Desde la calle de la Sourdiere a la calle en que Gilberto habitaba en la de San Honorato, no había más que un paso.
Aquella casa se hallaba un poco más lejos que la Asunción, frente a la tienda de un carpintero llamado Duplay.
El frío y el movimiento habían despertado a Sebastián y al punto quiso andar, pero su padre se opuso y siguió llevándole en brazos.
Llegado a la puerta de su casa, el doctor dejó a Sebastián un instante en pie y llamó con fuerza, la suficiente para despertar al portero, si es que estaba dormido, y a fin de no esperar largo tiempo en la calle.
En efecto, un paso pesado, aunque rápido, resonó muy pronto en el interior.
—¿Sois vos, señor Gilberto? —preguntó una voz.
—¡Toma! —dijo Sebastián—, es la voz de Pitou.
—¡Ah! ¡Dios sea loado! —exclamó Pitou abriendo la puerta—. ¡Ya apareció Sebastián!
Y volviéndose hacia la escalera, en cuyas profundidades se comenzaba a ver el resplandor de una luz, gritó:
—¡Señor Billot, señor Billot! Se ha encontrado a Sebastián, y espero que sin accidente. ¿No es así, señor Gilberto?
—Sin accidente grave, por lo menos, sí —contestó el doctor—. ¡Ven, Sebastián, ven!
Y dejando a Pitou el cuidado de cerrar la puerta, cogió a su hijo en brazos y comenzó a subir la escalera, con gran asombro del portero, que estaba en el umbral de su kiosco con su gorra de algodón y en camisa.
Billot iba delante, alumbrando al doctor, y Pitou cerró la marcha.
El doctor vivía en el segundo piso; las puertas abiertas de par en par anunciaban que era esperado, y muy pronto estuvo Sebastián en su cama.
Pitou iba detrás, inquieto y tímido: por el barro que cubría sus zapatos, las medias y el calzón, y que había salpicado el resto de su traje, era fácil de ver que acababa de correr largo trecho.
En efecto, después de haber acompañado hasta su casa a Catalina desesperada; después de saber por boca de la joven, demasiado contrastada para ocultar su dolor, que este se debía a la marcha del señor Isidoro de Charny a París, Pitou, a quien la manifestación de este pesar hería doblemente el corazón, como amante y como amigo, se despidió de Catalina, acostada ya, y de la madre Billot, que lloraba al pie de su lecho. Después, con paso más tardío que el de antes, se había encaminado hacia Haramont.
La lentitud de su marcha, las numerosas veces que se volvió para mirar la granja, de la que se alejaba con el corazón contristado, así por el dolor de Catalina como por el suyo propio, fueron causa de que no llegase a Haramont hasta el amanecer.
Su preocupación hizo que, como Sexto al encontrar a su mujer muerta, fuese a sentarse en su cama, con los ojos fijos y las manos cruzadas sobre las rodillas.
Al fin se levantó, y semejante a un hombre que despierta, no de su sueño, sino de su pensamiento, miró en torno suyo, y vio junto a la hoja de papel escrita de su mano, otra con letra distinta.
Se acercó a la mesa y leyó la carta de Sebastián. Forzoso es decirlo en elogio de Pitou: al punto olvidó sus penas personales, para no pensar sino en los peligros que podía correr su amigo durante el viaje que acababa de emprender.
Después, sin pensar en la ventaja que le llevaría el muchacho, por haber marchado la víspera, Pitou, confiando en sus largas piernas, se lanzó en su seguimiento con la esperanza de alcanzarle, si Sebastián, no encontrando medios de transporte, se había visto en la precisión de continuar su viaje a pie.
Por lo demás, sería necesario que Sebastián se detuviera, mientras que él, Pitou, andaría siempre.
El mancebo no se cuidó de bagaje ninguno; se puso un cinturón de cuero como los que tenía costumbre de usar cuando debía de andar mucho, colocó debajo del brazo un pan de cuatro libras, en el que había introducido un salchichón, y con un palo de vieja en la mano, emprendió la marcha.
Con su paso ordinario, Pitou recorría legua y media por hora, y hasta dos, si le aceleraba un poco.
Sin embargo, como necesitaba detenerse para beber, reanudar los cordones de sus zapatos, o informarse acerca del paso de Sebastián, tardó diez horas en llegar desde la extremidad de la calle de Largny a la barrera de la Villette, y después una en ir desde esta a la casa del doctor Gilberto, a causa de la obstrucción de carruajes; así eran las once horas; había salido a las nueve de la mañana y llegaba a las ocho de la noche.
Se recordará que era precisamente el momento en que Andrea se llevaba a Sebastián de las Tullerías, y en que el doctor Gilberto hablaba con el Rey; por eso Pitou no encontró al doctor ni a Sebastián, pero sí a Billot.
Este último no había oído hablar del muchacho, e ignoraba a qué hora volvería Gilberto.
El pobre Pitou estaba tan inquieto que no pensó en hablar a Billot de Catalina: toda su conversación no fue más que una larga queja sobre su desgracia de no haber estado en su aposento cuando Sebastián llegó.
Después, como llevaba consigo la carta del joven para justificarse en caso necesario, la leyó de nuevo, cosa bien inútil, pues habíala leído y releído tantas veces que la sabía de memoria.
Así había pasado el tiempo, lento y triste para Pitou y Billot, desde las ocho de la noche hasta las dos de la madrugada.
¡Era largo tiempo… seis horas! No había necesitado Pitou el doble para llegar desde Villers-Cotterêts a París.
A las dos de la madrugada, el ruido del aldabón había resonado por décima vez, desde la llegada de Pitou.
Cada vez, el mancebo se había precipitado por la escalera, y a pesar de los cuarenta peldaños que debía tranquear, siempre llegó en el momento en que el conserje tiraba del cordón.
Pero siempre su esperanza quedó defraudada; ni Gilberto ni Sebastián habían aparecido, y debió volver a reunirse con Billot, contristado y pensativo.
En fin, ya hemos dicho cómo la última, habiendo bajado más precipitadamente aún que las otras, su esperanza se realizó, al ver que el padre y el hijo, el doctor y Sebastián, se presentaban a la vez.
Gilberto dio gracias a Pitou como debía dárselas al honrado joven, es decir, con un apretón de manos; después, pensando que al cabo de una jornada de dieciocho leguas y de una espera de seis horas, el viajero debía necesitar reposo, diole orden de acostarse, deseándole una tranquila noche.
Seguro ya Pitou acerca de Sebastián, el joven deseaba ahora hacer sus confidencias a Billot; hízole seña para que le siguiese, y el buen hombre obedeció.
En cuanto a Gilberto, no quiso confiar a nadie el cuidado de acostar y velar a Sebastián; examinó por sí mismo la equimosis impresa en el pecho del muchacho, aplicó su oído en varias partes del torso, y después, habiéndose asegurado de que la respiración era completamente libre, se echó en una especie de butaca junto al niño, que, a pesar de una fiebre bastante intensa, no tardó en dormirse.
Pero muy pronto, pensando en la inquietud que Andrea debía experimentar, a juzgar por la que él mismo había sufrido, llamó a su ayuda de cámara y diole orden de echar en el buzón más próximo, a fin de que llegase a su destino en el primer reparto, una carta, en la que no había escrito más que estas palabras:
Tranquilizaos; se ha encontrado el muchacho, y no tiene ningún mal.
Al día siguiente, Billot envió a pedir permiso por la mañana a Gilberto para entrar en su habitación, el cual le fue concedido.
La buena cara de Pitou apareció risueña en la puerta, detrás de Billot, en quien Gilberto notó una expresión triste, y grave.
—¿Qué tenéis, amigo mío? —le preguntó el doctor.
—Vengo a deciros, señor Gilberto, que hicisteis bien en retenerme aquí, puesto que podía ser útil a vos y al país; pero mientras permanezco aquí, todo va mal allá abajo.
No se vaya a creer por estas palabras, que Pitou había revelado los secretos de Catalina, hablando de los amores de la joven con Isidoro, no; el honrado comandante de la guardia nacional de Haramont no era capaz de hacer una delación; solamente había dicho a Billot que la cosecha era mala, que los centenos habían faltado, y que una parte de los trigos había quedado destruida por el granizo. Añadió que los graneros estaban a medio llenar, y que había encontrado a Catalina en el camino de Villers-Cotterêts a Pisseleu.
Ahora bien, Billot se había inquietado poco por la falta de centeno y la pérdida de una parte de los trigos, pero casi desfalleció al tener conocimiento del desmayo de Catalina.
Porque el buen padre Billot, sabía que una joven del temperamento y de la fuerza de su hija, no se desmayaba sin razón enmedio de un camino.
Por lo demás había interrogado a Pitou, y aunque este se mostrase muy reservado en sus contestaciones, más de una vez Billot había movido la cabeza, diciendo:
—Vamos, vamos, creo que ya es tiempo de volver allá abajo.
Gilberto, que acababa de experimentar él mismo lo que un corazón de padre puede sufrir, comprendió esta vez lo que pasaba en el de Billot, cuando este le hubo dado a conocer las noticias traídas por Pitou.
—Marchad, querido Billot —contestó—, puesto que la granja, la hacienda y la familia os reclaman; pero no olvidéis que en nombre de la patria, y en caso apurado, dispondré de vos.
—Una palabra, señor Gilberto —contestó el honrado labrador—, será suficiente para que en doce horas me encuentre en París.
Y habiendo abrazado a Sebastián, que después de una noche tranquila estaba completamente fuera de peligro, y después de estrechar la fina y delicada mano de Gilberto entre las suyas, grandes y callosas, Billot tomó el camino de su granja, de la cual había salido solamente por ocho días, y de la cual faltaba hacía tres meses.
Pitou le siguió, llevándose, como ofrenda del doctor Gilberto, veinticinco luises destinados al equipo de la guardia nacional de Haramont.
Sebastián quedó con su padre.