Gilberto no necesitaba que le excitasen en sus pesquisas, y como le pareció muy largo tomar el camino por donde viniera, corrió directamente a la puerta de la calle de Coq-Héron, abrióla sin el auxilio del portero, y alejóse.
Conservaba en la memoria muy bien el itinerario trazado por Andrea, y siguió las huellas de Sebastián.
Igual que el muchacho, atravesó la plaza del Palais-Royal, recorrió la calle de San Honorato, desierta en aquella hora, pues era cerca de la una de la madrugada y, llegado a la esquina de la calle de la Sourfaliere, tomó la derecha y después la izquierda, y se encontró en el Pasadizo de San Jacinto.
Aquí dio principio a una inspección más detenida de las localidades.
En la tercera puerta de la derecha reconoció, por una claraboya cuadrada, cerrada en cruz por un barrote, la puerta que Andrea había descrito.
La indicación era tan precisa que no podía engañarse, y llamó.
Nadie contestó, pero llamó por segunda vez.
Entonces parecióle que alguien se arrastraba por la escalera, acercándose a él con paso tímido y receloso.
El doctor llamó por tercera vez.
—¿Quién llama? —preguntó una voz de mujer.
—Abrid —contestó Gilberto—, y no temáis nada, soy el padre del joven a quien se recogió herido.
—Abrid, Albertina —dijo otra voz—, es el doctor Gilberto.
—¡Mi padre, mi padre! —exclamó una tercera voz, en la que el doctor reconoció la de Sebastián.
Entonces Gilberto respiró libremente.
La puerta se abrió, y Gilberto se precipitó hacia una escalera que parecía conducir al sótano.
Llegado al pie de ella, se encontró en una especie de cueva iluminada por una lámpara colocada sobre una mesa cubierta de impresos y manuscritos, la misma que Andrea había indicado.
A la sombra, echado en una especie de jergón, Gilberto vio a su hijo que le llamaba con los brazos extendidos, y por poderoso que fuese el dominio que sobre sí mismo tenía, el amor paternal se antepuso filosófico; se precipitó hacia el muchacho y estrechóle contra su corazón, cuidando de no lastimar su brazo magullado ni su pecho dolorido.
Después de un largo beso paternal, y de aquel dulce murmullo de dos bocas que se buscan, después de haberse dicho todo sin pronunciar palabra, Gilberto se volvió hacia el dueño de aquella vivienda, a quien apenas había entrevisto.
Estaba de pie, con las piernas entreabiertas, una mano apoyada en la mesa y la otra en la cadera, e iluminado por la luz de la lámpara, cuya pantalla había retirado para ver mejor la escena que se presentaba ante sus ojos.
—Mira, Albertina —dijo—, da las gracias conmigo a la casualidad, que me permitió prestar este servicio a uno de mis cofrades.
En el momento en que el cirujano pronunciaba estas palabras algo enfáticas, Gilberto se volvía, como hemos dicho, y fijó su primera mirada en el ser informe que tenía a la vista.
Tenía algo de amarillo y verde, con ojos grises y saltones; parecía uno de esos aldeanos perseguidos por la cólera de Latona, y que a punto de efectuar su metamorfosis, no son ya hombres, ni tampoco sapos aún.
Gilberto se estremeció a su pesar, pareciéndole, como en una repugnante pesadilla, como a través de un velo de sangre, haber visto ya aquel hombre.
Y se acercó a Sebastián, para estrecharle más tiernamente contra su pecho.
Sin embargo, Gilberto triunfó de esa primera repugnancia, y dirigiéndose hacia el extraño individuo que Andrea había visto en su sueño magnético, y que tanto le espantó, le dijo:
—Caballero, recibid las más expresivas gracias de un padre a quien habéis conservado su hijo; son sinceras y salen del corazón.
—Caballero —contestó el cirujano—, solamente he cumplido con el deber que mis sentimientos me inspiran y me recomendaba la ciencia. Soy hombre, y como dice Terencio, nada de lo que es humano es extraño para mí; por lo demás, tengo buen corazón, y no puedo ver sufrir ni a un insecto, y mucho menos a un semejante.
—¿Tendré el honor de saber a qué respetable filántropo estoy hablando?
—¿No me conocéis, cobarde? —dijo el cirujano con una risa que trataba de hacer benévola y que tan sólo era repugnante—. Pues bien, yo os conozco: sois el doctor Gilberto, el amigo de Washington y de La Fayette —y recalcó de una manera extraña sobre este último nombre—, el hombre de América y de Francia, el honrado utopista que ha escrito magníficas memorias sobre la monarquía constitucional, las cuales enviasteis a Su Majestad Luis XVI, y que este Rey os recompensó enviándoos a la Bastilla en el momento en que pisasteis el suelo de Francia. Quisisteis salvarle, despejando de antemano el camino del porvenir, y él os ha abierto el de una prisión. ¡Agradecimiento real!
Y esta vez el cirujano comenzó a reír de nuevo, pero de una manera terrible y amenazadora.
—Si me conocéis, caballero —dijo el doctor—, razón de más para que insista en tener el honor de conoceros igualmente.
—¡Oh!, largo tiempo hace ya que nos conocemos, caballero —dijo el cirujano; fue veinte años hace, en una noche terrible, en la del 30 de mayo de 1770; entonces teníais la edad de este muchacho, y os presentaron a mí como él, herido, moribundo, agobiado; os acompañaba el maestro Rousseau, y os sangré sobre una mesa rodeada de cadáveres y de miembros cortados. ¡Oh! En aquella noche terrible, de feliz recuerdo para mí, salvé muchas existencias, gracias al acero, que sabe hasta dónde ha de penetrar para que el individuo cure, y hasta dónde ha de cortar para que se produzca la cicatriz.
—¡Oh! —exclamó Gilberto—, entonces sois Juan Pablo Marat.
Y a pesar suyo, retrocedió.
—Ya lo ves, Albertina —dijo Marat—; mi nombre produce efecto.
Y profirió una carcajada siniestra.
—Pero ¿por qué estáis aquí en esta cueva —replico vivamente Gilberto—, y por qué os servís de esa lámpara que humea?… Os creía médico del señor conde de Artois.
—Veterinario de sus cuadras, querréis decir —contestó Marat—; sabed que el Príncipe ha emigrado, y, por consiguiente, no me necesita; ya no hay, por lo tanto, ni Príncipe, ni cuadras, ni cocheras, ni veterinario. Por lo demás, había presentado mi dimisión, pues no quiero servir a los tiranos.
Y Marat se irguió como para disimular su escasa estatura.
—Pero, en fin —replicó Gilberto—, ¿por qué vivís aquí, en este agujero, en esta cueva?
—Porque habéis de saber, señor filósofo, que yo soy patriota, porque escribo para denunciar a los ambiciosos, porque Bailly me teme y Necker me odia, porque La Fayette me acosa con su guardia nacional, porque el muy ambicioso ha puesto a precio mi cabeza, porque yo le reto, considerándole como un dictador, y no me falta ánimo para proceder así. Desde el fondo de mi cueva le persigo y le denuncio. ¿Sabéis lo que acaba de hacer?
—No —contestó ingenuamente Gilberto.
—Pues bien acaba de disponer que se construyan, en el arrabal de San Antonio, once mil tabaqueras con su retrato, y en esto me parece ver alguna cosa, ¿no os parece?… Por eso he rogado a los buenos ciudadanos que las rompan, cuando puedan obtenerlas, pues seguramente encontrarán la prueba de la gran trama realista. No ignoráis, sin duda, que mientras el pobre Luis XVI llora amargamente las necedades que la Austríaca le manda hacer, La Fayette conspira con la Reina.
—¿Con la reina? —preguntó Gilberto pensativo.
—Sí, con la Reina. No me diréis que esta última no conspira, y ha distribuido estos días tantas escarapelas blancas, que la cinta ha subido de precio en tres sueldos por vara. La cosa es segura, pues la conozco por una de las hijas de la Bertin, la modista de la Reina, y su primer ministro, aquel que dice: «He trabajado esta mañana con Su Majestad».
—¿Y dónde denunciáis todo esto? —preguntó el doctor.
—En mi diario, en el que acabo de fundar, habiéndose publicado ya veinte números; se titula El Amigo del Pueblo o El Publicista parisiense, diario político e imparcial. Para pagar el papel y la impresión de los primeros números, mirad a vuestra espalda, he vendido hasta las sábanas y la colcha del lecho donde vuestro hijo está echado.
Gilberto se volvió y pudo ver, en efecto, al pequeño Sebastián descansando sobre un mísero jergón, en el cual acababa de dormirse, vencido por el dolor y la fatiga.
Gilberto se acercó al niño para ver si su sueño no sería un desmayo, pero tranquilizado por su respiración suave y ligera, acercóse de nuevo a su interlocutor, que a pesar suyo le inspiraba casi el mismo interés y curiosidad que un animal salvaje, un tigre o una hiena.
—¿Y quiénes son vuestros colaboradores en esa obra gigantesca? —preguntó.
—Mis colaboradores —contestó Marat—. ¡Ja, ja, ja! Son los pavos que van por bandadas; el águila va siempre sola. Mis colaboradores son estos.
Y el cirujano señaló su cabeza y su mano.
—¿Veis esa mesa? —continuó—, pues sabed que es la fragua donde Vulcano, me parece que la comparación está bien hallada, donde Vulcano forja el rayo. Todas las noches escribo ocho páginas en octavo, las cuales se venden por la mañana, pero con frecuencia no bastan, y entonces doblo el número. Hay casos en que dieciséis páginas no son suficientes; y lo que escribo con grandes carácteres lo concluyo casi siempre con otros muy diminutos. Los demás periodistas publican sus diarios a intervalos, y necesitan ayudantes para descansar; yo no lo hago nunca. El Amigo del Pueblo, aquí tenéis una copia, está escrito todo él de mi mano. ¡Por eso no es simplemente un diario, sino un hombre, una personalidad, yo, en fin!
—Pero ¿cómo podéis hacer este trabajo enorme?
—¡Ah! ¡He aquí el secreto de la naturaleza!… Es un pacto entre la muerte y yo… yo le doy diez años de mi vida, y a mí me concede días que no necesitan reposo y noches que se pueden pasar sin sueño… Mi existencia es muy sencilla; escribo lo mismo de día que de noche… La policía de La Fayette me obliga a vivir oculto y encerrado, pero yo me entrego en cuerpo y alma a mi tarea, y mi actividad redobla… Este género de vida me ha pesado en un principio; mas ahora estoy acostumbrado. Me agrada ver la mísera sociedad a través de la luz, escasa y oblicua, de mi cueva, por la claraboya húmeda y sombría. En la oscuridad de la noche, reino sobre el mundo de los vivos; juzgo sin apelación la ciencia y la política… Con una mano derribo a Newton, Franklin, Laplace, Monge y Lavoisier; y con la otra hago vacilar a Bailly, a Necker y a La Fayette… Derribaré todo esto… sí, como Sansón derribó el templo, y bajo los restos, que me aplastarán tal vez, sepultaré la monarquía…
Gilberto se estremeció a su pesar; aquel hombre le repetía en una cueva y bajo los andrajos de la miseria, poco más o menos lo mismo que Cagliostro le dijo en un palacio, bajo su traje bordado.
—Pero ¿por qué, siendo popular como sois —replicó—, no habéis tratado de formar parte de la Asamblea nacional?
—Porque aún no ha llegado el día —contestó Marat.
Y con una expresión de sentimiento, añadió casi al punto:
—¡Oh!, ¡si yo fuera tribuno del pueblo, si me sostuvieran algunos miles de hombres resueltos, respondo de que dentro de seis semanas la Constitución sería perfecta; la máquina política funcionaría mejor, sin que ningún pillo se atreviera a perturbarla; la nación sería libre y feliz; en menos de un año volvería a estar floreciente, siendo a la vez temible, y manteniéndose así mientras que yo viviera!
Y el vanidoso Marat transformábase bajo la mirada de Gilberto; sus ojos se inyectaban de sangre; su piel amarillenta brillaba por el sudor, y el monstruo tenía algo de grandioso en su hediondez, así como otro lo tiene en su belleza.
—Sí —continuó, siguiendo su pensamiento donde su entusiasmo le había interrumpido—; pero yo no soy tribuno, yo no tengo los pocos miles de hombres que necesito… no; pero soy periodista, tengo mi escritorio, mi papel y mis plumas… y tengo mis suscriptores, para quienes soy un oráculo, un profeta, un adivino… Tengo a mi pueblo, del que soy amigo, y al que conduzco tembloroso de traición en traición, de descubrimiento en descubrimiento, de espanto en espanto… En el primer número de El Amigo del Pueblo, denunciaba a los aristócratas; decía que había seiscientos culpables en Francia y que otras tantas cuerdas eran suficientes… ¡Ah, ah, ah, me engañaba un poco hace un mes! Los días 5 y 6 de octubre me aclararon la vista… y por eso dije que no eran seiscientos culpables los que se debían juzgar, sino diez mil; conviene colgar a veinte mil aristócratas.
Gilberto sonreía. El furor, llevado a ese punto, le parecía locura.
—Cuidado —dijo—, no habrá en Francia bastante cáñamo para lo que deseáis hacer, y las cuerdas subirán mucho de precio.
—Por eso —dijo Marat—, espero que se encuentren otros medios más expeditivos… ¿Sabéis a quién espero esta noche, y que tal vez llamará a esta puerta de aquí a diez minutos?
—No, caballero.
—Pues bien, espero a uno de nuestros cofrades… un individuo de la Asamblea nacional, a quien conocéis de nombre, el ciudadano Guillotín…
—Sí —dijo Gilberto—, es aquel que propuso a los diputados reunirse en el Juego de Pelota, cuando se les expulsó del salón de sesiones; es un hombre muy sabio.
—Pues bien, ¿sabéis lo que acaba de descubrir el ciudadano Guillotín?… Una máquina maravillosa, que mata sin hacer sufrir, porque es preciso que la muerte sea un castigo y no un padecimiento; acaba de inventar esa máquina, y una de estas mañanas la probaremos.
Gilberto se estremeció. Era la segunda vez que aquel hombre, en su cueva, le recordaba a Cagliostro; la máquina era sin duda la misma de que el Conde le había hablado.
—¡Escuchad! —exclamó Marat—, precisamente llaman a la puerta, y sin duda es él… Vaya a abrir, Albertina.
La mujer, o más bien la sirvienta de Marat, se levantó del escabel donde se había acurrucado y dormitaba, y se adelantó maquinalmente hacia la puerta con paso vacilante.
En cuanto a Gilberto, aturdido, aterrado, y casi presa de lo que parecía un vértigo, acercóse instintivamente a Sebastián, a quien se dispuso a coger en sus brazos para trasladarle a su casa.
—Ved —continuó Marat con entusiasmo—, se trata de una máquina que funciona por sí sola, es decir, que no necesita más que un hombre para ponerla en marcha; que puede, sin más que cambiar la cuchilla tres veces, cortar trescientas cabezas en un día.
—Y añadid —dijo una vocecita dulce y aflautada detrás de Marat—, que puede cortar esas trescientas cabezas sin padecimiento, sin más sensación que una ligera frescura en el cuello.
—¡Ah! ¿Sois vos, doctor? —exclamó Marat volviéndose hacia un hombrecillo de cuarenta a cuarenta y cinco años, cuyo aspecto aseado y expresión de dulzura contrastaban de la manera más extraña con Marat, y que llevaba en la mano una caja de la dimensión y de la forma de las que contienen juguetes de niño—. ¿Qué traéis ahí?
—El modelo de mi famosa máquina, querido Marat… ¡Ah!, si no me engaño —añadió el hombrecillo tratando de distinguir en la oscuridad—, es el doctor Gilberto a quien veo ahí.
—El mismo, caballero —contestó Gilberto inclinándose.
—Pues me alegro mucho de veros, señor doctor; a Dios gracias, no estáis aquí de sobra, y para mí será una dicha oír el parecer de un hombre tan distinguido como vos, sobre el invento que voy a dar a luz. Debo advertiros, amigo Marat —añadió—, que he encontrado un carpintero muy hábil, el maestro Guidon, que me construye mi máquina, de grandes dimensiones… Pero es caro, pues me pide cinco mil quinientos francos. A pesar de esto, no sentiré hacer un sacrificio en bien de la humanidad… Dentro de dos meses estará terminada, amigo mío, entonces la probaremos y después propondré su adquisición a la Asamblea nacional. Espero que apoyéis mi solicitud en vuestro excelente diario, aunque a decir verdad mi máquina se recomienda por sí misma. Vais a juzgar por vuestros propios ojos, señor Gilberto; pero no estará de más que se publiquen algunas líneas sobre el asunto en El Amigo del Pueblo.
—¡Oh! Estad tranquilo; no consagraré tan sólo algunas líneas a vuestro invento, sino un número entero.
—Sois muy amable, amigo Marat; pero como deseo que habléis con conocimiento de causa, quiero mostraros mi modelo.
Y sacó de un bolsillo de su traje una caja más pequeña que la primera, y que por cierto ruido interior comprendíase que contenía algún animal, o más bien varios de ellos, impacientes en su prisión.
Aquel ruido no pasó desapercibido para Marat.
—¡Oh, oh! —exclamó al punto—. ¿Qué tenéis ahí dentro?
—Vais a verlo —contestó el doctor.
Marat acercó la mano a la caja.
—Tened cuidado —dijo con viveza el doctor Guillotín—, porque si se nos escaparan, no podríamos cogerlos; son unos ratones a quienes vamos a cortar la cabeza. ¿Qué hacéis, señor Gilberto? —preguntó de pronto—. ¿Os vais?
—¡Ay de mí!, sí, señor, y bien a pesar mío —contestó Gilberto—; pero mi hijo atropellado, por un caballo que le derribó en tierra, fue recogido y cuidado por el señor Marat, a quien yo debí la vida en otro caso muy peligroso, por lo cual le doy de nuevo las gracias. El muchacho necesita una cama fresca, reposo y cuidados, por lo que no puedo quedarme para juzgar vuestro experimento.
—¿Pero asistiréis al que se ha de practicar en gran escala dentro de dos meses? ¿Me lo prometéis, doctor?
—Os lo prometo, caballero.
—Os recordaré vuestra palabra.
—Ya está dada.
—Doctor —dijo Marat—, creo que no será necesario recomendaros el secreto respecto a mi morada…
—¡Oh!, ¡caballero!
—Es que si la descubriese vuestro amigo Lafayette, me mandaría fusilar como un perro, o ahorcar como a un ladrón.
—¡Fusilar, ahorcar! —exclamó Guillotín—. ¿Por qué? Tan sólo se trata del descubrimiento de una manera de ejecutar suave, fácil e instantánea, que los viejos disgustados de la vida que quieran morir como filósofos y sabios, preferirán a una muerte natural. ¡Venid a ver esto, amigo Marat, venid a verlo!
Y sin cuidarse más del doctor Gilberto, Guillotín abrió su caja grande y comenzó por montar su máquina en la mesa de Marat, que le miraba atento, con una curiosidad igual a su entusiasmo.
Gilberto se aprovechó de esta ocupación para levantar a Sebastián, dormido, y llevárselo en sus brazos. Albertina le acompaño hasta la puerta, la cual cerró cuidadosamente detrás de él.
Una vez en la calle, comprendió, por el frío de su rostro cubierto de sudor, que el aire de la noche le helaba la frente.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró—. ¿Qué sucederá en esta ciudad, cuyas cuevas ocultan tal vez a estas horas quinientos filántropos ocupados en obras semejantes a la que ahora he visto preparar, y que algún día se ostentarán a la luz del sol?…