Durante los días que así habían transcurrido, y en que los nuevos habitantes de las Tullerías adoptaron sus costumbres, Gilberto no juzgó oportuno presentarse al Rey, porque este no le envió recado; pero al fin, llegado su día de visita, creyó que su deber le proporcionaba una excusa, la cual no hubiera osado alegar en nombre de su abnegación.
Era el mismo servicio de antecámara adoptado por el rey en Versalles y en París; de modo que Gilberto era tan bien conocido en las Tullerías como en Versalles.
Por lo demás, aunque el rey no hubiese tenido que consultar al doctor, no le había olvidado; Luis XVI era hombre demasiado justo para no reconocer fácilmente a sus amigos y a sus enemigos.
Y Luis XVI estaba persuadido hasta lo más profundo de su corazón, a pesar de las prevenciones de la Reina contra Gilberto, que este no sería tal vez amigo del Rey, pero sí de la monarquía, lo cual venía a ser lo mismo.
Por eso recordó que era el día de servicio de Gilberto, y dio su nombre para que se le permitiera pasar cuando se presentase.
De aquí resultó que apenas hubo franqueado el umbral de la puerta, el ayuda de cámara de servicio se levantó, salió a su encuentro, y le introdujo en la alcoba del rey.
Este último se paseaba de un lado a otro tan preocupado, que no fijó su atención en la entrada del doctor, ni oyó tampoco el anuncio que le precedía.
Gilberto se detuvo en la puerta, inmóvil y silencioso, esperando a que el Rey observase su presencia y le dirigiese la palabra.
El objeto que preocupaba al rey —fácil de ver, porque de vez en cuando se detenía delante de él—, era un gran retrato, de cuerpo entero, de Carlos I, pintado por Van Dyck, el mismo que hoy se halla en el palacio del Louvre, y que un inglés propuso cubrirle completamente de monedas de oro, si se le cedía.
¿No es verdad que conocéis este retrato, si no por el lienzo, cuando menos por el grabado?
Carlos I está de pie, bajo algunos de estos árboles raquíticos y raros, como los que crecen en las playas; un paje, su caballo, cubierto del caparazón, y el mar forma el horizonte…
La cabeza del Rey está impregnada de melancolía. ¿En qué piensa aquel Estuardo, que tuvo por predecesor a la hermosa y desgraciada María, y que tendrá por sucesor a Jacobo II?
O, más bien, ¿qué pensaba el pintor, aquel hombre de genio, que tenía el suficiente para comunicar a la fisonomía del rey lo superfluo de su pensamiento?
¿Qué le preocupaba al pintarle de antemano, como en los últimos días de su fuga, cual simple jinete dispuesto a entrar de nuevo en campaña contra las cabezas redondas?
¿En qué pensaba el artista al pintarle así, retirado a la orilla del mar tempestuoso del Norte, con su caballo al lado, tan dispuesto para el ataque como para emprender la fuga?
Y si se volviese el cuadro en que Van Dyck pintó aquella imagen de profunda tristeza, ¿no se encontraría en el reverso del lienzo algún bosquejo del cadalso de White-Hall?
Era preciso que aquella voz del lienzo hablase muy alto para que la oyese Luis XVI; a pesar de su naturaleza esencialmente material, parecíale ver pasar una nube, que comunicaba su sombrío reflejo a los verdes prados y a las doradas mieses, y que había oscurecido su frente.
Tres veces interrumpió su paseo para detenerse delante de aquel retrato, y otras tantas, dejando escapar un suspiro, continuó dando vueltas, deteniéndose siempre, como conducido por la fatalidad, delante de aquel retrato.
Gilberto comprendió al fin que hay circunstancias en que un espectador es menos indiscreto anunciando su presencia que no manteniéndose mudo.
Hizo un movimiento, y entonces Luis XVI se estremeció, volviendo la cabeza.
—¡Ah!, ¡sois vos, doctor! —exclamó—. Me alegro de veros, venid, venid.
Gilberto se acercó, inclinándose.
—¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí, doctor?
—Hace tan sólo algunos minutos.
—¡Ah! —murmuró el Rey, volviendo a quedar pensativo.
Después de una pausa, condujo a Gilberto ante la obra maestra de Van Dyck, y preguntóle:
—¿Doctor, conocéis ese retrato?
—Sí, señor. Cuando niño, en casa de la señora du Barry; pero aunque entonces era yo pequeño, me impresionó profundamente.
—Sí, en casa de la señora du Barry, eso es —murmuró Luis XVI.
Y después de una nueva pausa de pocos segundos, añadió:
—¿Conocéis la historia de ese retrato, doctor?
—¿Su majestad se refiere a la historia del rey que representa, o a la del retrato mismo?
—A la del retrato.
—No, señor; tan sólo sé que fue pintado en Londres por los años 1645 o 46, y esto es todo cuanto puedo deciros; mas ignoro cómo pasó a Francia, y cómo se encuentra ahora en la cámara de Vuestra Majestad.
—Os diré cómo pasó a Francia; pero yo también ignoro cómo se encuentra aquí.
Gilberto miró a Luis XVI con asombro.
—He aquí cómo pasó a Francia —dijo Luis XVI—; no os diré nada nuevo en el fondo, pero sí mucho respecto a los detalles, y entonces comprenderéis por qué me detengo ante este retrato y en qué pensaba al detenerme.
Gilberto se inclinó en señal de que escuchaba atentamente.
—Hará unos treinta años, poco más o menos —dijo Luis XVI—, hubo un ministerio fatal para Francia y sobre todo para mí —añadió exhalando un suspiro al evocar el recuerdo de su padre, a quien siempre creyó envenenado por Austria—; era el ministerio del señor de Choiseul. Se resolvió sustituir a este con el ministerio de Aiguillon y Maupeau, aniquilando del mismo golpe a los parlamentos; pero esto último era un acto que espantaba mucho a mi abuelo, el rey Luis XV. Para suprimir los parlamentos necesitaba una voluntad que había perdido; con los restos de aquel hombre viejo era necesario formar uno nuevo, y para esto no había más que un medio. Se reducía a cerrar aquel vergonzoso harén llamado el Parque de los Ciervos, que ha costado tanto dinero a Francia y tanta popularidad a la monarquía; se necesitaba, en vez de aquel mundo de jóvenes hermosas donde se agotaban los restos de su virilidad, dar a Luis XV una sola querida que le bastase para todo y que no tuviese bastante influencia para inducirle a seguir una línea política, pero que no carecía de la suficiente memoria para repetirle a cada instante una lección bien aprendida. El viejo mariscal de Richelieu sabía dónde encontrar una mujer de esa especie; buscóla y no tardó en hallarla. La habéis conocido, doctor, pues hace un momento me dijisteis que habíais visto ese retrato en su casa.
Gilberto se inclinó.
—Ni la Reina ni yo simpatizábamos con aquella mujer, y sobre todo la Reina, porque siendo esta austríaca, y enterada por María Teresa de esa gran política europea de que Austria es el centro, veía en el advenimiento del señor de Aiguillon la caída de su amigo el señor de Choiseul. Digo que no amábamos a la Condesa, y sin embargo debo hacerle la justicia de que, derribando lo existente, obraba según mis deseos particulares, y añadiré en conciencia, para el bien general. Era una hábil comedianta y desempeñó su papel maravillosamente; sorprendió a Luis XV con una familiaridad audaz, desconocida hasta entonces de los reyes; le divirtió burlándose de él, pero le hizo hombre, induciéndole a creer que era…
El rey se interrumpió de pronto, como si se arrepintiese de su imprudencia al hablar así de su abuelo delante de un extranjero; pero al fijar una mirada en la franca fisonomía del doctor vio que con aquel hombre, que sabía comprenderlo todo tan bien, se podía ser sincero.
Gilberto adivinó lo que pasaba en el ánimo del rey, y sin la menor impaciencia, sin ninguna interrupción, miró a Luis XVI, que fijaba en él una mirada penetrante, y esperó.
—Lo que os digo, caballero —continuó Luis XVI, con noble ademán, nada común en él—, tal vez no debiera manifestarlo, porque es un pensamiento íntimo y un Rey no debe dejar que se lea en el fondo de su corazón sino a los que le corresponden de igual modo. ¿Procederéis lo mismo conmigo, señor Gilberto, si el Rey de Francia os dice lo que piensa? ¿Le corresponderéis de igual manera?
—Señor —contestó Gilberto—, os juro que si Vuestra Majestad me hace este honor, yo le prestaré este servicio; el médico se encarga del cuerpo como el sacerdote de las almas; pero mudo e impenetrable para los otros, consideraré como un crimen no decir la verdad al Rey que me hace el honor de pedírmela.
—¿De modo, señor Gilberto, que no habrá nunca una indiscreción?
—Señor, si me notificaseis a mí que dentro de un cuarto de hora y de orden vuestra voy a ser ejecutado, no me creería con derecho a huir hasta que me dijerais: «¡Marchaos!».
—Bien hacéis en decirme eso, señor Gilberto, pues con mis mejores amigos, y hasta con la Reina a menudo, hablo en voz muy baja; con vos haré todo lo contrario.
Siguió una pausa y el Rey continuó:
—Pues bien, esa mujer, sabiendo que apenas se podía contar con Luis XV, que, a pesar de sus veleidades de Rey, estaba casi siempre con él, procedía así a fin de utilizarse de aquellas. Durante el consejo seguíale y se inclinaba sobre un sillón, y delante del canciller, delante de los más graves personajes, incluso los viejos magistrados, se echaba a los pies del monarca, haciendo muecas como un mono y charlando como una cotorra. Pero no se reducía todo a esto, y la extraña égérie[5] hubiera perdido tal vez su tiempo si a sus palabras no hubiera tenido el señor de Richelieu la idea de agregar un cuerpo que hiciese material la lección que repetía. Bajo el pretexto de que el paje representado en el cuadro se llamaba Barry, se compro el lienzo para ella, como si fuera un cuadro de familia. Aquel rostro melancólico, que presagia el 30 de enero de 1649, colocado en el gabinete de la joven Condesa, fue testigo de sus locas carcajadas y de sus lascivos juegos, pues he aquí para qué le servía el retrato: riendo siempre cogía a Luis XV la cabeza, y conduciéndole ante el cuadro, le decía: «¡Mira, Francia, aquí tiene un Rey a quien cortaron el cuello porque era débil con su parlamento; ten consideraciones con el tuyo!». Luis XV disolvió su parlamento y murió tranquilamente en el trono. Entonces nosotros desterramos a esa mujer, con la cual debíamos haber sido tal vez más indulgentes. El cuadro se quedó en las buhardillas de Versalles, y jamás pensé ni siquiera preguntar qué había sido de él… Ahora, ¿cómo es que lo encuentro aquí? ¿Quién ha mandado traerle? ¿Por qué me sigue, o más bien, por qué me persigue?
Y después de mover tristemente la cabeza, Luis XVI añadió:
—¿No habrá en esto, doctor, alguna fatalidad?
—Sí, una fatalidad si ese retrato no os dice nada, señor; pero una providencia si os habla.
—¿Cómo queréis que semejante retrato no hable a un Rey que se halla en mi situación, doctor?
—Después de haberme permitido decir la verdad, ¿permite Vuestra Majestad que le interrogue?
Luis XVI pareció vacilar un momento.
—Hablad —replicó.
—¿Qué dice ese retrato a Vuestra Majestad, señor?
—Me dice que Carlos I perdió la cabeza por haber hecho la guerra a su pueblo, y que Jacobo II perdió el trono por haberle dejado.
—En ese caso ese retrato es como yo, señor, dice la verdad.
—¿Y bien?… —preguntó el Rey, solicitando la contestación con los ojos.
—Pues bien, ya que el Rey me ha permitido interrogarle, le preguntaré qué contesta ese retrato que tan lealmente le habla.
—Señor Gilberto —dijo el Rey—, os aseguro bajo mi palabra de caballero, que aún no he resuelto nada: tomaré consejo de las circunstancias.
—El pueblo teme que el Rey piense hacerle la guerra.
Luis XVI movió la cabeza.
—No, no —dijo—, no puedo hacer la guerra a mi pueblo sino con el apoyo del extranjero, y conozco demasiado bien la situación de Europa para fiarme. El Rey de Prusia me ofrece entrar en Francia con cien mil hombres, pero sé que parece sublime y que tan sólo es ridículo, sobre todo hasta dónde llega el espíritu de intriga y de ambición de esa pequeña monarquía que tiende a ser un gran reino y promueve en todas partes la perturbación, esperando que con ella podrá acaparar alguna nueva Silesia. Austria, por su parte, pone otros cien mil hombres a mi disposición; mas yo no quiero a mi cuñado Leopoldo, que es un Jano de dos caras, devoto filósofo, cuya madre, María Teresa, hizo envenenar a mi padre. Mi hermano de Artois me propone el apoyo de Cerdeña y de España; pero no me fío de esas dos potencias conducidas por ese Príncipe. Cerca de él se halla además el señor de Calonne, es decir, el más cruel enemigo de la Reina, el mismo que anotó —yo vi el manuscrito— el folleto de la señora de La Motte contra nosotros en ese feo negocio del collar. Sé todo lo que pasa allí abajo; en el penúltimo consejo se proyectó deponerme y nombrar un regente que sería sin duda nuestro muy querido hermano el conde de Provenza; y en el último, el señor de Conde, mi primo, propuso entrar en Francia y marchar sobre Lyon, sin tener en cuenta lo que pudiera suceder al Rey… En cuanto a la gran Catalina es diferente, pues se limita a los consejos —comprenderéis que está sentada a la mesa ocupada en devorar Polonia, y que no puede levantarse hasta que haya terminado su comida—; me da un consejo después de lo que ha pasado estos últimos días. «Los Reyes, dice, deben seguir su marcha sin cuidarse de los gritos del pueblo, como la luna sigue su curso sin hacer aprecio de los ladridos de los perros». Parece que los perros rusos se contentan con ladrar; que pregunten a Deshuttes y a Varicourt si los nuestros no muerden.
—El pueblo teme que el Rey piense en huir, en abandonar Francia…
El Rey vaciló en contestar.
—Señor —continuó Gilberto sonriendo—, siempre se hace mal cuando se toma al pie de la letra el permiso dado por un Rey. Veo que soy indiscreto, y en mi pregunta expreso pura y simplemente un temor.
El Rey apoyó su mano sobre el hombro de Gilberto.
—Caballero —dijo—, os he prometido la verdad y os la diré toda entera. Sí, se ha tratado de eso; me ha sido propuesta la cosa, y es el parecer de muchos leales servidores que me rodean, que debo apelar a la fuga. Pero en la noche del 6 de octubre, en el momento en que, llorando en mis brazos, estrechaba a mis dos hijos en los suyos, la Reina, que esperaba la muerte como yo, me hizo jurar que no huiría jamás solo y que marcharíamos juntos, a fin de salvarnos o morir los dos. Juré, caballero, y cumpliré mi palabra; pero no creo que sea posible huir todos juntos sin ser detenidos diez veces antes de llegar a la frontera, no huiremos.
—Señor —dijo Gilberto—, me admira el justo criterio de Vuestra Majestad. ¡Oh! ¿Por qué toda Francia no puede oíros como yo os oigo en este momento? ¡Cuánto se dulcificarían los odios que persiguen a Vuestra Majestad, y cuánto menos numerosos serían los peligros que os rodean!
—¡Odios! —exclamó el Rey—. ¿Creéis que mi pueblo me odie? ¡Peligros! Si no se toma muy en serio los sombríos pensamientos que ese retrato me ha inspirado, os diré que creo desvanecidos los mayores.
Gilberto miró al Rey con una expresión de profunda melancolía.
—¿No es vuestro parecer, señor Gilberto? —preguntó Luis XVI.
—Mi opinión, señor, es que Vuestra Majestad no ha hecho más que dar principio a la lucha; y que el 14 de julio y el 6 dé octubre no son sino los dos primeros actos del drama terrible que Francia representará a la faz de las naciones.
Luis XVI palideció ligeramente.
—Espero que os engañéis, amigo mío —dijo.
—No me engaño, señor —replicó.
—¿Cómo podéis saber sobre este punto más que yo, que tengo a la vez mi policía y mi contrapolicía?
—Señor, yo no tengo ni una cosa ni otra; mas por mi posición soy el intermediario natural entre lo que toca el cielo y lo que se oculta aún en las entrañas de la tierra. Señor, señor, lo que hemos experimentado no es aún más que el terremoto; todavía debemos combatir el fuego, la ceniza y la lava del volcán.
—¿Habéis dicho combatir, caballero? ¿No habría sido más exacto decirme huir?
—He dicho combatir, señor.
—Ya conocéis mi opinión respecto al extranjero: jamás le llamaré a Francia, a menos que —no hablo de mi vida, pues poco me importa, habiendo hecho ya el sacrificio de ella— mi esposa y mis hijos estuvieran en verdadero peligro.
—Quisiera prosternarme a vuestros pies, señor, para daros gracias por semejantes sentimientos. No, señor, no se necesita al extranjero. ¿Para qué le queréis mientras que no hayáis agotado vuestros propios recursos? Tal vez teméis que se os adelante la Revolución, ¿no es verdad, señor?
—Lo confieso.
—Pues bien, dos medios quedan para salvar a la vez al Rey y a Francia.
—Decidlos, caballero, y habréis merecido bien de los dos.
—El primero, señor, consiste en colocaros a la cabeza de la Revolución y dirigirla.
—Y sus hombres me arrastrarían consigo, señor Gilberto, y yo no quiero ir a donde ellos van.
—El segundo sería poner al pueblo una mordaza bastante sólida para dominarle.
—¿Cómo se llamará esa mordaza, caballero?
—La popularidad y el genio.
—¿Y quién la construirá?
—Mirabeau.
Luis XVI miró a Gilberto fijamente como si hubiese comprendido mal.