El doctor Gilberto era quien estaba encerrado con el rey en el momento en que, obedeciendo la orden de Isidoro, y a petición de Sebastián, el ujier fue a informarse.
Al cabo de media hora, poco más o menos, Gilberto salió; el rey tenía cada vez más confianza en él, y con su sentimiento de rectitud apreciaba cuanto había de lealtad en el corazón de Gilberto.
Al salir, el ujier le anunció que le esperaban en la antecámara de la reina.
Acababa de penetrar en el corredor que a ella conducía, cuando una puerta de escape se abrió y cerró cerca de él, dando paso a un joven que, no conociendo tal vez las localidades, vacilaba en tomar la derecha o la izquierda.
Al ver que Gilberto iba hacia él, se detuvo para interrogar, y entonces el doctor, fijando su atención en el rostro del joven, iluminado por la luz de un quinqué, exclamó:
—¡Señor Isidoro de Charny!…
—¡El doctor Gilberto!… —contestó Isidoro.
—¿Sois vos quién me hacía el honor de llamarme?
—Precisamente, sí, doctor, yo… Y además alguna otra persona…
—¿Quién?
—Alguno —replicó Isidoro—, a quien veréis con mucho placer.
—¿Sería indiscreto preguntaros quién?
—No; pero sería una crueldad deteneros más tiempo… Venid… o más bien, conducidme a esa parte de las antecámaras de la reina que se llama el salón Verde.
—A fe mía —dijo Gilberto, sonriendo—, no estoy mucho más enterado que vos sobre la topografía de los palacios, y sobre todo del de las Tullerías; pero trataré de serviros de guía.
Gilberto, pasó el primero, y después de algunas vacilaciones, empujó una puerta, la que daba al salón Verde.
Pero allí no había nadie.
Isidoro miró en torno suyo y llamó a un ujier. La confusión era tan grande aún en el palacio, que contra todas las reglas de la etiqueta, no había ujier en la antecámara.
—Esperemos un instante —dijo Gilberto—, porque ese hombre no puede estar lejos, y entretanto, caballero, a menos que algo se oponga a esa confidencia, os ruego que me digáis quién me esperaba.
Isidoro miró con inquietud en torno suyo.
—¿No adivináis? —preguntó.
—No.
—Es una persona que encontré en el camino, inquieta por lo que podría haberos pasado, y que venía a pie a París…; es un joven que hice montar a la grupa de mi caballo, para traerle aquí.
—¿Os referís a Pitou?
—No, doctor, hablo de vuestro hijo Sebastián.
—¡De Sebastián!… —exclamó Gilberto—. ¿Y dónde está?
Y sus ojos recorrieron rápidamente todos los ángulos del vasto salón.
—Aquí estaba; había prometido esperarme, y sin duda el ujier a quien se le recomendé, no queriendo dejarle sólo, se le habrá llevado consigo.
En aquel momento entró el ujier, pero iba solo.
—¿Qué ha sido del joven a quien dejé aquí? —preguntó Isidoro.
—¿Qué joven? —preguntó aquel.
Gilberto tenía mucho dominio sobre sí y se estremeció, Pero se contuvo y acercóse a su vez.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el barón de Charny sin poder contenerse, experimentando un principio de inquietud.
—Vamos, caballero —dijo Gilberto con voz firme, evocad todos vuestros recuerdos… Ese muchacho es mi hijo, no conoce París, y si por desgracia ha salido del palacio, corre peligro de perderse.
—¿Un niño? —preguntó otro ujier que entraba en aquel momento.
—Sí, un niño, casi un joven.
—¿De unos quince años?
—¡Eso es!
—Le he visto por los corredores siguiendo a una dama que salía de las habitaciones de Su Majestad.
—¿Y sabéis quién es esa dama?
—No, llevaba el manto echado sobre el rostro.
—Pero ¿qué hacía?
—Al parecer se alejaba huyendo, y el muchacho la perseguía, gritando: «¡Señora!».
—Bajemos —dijo Gilberto—, el portero nos dirá si ha salido.
Isidoro y el doctor penetraron en el mismo corredor por donde una hora antes Andrea pasó seguida por Sebastián.
Se llegó a la puerta del patio de los Príncipes, y el portero fue interrogado.
—Sí, en efecto —contestó este—, he visto una mujer que andaba tan rápidamente que parecía huir; iba seguida de un niño… la dama subió a un coche, y el muchacho se precipitó en pos, reuniéndose con ella.
—¿Qué más? —preguntó Gilberto.
—La dama atrajo al niño, le besó apasionadamente, dio las señas al cochero, cerró la portezuela, y el carruaje partió.
—¿Recordáis esas señas? —preguntó Gilberto con ansiedad.
—Sí, perfectamente: Calle de Coq-Héron, número 9, primera puerta cochera, partiendo de la calle Plâtrière.
Gilberto se estremeció.
—¡Pues esas mismas son las señas de mi cuñada, la señora condesa de Charny!
—¡Fatalidad! —murmuró Gilberto. En aquella época, muchos eran demasiado filósofos, para decir: «¡Providencia!». Y añadió en voz baja—: ¡La habrá reconocido!…
—Pues bien —dijo Isidoro—, vamos a casa de la señora condesa de Charny.
Gilberto comprendió en qué situación pondría a Andrea, si se presentaba en su casa con su cuñado.
—Caballero —dijo—, hallándose Sebastián en casa de la condesa de Charny, está seguro, y como tengo el honor de conocerla, creo que en vez de acompañarme, sería más conveniente que os pusierais en camino, pues según he oído decir en la habitación del Rey, presumo que sois vos quien marcha a Turín.
—Sí, caballero.
—Pues bien, recibid las gracias por cuanto habéis hecho en favor de Sebastián, y marchad sin perder un momento.
—Sin embargo, doctor…
—Caballero, cuando un padre os dice que no tiene la menor inquietud, podéis marchar. Dondequiera que se halle ahora Sebastián, bien sea en casa de la condesa de Charny, o bien en otra parte, no temáis nada, pues ya le encontraré.
—Vamos, puesto que lo deseáis, doctor…
—Os lo ruego.
Isidoro ofreció la mano a Gilberto, que se la estrechó con más cordialidad de la que acostumbraba con hombres de su clase, y mientras que el vizconde volvía al palacio, dirigióse a la plaza del Carrousel, penetró en la calle de Chartres, atravesó diagonalmente la plaza del Palais-Royal, costeó la calle de San Honorato, y perdido un instante en ese dédalo de callejuelas que desembocan en el mercado, se encontró en el ángulo de dos calles. Eran las de Plâtrière y de Coq-Héron. Ambas tenían para Gilberto terribles recuerdos; muchas veces allí, en el sitio mismo donde se hallaba, su corazón había latido más violentamente tal vez que en aquel momento; por eso vaciló al parecer un instante entre las dos calles, pero se decidió muy pronto y tomó la de Coq-Héron.
Bien conocida le era la puerta de Andrea, aquella puerta cochera del número 9, y por lo tanto no se detuvo porque temiera engañarse; era evidente que buscaba un pretexto para penetrar en aquella casa, y que, no encontrándole, pensaba en un medio.
La puerta que había empujado, para ver si por uno de esos milagros con que la casualidad favorece en ciertas ocasiones a las personas apuradas, estaba abierta.
Después costeó la pared, que tenía diez pies de elevación.
Conocía bien aquella altura; pero buscó para ver si había por allí alguna carreta olvidada que le permitiera llegar a la parte superior de la pared.
Una vez conseguido esto, ágil y vigoroso como era, fácilmente habría saltado al interior.
No había ninguna carreta apoyada en la pared, y, de consiguiente, ningún medio para entrar.
Se acercó a la puerta, alargó la mano hacia el aldabón, y levantóle; pero moviendo la cabeza, le dejó caer suavemente sin producir ningún ruido.
Sin duda una idea nueva, infundiendo una esperanza casi perdida, acababa de iluminar su pensamiento.
—¡En rigor —murmuró—, es posible!
Y remontó hacia la calle Plâtrière, en la cual penetró al punto.
Al pasar dirigió una mirada y exhaló un suspiro al encontrar la fuente donde dieciséis años antes había ido más de una vez a mojar el pan negro y duro que debía a la generosidad de Teresa y al hospitalario Rousseau.
Los dos habían muerto: él había prosperado, alcanzando consideración, renombre y fortuna; pero ¡ay!, ¿estaba por esto menos agitado, menos poseído de angustias presentes y futuras, que en aquel tiempo en que, abrasado por una loca pasión, iba a mojar su pan a la fuente?
Gilberto continuó su camino.
Al fin llegó sin vacilar ante la puerta de un pasadizo, cuya parte superior tenía enrejado.
Parecía haber llegado a su destino.
Sin embargo, se apoyó un instante contra la pared, bien porque la suma de recuerdos que evocaba aquella puertecilla le agobiara casi, o ya porque, llegado allí con una esperanza, temiese encontrar una decepción.
Por último, aplicó la mano en aquella puerta, y con un sentimiento de indecible alegría vio asomar por un pequeño orificio el cordón con ayuda del cual se abría la puerta durante el día.
Gilberto recordaba que algunas veces se había olvidado de retirar este cordón, y que una vez, habiéndose retardado, en ocasión de volver apresuradamente a la buhardilla que ocupaba en casa de Rousseau, se aprovechó de este olvido para entrar y subir a ella.
La casa, como en otro tiempo, estaba ocupada al parecer por gente bastante pobre para no temer a los ladrones, y la misma indiferencia ocasionó el olvido.
Gilberto tiró del cordón, abrióse la puerta, y se halló en el oscuro y húmedo pasadizo, en cuya extremidad, erguida como una serpiente sobre su cola, elevábase la escalera, sucia y resbaladiza.
Gilberto cerró la puerta con cuidado, y a tientas pudo llegar hasta los primeros escalones.
Cuando hubo franqueado seis, se detuvo.
Un débil resplandor, a través de unos vidrios empañados, indicaba que la pared estaba perforada en aquel sitio, y que la oscuridad, aunque muy densa, era menos sombría fuera que dentro.
A través de aquellos vidrios, por sucios que estuvieran, veíanse brillar las estrellas en un claro del cielo.
Gilberto buscó el pestillo que cerraba la vidriera, abrióla, y por el mismo camino que había seguido ya dos veces, bajó al jardín.
A pesar de los quince años transcurridos, el jardín estaba tan presente en la memoria de Gilberto, que todo lo reconoció: árboles, platabandas, y hasta el ángulo donde el jardinero ponía su escalera.
Ignoraba si en aquella hora de la noche las puertas estarían cerradas, y si el señor de Charny estaría con su esposa, o, a falta de él, algún criado o doncella.
Resuelto a todo para encontrar a Sebastián, estaba, sin embargo, decidido a no comprometer a Andrea sino en el último extremo, y hacer ante todo cuanto pudiera para verla sola.
Primeramente probó la puerta del pórtico, la cual cedió apenas hubo oprimido el botón.
Esto le hizo pensar que, no estando la puerta cerrada, Andrea no debía estar sola.
A menos de estar muy preocupada, la mujer que habita sola en un pabellón, no se descuida en cerrar la puerta.
La empujó suavemente y sin ruido, muy satisfecho de tener aquella entrada libre como último recurso.
Franqueó los escalones del pórtico, y corrió para mirar por aquella persiana que, quince años antes, abriéndose de improviso bajo la mano de Andrea, le dio un golpe en la frente aquella noche en que, con los cien mil escudos de Bálsamo en la mano, fue a solicitar de la altiva joven su mano de esposa.
Esta persiana era la del salón, iluminado en aquel momento.
Pero como las vidrieras tenían cortinillas, era imposible ver nada en el interior.
Gilberto continuó su examen.
De improviso parecióle ver oscilar en la tierra y en los árboles un ligero resplandor que llegaba de la ventana abierta.
Esta ventana era la de la alcoba, y Gilberto la reconoció también, pues por allí sustrajo el niño que hoy iba a buscar.
Se apartó, a fin de salir del rayo de luz proyectado por la ventana, y poder, perdido en la oscuridad, ver sin ser visto.
Llegado a una línea que le permitía penetrar con su mirada en el interior de la alcoba, vio primero la puerta del salón abierta, y después, en el círculo que recorrían sus ojos, un lecho.
En él se hallaba una mujer, rígida, destrenzada, moribunda; sonidos roncos y guturales, como el estertor del que agoniza, se escapaban de su boca, interrumpidos de vez en cuando por gritos y sollozos.
Gilberto se acercó lentamente, costeando la línea luminosa en que no quería entrar por temor de ser visto.
Y acabó por apoyar en la ventana su pálida frente.
Ya no había duda para Gilberto: aquella mujer era Andrea, y estaba sola.
¿Pero por qué sola? ¿Por qué lloraba?
Gilberto no podía saber esto sin preguntar.
Entonces fue cuando, sin ruido, franqueó la ventana y encontróse detrás de ella, en el momento en que aquella atracción magnética a que Andrea era tan accesible, la obligó a volverse.
¡Los dos enemigos se hallaban, pues, uno frente a otro!