De luto por su hermano, muerto dos días antes, el conde de Charny vestía de negro.
Y como aquel duelo, semejante al de Hamlet, no estaba solamente en el traje, sino en el fondo del corazón, también su rostro pálido atestiguaba las lágrimas que había derramado y los dolores que había sufrido.
La Condesa abarcó de una rápida mirada todo este conjunto. Jamás las buenas figuras son tan bellas como después de las lágrimas; jamás Charny había parecido tan seductor.
Andrea cerró un instante los ojos, echó la cabeza hacia atrás ligeramente, como para que su pecho pudiera respirar, y apoyó la mano en su corazón que desfallecía.
Cuando abrió de nuevo los ojos, es decir, un segundo después, vio a Charny en el mismo sitio.
El ademán y la mirada de Andrea preguntaban al mismo tiempo, tan visiblemente, por qué no había entrado, que el Conde contestó al punto:
—Señora, esperaba.
Y se adelantó un paso.
—¿Se debe despedir el coche del caballero? —preguntó el conserje por encargo del criado del Conde.
Charny fijó una mirada de indecible expresión en Andrea, que como deslumbrada cerró los ojos por segunda vez, permaneciendo inmóvil, con la respiración suspensa, como si no hubiera entendido la pregunta y sí visto la mirada.
Una y otra, sin embargo, habían penetrado directamente en su corazón.
Charny buscó en aquella estatua viviente alguna señal que indicase lo que debía contestar; y después, como el estremecimiento de Andrea podía ser igualmente el temor de que el Conde fuese como el deseo de que se quedara, contestó el conserje:
—Decid al cochero que espere.
La puerta se cerró, y acaso por primera vez desde su casamiento, el Conde y la Condesa quedaron solos.
Charny fue el primero en romper el silencio.
—Dispensad, señora, ¿sería todavía indiscreta mi inesperada presencia? Estoy de pie, el cochero espera a la puerta, y si fuera así, me marcharía como he venido.
—No, caballero —contestó Andrea con viveza—, todo lo contrario. Sabía que estabais sano y salvo; mas no me considero menos dichosa al volver a veros después de los acontecimientos ocurridos.
—¿Con que habéis tenido la bondad de preguntar por mí, señora? —pregunto el Conde.
—Sin duda… ayer y esta mañana, y me contestaron que estabais en Versalles; también me informé esta tarde, y supe que os hallabais cerca de la Reina.
¿Habían sido pronunciadas estas últimas palabras simplemente, o expresaban una reprensión?
Lo cierto es, que el mismo Conde, no sabiendo a qué atenerse, se preocupó un instante.
Pero casi al punto, esperando sin duda a que el resto de la conversación levantase el velo que ahora le ofuscaba, contestó:
—Señora, un triste y piadoso deber me retenía ayer y hoy en Versalles; un deber que considero como sagrado, en la situación en que la Reina se halla, me obligó a presentarme a Su Majestad apenas llegado a París.
A su vez, Andrea trató visiblemente de reconocer en todo su realismo la intención de las últimas palabras del Conde.
Después, pensando que debía dar, ante todo, contestación a las primeras, repuso:
—¡Oh!, caballero, he sabido, ¡ay de mí!, la terrible pérdida que…
Andrea vaciló un instante.
—Que habéis sufrido —dijo al fin.
Andrea iba a decir «que hemos sufrido», pero sin atreverse, continuó:
—Habéis tenido la desgracia de perder a vuestro hermano el barón Jorge de Charny.
Y hubiéramos dicho que el Conde esperaba al paso las dos palabras que hemos subrayado, pues se estremeció en el momento de ser pronunciadas.
—Sí, señora —contestó—; como vos decís, es una pérdida terrible para mí la de ese joven, pérdida que, por fortuna, no podéis apreciar, por haber conocido muy poco al pobre Jorge.
En aquellas palabras por fortuna, había una especie de dulce y melancólica reprensión.
Andrea lo comprendió así; pero ningún indicio exterior reveló que se había fijado en ello.
—Por lo demás, una cosa me consolaría de esta pérdida, si pudiera ser consolado —continuó Charny—, y es que el pobre Jorge ha muerto, como Isidoro morirá también, y probablemente yo, es decir, cumpliendo con su deber.
Las palabras como yo moriré probablemente, impresionaron vivamente a Andrea.
—¡Ay de mí, caballero! —exclamó—. ¿Creéis, pues, tan desesperadas las cosas, que sean todavía necesarios nuevos sacrificios de sangre para desarmar la cólera celeste?
—Creo, señora, que si no ha llegado la última hora de los Reyes, se halla muy próxima; creo que hay un mal genio que impele a la monarquía hacia el abismo; y creo, en fin, que si cae, debe ir acompañada en su caída de todos aquellos que tomaron parte en su esplendor.
—Es verdad —dijo Andrea—, y cuando llegue el día, me hallará dispuesta, como vos, a todos los sacrificios, a todas las abnegaciones.
—¡Oh!, señora —replicó Charny—; habéis dado demasiadas pruebas de abnegación en el pasado, para que nadie, y yo menos que nadie, dude de vuestra generosidad en el porvenir, y tal vez tenga yo menos derecho que los demás a dudar de la vuestra, por cuanto la mía, por primera vez acaso, ha rehusado una orden de la Reina.
—No comprendo, caballero —dijo Andrea.
—Al llegar a Versalles, señora, encontré la orden de presentarme al punto a Su Majestad.
—¡Oh! —exclamó Andrea sonriendo tristemente.
Y después de una pausa, contestó:
—Es muy natural; la Reina ve, como vos, el porvenir misterioso y sombrío, y quiere tener a su alrededor los hombres con quien sabe que puede contar.
—Os engañáis, señora —contestó Charny—; la Reina no me llamaba para que me acercase a ella, sino para alejarme.
—¡Alejaros de ella! —replicó vivamente Andrea dando un paso hacia el Conde.
Y después de un momento, notando que Charny estaba de pie desde el principio de la conversación, siempre junto a la puerta, le dijo, señalándole un sillón:
—Dispensad, aún os tengo de pie, señor Conde.
Al pronunciar estas palabras, se dejó caer ella misma sobre el canapé, incapaz de sostenerse más tiempo, y ocupando el sitio donde un momento antes se hallaba Sebastián.
—¡Alejaros! —repitió con una emoción que no dejaba de expresar alegría, al pensar que Charny y la Reina iban a quedar separados—. ¿Y con qué objeto?
—Con el de desempeñar en Turín una misión cerca de los señores conde de Artois y duque de Borbón, que se ha marchado de Francia.
—¿Y aceptasteis?
Charny miró fijamente a Andrea.
—No, señora —dijo.
Andrea palideció de tal modo que Charny dio un paso hacia ella como para prestarle auxilio, mas al notar este movimiento del Conde, repúsose y volvió en si.
—¿Que no? —balbuceó—. ¿Habéis rehusado obedecer una orden de la Reina… vos, caballero?…
Las dos últimas palabras fueron pronunciadas con un acento de duda y de asombro imposibles de expresar.
—He contestado, señora, que creía mi presencia más necesaria en París que en Turín, sobre todo en este momento; que cualquiera podía encargarse de la misión con que se quería honrarme, y que tenía precisamente un hermano que acababa de llegar de provincias, dispuesto a ponerse a las órdenes de Su Majestad y a marchar en lugar mío.
—¿Y sin duda, caballero, la Reina se habrá alegrado, aceptando la proposición? —exclamó Andrea con una expresión de amargura que no pudo reprimir, y que no pasó desapercibida para Charny.
—No, señora, todo lo contrarío, pues mi negativa la ofendió al parecer; de modo que hubiera debido marchar, si por fortuna no hubiese entrado el Rey en aquel momento, permitiéndome tomarle por juez en la cuestión.
—¿Y el Rey se ha declarado en vuestro favor, caballero? —preguntó Andrea con una sonrisa irónica—. ¿Opinó, como vos, que debíais permanecer en las Tullerías?… ¡Oh!, ¡el monarca es tan bueno!
Charny repuso sin pestañear:
—El Rey dijo que mi hermano Isidoro era, en efecto, muy conveniente para aquella misión, tanto más cuanto que, llegado por primera vez a la corte, y casi también a París, su ausencia no sería notada. Añadió que sería una crueldad en la Reina exigir que me alejase de vos en semejante momento.
—¿De mí? —exclamó Andrea—. ¿Ha dicho de mí?
—Os repito sus propias palabras, señora. Después, paseando la mirada en torno suyo, y dirigiéndose a mí, añadió: «En efecto, ¿dónde está la condesa de Charny? No la he visto desde anoche». Como era a mí a quien la pregunta se dirigía, debí contestar, y dije: «Señor, tengo tan rara vez la dicha de ver a la señora de Charny, que me sería imposible deciros en este momento dónde se halla; pero si Vuestra Majestad desea informes sobre el particular, puede dirigirse a la Reina, que lo sabe y contestará». Y yo insistí, porque al ver que la Reina fruncía el ceño, pensé que alguna cosa ignorada de mí habría pasado entre vos y ella.
Andrea tenía tanto afán en escuchar, que ni siquiera pensó en contestar.
Entonces Charny continuó:
«—Señor —contestó la Reina—, la condesa de Charny ha salido de las Tullerías hace una hora.
»—¿Cómo? —preguntó el Rey—, ¿la señora Condesa ha dejado el palacio?
»—Sí, señor.
»—Mas ¿para volver muy pronto?
»—No lo creo.
»—¿Qué no lo creéis, señora? —replicó el Rey—. ¿Pues qué motivo ha tenido la condesa de Charny, nuestra mejor amiga, para marcharse así?…
»La Reina hizo un movimiento.
»—Sí, digo que me extraña que vuestra mejor amiga se haya separado de vos en semejante momento.
»—A mí me parece —repuso la Reina—, que no tenía buen alojamiento.
»—Sin duda era malo; pero teníamos intención de proporcionarle otro mejor, es decir, habitaciones para ella y para el Conde. ¿No es verdad, señor de Charny, que no habríais sido difícil de contentar?
»—Señor —contesté—, el Rey sabe que siempre estaré satisfecho en el lugar que me señale, con tal que en él tenga ocasión de servir a mi soberano.
»—¡Ya lo presumía yo! —exclamó el Rey.
»—¿Con que la condesa de Charny se ha retirado? ¿Y adónde, señora?
»—Lo ignoro.
»—¡Cómo! ¿Al separarse vuestra amiga de vos no le preguntasteis adónde iba?
»—Cuando mis amigos me abandonan, los dejo libres de ir adonde quieran, y no cometo la indiscreción de preguntarles adonde van.
»—¡Bueno! —me dijo el Rey—, estos son enojos de mujer… Señor de Charny, necesito decir algunas palabras a la Reina; id a esperarme en mi habitación, y allí me presentaréis a vuestro hermano. Esta misma noche marchará a Turín, pues soy de vuestro parecer, caballero; os necesito y os conservo».
Yo envié en busca de mi hermano, que acababa de llegar y de pasarme aviso de que esperaba en el salón Verde.
Al oír las palabras en el salón Verde, Andrea, que había casi olvidado a Sebastián, con el interés con que escuchaba el relato de su esposo, recordó cuanto acababa de pasar entre ella y su hijo, y dirigió una mirada de angustia a la puerta de la alcoba, donde le había encerrado.
—Pero dispensad, señora —dijo Charny—, os entretengo con cosas que os interesan medianamente, y sin duda os preguntáis cómo estoy aquí y para qué he venido.
—No, caballero —contestó Andrea—, todo lo contrario; lo que me hacéis el honor de referirme tiene para mí el mayor interés; y en cuanto a vuestra presencia en mi casa, bien sabéis que después de los temores que he tenido por vos, esta presencia, demostrando que no os ha ocurrido ninguna desgracia, no puede menos de serme agradable. Continuad, pues; el Rey acababa de deciros que fuerais a esperarle en su habitación, y vos enviasteis a llamar a vuestro hermano.
—Sí, los dos nos dirigimos a la habitación del Rey, señora, y diez minutos después se presentó. Como la misión de que se trataba era urgente, el Rey comenzó por hablar de ella, díjonos que tenía por objeto dar a conocer a Sus Altezas los príncipes los acontecimientos que acababan de ocurrir. Un cuarto de hora después de volver Su Majestad, mi hermano había marchado a Turín, y yo me quedé solo con el Rey. Este último se paseó un instante muy pensativo, y deteniéndose de pronto delante de mí, me dijo:
«—Señor Conde. ¿Sabéis qué ha pasado entre la Reina y la Condesa?
»—No, señor —contesté.
»—Es preciso —replicó el Rey—, que haya ocurrido alguna cosa, pues he encontrado a la Reina de un humor infernal, y a lo que me parece injusto para la Condesa, lo cual no es su costumbre, tratándose de amigas, a quienes defiende aunque hayan cometido faltas.
»—No puedo hacer más qué repetir a Vuestra Majestad lo que ya he tenido el honor de manifestarle; ignoro completamente lo que ha pasado entre la Condesa y la Reina, y ni siquiera sé si ha sucedido alguna cosa. En todo caso, señor, os haré asegurar de antemano que si hay falta por una parte o por otra, suponiendo que una reina pueda cometerla, no será por culpa de la Condesa».
—Os doy gracias, caballero —dijo Andrea—, por haber juzgado tan bien de mí.
«—En todo caso —replicó el Rey—, si la Reina no sabe dónde se halla la Condesa, vos debéis saberlo.
»Yo no sabía mucho más que la Reina sobre este punto pero contesté:
»—Señor, sé que la Condesa tiene una casita en la calle de Coq-Héron, y sin duda se habrá retirado allí.
»—¡Oh!, sí, seguramente estará en esa casa —dijo el Rey—; id a enteraros; os doy licencia hasta que mañana, con tal que volváis en compañía de la Condesa».
La mirada de Charny, al pronunciar estas palabras, se había fijado de tal modo en Andrea que esta última, sintiendo malestar, y sin poder resistir la expresión de aquellos ojos, cerró los suyos.
«—Le diréis —continuó Charny hablando siempre en nombre del Rey—, que encontraremos aquí para ella, aunque hubiera de buscarlo yo mismo, un alojamiento, no tan grande como el que tenía en Versalles, seguramente; pero bastante capaz para marido y mujer. Id, señor de Charny, id; la Condesa debe estar inquieta respecto a su esposo, y a vos debe sucederos lo mismo».
Después, llamándome cuando había dado algunos pasos hacia la puerta, añadió, alargándome la mano, que yo besé:
«—A propósito, señor de Charny, al veros vestido de luto, debí comenzar por esto… Habéis tenido la desgracia de perder a vuestro hermano; pero no es posible, ni aun al Rey, consolar tales desgracias, aunque sí podrá decir: si vuestro hermano era casado, si tenía mujer e hijos, serán adoptados por mí. En tal caso, caballero, si existen, traedlos y presentádmelos; la Reina se encargará de la madre y yo de los hijos».
Y como al pronunciar estas palabras asomase una lágrima en los párpados de Charny, Andrea le preguntó:
—¿Y sin duda, el Rey, no hacía más que repetir lo que la Reina os había dicho?
—La Reina, señora —contestó Charny con voz temblorosa—, no me había hecho ni siquiera, el honor de dirigirme la palabra sobre este particular, y he aquí por qué ese recuerdo del Rey me conmovió tan profundamente, que al verme llorar me dijo:
«—Vamos, vamos, señor de Charny, tal vez haya hecho mal en hablaros de eso; pero obro siempre bajo el impulso de mi corazón, y este me aconseja hacer lo que hago. Id, pues, en busca de nuestra querida Andrea, Conde, porque si las personas amadas por nosotros no pueden consolarnos, por lo menos, nos acompañarán en nuestro dolor, llorando con ellos lo cual es siembre un gran alivio».
—Y he aquí cómo he venido —continuó Charny—, en cumplimiento de una orden del Rey, señora… por lo cual espero que me dispensaréis.
—¡Ah!, caballero —exclamó Andrea levantándose vivamente y ofreciendo sus manos a Charny. ¿Podéis dudar de ello?
El Conde cogió presuroso aquellas manos entre las suyas y estampó en ellas sus labios.
Andrea dejó escapar un grito, como si aquellos labios hubieran sido de fuego candente, y volvió a caer en el canapé.
Pero sus manos contraídas parecían haberse adherido a las de Charny, de modo que al caer sentada atrajo consigo al Conde, que sin que ella lo hubiese querido, ni él tampoco, se vio a su lado.
En aquel momento Andrea, habiendo creído oír un rumor en la habitación inmediata, se alejó tan vivamente de Charny, que este, no sabiendo a qué sentimiento atribuir el grito de la Condesa y el brusco movimiento que había hecho, se levantó con viveza y hallóse en pie delante de ella.