Capítulo XVI

Una semana había transcurrido entre los acontecimientos que acabamos de referir y el día en que vamos a tomar de nuevo la mano del lector para conducirle al palacio de las Tullerías, futuro teatro principal de las grandes catástrofes que han de ocurrir.

¡Oh Tullerías, herencia fatal legada por la reina de San Bartolomé, por la extranjera Catalina de Mediéis a sus descendientes y sucesores! Palacio del vértigo, que atraes para devorar, ¿qué fascinación hay en tu pórtico profundo, dónde se abisman todos esos locos coronados que quieren ser reyes, que no se creen verdaderamente consagrados hasta después de dormir bajo sus techos regicidas, y a quienes arrojas, uno tras otro, a estos cadáveres sin cabeza, y a los demás fugitivos sin corona?

¡Sin duda hay en tus piedras, cinceladas como una joya de Benvenuto Cellini, algún maleficio fatal; sin duda se ha sepultado bajo tu suelo algún talismán terrible! ¡Cuenta los últimos reyes que recibiste, y di lo que has hecho de ellos! De cinco, solamente uno devolviste al panteón donde le esperaban sus antecesores, y de los otros cuatro que la historia te reclama, uno fue entregado al cadalso y los otros tres sufrieron el destierro.

Cierto día, una asamblea entera quiso arrostrar el peligro y sustituir a los reyes, sentarse como mandataria del pueblo allí donde antes imperaban los elegidos de la monarquía. Desde aquel momento el vértigo se apoderó de ella; desde aquel momento se aniquiló a sí propia; el cadalso devoró a los unos, el destierro sepultó a los otros, y una extraña fraternidad reunió a Luis XVI con Robespierre, a Collot d’Herbois con Napoleón, a Billaud-Varennes con Carlos X, y a Vadier con Luis Felipe.

¡Oh Tullerías, Tullerías, bien insensato será, pues, aquel que ose franquear tus umbrales y entrar por donde entraron Luis XVI, Napoleón, Carlos X y Luis Felipe, porque; más pronto o más tarde, saldrá por la misma puerta que ellos!

¡Y sin embargo, palacio fúnebre! Cada uno de aquellos entró en tu recinto en medio de las aclamaciones del pueblo, y tu doble balcón los vio, uno tras otro, sonreír a esas aclamaciones, creyendo en los buenos deseos y en los votos de la multitud que las profería. A esto se debe que, apenas sentados bajo el real dosel, cada uno de ellos comenzó a trabajar en su obra, en vez de ocuparse en la del pueblo, hasta que este, echándolo de ver un día, le puso a la puerta como a un arrendador infiel, o le castigó como a un mandatario ingrato.

Así fue cómo, después de aquella marcha terrible del 6 de octubre, en medio del fango, de la sangre y de los gritos, el pálido sol del día siguiente iluminó el patio de las Tullerías, lleno de una multitud agitada por la vuelta de su rey, y hambrienta de verle.

Durante todo el día, Luis XVI había recibido a los cuerpos constituidos, mientras que la muchedumbre, esperando fuera, le buscaba, le espiaba a través de los vidrios; entonces, aquel que creía verle, dejaba escapar un grito de alegría y mostrábale a su vecino diciendo:

—¿Le veis?, ¿le veis? ¡Ahí está!

A mediodía fue necesario se presentase en el balcón y entonces resonaron los aplausos unánimes.

Por la noche debió bajar al jardín, y hubo más que aplausos: hubo enternecimientos y lágrimas.

Madame Isabel, de corazón joven, piadoso y cándido, mostraba a su hermano aquel pueblo, y le decía:

—Me parece, sin embargo, que no es difícil reinar sobre semejantes hombres.

Madame Isabel tenía su alojamiento en el piso bajo; por la noche mandó abrir las ventanas y cenó delante de todo el mundo.

Hombres y mujeres miraban, aplaudían y saludaban, y sobre todo las segundas colocaban a sus niños en las mesetas de las ventanas, y decían a los pequeños inocentes que enviaran besos a la gran dama, elogiando su belleza.

Y los niños repetían: «Sois muy hermosa, señora», mientras que con sus manitas regordetas enviaban besos sin fin.

Todos decían: «La revolución ha concluido; ya está el rey libre de su Versalles, de sus cortesanos y de sus consejeros; el encanto que tenía lejos de su capital a los reyes cautivos en ese mundo de autómatas, de estatuas y de rocas talladas que llaman Versalles, se ha roto al fin. Gracias a Dios, el rey vuelve a estar en la vida y la verdad, es decir, en la naturaleza real del hombre. ¡Venid, señor, venid con nosotros! ¡Hasta este día no habéis reprimido más que la libertad de hacer daño; hoy, en medio de nosotros, tenéis toda la libertad de hacer bien!».

A menudo, las multitudes y los individuos mismos se engañan sobre lo que son o lo que quieren ser. El miedo que se tuvo durante los días 5 y 6 de octubre, había atraído al rey, no solamente muchos corazones, sino también numerosos intereses y buenas voluntades. Aquellos gritos en la oscuridad, aquel despertar en medio de la noche, aquellos fuegos encendidos en el Patio de Mármol, que iluminaban las altas paredes de Versalles con sus fúnebres reflejos, todo esto había impresionado profundamente a las personas honradas. La asamblea experimentó gran temor, más que cuando el rey estuvo amenazado o amenazó él mismo; entonces parecíale aún que dependía del soberano; pero no transcurrían seis meses sin que, por el contrario, el Rey sea quien dependa de ella. Ciento cincuenta de sus individuos tomaron pasaportes; Monnier y Lally —el hijo de Lally, muerto en la Greve— se salvaron.

Los dos hombres más populares de Francia, Lafayette y Mirabeau, volvían a París siendo realistas.

El segundo había dicho al primero: «¡Unámonos y salvemos al Rey!».

Por desgracia, Lafayette, hombre honrado de veras, pero de inteligencia limitada, parecía despreciar el carácter de Mirabeau, y no comprendía su genio.

Y se contentó con ir a ver al duque de Orleáns. Se habían dicho muchas cosas sobre Su Alteza Real; asegurábase que durante la noche se había visto al Duque con el sombrero calado hasta los ojos y una varita en la mano, agitando los grupos en el patio de Mármol, e induciéndoles a saquear el palacio, con la esperanza de que el pillaje sería al mismo tiempo el asesinato.

Mirabeau pertenecía en cuerpo y alma al duque de Orleáns.

Lafayette, en vez de escuchar a Mirabeau, fue a buscar al Duque, e invitóle a salir de París. Su Alteza quiso discutir y se resistió; pero Lafayette era verdaderamente el Rey, y fue preciso obedecer.

—¿Y cuándo volveré? —preguntó el Duque.

—Cuando yo os diga que es hora de volver, príncipe.

—¿Y si yo me aburro y vuelvo sin vuestro permiso, caballero? —preguntó el Duque con altivez.

—Entonces —contestó Lafayette—, espero que al día siguiente de vuestro regreso me dispensaréis el honor de batiros conmigo.

El Duque marchó, y no volvió hasta que le llamaron. Lafayette era algo realista antes del 6 de octubre; pero después de esta jornada llegó a serlo verdadera y sinceramente: había salvado a la Reina y protegido al Rey.

Se siente mayor amistad por los favores que se prestan, que por los servicios que se reciben, y es porque en el corazón del hombre hay mucho más orgullo que agradecimiento.

El Rey y madame Isabel, comprendiendo que había bajo el pueblo, y tal vez sobre él, un elemento fatal que no quería mezclarse con este, un sentimiento de aversión y vengativo como la cólera del tigre, que ruge mientras acaricia, se habían conmovido verdaderamente.

Pero no sucedía lo mismo con María Antonieta: la mala disposición en que se hallaba el corazón de la mujer, perjudicaba al pensamiento de la Reina. Sus lágrimas eran de despecho, de dolor, de celos, y de las que derramaba, casi todas eran por Charny, que se escapaba de sus brazos, así como también el cetro de su mano.

Por eso veía todo aquel pueblo y oía todos sus gritos con el ánimo y el corazón irritados. Era en realidad más joven que madame Isabel, o más bien de la misma edad; pero la candidez del alma y la pureza de cuerpo, revestíanla de una capa de inocencia y de frescura de la cual no se había despojado aún; mientras que las ardientes pasiones de la Reina, el odio y el amor, habían hecho palidecer sus manos, semejantes al marfil, habían hecho que se oprimiesen sobre los dientes los labios lívidos, y extendido sobre sus ojos esos matices nacarados y violáceos que revelan un mal profundo, incurable, constante.

La Reina estaba enferma, sumamente enferma, atacada de un mal del que no se cura, porque su único remedio es la dicha y la tranquilidad, y María Antonieta comprendía que para ella habían concluido la paz y la dicha.

Por eso, en medio de todos sus impulsos, en medio de todos aquellos gritos y de los «vivas», cuando veía al Rey dar la mano a los hombres, cuando veía a madame Isabel sonreír y llorar a un tiempo a las mujeres y a los niños, la Reina sentía humedecidos sus ojos por las lágrimas de su propio dolor, ojos que volvían a quedar secos ante la alegría pública.

Los vencedores de la Bastilla se habían presentado a la Reina, y esta no quiso recibirlos.

Las mujeres del mercado habían ido a su vez y las recibió a cierta distancia, separadas de ella por enormes cestos, sin contar que sus damas, como una vanguardia destinada a evitar todo contacto, la rodeaban completamente.

María Antonieta cometía con esto una grave falta, pues las vendedoras del mercado eran realistas, y muchas habían censurado el 6 de octubre.

Aquellas mujeres le habían dirigido entonces la palabra, porque en esa especie de grupos no faltan nunca oradoras.

Una mujer, más atrevida que las otras, la habló en estos términos:

—Señora reina —dijo—, permitidme daros un consejo, y muy sincero, porque sale del corazón.

La Reina hizo un movimiento con la cabeza, pero tan imperceptible, que la mujer no lo notó.

—¿No contestáis? —prosiguió—. No importa: os le daré de todos modos. Ya estáis entre nosotras, en medio de vuestro pueblo, es decir, en el seno de vuestra verdadera familia, y ahora es preciso alejar de vos a todos esos cortesanos que pierden a los reyes, y amar un poco a los pobres parisienses, que desde hace veinte años que estáis en Francia, no os han visto tal vez cuatro veces.

—Señora —contestó con sequedad la Reina—, habláis así porque no conocéis mi corazón: os he amado en Versalles, y lo mismo os amaré en París.

Esto no era prometer mucho.

Y por eso, otra mujer tomó la palabra:

—¡Sí, sí, nos amabais en Versalles! ¿Fue vuestro amor el que os indujo el 14 de julio a proponer que sitiaran a la ciudad y que la bombardeasen? ¿Era vuestro amor el que os aconsejó el 6 de octubre a huir a las fronteras, bajo el pretexto de marchar a Trianón, a medianoche?

—¿Es decir —replicó la reina—, que os han contado todo eso y lo habéis creído? He aquí lo que ocasiona a la vez la desgracia del pueblo y del Rey.

¡Y sin embargo, pobre mujer, o más bien pobre Reina! En medio de las resistencias de su orgullo y de las angustias que sentía, tuvo una inspiración feliz.

Una de aquellas mujeres, alsaciana de nacimiento, la dirigió la palabra en alemán.

—¡Señora —le contestó la Reina—, he llegado a ser tan francesa, que he olvidado mi lengua materna!

¡Hermosas palabras; pero desgraciadamente fueron mal dichas!

Las mujeres del mercado podían alejarse gritando a plenos pulmones: «¡Viva la Reina!».

Pero se alejaron murmurando y quejándose entre dientes.

Por la noche, hallándose reunidos el Rey y madame Isabel, sin duda para consolarse tranquilizándose uno a otro, se recordaban todo cuanto habían encontrado de bueno y de malo en aquel pueblo. La Reina no citó más que un hecho, refiriéndose a una palabra del Delfín, que repitió varias veces aquel día y los siguientes.

Al ruido que hicieron las mujeres del mercado al entrar en las habitaciones, el pobre niño corrió a reunirse con su madre, y se había estrechado contra ella, exclamando:

—¡Dios mío!, mamá, ¿será el día de hoy como el de ayer?…

El pequeño Delfín estaba allí; oyó lo que su madre decía de él, y orgulloso como todos los niños que ven que se ocupan de ellos, se acercó al rey y miróle con aire pensativo.

—¿Qué quieres, Luis? —preguntó el Rey.

—Quisiera —contestó el Delfín—, preguntaros alguna cosa muy seria, padre mío.

—Pues bien —dijo el Rey colocándolo entre sus piernas— ¿qué quieres preguntarme? Veamos, habla.

—Deseaba saber —continuó el niño—, por qué vuestro pueblo que os amaba tanto, se ha enfadado de pronto contra vos, y qué habéis hecho para que se encolerice de tal modo.

—¡Luis! —murmuró la Reina con acento de reprensión.

—Dejadme contestarle —dijo el Rey.

Madame Isabel sonrió al niño.

Luis XVI tomó a su hijo en brazos, y poniendo la política del día al alcance de su inteligencia, dijo:

—Hijo mío, he querido hacer al pueblo más feliz aún de lo que era; necesité dinero para pagar los gastos que las guerras ocasionaban, y lo pedí a mi pueblo, como siempre lo hicieron los demás reyes predecesores míos. Magistrados que constituyen mi parlamento se opusieron, diciendo que solamente mi pueblo tenía derecho para votar ese dinero; y yo reuní en Versalles a los notables de cada ciudad, por su nacimiento, por su fortuna y su talento, para formar lo que se llama estados generales. Cuando estuvieron reunidos, exigieron de mí cosas que no puedo hacer, ni por mí, ni por ti, que serás mi sucesor, y hubo hombres malignos que sublevaron al pueblo. Los excesos a que se entregaron en los días siguientes, son obra suya… Hijo mío, no se ha de tener por esto mala voluntad al pueblo.

Al oír esta última recomendación, María Antonieta oprimió los labios; era evidente que, encargada de la educación del Delfín, no le hubiera aconsejado el olvido de las injurias.

Al día siguiente, la ciudad de París y la guardia nacional enviaron a la reina una comisión, rogándole que asistiese al teatro, a fin de probar así, con su presencia y la del Rey, que residían con gusto en la capital.

La Reina contestó que aceptaría con gusto la invitación de la ciudad de París, pero que necesitaba tiempo para no recordar los días que acababan de transcurrir. El pueblo había olvidado ya, y le extrañó que otros se acordasen.

Cuando la Reina supo que su enemigo, el duque de Orleáns, había salido de París, tuvo un momento de alegría; pero no agradeció a Lafayette aquel alejamiento, creyendo que se trataría de un asunto personal entre el príncipe y el general.

Lo creyó así, o aparentó creerlo, porque no quería deber nada a Lafayette.

Verdadera princesa de la casa de Lorena, por el rencor y la altivez, quería vencer y vengarse.

«Las Reinas no pueden ahogarse» —había dicho Enriqueta de Inglaterra en medio de una tempestad, y María Antonieta opinaba del mismo modo.

Por lo demás, ¿no había estado María Teresa más expuesta a morir cuando tomó a su hijo entre los brazos para mostrarlo a sus fieles húngaros?

¡Este recuerdo heroico de la madre influyó en la hija, y fue un error, el error terrible de aquellos que comparan las situaciones sin juzgarlas!

María Teresa tenía en su favor al pueblo; María Antonieta le tenía en contra.

Y además, era mujer ante todo, y tal vez hubiera juzgado mejor la situación ¡ay!, si su corazón hubiese estado más tranquilo: tal vez habría odiado un poco menos al pueblo, si Charny la hubiera amado más.

He aquí lo que pasaba en las Tullerías durante aquellos días en que la Revolución se detuvo, en que las pasiones exaltadas se enfriaban, y en que, como durante una tregua, amigos y enemigos se reconocían, para empezar de nuevo la primera declaración hostil, un nuevo combate más encarnizado, una nueva batalla más mortífera.

Este nuevo combate o esta batalla, son muy probables, como comprenderán nuestros lectores, a quienes ya hemos puesto al corriente sobre lo que se puede ver en la superficie de la sociedad, y también de todo cuanto se trama en sus profundidades.