Capítulo IX

Durante el camino todo se redujo a repetidos besos entre la madre y el hijo.

Este hijo, pues no dudaba un instante de que lo fuese, le había sido robado en una noche terrible, noche de angustias y de deshonra; aquel niño, que desapareció sin que su raptor dejase más huella que la de sus pasos en la nieve; aquel niño, que había odiado y maldecido en un principio, hasta que oyó su primer vagido; aquella criatura, a quien había llamado y buscado, y que su hermano había perseguido en la persona de Gilberto hasta en el Océano; aquel niño, a quien había echado de menos durante quince años, desesperando al fin de volverle a ver jamás, y en el cual no pensaba ya sino como en un muerto amado, en una sombra querida, se le presentaba de repente donde menos podía esperarlo. La reconoce, corre tras ella, la persigue y le da el dulce nombre de madre; ella le estrecha contra su corazón, y sin haberle visto jamás le ama tiernamente; y sus labios, puros de todo beso, encuentran todas las alegrías de su vida pasada en el primer ósculo que estampa en la frente de su hijo.

De modo que había sobre la cabeza de los hombres algo más que ese vacío donde ruedan los mundos; había en la existencia otra cosa además que el acaso y la fatalidad.

«Calle de Coq-Héron, número 9, primera puerta cochera, partiendo de la calle Plâtrière», había dicho la condesa de Charny.

¡Extraña coincidencia, que al cabo de catorce años conducía al niño a la casa misma dónde nació, dónde aspiró el primer aliento de la vida, y de la cual fue sustraído por su padre!

Aquella casita, comprada en otro tiempo por el barón de Taverney, cuando, gracias al gran favor dispensado por la Reina a la familia, se disfrutó de algún bienestar y comodidad, había sido conservada por Felipe de Taverney, custodiándola un viejo portero a quien los antiguos propietarios parecían haber vendido con la casa. Ahora la servía al joven para descansar cuando volvía de sus viajes, o a Andrea cuando se quedaba en París.

Después de la última cena que medió entre la joven y la Reina, después de la noche que pasó a su lado, resolvió alejarse de aquella rival que le hacía partícipe de sus dolores, y en la cual las desgracias de la Reina, por grandes que fuesen, no llegaban nunca a las angustias de la mujer.

Por eso a primera hora de la mañana envió a su criado a la casita de la calle de Coq-Héron, con orden de preparar el pabellón, compuesto, según se recordará, de una antecámara, un pequeño comedor, un salón y una alcoba.

En otro tiempo, y para alojar a Nicolasa junto a ella, Andrea había convertido el salón en una segunda alcoba; pero habiendo desaparecido esta necesidad, cada habitación volvió a tener su destino primero, y la doncella, dejando el piso bajo enteramente libre para su señora, que venía muy rara vez y siempre sola, se había contentado con una pequeña buhardilla.

Andrea, pues, se excusó con la Reina de no conservar aquella habitación contigua a la suya, bajo pretexto de que Su Majestad tenía poco alojamiento y necesitaba a su lado más bien una de sus camaristas[4] que no una persona que no estaba particularmente agregada a su servicio.

La Reina no insistió en conservar a Andrea, o, más bien, no lo hizo sino como lo exigían las estrictas conveniencias, y como a eso de las cuatro de la tarde llegase la doncella de Andrea para avisar que el pabellón estaba preparado, le dio la orden de marchar al punto a Versalles para recoger sus efectos, que en la precipitación que ocupaba en el palacio, los cuales debían ser trasladados al día siguiente a la calle de Coq-Héron.

A las cinco, la condesa de Charny había abandonado las Tullerías, considerando como despedida suficiente las pocas palabras que dijo por la mañana a la Reina, dejándola en la facultad de disponer de la habitación que había ocupado tan sólo una noche.

Al salir de ella había atravesado el salón Verde, donde Sebastián esperaba, y perseguida por este había huido por los corredores, hasta el momento en que el muchacho se había precipitado en el coche que esperaba en la puerta de las Tullerías, en el patio de los Príncipes, según lo prevenido por la doncella.

Todo concurría, pues, para que Andrea fuese feliz aquella noche, sin que nada viniese a perturbarla. En vez de sur habitación de Versalles o de su aposento de las Tullerías, donde no le habría sido posible recibir al muchacho tan milagrosamente encontrado, ni menos entregarse a toda la expansión de su amor maternal, hallábase en su propia casa, en un pabellón aislado, sin servidumbre ni doncella, y sin que la molestase ninguna mirada interrogadora.

Por eso dio, con la expresión de la más sincera alegría, las señas al cochero, señas que os ha conducido a esta digresión.

Las seis daban cuando el vehículo se detuvo ante la puerta del pabellón y se abría la puerta cochera al resonar el primer golpe de llamada.

Andrea no esperó ni siquiera a que el cochero se apease; abrió la portezuela por sí misma y saltó al primer escalón del pórtico, atrayendo a Sebastián.

Después dio vivamente al cochero una moneda, que era casi el doble de lo que se le debía, y precipitóse, siempre cogida a la mano del niño, en el interior del pabellón, después de cerrar con cuidado la puerta de la antecámara.

Llegada al salón se detuvo.

Estaba iluminado tan sólo por el fuego ardiente del hogar y por dos bujías puestas sobre la meseta de la chimenea.

Andrea condujo a su hijo a una especie de sillón, donde se encontraba la doble luz de las bujías y del fuego.

Después, en un arranque de alegría, en el que fluctuaba todavía una última duda, exclamó:

—¡Oh!, ¡hijo mío, hijo mío, con que eres tú!

—Querida madre —contestó Sebastián con un acento cariñoso que fue como un dulce rocío para refrescar las venas febriles de Andrea.

—¡Aquí, aquí! —exclamó Andrea mirando en torno suyo y hallándose en el mismo salón donde había dado a luz a Sebastián, mientras dirigía la vista con terror hacia aquel mismo aposento de donde le sustrajeron.

—¡Aquí! —repitió Sebastián—. ¿Qué quiere decir eso, madre mía?

—¡Quiere decir que muy pronto hará quince años que nacisteis, en la habitación donde nos hallamos ahora, y que bendigo la misericordia del Señor, que al cabo de este tiempo te ha vuelto a traer tan milagrosamente!

—¡Oh!, sí, milagrosamente —contestó Sebastián—, pues si no hubiese temido por la vida de mi padre, no habría marchado solo y de noche para venir a París; a no ser por esto, no me hubiera visto apurado para saber cuál de los dos caminos debía tomar, ni hubiese interrogado, al paso, al señor Isidoro dé Charny; el Vizconde no me hubiera reconocido, proponiéndome entonces venir a París con él, para conducirme después al palacio de las Tullerías, y yo no os hubiera visto en el momento de atravesar el salón Verde, no os hubiera reconocido, ni corrido, en vuestro seguimiento; y no hubiera podido, en fin, llamaros madre, palabra muy dulce y tierna de pronunciar.

Al oír las palabras de Sebastián: «Si no hubiese temido por la vida de mi padre», Andrea sintió oprimirse su corazón; cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás.

Pero cuando el muchacho dijo: «El señor Isidoro de Charny no me habría reconocido ni propuesto venir a París con él, para conducirme a las Tullerías», los ojos de Andrea se abrieron, su corazón se tranquilizó, y con la mirada dio gracias al cielo; pues, en efecto un milagro le devolvía a Sebastián por conducto del hermano de su esposo.

Por último, al oír las palabras: «No hubiera podido llamaros madre, palabra tan dulce y tierna de pronunciar», Andrea, poseída del sentimiento de su felicidad, estrechó de nuevo a Sebastián entre sus brazos.

—Sí, sí, tienes razón, esa palabra es muy dulce —repuso Andrea—; solamente hay una que lo es más, y es la que pronuncié al estrecharte contra mi corazón: ¡hijo mío!

Siguióse una pausa, durante la cual no se oyó más que el suave estremecimiento de los labios maternales sobre la frente del niño.

—Pero en fin —exclamó de pronto Andrea—, es imposible que todo siga siendo misterioso en torno mío; tú me has explicado cómo estabas allí; pero no cómo me reconocistes, por qué me perseguías, y qué te indujo a llamarme madre.

—¿Podría yo deciros eso? —contestó Sebastián mirando a su madre con indecible expresión de amor—. Ni yo mismo lo sé. Habláis de misterios, y a mí me parece que todo es tan misterioso en vos como en mí.

—Pero alguien te habrá dicho en el momento de pasar yo: «¡Niño, esa es tu madre!».

—Solamente mi corazón.

—¿Tu corazón?…

—Escuchad, madre mía, voy a deciros una cosa que tiene algo de prodigio.

Andrea se acercó al muchacho, fijando una mirada en el cielo, como para darle gracias por haberle devuelto su hijo, y sobre todo tal como era.

—Diez años hace que os conozco, madre mía.

Andrea se estremeció.

—¿No comprendéis?

—No, hijo mío.

—Pues permitidme decíroslo; a veces tengo unos, sueños extraños que mi padre llama alucinaciones.

Al recuerdo de Gilberto, que pasaba como una punta de acero desde los labios del niño a su corazón, Andrea se estremeció.

—Más de veinte veces os he visto, madre mía.

—¿Cómo?

—En los sueños de que os hablaba hace un momento. Andrea pensó, por su parte, en aquellos sueños terribles que; habían agitado su vida, y a uno de los cuales el niño debía su nacimiento.

—Imaginaos, madre —continuó Sebastián—, que siendo aún pequeño, cuando jugaba con los muchachos de la aldea y permanecía en el pueblo, mis impresiones eran las de mis compañeros, y nada veían mis ojos más que los objetos reales; pero cuando salía del pueblo, apenas pasaba de los últimos jardines y franqueaba después el lindero del bosque, parecíame oír a mi lado como el roce de un vestido; alargaba los brazos para cogerle, pero no había nada más que aire, alejándose entonces el fantasma. Pero invisible al principio, dejaba de serlo poco a poco; en el primer instante era un vapor transparente, como una nube semejante a aquella con que Virgilio rodeaba a la madre de Cartago. Después ese vapor se condensaba, tomando una forma femenina; esta forma, que era la de una mujer, deslizábase por el suelo, más bien que andaba sobre la tierra… y entonces una fuerza desconocida, extraña, irresistible, me impulsaba hacia la aparición. Internábase en los parajes más sombríos del bosque, y yo la perseguía, alargando los brazos, mudo como ella, pues por mucho que hubiera querido llamarla, jamás mi voz podía articular un sonido. Siguiéndola yo siempre, nunca se detenía, ni yo podía alcanzarla, hasta que al fin, el prodigio que me había anunciado su presencia, me indicaba su marcha. El fantasma se desvanecía poco a poco; mas al parecer, sentía tanto como yo aquella separación, pues se alejaba mirándome; mientras que yo, rendido de fatiga, como si no me hubiera sostenido más que su presencia, caía en el lugar mismo donde ella había desaparecido.

Aquella especie de segunda existencia de Sebastián, aquel sueño animado en su vida, semejábase demasiado a lo que le había sucedido a la misma Andrea, para que esta no se reconociera en el niño.

—¡Pobre amigo mío! —dijo estrechándole contra su corazón—. ¡Con que era inútil que el odio te alejara de mí! Dios nos había acercado sin que yo lo sospechase; pero menos feliz que tú, hijo mío, no te veía en sueños ni en realidad; y, sin embargo, cuando pasé por el salón Verde, me sobrecogió un estremecimiento; cuando oí tus pasos detrás de mí, experimenté como un vértigo, y cuando me llamaste «¡señora!», estuve a punto de detenerme; pero al oír qué me llamabas «madre», estuve a punto de desmayarme; apenas te toque, te reconocí.

—¡Madre mía, madre mía! —exclamó Sebastián como si hubiera querido consolar a Andrea después de haber estado tanto tiempo sin pronunciar tan dulce nombre.

—Sí, sí, tu madre —replicó Andrea con un transporte de amor imposible de describir.

—Y ahora que nos hemos encontrado —dijo el niño—, y puesto que estás tan contenta y eres tan feliz por haber vuelto a verme, ya no nos separaremos. ¿No es verdad?

Andrea se estremeció: había cogido el presente al paso, cerrando a medias los ojos sobre el pasado, y completamente respecto al porvenir.

—¡Pobre hijo mío! —murmuró suspirando—. ¡Cuánto te bendeciría si pudiera esperar semejante milagro!

—Dejadme hacer —dijo Sebastián—, yo arreglaré todo eso.

—¿Y cómo? —preguntó Andrea.

—No conozco los motivos que te han separado de mi padre.

Andrea palideció.

—Pero por graves que sean, se desvanecerán ante mis súplicas, y mis lágrimas si es preciso.

Andrea movió la cabeza exclamando:

—¡Jamás, jamás!

—Escucha —dijo Sebastián, que según las palabras que le había dicho su padre: «Niño, no me hables de tu madre nunca», debía creer que toda la culpa de la separación era de esta última—. Escucha, mi padre me adora.

Las manos de Andrea que estrechaban las de su hijo, se aflojaron; pero Sebastián no se fijó en esto, por lo menos al parecer. Y continuó:

—Le prepararé para verte, hablándole de la alegría que me has proporcionado; después, un día, te cogeré de la mano para conducirte a su presencia, y le diré: «¡Hela aquí, padre; mira, que hermosa es!».

Andrea rechazó a Gilberto y se levantó. El niño fijó en Andrea sus grandes ojos con expresión de asombro, y la vio tan pálida que tuvo miedo.

—¡Jamás! —repitió—, ¡jamás!

Y esta vez su acento expresaba alguna cosa más que el espanto indicaba la amenaza.

A su vez el niño retrocedió en el canapé; acababa de observar en aquel rostro de mujer esas líneas terribles que Rafael representa en los ángeles irritados.

—¿Y por qué? —preguntó con voz sorda—, ¿por qué rehúsas ver a mi padre?

Al oír estas palabras, el trueno estalló como al choque de dos nubes durante la tempestad.

—¿Por qué? —exclamó Andrea—. ¿Tú me preguntas por qué? ¡En efecto, pobre niño, tú no sabes nada!

—Sí —respondió Sebastián con firmeza—, preguntó por qué.

—Pues bien —dijo Andrea, incapaz de contenerse más tiempo bajo las picaduras de la serpiente venenosa que le corría el corazón—, porque tu padre es un miserable, porque tu padre es un infame.

Sebastián saltó del canapé donde se había acurrucado, y se puso en pie delante de Andrea.

—¿Es de mi padre, de quién decís eso? —exclamó—. ¿Es de mi padre, del doctor Gilberto, de aquel que me ha educado, de aquel a quien todo lo debo y él único que yo conozco?

Y el muchacho hizo un movimiento para precipitarse hacia la puerta.

Andrea le detuvo.

—¡Escucha —dijo—, tú no puedes saber, tú no puedes comprender, tú no puedes juzgar!

—¡No!, ¡pero puedo sentir, y siento que no os amo ya!

Andrea profirió un grito de dolor.

Pero en el mismo instante, cierto ruido que oyó fuera, distrajo la emoción que sentía, aunque muy profunda.

Era el rumor producido por la puerta de la calle que se abría, y por un coche que se detenía delante del pórtico.

Andrea se estremeció de tal modo al oír este ruido, que al niño le sucedió lo mismo.

—¡Espera! —le dijo—, ¡espera y cállate!

El niño, subyugado, obedeció.

Se oyó abrir la puerta de la antecámara, y pasos que se acercaban a la del salón.

Andrea se irguió inmóvil, muda, con los ojos fijos en la puerta, pálida y fría.

—¿A quién anunciaré a la señora Condesa? —preguntó el viejo conserje.

—Anunciad al conde de Charny, y preguntad a la Condesa si me dispensará el honor de recibirme.

—¡Oh! —exclamó Andrea—. ¡En esta habitación el niño! ¡Es preciso que no te vea, Sebastián —añadió—, y ni siquiera debe saber que existes!

Y empujó al muchacho, asustado, hacia la habitación contigua, cuya puerta cerró, diciendo al niño:

—Permanece aquí, y cuando se haya marchado, te referiré… ¡No, no, nada de esto! Te abrazaré y comprenderás que soy verdaderamente tu madre.

Sebastian no contestó más que por un gemido.

En aquel momento la puerta de la antecámara se abrió, y con su gorra en la mano, el anciano conserje desempeñó su cometido.

Detrás de él, en la penumbra, los ojos penetrantes de Andrea reconocieron una forma humana.

—Introducid al señor conde de Charny —dijo, con la voz más firme que pudo producir.

El viejo conserje retrocedió, y el Conde, sombrero en mano, se presentó a su vez en el umbral.