La misma noche en que ocurrieron los hechos que acabamos de referir, otro, no menos grave, puso en conmoción a todo el colegio del abate Portier.
Sebastián Gilberto había desaparecido a eso de las seis de la tarde, y a medianoche, a pesar de las minuciosas pesquisas practicadas en toda la casa por el abate y la señorita Alejandrina Fortier, su hermana, no le habían encontrado.
Se preguntó a todo el mundo; pero nadie sabía qué era de él.
Solamente la tía Angélica, al salir de la iglesia, a donde había ido para arreglar las sillas a eso de las ocho de la noche, creía haberle visto entrar en la callejuela que hay entre la iglesia y la prisión, y dirigirse corriendo al Parterre.
Este informe, en vez de tranquilizar al abate Fortier, le había inquietado más. No ignoraba las extrañas alucinaciones que sobrecogían a Sebastián cuando la mujer a quien llamaba su madre se le aparecía; más de una vez durante el paseo, el abate, prevenido de aquella especie de vértigo, había seguido al niño con los ojos al verle penetrar demasiado en el bosque, y en el momento en que temía verle desaparecer, había echado en su persecución a los más ágiles corredores de su colegio.
Estos habían encontrado siempre al niño palpitante, casi desvanecido, apoyándose en algún árbol o echado sobre el musgo verde, alfombra de aquellas magníficas espesuras.
Pero jamás semejantes vértigos habían asaltado a Sebastián por la noche; jamás, durante esta, fue necesario correr en su seguimiento.
Era preciso, pues, que hubiese ocurrido alguna cosa extraordinaria; pero por más que el abate Fortier se calentara la cabeza, no podía adivinar qué había sucedido.
Para conseguir mejor resultado que el abate Fortier, seguiremos a Sebastián Gilberto, sabiendo adonde ha ido.
La tía Angélica no se había engañado: Sebastián Gilberto era el que ella había visto deslizándose en la sombra y dirigiéndose a todo correr a la parte del parque llamado el Parterre.
Llegado a este punto, lanzóse en la estrecha senda que conduce directamente a Haramont.
A los tres cuartos de hora se hallaba en el pueblo.
Desde el momento en que sabemos que el objeto de la carrera de Sebastián era dicho pueblo, no es difícil adivinar qué iba a buscar allí.
Quería ver a Pitou.
Desgraciadamente, este salía por un lado del pueblo, mientras que Sebastián Gilberto entraba por el otro.
Porque Pitou, según se recordará, después del festín con que la guardia nacional de Haramont se obsequió a sí propia, y después de mantenerse en pie, como el luchador antiguo, cuando todos los demás estaban debajo de la mesa, comenzó a buscar a Catalina, a quien, según se recordará, encontró desmayada en el camino de Villers-Cotterêts a Pisseleu, sin conservar más color que el del último beso de Isidoro.
Gilberto, ignorando todas estas cosas, se encaminó directamente a la casita de Pitou, cuya puerta vio abierta.
Pitou, en la sencillez de su vida, no creía que fuese necesario tenerla cerrada, bien se hallase en ella o estuviera ausente; pero aunque hubiese tenido la costumbre de cerrar, aquella tarde le acosaban tales preocupaciones, que sin duda hubiera olvidado el hacerlo.
Sebastián conocía el alojamiento de Pitou como el suyo propio; buscó la yesca y el pedernal, encontró el cuchillo que hacía las veces de eslabón, encendió la yesca y con esta la vela, y esperó.
Pero Sebastián estaba tan agitado que no podía aguardar tranquilamente, y mucho menos largo tiempo.
Iba y venía continuamente desde la chimenea a la puerta, y desde esta a la esquina de la calle, y después, como la hermana Ana, no viendo a nadie, volvía hacia la casa, para asegurarse de que durante su ausencia no había vuelto Pitou.
Al fin, viendo que el tiempo corría, se acercó a una mesa desvencijada, donde había tintero, plumas y papel.
En la primera carilla de este papel estaban inscritos los nombres, apellidos y edad de los treinta y tres hombres que constituían el efectivo de la guardia nacional de Haramont, a las órdenes de Pitou.
Sebastián cortó cuidadosamente la primera hoja, obra maestra de caligrafía del comandante, que no se ruborizaba, para que el trabajo fuese mejor, en descender a veces al grado de subalterno de cabo furriel.
Luego escribió en la segunda hoja:
Querido Pitou:
He venido para decirte que hace ocho días oí una conversación entre el señor abate Fortier y el vicario de Villers-Cotterêts. Parece que el primero está en connivencia con los aristócratas de París, y decía al vicario que se preparaba en Versalles una contrarrevolución.
Esto es lo que hemos sabido más tarde respecto a la Reina, que puso la escarapela negra pisando la tricolor.
Esta amenaza de contrarrevolución, y lo que hemos sabido después de los acontecimientos que siguieron al banquete, me habían inquietado mucho respecto a mi padre, que, como tú sabes bien, es enemigo de los aristócratas: pero esta noche, querido Pitou, ha sido mucho peor.
El vicario volvió a ver al abate, y como tengo inquietud por mi parte, no creí obrar mal escuchando la continuación de lo que el otro día había oído por casualidad.
Parece, querido Pitou, que el pueblo se dirigió a Versalles, donde dio muerte a muchas personas, y entre ellas al caballero Jorge de Charny.
El abate Portier dijo al vicario:
—Hablemos bajo para no inquietar al pequeño Gilberto, cuyo padre ha marchado a Versalles, y que podría muy bien haber sido muerto como los otros.
Ya comprenderás, querido Pitou, que no quise escuchar más.
Me deslicé suavemente fuera de mi escondite, sin que nadie me viera, crucé el jardín, y desde la plaza del castillo llegué corriendo a tu casa, para rogarte que me acompañaras a París, lo cual no dejarías de hacer de la mejor voluntad si te hallaras aquí.
Pero como estás ausente y tal vez tardes en volver, porque sin duda habrás ido a tender lazos en el bosque de Villers-Cotterêts, en cuyo caso no regresarías hasta el amanecer, mi inquietud, que es demasiado viva, no me permite esperar más.
Me marcho, pues, solo; pero no tengas cuidado, que ya sé el camino. Por lo demás, del dinero que mi padre me ha dado me quedan aún dos luises, y tomaré asiento en el primer coche que encuentre en el camino.
P. S. He escrito de largo, en primer lugar para explicarte la causa de mi marcha, y además porque esperaba siempre que volvieses antes de que yo concluyera.
Ya está terminada; tú no vuelves, y me marcho. ¡Adiós!, o más bien, hasta la vista, pues si no ha sucedido nada a mi padre, ni corre ningún peligro, volveré.
De lo contrario estoy resuelto a insistir para que me conserve en su compañía.
Tranquiliza al abate Fortier respecto a mi escapatoria; pero no lo hagas hasta mañana, a fin de que sea ya tarde para perseguirme.
Decididamente, puesto que no vuelves, me marcho. ¡Adiós!, o más bien, ¡hasta la vista!
Y con esto, Sebastián, sabiendo que Pitou era muy económico, apagó la vela, cerró la puerta y alejóse.
Si dijéremos que Sebastián no estaba impresionado al emprender de noche tan largo viaje, mentiríamos seguramente; pero esta emoción no era lo que habría sido en otro muchacho, es decir, la del miedo: era pura y simplemente el sentimiento del acto que consumaba, desobedeciendo a las órdenes de su padre; pero al mismo tiempo daba una gran muestra de amor filial, y esta desobediencia debía ser perdonada por todos los padres.
Por lo demás, Sebastián había crecido desde que nos ocupamos de él. Algo pálido un poco endeble y nervioso, iba a cumplir quince años; y a esta edad, con el temperamento de Sebastián, y siendo hijo de Gilberto y de Andrea, hallábase muy próximo a ser hombre.
El joven, sin más sentimiento que esta emoción, inseparable del acto que consumaba, comenzó, pues, a correr hacia Largny, que muy pronto divisó a esa pálida claridad que cae de las estrellas, como dice el viejo Corneille; costeó el pueblo, costeó el gran barranco que se extiende desde aquel hasta el de Vauciennes, encajonando los estanques de Wallue, y después llegó al camino real, donde anduvo más tranquilamente, porque estaba en el camino del Rey.
Sebastián, que era un muchacho de muy buen sentido, que había llegado desde París a Villers-Cotterêts hablando el latín, empleando tres días en el viaje, comprendía muy bien que no se vuelve a la gran capital en una noche, y no quiso perder el aliento.
Bajó, pues, por la primera montaña de Vauciennes, y luego por la segunda, siempre al paso; y llegado a la llanura, aceleró un poco su marcha.
Tal vez esta viveza se excitaba por la aproximación de un mal paso que hay en el camino, y que en aquella época tenía una reputación de emboscada, completamente perdida hoy. Este mal paso se llama la Fuente de Agua Clara, porque un límpido manantial corre a veinte pasos de dos canteras que, semejantes a dos antros del infierno, presentan su boca sombría frente al camino.
No podríamos decir si Sebastián tuvo o no miedo al atravesar aquel sitio, pues no apresuró el paso, y pudiendo tomar el lado opuesto, no se apartó del centro del camino; disminuyó la rapidez de su marcha, más lejos, sin duda, porque había llegado a una pequeña cuesta, y al fin alcanzó la confluencia de las dos carreteras, la de París y la de Crespy.
Allí se detuvo de pronto: al venir de París no había notado qué camino sería; y al volver a la capital ignoraba cuál debía seguir.
¿Era el de la izquierda o el de la derecha?
Los dos estaban franqueados de árboles semejantes, y en ambos era el suelo igual.
Nadie había allí para contestar la pregunta de Sebastián.
Los dos caminos, partiendo de un mismo punto, se alejaban uno de otro visible y prontamente, y de aquí resultaba que si Sebastián, en vez de tomar el bueno, elegía el malo, al día siguiente se hallaría muy lejos del que necesitaba seguir.
Buscó un indicio cualquiera para reconocer el que había recorrido ya; pero este indicio, que le hubiera faltado de día, con mucha más razón le faltaba de noche.
Acababa de sentarse, desanimado, junto a la confluencia de los dos caminos, tanto para descansar como para reflexionar, cuando le pareció oír en lontananza, por la parte de Villers-Cotterêts, el galope de uno o dos caballos.
Y prestó oído, levantándose.
No se había engañado; el rumor producido por las herraduras de los caballos resonando sobre el camino, era cada vez más pronunciado.
Sebastián iba, pues, a obtener el informe que necesitaba.
Se dispuso, pues, a detener a los jinetes al paso, para preguntarles.
Muy pronto vio bosquejarse su sombra en el camino, mientras que bajo los cascos de los caballos surgían numerosas chispas.
Y levantándose del todo, Gilberto franqueó una zanja y esperó.
La cabalgata se componía de dos hombres, uno de los cuales galopaba tres o cuatro pasos detrás del otro.
Sebastián presumió, con razón, que el primero seria el amo y el otro su criado.
Y se adelantó dos o tres pasos para dirigir la palabra al primero.
Este último, al ver un hombre que parecía salir de la zanja, creyó que era algún salteador y puso la mano sobre sus pistoleras.
El muchacho notó el movimiento.
—Caballero —dijo—, no soy un ladrón, sino un muchacho a quien los últimos acontecimientos ocurridos en Versalles obligan a ir a París en busca de su padre. No sé cuál de estos dos caminos tomar, y os ruego que me indiquéis cuál de ellos conduce a la capital, por lo que os deberé un señalado favor.
La distinción de las palabras de Sebastián y el timbre juvenil de su voz, que no parecía desconocido al jinete, indujeron a este último a detener su caballo, aunque parecía tener mucha prisa.
—Hijo mío —dijo con benevolencia—, ¿quién sois y cómo os aventuráis a semejante hora el camino real?
—Yo no os pregunto quién sois, caballero… tan sólo os pregunto el camino por cuyo fin sabré si mi padre a muerto o vive.
Había en aquella voz, casi infantil aún, un acento tal de firmeza, que llamó la atención del jinete.
—Amigo mío, el camino de París es el que nosotros seguimos —contestó—; ni yo mismo le conozco bien, porque no he visitado la capital más que dos veces; pero estoy seguro de que este es el bueno.
Sebastián retrocedió un paso, porque los caballos daban resoplidos, y el jinete que parecía ser el amo continuó su marcha más lentamente.
Su lacayo le seguía.
—¿El señor Vizconde —preguntó—, ha reconocido ese muchacho?
—No; pero me parece…
—¿Con que el señor Vizconde no ha reconocido al joven Sebastián Gilberto, alumno del abate Fortier?
—¿Sebastián Gilberto?
—Seguramente, aquel que iba de vez en cuando a la granja de la joven Catalina, con el corpulento Pitou.
—En efecto, tienes razón.
Y, deteniendo su caballo, se volvió.
—¿Sois Sebastián? —preguntóle.
—Sí, señor Isidoro —contestó el muchacho, que había reconocido muy bien al jinete.
—Pues entonces acercaos, amiguito —dijo el Vizconde—, y decidme cómo es que os encuentro solo en el camino a semejante hora.
—Os he dicho, señor Isidoro, que voy a París para asegurarme de si mi padre vive o ha muerto.
—¡Ay de mí! —exclamó el Vizconde con expresión de profunda tristeza—, ¡yo voy a París por una causa análoga; pero no dudo!
—Gracias, señor vizconde —contestó.
—Sí, ya sé… vuestro hermano.
—Uno de mis hermanos…, Jorge, ha sido muerto ayer por la mañana en Versalles.
—¡Ah, señor de Charny!…
Gilberto se adelantó para ofrecer sus dos manos a Isidoro, que las estrechó entre las suyas.
—Pues bien, querido niño —repuso el vizconde—, puesto que nuestra suerte es análoga, no debemos separarnos; debéis estar cansado y tendréis prisa por llegar a París.
—¡Oh, sí, caballero!
—No podéis ir a pie.
—Pues será preciso, aunque tarde mucho tiempo en llegar; por eso me propongo pagar un asiento en el primer coche que encuentre en el camino que siga la misma dirección, a fin de acercarme todo lo posible a París.
—¿Y si no encontráis ninguno?
—Iré a pie.
—Mejor será, querido joven, que subáis a la grupa en el caballo de mi criado.
Sebastián retiró sus dos manos de las de Isidoro.
Estas palabras fueron pronunciadas con un acento tan expresivo, que Isidoro comprendió que acababa de ofender al muchacho, al proponerle montar a la grupa del caballo de su criado.
—O más bien —dijo—, ahora me ocurre que podéis montar en su puesto; él se reunirá con nosotros en París, y preguntando en las Tullerías, siempre sabrá dónde estoy.
—Repito las gracias, caballero —contestó Sebastián, con acento más dulce, pues había comprendido la delicadeza de esta nueva proposición—; no quiero privaros de los servicios de vuestro criado.
No faltaba más que entenderse; los preliminares de paz estaban sentados.
—Pues bien, os propondré otra cosa mejor que todo eso, Sebastián; montad detrás de mí; ya se acerca el día, y a las diez de la mañana estaremos en Dammartín, es decir, a medio camino; dejaremos allí los caballos, que no deben pasar de este sitio, bajo la custodia de Bautista, y tomaremos un coche de posta que nos conducirá a París: esto es lo que pensaba hacer, y os ruego que no alteréis mi itinerario.
—¿Es bien verdad eso, señor Isidoro?
—¡Palabra de honor!
—Entonces… —contestó el joven vacilando, pero ardiendo en deseos de aceptar—, entonces…
—Apéate, Bautista, y ayuda al señor Sebastián a montar.
—Gracias, es inútil, señor Isidoro —dijo Sebastián, que, ágil como un escolar, saltó a la grupa.
Después los tres viajeros y los dos caballos prosiguieron su marcha y desaparecieron muy pronto por el otro lado de la cuesta de Gondreville.