hízole seña para que se acercase.

Favras se adelantó e inclinóse, esperando respetuosamente a que el Rey le dirigiera la palabra.

Luis XVI, fijó en él esa mirada investigadora que parece formar parte de la educación de los reyes, y que es más o menos superficial, más o menos profunda, según el carácter de aquel que la emplea y la aplica.

Tomás Mahy, marqués de Favras, era un caballero de aire distinguido, de cuarenta y cinco años de edad, de aspecto elegante, expresión resuelta y fisonomía franca.

El examen fue favorable, y una sonrisa pasó por los labios del Rey cuando se entreabrían para interrogarle.

—¿Sois el marqués de Favras, caballero? —preguntó el Rey.

—Sí, señor.

—¿Deseabais serme presentado?

—Manifesté a Su Alteza Real el señor conde de Provenza, mi vivo deseo de ofrecer mis respetos a Vuestra Majestad.

—Parece que mi hermano tiene mucha confianza en vos…

—Así lo creo, señor, y confieso que mi mayor ambición es que Vuestra Majestad me la conceda también.

—Mi hermano os conoce desde hace largo tiempo, señor de Favras, ¿no es así?

—Mientras que Vuestra Majestad no me conoce… lo comprendo; pero si os dignáis, señor, interrogarme, dentro de diez minutos me conoceréis tan bien como vuestro hermano.

—Hablad, Marqués —dijo Luis XVI dirigiendo una mirada hacia el retrato de Carlos Estuardo, que no podía olvidar ni desviarse completamente de la mirada de sus ojos—; hablad, ya os escucho.

—¿Vuestra Majestad desea saber…?

—¿Quién sois y qué habéis hecho?

—¿Quién soy, señor? Tan sólo el anuncio de mi nombre os lo ha dicho: soy Tomás Mahy, marqués de Favras; nací en Blois en 1745; entré a servir en los mosqueteros a los quince años, e hice en este cuerpo la campaña de 1761; después fui capitán ayudante en el regimiento de Belzunce, y más tarde teniente de los suizos en la guardia del señor conde de Provenza.

—¿Y conocisteis a mi hermano en esta calidad? —preguntó el Rey.

—Señor, había tenido la honra de serle presentado un año antes; de modo que ya me conocía.

—¿Y abandonasteis su servicio?…

—En 1775, señor; mas fue para dirigirme a Viena, donde hice reconocer a mi esposa como hija única y legítima del príncipe de Anhalt-Schauenbourg.

—¿No ha sido presentada vuestra esposa, caballero?

—No, señor; pero en este momento mismo tiene el honor de hallarse en la habitación de la Reina con mi hijo mayor.

El Rey hizo un movimiento de inquietud que parecía decir: «¡Ah!, ¡la Reina está en esto!».

Después de una pausa, durante la cual se paseó de nuevo, lado a otro dirigiendo furtivas miradas al retrato de Carlos I, Luis XVI preguntó:

—¿Qué más, caballero?

—Después, señor, tres años hace, cuando se produjo la insurrección contra el Statuder, mandé una legión, contribuyendo por mi parte al restablecimiento de la autoridad; después, al fijar los ojos en Francia y al ver el mal espíritu que comenzaba a desorganizarlo todo, he venido a París para poner mi espada y vida al servicio del Rey.

—Pues bien, caballero, ¿habéis visto qué tristes cosas han pasado?

—Señor, presencié las jornadas de los días 5 y 6 de octubre.

El Rey quiso al parecer cambiar de conversación.

—¿Y decís, señor Marqués —continuó—, que mi hermano el señor conde de Provenza tiene tanta confianza en vos que os ha encargado la negociación de un empréstito considerable?

Al oír esta pregunta inesperada, si allí hubiese habido un tercero habría visto agitarse como una sacudida nerviosa el cortinaje que cerraba a medias la alcoba del Rey, como si alguno estuviese oculto detrás, mientras que el señor de Favras se estremeció como hombre preparado para una pregunta y a quien se hace otra.

—Sí, señor —dijo—; es una prueba de confianza encargar a un caballero los asuntos pecuniarios, y Su Alteza Real me ha hecho el honor de fiarse de mí.

El Rey esperó la continuación mirando a Favras, como si el giro que tomaba el diálogo comunicase a su curiosidad mayor interés que el asunto de antes.

El Marqués continuó, pues, como hombre que ha sufrido una decepción:

—Hallándose Su Alteza Real sin sus rentas, a causa de las diversas operaciones de la Asamblea, y pensando que era llegado el momento en que, por causa de su propia seguridad, convenía que los Príncipes tuviesen una suma considerable a su disposición, Su Alteza Real me entregó varios contratos.

—¿Sobre los cuales habéis encontrado dinero, señor Marqués?

—Sí, señor.

—¿Una suma considerable, como decíais?

—Dos millones.

—¿En casa de quién?

Favras casi vaciló en contestar al Rey al ver que la conversación comenzaba a cambiar de giro, pasando de los grandes intereses generales al conocimiento de los particulares y descendiendo de la política a la policía.

—Os pregunto en casa de quién encontrasteis el dinero —repitió el Rey.

—Señor, me había dirigido primeramente a los banqueros Schaumel y Sartorius; pero como la negociación fracasara, apelé a un banquero extranjero, que, teniendo conocimiento del deseo de Su Alteza Real, y por amor a nuestros Príncipes y su respeto al Rey, me ofreció sus servicios.

—¡Ah!… Y, ¿cómo se llama ese banquero?

—¡Señor! —replicó Favras vacilando.

—Comprenderéis bien, caballero —insistió el Rey—, que es bueno conocer a un hombre semejante, y que deseo saber su nombre para darle las gracias por su abnegación, si se presenta oportunidad.

—Señor —dijo Favras—, es el barón de Zannone.

—¡Ah! —exclamó Luis XVI—, ¿es un italiano?

—Un genovés, señor.

—¿Y vive…?

—Habita en Sevres, señor, enfrente del sitio mismo donde el coche de Vuestras Majestades se hallaba detenido el 6 de octubre, durante el regreso de Versalles, cuando los agitadores conducidos por Marat, Verriere y el duque de Aiguillon, que estaban en la pequeña taberna del puente de Sevres, obligaron al peluquero de la Reina a rizar las dos cabezas cortadas de Varicourt y de Deshuttes.

El Rey palideció, y si en aquel momento hubiera fijado su mirada en la alcoba, habría visto agitarse la cortina más nerviosamente esta vez que la primera.

Era evidente que esta conversación le pesaba y que sentía haberla comenzado.

Por eso resolvió terminarla cuanto antes.

—Está bien, caballero —dijo—, veo que sois un fiel servidor de la monarquía, y os prometo tenerlo en cuenta cuando haya ocasión.

Y el Rey hizo con la cabeza ese movimiento que en los príncipes significa:

«Bastante tiempo hace que os he hecho el honor de escucharos y de contestar, y ahora podéis retiraros».

Favras comprendió perfectamente.

—Dispensad, señor —dijo—, pero yo creía que Vuestra Majestad tenía que preguntarme otra cosa.

—No —dijo el Rey moviendo la cabeza, como si en efecto hubiera buscado en su memoria alguna nueva pregunta—; no, Marqués, esto es cuanto deseaba saber.

—Os engañáis, caballero —dijo una voz que hizo volver la cabeza del Rey y al marqués de Favras para mirar hacia la alcoba—. Deseabais saber cómo el abuelo del señor marqués de Favras se arregló para salvar al Rey Estanislao de Dantzig y conducirle sano y salvo hasta la frontera prusiana.

Los dos profirieron una exclamación de sorpresa: aquel tercer personaje que aparecía de pronto mezclándose en la conversación era la Reina, pálida, con los labios temblorosos, y que no se contentaba con algunos informes recibidos del señor de Favras. Sospechando que el Rey, abandonado a sí propio no se atrevería a llegar hasta el fin, había venido por la escalera y el corredor secretos para reanudar la conversación en el momento en que el Rey incurriese en la debilidad de terminarla.

Por lo demás, esta intervención de la Reina y su manera de reanudar la conversación refiriéndose a la fuga de Estanislao, permitían al Rey oírlo todo bajo el velo transparente de la alegoría.

Favras, por su parte, comprendió al punto el medio que se le ofrecía para desarrollar su plan, y aunque ninguno de sus antecesores ni de sus parientes hubiese tomado parte en la lucha del rey de Polonia, se apresuró a contestar, inclinándose:

—Vuestra Majestad se refiere sin duda a mi primo el general Steinflicht, que debe la ilustración de su nombre a ese inmenso servicio prestado a su Rey, servicio que tuvo tan feliz influencia sobre la suerte de Estanislao, arrancándole primero de manos de sus enemigos, y después, por un concurso providencial de circunstancias, permitiéndole llegar a ser abuelo de Vuestra Majestad.

—¡Eso es, eso es, caballero! —exclamó vivamente la Reina, mientras que Luis XVI, exhalando un suspiro, miraba el retrato de Carlos I.

—Pues bien —dijo Favras—, Vuestras Majestades saben que el rey Estanislao, libre en Dantzig, pero cercado por todas partes por el ejército moscovita, estaba casi perdido si no se resolvía a emprender la fuga prontamente.

—¡Oh! —interrumpió la Reina—, podéis decir completamente perdido, señor de Favras.

—Señor —dijo Luis XVI con cierta severidad—, como Polonia vela por sus reyes, jamás están del todo perdidos.

—¡Ah!, señor —dijo la Reina—, creo ser tan religiosa y tan creyente como vos en la Providencia, pero me parece que es preciso ayudarla un poco.

—También era este el parecer del rey de Polonia, señor —añadió Favras—, pues declaró positivamente a sus amigos que, no considerando la posición sostenible y creyendo su vida en peligro, deseaba que se le sometieran varios proyectos de fuga. A pesar de la dificultad, se le presentaron tres; y digo dificultad, porque era mucho más difícil para el rey Estanislao salir de Dantzig, que lo sería para vos, por ejemplo, salir de París, si tuvierais este capricho… Con un coche de posta, si Vuestra Majestad quisiera marchar sin ruido y sin escándalo, podríais ganar la frontera en un día y una noche; o bien, si quisierais salir de París como Rey, dar orden a un caballero, honrándole con vuestra confianza, para reunir treinta mil hombres y venir a recogeros en el palacio de las Tullerías… En uno u otro caso, el éxito sería seguro…

—Señor —replicó la Reina—, Vuestra Majestad sabe que es la pura verdad lo que el señor de Favras dice.

—Sí —replicó el Rey—; pero mi situación, señora, dista mucho de ser tan desesperada como lo era la del rey Estanislao: Dantzig estaba cercada por los moscovitas, como el Marqués ha dicho, y el fuerte de Wechselmund, su último baluarte, acababa de capitular; mientras que yo…

—Mientras que vos —interrumpió la Reina con impaciencia—, estáis enmedio de los franceses que tomaron la Bastilla el 14 de julio, que en la noche del 5 al 6 de octubre quisieron asesinaros, y que en la jornada del 6 os trajeron por fuerza a París, insultándoos a vos y a vuestra familia durante todo el viaje… ¡Ah!, a fe mía que la situación es buena y merece que se la prefiera a la del rey Estanislao.

—Sin embargo, señora…

—El rey Estanislao no arriesgaba más que la prisión, la vida tal vez; mientras que nosotros…

Una mirada del Rey la detuvo.

—Por lo demás —continuó la Reina—, sois el amo y a vos toca decidir.

Y dominada por su impaciencia fue a sentarse frente al retrato de Carlos I.

—Señor de Favras —dijo—, acabo de hablar con la Marquesa y con vuestro primogénito, y los dos parecen estar resueltos, como conviene a la esposa y al hijo de un valeroso caballero. Suceda lo que quiera —suponiendo que ocurra algo—, pueden contar con la Reina de Francia, que no les abandonará: es hija de María Teresa y sabe apreciar y recompensar el valor.

El Rey replicó, como estimulado por la indirecta de la Reina:

—¿Decís, caballero, que se habían propuesto al rey Estanislao tres medios de evasión?

—Sí, señor.

—¿Y cuáles eran?

—El primero consistía en disfrazarse de campesino; la condesa Chapska, palatina de Pomerania, que hablaba el alemán como lengua materna, le prometía —sirviéndose de un hombre de toda su confianza, que conocía perfectamente el país— disfrazarse de aldeana y hacerle pasar por su marido. Era el medio de que hablaba hace un momento, diciéndole que fácil le sería, en el caso de que quisiera huir de incógnito, de noche…

—Pasemos al segundo medio —dijo Luis XVI, como si viese con cierta impaciencia la comparación entre su caso y el del rey Estanislao.

—El segundo, señor, se reducía a tomar mil hombres y arriesgarse con ellos a practicar una brecha a través de los moscovitas: este es también el medio de que hablaba antes al rey de Francia, observándole que él tenía, no tan sólo mil hombres a su disposición, sino treinta mil.

—Bien habéis visto de qué me sirvieron esos treinta mil hombres el 14 de julio, señor de Favras —contestó el Rey—. Veamos el tercer medio.

—Este medio, el que el rey Estanislao aceptó, fue disfrazarse de campesino y salir de Dantzig, no con una mujer, que podía ser un estorbo en el camino, ni tampoco con mil hombres, que podían morir desde el primero hasta el último sin conseguir abrirse paso, sino solamente con dos o tres hombres seguros, que siempre pasan por todas partes. Este medio fue propuesto por el señor Munti, el embajador de Francia, y apoyado por mi pariente el general Steinflicht.

—¿Y se aceptó este plan?

—Sí, señor; y si un rey, estando o creyendo estar en la situación del soberano de Polonia tomaba este partido, dignándose concederme a mí la misma confianza que vuestro augusto abuelo depositaba en el general Steinflicht, yo creería poder responder de él sobre mi cabeza, particularmente si los caminos estuvieran tan libres como en Francia, y si ese rey fuera tan buen jinete como Vuestra Majestad.

—Ciertamente —dijo la Reina—; pero en la noche del 5 al 6 de octubre el Rey me juró, caballero, no marchar nunca sin mí, ni tampoco intentar una fuga en la cual no tomase yo parte. Tengo la palabra del Rey y sé que no ha de faltar a ella.

—Señora —dijo Favras—, esto dificulta más el viaje, pero no lo imposibilita; y si yo tuviera el honor de conducir semejante expedición, me comprometería a llevar a la Reina, al Rey, y a toda su familia real sanos y salvos hasta Montmédy o Bruselas, como el general Steinflicht condujo al rey Estanislao sin novedad hasta Marienwerder.

—¡Ya lo oís, señor! Yo creo que con un hombre como Favras se puede hacer todo y no temer nada.

—Sí, señora —contestó el Rey—, también es mi parecer; pero aún no ha llegado la hora.

—Está bien, señor —dijo la Reina—, esperad como lo hizo aquel cuyo retrato nos mira, y cuya vista —por lo menos yo lo había creído así— debía daros mejor consejo;… esperad a que sea forzoso empeñar una batalla; esperad a que esta se pierda; esperad hasta que estéis prisionero; esperad a que el cadalso se eleve bajo vuestra ventana, y entonces, vos que decís hoy: «¡Es demasiado pronto!», os veréis obligado a decir: «¡Es demasiado tarde!».

—En todo caso, señor, a cualquier hora y a la primera palabra, el Rey me encontrará dispuesto —dijo el Marqués inclinándose, pues temía que su presencia, que había producido aquella especie de conflicto entre la Reina y el Rey, acabase por fatigar a este último—. Tan sólo puedo ofrecer la vida a mi soberano, y no diré que se la ofrezco, sino que siempre tuvo y tendrá derecho para disponer de su existencia que le pertenece.

—Está bien, caballero —dijo el Rey—, y en todo caso ratifico, respecto a la Marquesa y a vuestra familia, la promesa que os ha hecho la Reina.

Esta vez, aquello era una verdadera despedida; el Marqués debió conformarse, y por más que tal vez hubiera querido insistir, no encontrando más estímulo que la mirada de la Reina, se retiró de espaldas.

María Antonieta le siguió con la vista hasta que el tapiz cayó detrás de él.

—¡Ah!, señor —dijo después, extendiendo la mano hacia el lienzo de Van Dyck—, cuando mandé poner ese cuadro en vuestra habitación, creí que os inspiraría mejor.

Y altiva como si no se dignara continuar la conversación, se dirigió hacia la puerta de la alcoba; pero deteniéndose de pronto, dijo:

—Confesad, señor, que el marqués de Favras no es la primera persona a quien habéis recibido esta mañana.

—No, señora, tenéis razón; antes de ver al Marqués he recibido al doctor Gilberto.

La Reina se estremeció.

—¡Ah!, lo sospechaba —exclamó—; y el doctor Gilberto, según parece…

—Opina como yo, señora, es decir, que no debemos salir de Francia.

—Pues si lo cree así, señor, sin duda habrá dado un consejo que nos permita permanecer donde estamos como conviene.

—Sí, señora, me ha dado uno; pero desgraciadamente le creo, si no malo, por lo menos impracticable.

—En fin, ¿qué consejo es ese?

—Quiere que compremos a Mirabeau por un año.

—¿Y a qué precio? —preguntó la Reina.

—Seis millones… y una sonrisa vuestra.

La fisonomía de la Reina tomó una expresión sumamente pensativa.

—En rigor —dijo—, tal vez sería este un medio…

—Sí, pero un medio que rehusaríais por vuestra parte, ¿no es verdad, señora?

—No contesto, señor —dijo la Reina, con esa expresión siniestra que el ángel malo toma cuando está seguro de su triunfo—; es cosa de pensarlo…

Y cuando se retiraba, añadió en voz más baja:

—Lo pensaré.