Charny se apoyó en el respaldo del canapé, exhalando un suspiro.
Andrea dejó caer la cabeza sobre su mano.
El suspiro de Charny había rechazado al suyo hasta lo más profundo del corazón.
Lo que pasaba en aquel momento en el interior de Andrea es una cosa imposible de describir.
Casada hacía cuatro años, con un hombre a quien adoraba, sin que este, ocupado continuamente con otra mujer, se hubiese formado jamás la idea del terrible sacrificio que se había impuesto al casarse con él, lo había visto todo con la abnegación de su doble deber de mujer y de súbdita; lo había soportado todo, encerrándolo en su interior; y al fin, al cabo de algún tiempo parecíale, por algunas miradas más dulces de su esposo, y varias palabras más duras de la Reina, que su abnegación no era del todo estéril. Durante los días que acababan de transcurrir, días terribles llenos de incesantes angustias para todo el mundo, sola tal vez en medio de todos los cortesanos, y entre aquellos servidores poseídos del terror, Andrea había experimentado, en los momentos supremos, por un ademán, una mirada o una palabra, Charny parecía ocuparse de ella, buscandóla con inquietud y encontrándola con alegría; otras veces era una ligera presión de mano disimuladamente, que le comunicaba un sentimiento desapercibido de la multitud que le rodeaba, haciendo vivir para ellos, solos un pensamiento común; en fin, eran sensaciones deliciosas, desconocidas en aquel cuerpo de nieve y en su corazón de diamante, que jamás había conocido del amor sino lo que tiene de doloroso, es decir, la soledad.
Y he aquí que de improviso, en el momento en que la pobre joven, aislada, llegaba a encontrar a su hijo, volviendo a ser madre, he aquí que alguna cosa como una aurora de amor aparecía en su horizonte, triste y sombrío hasta entonces. Pero ¡coincidencia extraña, que probaba que la felicidad no debía ser para ella! Estos dos acontecimientos se combinaban de tal manera que el uno anulaba el otro, y que inevitablemente, la vuelta del esposo alejaba el amor del niño, atendido que la presencia de este mataba el amor naciente del marido.
He aquí lo que Charny no podía adivinar en aquel grito escapado de la boca de Andrea, en aquella mano que le rechazó, y en aquel silencio lleno de tristeza, después del grito tan semejante a un grito de angustia, aunque se debía al amor, y en aquel movimiento que se hubiera creído inspirado por la repulsión, y que tan sólo era hijo del temor.
Charny contempló un momento a Andrea con una expresión que no hubiera podido engañar a la joven, si hubiese mirado a su esposo.
Charny suspiró, y reanudando la conversación donde la había dejado, preguntó a Andrea:
—¿Qué debo contestar al Rey, señora?
La joven se estremeció al oír aquella voz, y después, fijando en el Conde sus ojos claros y límpidos, contestóle:
—Caballero, he sufrido tanto desde que estoy en la corte, que como la Reina ha tenido la bondad de consentir en mi marcha, he aceptado la despedida con agradecimiento. No he nacido para vivir en el mundo, y siempre encontré en la soledad, sino la dicha, por lo menos el reposo. Los días más felices de mi vida son los que pasé cuando niña, en el castillo de Taverney, y más tarde, aquellos en que viví retirada en el convento de San Dionisio, cerca de la noble hija de Francia a quien llamaban, señora Luisa. Pero con vuestro permiso, caballero, habitaré este pabellón, lleno para mis recuerdos que, a pesar de lo tristes, no dejan de tener alguna dulzura.
A esta petición de Andrea, Charny se inclinó, como hombre dispuesto, no solamente a ceder a su ruego, sino también a obedecer a su orden.
—¿Con que así, señora —dijo—, es una resolución adoptada?
—Sí, caballero —contestó Andrea con dulzura, aunque no sin firmeza.
Charny se inclinó de nuevo.
—Y ahora, señora —dijo—, tan sólo me resta preguntar una cosa, y es si me será permitido visitaros aquí.
Andrea fijó en Charny sus grandes ojos claros, de ordinario fríos en su expresión, pero esta vez, por el contrario, llenos de asombro y de dulzura.
—Sin duda, caballero —contestó—, y como yo no veré a nadie, cuando los deberes que habéis de cumplir en las Tullerías os permitan perder algunos momentos, siempre me alegraré de que me los consagréis, por breves que sean. Jamás Charny había visto tal encanto en la mirada de Andrea, ni jamás había oído tal acento de ternura en su voz.
Y sintió correr por sus venas algo semejante al estremecimiento que produce la primera caricia.
Entonces fijó su mirada en el sitio que había ocupado junto a Andrea, y que ahora estaba vacío.
Charny hubiera dado un año de su vida por sentarse, sin que Andrea le rechazara, como lo había hecho la primera vez.
Pero tímido como un niño, no se atrevía a tomarse tal libertad sin que le invitasen a ello.
En cuanto a Andrea, hubiera dado, no un año, sino diez, por tener a su lado al que tanto tiempo había estado lejos de ella.
Por desgracia no se conocían uno y otro, y los dos permanecían inmóviles, en una expectativa casi dolorosa. Charny fue otra vez el primero en romper aquel silencio, que tan sólo podía interpretar bien el que pudiese leer en el corazón.
—¿Decís que habéis sufrido mucho desde que vivís en la corte, señora? ¿No os ha profesado siempre el Rey un respeto que rayaba hasta la veneración, y la Reina una ternura que era casi idolatría?
—¡Oh!, así es, caballero —dijo Andrea—; el Rey fue siempre bondadoso para mí.
—¡Me permitiréis observar, señora, que tan sólo contestáis a una sola de mis preguntas! ¿Habría sido la Reina para vos menos bondadosa que el Rey?
Las mandíbulas de Andrea se estrecharon, como si la naturaleza rebelada rehusase una contestación; mas haciendo un esfuerzo, dijo al fin:
—Ninguna queja tengo de la Reina, y sería injusta si no lo confesase así.
—Os digo esto, señora —insistió Charny—, porque desde hace algún tiempo… aunque tal vez me engañe… me parece que la amistad que la Reina os profesaba, se ha enfriado algo. Pero, en fin, señora, ¡estaríais muy solitaria, muy aislada!
—¿No lo estuve siempre, caballero? —replicó Andrea suspirando—, tanto de niña… como de joven… y como…
Andrea se interrumpió al notar que iba demasiado lejos.
—Concluid, señora —dijo Charny.
—¡Oh!, bien me adivináis, caballero… iba a decir: ¡y como esposa!…
—¿Tendría yo la dicha de que os dignaseis darme una queja?
—¡Una queja, caballero! —replicó vivamente Andrea—, ¿y con qué derecho, gran Dios, podría dárosla?… ¿Creéis que haya olvidado las circunstancias en que nos unieron?… ¡Muy por al contrario de aquellos que se juran al pie de los altares amor recíproco, mutua protección, nosotros nos juramos indiferencia eterna, separación completa!… Tendríamos, pues, alguna queja que darnos, si no uno de nosotros hubiese faltado a su juramento.
Las palabras de Andrea ahogaron un suspiro en el corazón de Charny.
—Veo que vuestra resolución es firme, señora —dijo—, pero al menos, permitidme que me inquiete respecto a vuestra manera de vivir aquí. ¿No estaréis muy mal?
Andrea sonrió con tristeza.
—La casa de mi padre era tan pobre —contestó—, que este pabellón comparado con ella, y por desnudo que os parezca, está amueblado con un lujo a que no me hallo acostumbrada.
—Pero, sin embargo… ese encantador retiro de Trianón… ese palacio de Versalles…
—¡Oh! Ya sabía, caballero, que no hacía más que pasar por allí.
—¿Tenéis, al menos, todo cuanto necesitáis?
—Encontraré otra vez todo cuanto tenía.
—Veamos —dijo Charny, que deseaba formar idea de aquella casa donde Andrea se proponía habitar, y que comenzaba a mirar en torno suyo.
—¿Qué deseáis ver, caballero? —preguntó Andrea levantándose vivamente y dirigiendo una rápida e inquieta mirada hacia la alcoba.
—Pero por humildes que sean vuestros deseos, debo deciros que este pabellón no es verdaderamente una morada, señora… He atravesado una antecámara y ya estoy en el salón; esta puerta —y abrió la que había a un lado—, sí, esta puerta conduce a un comedor, y esta otra…
Andrea se lanzó entre el conde y la puerta hacia la cual se dirigía, viendo con el pensamiento, detrás de ella, a su hijo Sebastián.
—¡Caballero —exclamó—, os suplico que no deis un paso más!
Y con los brazos extendidos cerraba el paso.
—Sí, comprendo —dijo Charny suspirando—, esta es la puerta de vuestra alcoba.
—Sí, caballero —balbuceó Andrea con voz ahogada.
Charny miró a la condesa, que estaba temblorosa y pálida; jamás el espanto se había manifestado con tan verdadera expresión como la que se pintaba en su semblante en aquel momento.
—¡Ah, señora! —murmuró con voz llena de lágrimas—. ¡Bien sabía que no me amabais, pero ignoraba que me odiaseis tanto!
Y no pudiendo permanecer más tiempo al lado de Andrea sin dar a conocer su debilidad, vaciló un instante como un hombre ebrio; después concentró todas sus fuerzas y precipitóse fuera del aposento; profiriendo un grito de dolor que resonó hasta el fondo del corazón de Andrea.
La joven le siguió con los ojos hasta que hubo desaparecido; permaneció con el oído atento hasta que resonó el ruido de su coche, que se alejaba cada vez más: después, al sentir que su corazón se laceraba, y comprendiendo que no tenía suficiente amor maternal para combatir el que sentía, precipitóse en la alcoba, exclamando:
—¡Sebastián, Sebastián!
Pero ninguna voz contestó a la suya, y en vano pidió un eco consolador a este grito de angustia.
A la luz de la lamparilla que iluminaba la habitación, miró ansiosa en torno suyo y vio que no había nadie en el aposento.
Sin embargo, apenas podía dar crédito a sus ojos.
Y por segunda vez llamó:
—¡Sebastián, Sebastián!
El mismo silencio.
Solamente entonces observó que la ventana estaba abierta, y que el aire exterior, penetrando en la estancia, hacía vacilar la llama de la lamparilla.
Era la misma ventana que quince años antes fue abierta cuando el niño había desaparecido por primera vez.
—¡Ah! ¡Es justo! —exclamó Andrea—. ¿No me ha dicho que yo no era su madre?
Entonces, comprendiendo que perdía todo a la vez, hijo y esposo, en el momento en que estaba a punto de encontrarlo todo. Andrea se dejó caer en su lecho con los brazos extendidos y las manos rígidas; había agotado sus fuerzas, su resignación y sus oraciones.
Ya no tenía más que gritos, lágrimas, sollozos, y un inmenso sentimiento de dolor.
Una hora transcurrió poco más o menos en aquella postración profunda, en aquel olvido del mundo entero, en aquel deseo de destrucción universal de que volviendo a la nada, el mundo los arrastrara consigo.
De repente parecióle a Andrea que alguna cosa más terrible aún que su dolor se deslizaba entre este y sus lágrimas. Una sensación que tan sólo había experimentado tres o cuatro veces, y que siempre había precedido a las crisis supremas de su existencia, invadió lentamente todo cuanto en ella quedaba vivo aún. Por un movimiento casi independiente de su voluntad, se irguió poco a poco; su voz, temblorosa en su garganta, se extinguió; todo su cuerpo, como atraído involuntariamente, giró sobre sí mismo, y a través de la húmeda bruma de sus lágrimas, creyó ver que no estaba sola. Su mirada se fijó y aclaró; un hombre, que parecía haber franqueado la ventana para penetrar en la habitación, estaba en pie delante de ella; quiso llamar, gritar, extender la mano hacia el cordón de la campanilla, mas fue imposible… acababa de experimentar ese embotamiento invencible que en otro tiempo indicaba la presencia de Bálsamo; pero, al fin, en aquel hombre que estaba de pie ante ella, fascinándola con el ademán y la mirada, reconoció a Gilberto.
¿Cómo estaba allí Gilberto, aquel padre aborrecido, en vez del hijo bien amado que buscaba?
Esto es lo que trataremos de explicar ahora al lector.