El primer sentimiento de Andrea al ver a Gilberto fue, no solamente de terror profundo, sino también de repugnancia invencible.
Para ella, el Gilberto americano, el Gilberto de Washington y de La Fayette, aristocratizado por la ciencia, por el estudio y por el genio, era siempre aquel miserable de Gilberto, gnomo terroso perdido en las espesuras de Trianón.
De parte de Gilberto, por el contrario, había siempre para Andrea, a pesar de sus desprecios, de sus injurias y de sus persecuciones, no ya ese amor ardiente que le indujo a cometer un crimen cuando joven, sino ese interés tierno y profundo que hubiera impelido al hombre a prestarle un servicio, aun con peligro de su vida.
Y era que, por el sentido íntimo de que la naturaleza había dotado a Gilberto, por el principio de justicia inmutable que había adquirido de la educación, juzgándose a sí propio, comprendió que todas las desgracias de Andrea provenían de él, y que no podría compensarlas sino cuando hubiese proporcionado a la Condesa una suma de felicidad igual a la del infortunio que había causado.
Ahora bien, ¿cómo y de qué modo podría Gilberto influir benéficamente en el porvenir de Andrea?
Esto es lo que le era imposible comprender.
Al observar de nuevo en aquella mujer una nueva desesperación, después de las muchas que había sufrido, todas las fibras compasivas de su corazón se conmovieron ante aquel gran infortunio.
Por eso, en vez de servirse súbitamente de esa fuerza magnética que ya una vez había ensayado en ella, trató de hablarle con dulzura, reservándose, si se mostraba rebelde como siempre, a emplear el medio correctivo que no podía faltarle.
De aquí resultó que Andrea, rodeada por lo pronto del fluido magnético, sintió poco a poco, por la voluntad, y casi diremos con el permiso de Gilberto, que este fluido se desvanecía, semejante a una bruma que se evapora, y que permite a los ojos penetrar en lejanos horizontes.
Por eso fue la primera en tomar la palabra.
—¿Qué buscáis, caballero? —preguntó—. ¿Cómo estáis aquí, y por dónde habéis venido?
—¿Por dónde, señora? —repuso Gilberto—. Por donde venía otras veces; pero estad tranquila, pues nadie sospecha mi presencia aquí… He venido a fin de reclamaros un tesoro, indiferente para vos, pero precioso para mí, porque es mi hijo… Lo que quiero es que me digáis dónde se halla, ya que le habéis atraído, haciéndole subir en vuestro coche, para tenerle aquí.
—¿Dónde se halla? —replicó Andrea—. ¿Lo sé yo acaso?… Ha huido… le habéis acostumbrado bien a odiar a su madre.
—¿Su madre, señora? ¿Sois realmente su madre?
—¡Oh! —exclamó Andrea—. ¡Ve mi dolor, ha oído mis gritos y contemplado mi desesperación, y aún me pregunta si soy su madre!
—¡Dios mío! —exclamó Gilberto—. ¿Dónde habrá ido?… El desgraciado no conoce París, y es ya más de la medianoche.
—¡Oh! —exclamó Andrea, dando un paso hacia Gilberto—, ¿creéis que le haya ocurrido algún percance?
—Ahora lo sabremos —dijo Gilberto— vos vais a decírmelo.
Y extendió su mano hacia Andrea.
—¡Caballero, caballero! —exclamó esta retrocediendo para sustraerse a la influencia magnética.
—¡Señora —dijo Gilberto—, no temáis nada; voy a interrogar a una madre sobre la suerte de su hijo…; para mí sois sagrada!
Andrea exhaló un suspiro, y cayó en un sillón murmurando el nombre de Sebastián.
—Dormid —dijo Gilberto—; pero ved por el corazón.
—Ya duermo —dijo Andrea.
—¿Debo emplear toda la fuerza de mi voluntad —preguntó Gilberto—, o estáis dispuesta a contestarme voluntariamente?
—¿Volveréis a decir a mi hijo que no soy su madre?
—Según y cómo… ¿Le amáis?
—¡Oh!, ¡me pregunta si le amo, a ese hijo de mis entrañas! ¡Oh!, sí, sí, le amo apasionadamente.
—Entonces sois su madre, como yo su padre, puesto que le amáis como yo le amo.
—¡Ah! —exclamó Andrea respirando.
—¿Conque vais a contestarme voluntariamente? —preguntó Gilberto.
—¿Me permitiréis ver de nuevo a Sebastián, cuando le hayáis encontrado?
—¿No os he dicho que erais su madre, como yo su padre?… Amáis a vuestro hijo, señora, y volveréis a verle.
—Gracias —dijo Andrea, con expresión de indecible alegría—; y ahora, interrogad, pues veo…; pero…
—¿Qué?
—Seguidle desde su marcha, a fin de que yo esté más segura de no perder su huella.
—Sea. ¿Dónde os ha visto?
—En el salón Verde.
—¿Dónde os ha seguido?
—A través de los corredores.
—¿Dónde os alcanzó?
—En el momento de subir yo al coche.
—¿Dónde le condujisteis?
—Al salón… el aposento contiguo.
—¿Dónde tomó asiento?
—Junto a mí, en el canapé.
—¿Estuvo allí mucho tiempo?
—Media hora, poco más o menos.
—¿Por qué os abandonó?
—Porque oyó ruido de un coche.
—¿Quién iba en él?
Andrea vaciló.
—¿Quién iba en ese coche? —repitió Gilberto con tono más imperioso y mayor voluntad.
—El conde de Charny.
—¿Dónde ocultasteis al niño?
—Le hice entrar en esta habitación.
—¿Qué os dijo al entrar?
—Que yo no era su madre.
—¿Y por qué os ha dicho eso? Hablad, yo lo quiero.
Andrea se calló.
—¿Por qué me lo ha dicho? —preguntó al fin.
—Sí.
—Porque yo le dije —contestó Andrea, haciendo un esfuerzo—, que erais un miserable y un infame.
—Mirad en el corazón del pobre niño, señora, y ved el mal que le habéis hecho.
—¡Oh! ¡Dios mío!… —murmuró Andrea—, perdón, perdón, querido mío.
—¿Sospechaba el señor de Charny que Sebastián estuviese aquí?
—No.
—¿Estáis segura de ello?
—Sí.
—¿Por qué no se ha quedado?
—Porque el señor de Charny no se queda en mi casa.
—¿Pues para qué venía?
Andrea permaneció un momento pensativa, con los ojos fijos, y como si tratase de ver en la oscuridad.
—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Oliverio, querido Oliverio…!
Gilberto la miró con asombro.
—¡Oh! ¡Desgraciada de mi! —murmuró Andrea—, volvía a mí… y para permanecer a mi lado, rehusó aquella misión… ¡me ama, me ama!…
Gilberto comenzaba a leer confusamente en aquel drama terrible que él adivinaba el primero.
—¿Y le amáis vos? —preguntó.
Andrea exhaló un suspiro.
—¿Por qué me hacéis esta pregunta? —dijo Andrea.
—Leed en mi pensamiento.
—¡Ah! Sí, veo que vuestra intención es buena, y que quisierais hacerme bastante feliz, para que olvidara el mal que me habéis causado; pero yo rehusaría la dicha, si debiese proceder de vos. ¡Yo os odio, y quiero continuar odiándoos!
—¡Pobre humanidad! —murmuró Gilberto—. ¿Es tanta tu dicha, que puedas elegir aquellos de quienes debes recibirla? ¿Conque le amáis? —añadió.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde la primera vez que le vi, desde el día en que regresó de París a Versalles en el mismo coche que la Reina ocupaba conmigo.
—¿Conque sabéis lo que es el amor? —murmuró tristemente Gilberto.
—Sé que se ha dado el amor al hombre —contestó Andrea—, para que tenga la medida de lo que puede sufrir.
—Está bien, ya sois mujer y también madre; diamante en bruto, os habéis modelado al fin en las manos de ese terrible lapidario que se llama dolor… Volvamos a Sebastián.
—¡Sí, sí, volvamos a él! Prohibidme pensar en el señor de Charny, porque esto me perturba, y en vez de seguir a nuestro hijo, tal vez seguiré al Conde.
—¡Está bien! ¡Esposa, olvida a tu marido! ¡Madre, no pienses más que en tu hijo!
La expresión, dolorida en parte, que se había pintado un momento en la fisonomía de Andrea, revelándose igualmente en toda su persona, desapareció muy pronto, quedando en su lugar la de costumbre.
—¿Dónde estaba el niño mientras que hablabais con el señor de Charny?
—Aquí, escuchando… en la puerta.
—¿Qué ha oído de la conversación?
—Toda la primera parte.
—¿En qué momento se decidió a salir de la habitación?
—En el momento que el señor de Charny…
Andrea se interrumpió.
—En el momento que el señor de Charny… —repitió despiadadamente Gilberto…
—En el momento en que el conde me besó la mano, y proferí un grito.
—Bien le veis entonces.
—Sí, le veo con la frente fruncida, los labios temblorosos, y el puño aplicado sobre el pecho.
—Seguidle con los ojos, y desde este instante, no estéis más que para él, ni le perdáis de vista.
—¡Le veo, le veo! —dijo Andrea.
—¿Qué hace?
—Mira en torno suyo para ver si hay alguna puerta que dé al jardín; y como no hay ninguna, se dirige a la ventana, la abre, mira por última vez hacia el salón, salta por la ventana, y desaparece.
—Seguidle en la oscuridad.
—No puedo.
Gilberto se acercó a Andrea y pasó la mano por delante de sus ojos.
—Bien sabéis que no hay noche para vos —dijo—. ¡Ved!
—¡Ah!, ya le diviso corriendo por el pasadizo que costea la pared; llega a la puerta grande, la abre sin que nadie le vea, y se precipita hacia la calle Plâtrière… ¡Ah! Se detiene, y habla con una mujer que pasa.
—Escuchad bien —dijo Gilberto—, y oiréis lo que pregunta.
—Ya escucho.
—¿Qué dice?
—Pregunta por la calle de San Honorato.
—Sí, allí es donde vivo; habrá vuelto a casa y me espera. ¡Pobre muchacho!
Andrea movió la cabeza.
—¡No! —dijo con visible expresión de inquietud—, no ha vuelto… no… no espera…
—¿Pues dónde está entonces?
—Dejadme seguidle, o si no le perderé.
—¡Oh! ¡Seguidle, seguidle! —exclamó Gilberto comprendiendo que Andrea adivinaba alguna desgracia.
—¡Ah! —exclamó—, ¡le vuelvo a ver, le vuelvo a ver!
—Bien.
—Entra en la calle de Grenelle y después en la de San Honorato; atraviesa, siempre corriendo, la plaza del Palais-Royal, y pregunta otra vez por dónde ha de ir; prosigue su carrera y llega a la calle de Richelieu… Ahora está en la de los Frondeurs… pasa a la nueva de San Roque… ¡Detente, niño, detente, desgraciado!… ¡Sebastián, Sebastián! ¿No ves aquel coche que viene por la calle de la Sourdiere? ¡Yo le veo, yo le veo!… Los caballos… ¡Ah!…
Andrea profirió un grito terrible y se puso en pie, con la angustia maternal pintada en su rostro, por donde corrían a la vez gruesas gotas de sudor mezcladas con lágrimas.
—¡Oh! —exclamó Gilberto—, ¡si le ocurre alguna desgracia, acuérdate de que esta recaerá sobre tu cabeza!
—¡Ah!… —exclamó Andrea, respirando sin escuchar, sin oír lo que Gilberto decía—. ¡Dios sea loado! El pecho del caballo le ha empujado fuera de la línea de las ruedas… cae, y está tendido sin conocimiento; pero no ha muerto… ¡Oh… no… no ha muerto… no… tan sólo se ha desmayado! ¡Socorro, socorro!… ¡Es mi hijo…, es mi hijo!…
Y profiriendo un grito desgarrador, Andrea volvió a caer casi desmayada en su asiento.
Por mucho que fuera el deseo de Gilberto de saber más, concedió a Andrea, palpitante, ese reposo de un momento, que tanto necesitaba.
Temía que, apurándola más, se le rompiese alguna fibra de su corazón, o que alguna vena se abriese en su cerebro.
Pero cuando creyó poder interrogar, preguntó:
—¿Qué más?
—Esperad, esperad —contestó Andrea—: Se ha formado un gran círculo alrededor del muchacho. ¡Oh!, por favor, ¡dejadme pasar, dejadme ver!… ¡Es mi hijo, es mi Sebastián!… ¡Dios mío! ¿No hay entre todos vosotros algún cirujano o médico?
—¡Oh, corro allí! —exclamó Gilberto.
—Esperad —dijo Andrea deteniéndole por el brazo—; he aquí la multitud que se aparta; sin duda es que viene el que han llamado, y al que esperan… ¡Venid, venid, caballero; bien veis que no está muerto y que se le puede salvar!
Y profiriendo una exclamación que parecía un grito de espanto, Andrea gritó:
—¡Oh, pobre de mí!
—¡No quiero que ese hombre toque a mi hijo! —gritó Andrea… ¡No es un hombre, es un enano, es un gnomo, es un vampiro!… ¡Oh, qué hediondo, qué hediondo!…
—¿Pero qué hay? —preguntó Gilberto.
—Señora, señora —murmuró Gilberto, estremeciéndose—, ¡en nombre de Dios, no perdáis de vista a Sebastián!
—¡Oh! —contestó Andrea con los ojos fijos, los labios temblorosos, y el brazo extendido—, estad tranquilo… ya le sigo, ya le sigo…
—¿Qué hace ese hombre?
—Se le lleva… remonta la calle de la Sourdiere y entra en el pasadizo de San Jacinto; luego se acerca a una puerta baja entornada, traspasa el umbral, se agacha, y baja una escalera. Después coloca a Sebastián en una mesa, tendido a lo largo, en la cual se ve un tintero, pluma y papel de manuscritos; despoja al niño de su traje, levanta la manga de la camisa, le oprime el brazo con vendas que le trae una mujer, sucia y hedionda como él, abre un estuche, saca una lanceta, y dispónese a… ¡Oh, no quiero ver eso, no quiero ver la sangre de mi hijo!
—Subid y contad los escalones —dijo Gilberto.
—Ya los he contado; hay once.
—Examinad la puerta con cuidado, y decidme si hay en ella algo notable.
—Sí… una pequeña claraboya cuadrada, con un barrote en cruz.
—Está bien, esto es cuanto deseaba saber.
—Corred, corred… y le encontraréis donde os he dicho.
—¿Queréis despertaros desde luego y recordar, o preferís que no os despierte hasta mañana, para olvidarlo todo?
—Despertadme, desde luego, y que yo recuerde.
Gilberto pasó los dos pulgares sobre las cejas de Andrea, siguiendo su curva, sopló sobre la frente, y no pronunció más que esta palabra:
—¡Despertaos!
Los ojos de la joven se animaron al punto; los miembros perdieron su rigidez, y miró a Gilberto casi con terror, recordando, aunque despierta, las recomendaciones que le había hecho durante su sueño.
—¡Oh, corred, corred —exclamó—, y sacad a Sebastián de las manos de ese hombre, que me da miedo!