Capítulo XVIII

Gilberto vio que se debía sostener una lucha, pero estaba preparado.

—¡Mirabeau —repitió—, sí, señor, Mirabeau!

El Rey se volvió hacia el retrato de Carlos I.

—¿Qué hubieras contestado tú, Carlos Estuardo —preguntó al poético lienzo de Van Dyck—, si en el momento de sentir la tierra temblar bajo tus pies, te hubieran propuesto apoyarte en Cromwell?

—Carlos Estuardo hubiera rehusado y hubiera hecho bien —dijo Gilberto—, pues no hay ninguna semejanza entre Cromwell y Mirabeau.

—No sé cómo miráis las cosas, doctor —replicó el Rey—. Para mí no hay grado en la traición; un traidor es un traidor, y no sé hallar diferencia entre el que es un poco o lo es mucho.

—Señor —repuso Gilberto, con profundo respeto, pero a la vez con invencible firmeza—, ni Cromwell ni Mirabeau son traidores.

—¿Pues qué son? —preguntó el Rey.

—Cromwell era un súbdito rebelde, y Mirabeau es un caballero descontento.

—¿Descontento de qué?

—De todo… de su padre, que le mandó encerrar en el castillo de If y en el calabozo de Vicennes; de los tribunales, que le condenaron a muerte, y del Rey, que desconoció su genio y le desconoce aún.

—El genio del hombre político, señor Gilberto —dijo el Rey con viveza—, es la honradez.

—La contestación es hermosa, señor, digna de Tito, de Trajano o de Marco Antonio; pero desgraciadamente ahí está la experiencia que no lo confirma.

—¿Cómo así?

—¿Acaso era hombre honrado el emperador Augusto, que compartía el mundo con Lépide y Antonio, y que desterraba al primero dando muerte al segundo, a fin de guardar el mundo para sí solo? ¿Era un hombre honrado Carlomagno, que enviaba a morir en un claustro a su hermano Carloman, y que para concluir con su enemigo Witikind, hombre casi tan grande como él, mandaba cortar todas las cabezas de los sajones cuya altura excedía a la de su espada? ¿Era hombre honrado aquel Luis XI que se rebelaba contra su padre para destronarle, y que, a pesar de haber fracasado, inspiraba al pobre Carlos VII tal terror, que por temor de ser envenenado se dejaba morir de hambre? ¿Era hombre honrado aquel Richelieu que en las alcobas del Louvre y en las escaleras del Palacio Cardenal tramaba conspiraciones cuyo desenlace se veía en la plaza de Greve? ¿Era un hombre honrado aquel Mazarino que firmaba un pacto con el Protector, y que no solamente rehusaba medio millón y quinientos hombres a Carlos II, sino que le expulsaba de Francia? ¿Era hombre honrado aquel Colbert que vendía, acusaba y derribaba a Fouquet, su protector, y que mientras arrojaban a este, vivo, en el calabozo del que no debía salir ya sino muerto, sentábase descarada y orgullosamente en su sillón, caliente aún? Y sin embargo, ni los unos ni los otros, a Dios gracias, hicieron daño a los Reyes ni a la monarquía.

—Pero, señor Gilberto, bien sabéis que Mirabeau no puede ser mío, puesto que pertenece al duque de Orleáns.

—¡Bah!, señor, hallándose el Duque excitado, Mirabeau aún no pertenece a nadie.

—¿Cómo queréis que me fíe de un hombre que se vende?

—Comprándole… ¿No podéis dar por él más que ninguno otro en el mundo?

—Será un hombre insaciable que pedirá un millón.

—Si Mirabeau se vende por esta suma, será regalarse. ¿Creéis que valga dos millones menos que un o una Polignac?

—¡Señor Gilberto!

—Si el Rey me retira la palabra —dijo el doctor inclinándose—, me callo.

—No, hablad, por el contrario.

—He hablado, señor.

—Pues discutamos.

—No deseo otra cosa. Conozco a Mirabeau de memoria, señor.

—¿Sois amigo suyo?

—Por desgracia no tengo ese honor; y por otra parte, Mirabeau no tiene más que un amigo, que es al mismo tiempo el de la Reina.

—Sí, el señor conde de la Marck, ya sé eso, y harto le reprendemos todos los días por eso.

—Vuestra Majestad, por el contrario, debía prohibirle bajo pena de muerte que se indisponga con él.

—¿Y qué importancia queréis que tenga en los asuntos públicos un hidalguillo como el señor Riquetti de Mirabeau?

—En primer lugar, señor, permitidme deciros que el señor Mirabeau es caballero y no hidalguillo. Hay pocos en Francia que daten del siglo XI, puesto que para conservar algunos a su alrededor, nuestros Reyes tuvieron la indulgencia de no exigir de aquellos a quienes conceden el honor de subir a sus carrozas sino pruebas de 1399. No, señor, no es un hidalguillo, cuando desciende de los Arrighetti de Florencia, los cuales, después de una derrota del partido gibelino, llegan a establecerse en Provenza; no es un hidalguillo porque haya tenido un abuelo que era comerciante en Marsella, pues bien sabéis, señor, que la nobleza de este punto, así como la de Venecia, tiene el privilegio de no rebajarse cuando comercia.

—¡Es un hombre relajado —interrumpió el Rey—, un verdugo de reputaciones, un abismo de dinero!

—¡Ah!, señor, se han de tomar los hombres como la naturaleza los ha hecho; los Mirabeau fueron siempre borrascosos y desordenados en su juventud; pero maduran con los años. Cuando jóvenes son, por desgracia, tales como Vuestra Majestad dice; pero una vez padres de familia, muéstranse imperiosos, altivos y austeros, ¡El Rey que los desconociera sería ingrato, porque han dado al ejército soldados intrépidos y a la armada marinos audaces! Sé muy bien que con su espíritu provincial, enemigo de toda centralización, que con su oposición semifeudal y semirrepublicana, desafían desde lo alto de sus torres la autoridad de los ministros y hasta de los reyes; sé que más de una vez arrojaron en el Durance a los agentes del fisco que trataban de embargar sus tierras; sé que despreciaban igualmente, manifestando profundo desdén, a los cortesanos y a los dependientes de comercio, a los arrendatarios generales y a los letrados, y que no estimaban más que dos cosas en el mundo: el acero de la espada y el hierro del arado; sé muy bien que uno de ellos ha escrito: «que la servidumbre es por instinto para los cortesanos del rostro y corazón de yeso lo que el lodazal para los patos»; pero todo esto, señor, no revela en nada su hidalguía; tal vez no sea por el contrario la expresión de la más honrada moral, pero seguramente es propio de la más elevada caballerosidad.

—Vamos, vamos, señor Gilberto —dijo con una especie de despecho el Rey, que creía conocer mejor que nadie a los hombres notables de su reino, vamos, vos mismo habéis dicho que conocéis a vuestro Mirabeau de memoria. Para mí, que no le conozco, no está demás que me habléis de él, y por lo tanto podréis continuar; antes de servirse de las personas, conviene estudiarlas.

—Sí, señor —prosiguió Gilberto aguijoneado por la especie de ironía en la entonación con que el Rey le hablaba—, y diré a Vuestra Majestad: un Mirabeau era aquel Bruno de Riquetti que el día en que el señor de la Feuillade inauguraba en la plaza de la Victoria la estatua de este nombre con sus cuatro naciones encadenadas, al pasar con su regimiento —que era el de los guardias— por el Puente Nuevo, se detuvo y mandó hacer alto a su tropa ante la estatua de Enrique IV, diciendo al quitarse el sombrero: «Amigos míos, saludemos a este, pues vale tanto como otro». Un Mirabeau era aquel Francisco de Riquetti que a la edad de dieciocho años regresa de Malta, encuentra vestida de luto a su madre, Ana de Pontieves, y le pregunta la causa de su duelo, puesto que hace diez años que su esposo murió: «Porque he sido insultada», contesta la madre.

—¿Por quién, señora?

—Por el caballero de Griasque.

—¿Y no os habéis vengado?, pregunta Francisco, que conocía bien a su madre.

—¡Deseos he tenido de hacerlo! Cierto día le encontré solo, y aplicándole sobre la sien una pistola cargada, le dije: «¡Si estuviera sola, os abrasaría el cráneo, como veis que puedo hacerlo; pero tengo un hijo que me vengará más honrosamente!». —Habéis hecho bien, madre mía, contesta el joven. Y sin descalzarse las botas coge su sombrero, se vuelve a ceñir la espada y marcha en busca del caballero Griasque, diestro espadachín y pendenciero; le provoca, se encierra con él en un jardín, arroja las llaves por encima de la tapia y le da muerte. Mirabeau era aquel marqués, Juan Antonio, que tenía seis pies de estatura, la belleza de un Antinoó[6], la fuerza de Milón[7], y a quien su abuela decía en su patuá provenzal: «Ya no sois hombres sino enanos»; mientras que educado por aquella mujerona, tenía, según lo dijo después su nieto, el afán y el apetito de lo imposible: mosquetero a los dieciocho años, siempre en medio del fuego y amando el peligro con pasión, como otros aman el placer, mandaba una legión de hombres terribles, encarnizados, indomables como él, tanto que los demás soldados decían al verlos pasar: «¿Veis esos bordados rojos? Pues son los Mirabeaus, es decir, una legión de diablos mandados por Satanás». Y se engañaban respecto al comandante al llamarle Satanás, pues era hombre muy piadoso, tanto, que cierto día, habiéndole sorprendido el fuego en uno de sus bosques, en vez de dar órdenes para que se tratase de ampararle por los medios ordinarios, mandó llevar el santo Sacramento y el fuego se apagó. Ciertamente que esta piedad era la de un verdadero barón feudal, y que el capitán hallaba algunas veces medios para librar al devoto de un gran apuro, como le sucedió un día en que los desertores que quería fusilar se habían refugiado en la iglesia de un convento italiano. Mandó al punto a su gente hundir las puertas, y ya estaba a punto de obedecer cuando aquellas se abrieron por sí sojas y el abate se presentó en el umbral in pontificálibus, llevando el santo Sacramento entre las manos…

—¿Y después? —preguntó Luis XVI, evidentemente seducido por aquel relato lleno de vida y de color.

—Pues bien, el capitán quedó un momento pensativo, pues la posición era apurada; pero después, iluminado por una idea súbita, dijo a su guía: «Dauplim, que llamen al limosnero del regimiento y que venga a retirar la santa imagen de manos de ese imbécil». Así lo hizo piadosamente el limosnero del regimiento, apoyado por los mosquetes de aquellos diablos.

—En efecto —dijo Luis XVI—, sí, sí, me acuerdo de ese marqués Antonio. ¿No era él quien decía al teniente general Chamillard, que después de un combate en que se había distinguido, prometía hablar de él a Chamillard el ministro? «Caballero, vuestro hermano se puede dar por contento con serlo vuestro, pues sin vos sería el hombre más estúpido del reino».

—Sí, señor; por eso se hizo una promoción de mariscales de campo, en la que el ministro Chamillard se guardó muy bien de incluir el nombre de Antonio.

—¿Y cómo acabó aquel héroe, que me parece ser el Conde de la raza de los Riquetti? —preguntó el Rey.

—Señor, a buena vida, buena muerte —contestó con gravedad Gilberto—. En la batalla de Cassano, encargado de la defensa de un puente que los imperiales atacaban, había dispuesto que sus soldados, según su costumbre, se echasen boca abajo, mientras que él, verdadero gigante, se mantenía en pie, ofreciéndose como blanco al fuego del enemigo. De aquí resultó que las balas comenzaran a silbar a su alrededor como el granizo, pero él estaba inmóvil como el poste de un camino. Uno de los proyectiles le fracturó el brazo derecho primeramente, pero esto no era nada para él, como ya comprenderéis, señor; cogió su pañuelo, se puso el brazo en cabestrillo, y empuñando con la izquierda un hacha, su arma ordinaria, pues decía que el sable y la espada no herían lo bastante, siguió batiéndose; mas a poco una segunda bala, hiriéndole en la garganta, le cortó la vena yugular y los nervios del cuello. Esta vez era más grave; mas a pesar de la horrible herida, el coloso permaneció de pie, hasta que ahogado por la sangre cayó sobre el puente como un árbol desarraigado. Al ver esto, el regimiento se desanima y huye, pues con su jefe acababa de perder su alma. Un viejo sargento del enemigo, creyendo que no había muerto del todo le arroja al paso una olla sobre el rostro, y después, todo el ejército del príncipe Eugenio, caballería e infantería, pasa sobre su cuerpo. Terminada la batalla, se trata de enterrar los cadáveres; el magnífico traje del Marqués basta para que se le note, y uno de sus soldados prisionero, le reconoce. El príncipe Eugenio, viendo que aún respira, o más bien que produce una especie de estertor, manda conducirle al campamento del duque de Vendóme; se ejecuta la orden y se deposita el cuerpo del Marqués en la tienda del Príncipe, donde se halla por casualidad el famoso cirujano Dumoulin. Este último era hombre muy caprichoso: de pronto le ocurre devolver la vida a aquel cadáver, y la curación le tienta tanto más cuanto parece imposible. Además de aquella herida que, salvo la espina dorsal y algunos restos de carne, le separaba casi la cabeza de los hombros, todo su cuerpo, sobre el cual habían pasado tres mil caballos y seis mil infantes, no era más que una llaga. Durante tres días se duda si recobrará ni siquiera el conocimiento; al cabo de ellos abre un ojo; después los dos, moviendo también un brazo; por último secunda la tenacidad de Dumoulin con otra igual, y a los tres meses se ve reaparecer al marqués Juan Antonio con un brazo en cabestrillo, veintisiete heridas diseminadas en todo su cuerpo, es decir, cinco más que César, y la cabeza sostenida por un collar de plata. Su primera visita fue para Versalles, adonde le condujo el duque de Vendóme, y donde fue presentado al Rey, quien le preguntó cómo era que, habiendo dado tales pruebas de valor, no tenía ya el bastón de mariscal de campo. «Señor, contestó el marqués Antonio, si en vez de quedarme a defender el puente de Cassano, hubiera venido a la corte para ajustar cuentas con cierta mala pieza, hubiera obtenido mi ascenso y tendría menos heridas». No era así como Luis XIV quería que le contestasen, y por lo tanto volvió la espalda al Marqués. «Juan Antonio, amigo mío, le dijo el duque de Vendóme al salir, en adelante podré presentarte al enemigo, pero jamás al Rey». Algunos meses más tarde el Marqués, con sus veintisiete heridas, su brazo fracturado y su collar de plata, se casó con la señorita de Castellane-Norante, de la cual tuvo siete hijos, entre otras tantas nuevas campañas. Algunas veces, pero raramente, como los verdaderos héroes, hacía mención de aquella famosa batalla de Cassano, y cuando hablaba, solía decir: «Allí fue donde me mataron».

—Me decís —replicó Luis XVI, a quien agradaba visiblemente aquella enumeración de los antecesores de Mirabeau—, me decís, querido doctor, cómo fue muerto el marqués Juan Antonio, pero no me decís cómo ha muerto.

—Sucumbió en el torreón de Mirabeau, agreste y duro retiro situado en una escarpada roca que obstruye un doble desfiladero batido sin cesar por el viento del Norte; murió con esa ruda corteza que se forma en la piel de los Riquetti a medida que envejecen, educando a sus hijos en la sumisión y el respeto y manteniéndolos a tal distancia, que el mayor de ellos decía: «Jamás he tenido el honor de tocar, ni con la mano ni con los labios, la carne de ese hombre respetable». Ese hijo mayor era el padre de Mirabeau actual, hombre salvaje que vivía entre cuatro torres y que jamás quiso ir a Versalles, a lo cual se debe sin duda que Vuestra Majestad no le conozca ni le haga justicia.

—Sí tal, caballero —contestó el Rey—, sí tal, le conozco: es uno de los jefes de la escuela economista; tomó su parte en la revolución que se efectúa, dio la señal para las reformas sociales y popularizó muchos errores y algunas verdades, lo cual es tanto más culpable en él cuanto que preveía la situación, puesto que ha dicho: «Hoy día no hay vientre de mujer que no lleve un Arteveld o un Masaníello». No se engañaba, y por el vientre de la suya ha producido algo peor que todo eso.

—Señor, si en Mirabeau hay alguna cosa que repugne a Vuestra Majestad o que le espante, permitidme deciros que al despotismo personal y al despotismo real se debe esto.

—¡Al despotismo real! —exclamó Luis XVI.

—Sin duda, señor. Sin el Rey, el padre no podía hacer nada; pues, en fin, ¿qué crimen tan grave había cometido el descendiente de esa gran raza, para que a los catorce años su padre le enviara a una casa de corrección, dónde se le inscribió para humillarle, no con el nombre de Riquetti de Mirabeau, sino con el de Buffieres? ¿Qué había hecho para que, a los dieciocho años, su padre obtuviese una orden de prisión contra él y le encerrara en la Isla de Ré? ¿Qué había hecho para que, a los veinte, le alistase en un batallón disciplinario, a fin de hacer la guerra en Córcega? Su padre había dicho entonces: «¡Se embarcará el 16 de abril próximo, en la llanura que se surca por sí sola, y Dios quiera que no haya de remar un día!». ¿Qué había hecho para que, al cabo de un año de matrimonio, su padre le desterrase a Manosque, y seis meses después le hiciera trasladar al fuerte de Joux? ¿Y que había hecho, en fin, para que después de su evasión se le detuviera en Amsterdam, a fin de encerrarle en el torreón de Vicennes, dónde por todo espacio la clemencia paternal unida a la del Rey le concedió solamente un calabozo de diez pies en cuadro, en el que durante cinco años, se agitó su juventud, desarrollándose sus pasiones, mientras que al mismo tiempo aumentaba su inteligencia, fortificándose su corazón?… Voy a decir a Vuestra Majestad lo que había hecho. Sedujo a su profesor, Poisson, por su facilidad en aprenderlo y comprenderlo todo; estudió de mala gana la ciencia económica, y habiéndose dedicado después a la carrera militar, manifestó deseos de continuarla; reducido a seis mil libras de renta para él, su esposa y su hijo, contrajo deudas por valor de treinta mil francos; más tarde abandonó su destierro de Manosque para ir a dar de palos a un caballero insolente que había insultado a su hermana; y, en fin —este es el mayor crimen, señor—, cediendo a las seducciones de una mujer joven y linda, se la robó a un marido viejo y celoso.

—Sí, caballero, para abandonarla después —dijo el Rey—; de modo que la desgraciada señora de Monnier, quedando sola con su delito, se suicidó.

Gilberto levantó los ojos al cielo, suspirando.

—Veamos —dijo el Rey—, ¿qué podéis contestar a esto, caballero, y cómo defenderéis a vuestro Mirabeau?

—Por la verdad, que tan difícilmente penetra hasta los reyes, y que vos, aunque la buscáis, la pedís y la llamáis, no conocéis casi nunca. No, la señora de Monnier, señor, no murió por el abandono de Mirabeau, pues al salir de Vincennes, su primera visita fue para ella. Disfrazado de cazador furtivo penetra en el convento de Gien, donde la dama ha ido a pedir un asilo; encuentra a Sofía indiferente y confusa; los dos tienen una explicación, y Mirabeau echa de ver, no tan sólo que la señora de Monnier no le ama ya, sino que ama a otro, al caballero de Rancourt, Este último, libre por la muerte del esposo de la dama, quiere casarse con ella. Mirabeau ha salido demasiado pronto de su prisión; se contaba con su cautividad y será preciso contentarse con matar su honor. Mirabeau cede el puesto a su feliz rival y se retira; la señora de Monnier se halla a punto de unirse con el caballero de Rancourt, pero este muere súbitamente. La pobre mujer había consagrado todo su corazón y su vida a este último amor, y hace un mes, el 9 de septiembre, se encierra en su gabinete y se da la muerte por asfixia. Entonces los enemigos de Mirabeau comienzan a gritar que la infeliz ha muerto por el abandono de su primer amante, siendo así que ha puesto fin a su vida por el amor segundo. ¡Oh!, ¡la historia, la historia, he aquí cómo se escribe!

—¡Ah! —exclamó el Rey—, sin duda por eso recibió la noticia con tanta indiferencia.

—También puedo decir a Vuestra Majestad cómo la recibió, pues conozco el que estaba encargado de anunciarla, que era un individuo de la Asamblea. Interrogadle y no se atreverá a mentir, porque es un sacerdote, es el cura de Gien, el abate Vallet, el cual se sienta en los bancos opuestos a los que toma asiento Mirabeau. El abate atravesó la sala y con gran asombro del Conde fue a sentarse a su lado. «¿Qué diablos hacéis aquí?», le preguntó Mirabeau. Sin contestarle el sacerdote le entregó la carta que anunciaba en todos sus detalles la fatal noticia. El Conde tardó mucho tiempo en leerla, pues sin duda no podía creer en el contenido; después volvió a leer por segunda vez, y durante esta última lectura su rostro palidecía, alterábase de vez en cuando, y el Conde se pasaba la mano por la frente enjugándose al mismo tiempo los ojos. Al fin le fue preciso ceder, salió presuroso, y en los tres días siguientes no se presentó en la Asamblea… ¡Oh!, señor, dispensadme si entro en todos estos detalles; pero basta ser un hombre de genio ordinario para que se le calumnie en todos los puntos y en todas las cosas, y con mucha más razón cuando el hombre de genio es un gigante.

—¿Y por qué ha de ser así, doctor? ¿Qué interés se tiene en calumniar al señor de Mirabeau cerca de mí?

—El interés que toda medianía tiene en conservar su puesto cerca del trono. Mirabeau no es de esos hombres que puedan entrar en el templo sin expulsar a todos los mercaderes. Mirabeau junto a vos, señor, es la muerte de las pequeñas intrigas y de los intrigantes de poca importancia; es el genio trazando el camino a la probidad. ¿Y qué tenéis que ver vos, señor, con que Mirabeau haya vivido mal con su mujer? ¿Qué importa que Mirabeau cometiera un rapto en la señora de Monnier, ni que tenga medio millón de deudas? Pagadle vos, señor; agregad a esos quinientos mil francos un millón, dos, diez si es necesario, pues Mirabeau es libre y no debéis dejarle escapar. ¡Tomadle como consejero, eligidle por ministro; escuchad lo que diga su voz poderosa, y las palabras que pronuncie repetidlas a vuestro pueblo, a Europa, al mundo entero!

—El señor Mirabeau, que se hizo traficante en paños, en Aix, a fin de ser elegido por el pueblo, no puede engañar a sus comitentes, abandonando el partido, de aquel por el de la corte.

—Señor, señor, os lo repito, vos no conocéis a Mirabeau; es aristócrata noble y realista ante todo. Se hizo elegir por el pueblo porque la nobleza le desdeñaba, porque Mirabeau sentía esa sublime necesidad de conseguir su objeto por cualquier medio que fuera, necesidad que atormenta a los hombres de genio. Y si no le hubiera elegido ni el uno ni la otra, habría entrado en el parlamento como Luis XIV, con botas y espuelas, invocando el derecho divino. ¿Decís que no abandonaría el partido del pueblo por el de la corte? ¡Ah!, señor, ¿por qué hay un partido del pueblo y otro de la corte? ¿Por qué no se reúnen los dos para formar uno solo? Pues bien, esto es lo que Mirabeau hará… ¡Aceptadle, señor, porque mañana, resentido de vuestros desdenes, se volverá contra vos, y entonces, señor, entonces —yo os lo digo, y ese retrato de Carlos I os lo dirá después, como os lo dijo antes que yo—, entonces se habrá perdido!

—¿Decís que Mirabeau se volverá contra mí? ¿No lo ha hecho ya, caballero?

—Sí, aparentemente tal vez; pero Mirabeau está por vos, señor. Preguntad al conde de la Marck lo que dijo después de aquella famosa sesión del 21 de junio, pues solamente Mirabeau lee en el porvenir con una sagacidad espantosa.

—¿Y qué dijo?

—Retorciéndose las manos en su pesar, exclama: «¡Así es como se conduce a los reyes al cadalso!». Y tres días después, añade: «¡Esos hombres no ven los abismos que abren bajo los pies de la monarquía! ¡El Rey y la Reina sucumbirán y el pueblo batirá palmas sobre sus cadáveres!».

El Rey palideció, estremecióse, y mirando el retrato de Carlos I pareció un instante inclinado a decidirse; pero de pronto, replicó:

—Hablaré de eso con la Reina y tal vez se resuelva dirigirse a Mirabeau; pero yo no le diré nada. Me agrada poder estrechar la mano de las personas a quienes hablo, señor Gilberto, y yo no quisiera, aunque me costase el trono, la libertad y la vida, estrechar la mano a Mirabeau.

Gilberto iba a replicar, tal vez a insistir de nuevo; pero en aquel instante un ujier entró.

—Señor —dijo—, la persona que Vuestra Majestad debe recibir esta mañana, ha llegado ahora y espera en las antecámaras.

Luis XVI hizo un movimiento de inquietud, mirando a Gilberto.

—Señor —dijo este—, si no debo ver a la persona que Vuestra Majestad espera, pasaré por otra puerta.

—No, caballero —contestó Luis XVI—, pasad por esta, pues bien sabéis que os considero como amigo y que no tengo secretos para vos. Por lo demás, la persona que estoy esperando es un simple caballero que en otro tiempo perteneció a la casa de mi hermano, y que este me recomienda. Es un fiel servidor, y quiero ver si es posible hacer alguna cosa, si no por él, al menos por su esposa y sus hijos. Id, señor Gilberto; no ignoráis que siempre seréis bien recibido al venir a verme, aunque sea para hablarme del señor Riquetti de Mirabeau.

—Señor —dijo Gilberto—, ¿debo considerarme completamente derrotado?

—Ya os he dicho, caballero, que hablaré a la Reina y que reflexionaré; y más tarde veremos.

—¡Más tarde, señor! Pediré a Dios que aún sea tiempo cuando os hayáis decidido.

—¡Oh, oh! ¿Creéis tan inminente el peligro?

—Señor —replicó Gilberto—, no hagáis retirar nunca de vuestra habitación el retrato de Carlos Estuardo, porque es un buen consejero.

Y se inclinó, saliendo precisamente en el instante en que la persona esperada por el Rey se presentaba en la puerta para entrar.

Gilberto no pudo reprimir un grito de sorpresa. Aquel caballero era el marqués de Favras, el mismo a quien había encontrado ocho o diez días antes en casa de Cagliostro, y cuya muerte fatal y próxima había anunciado este.