Cuando los niños hubieron comido, la Reina pidió permiso al Rey para retirarse a su habitación.
—Con mucho gusto, señora, porque debéis estar cansada; pero como es imposible que no tengáis apetito de aquí a mañana, mandad que os preparen alguna cosa por si acaso.
La Reina, sin contestarle, salió, llevándose sus dos hijos.
El Rey permaneció en la mesa para terminar su cena. Madame Isabel, a quien la vulgaridad misma de Luis XVI no inducía a ser menos fiel, permaneció junto al Rey para prestarle los ligeros servicios que los criados más prácticos olvidan a veces.
La Reina, una vez en su habitación, respiró; ninguna de sus damas la había seguido, pues todas tenían orden de no salir de Versalles hasta que recibieran aviso.
Lo primero que la ocupó fue buscar un canapé grande o un sillón para ella misma, pensando acostar a los niños en su lecho.
El pequeño Delfín dormía ya; apenas el pobre niño apaciguó su hambre, sobrecogióle el sueño.
Madame Royale no dormía, ni habría dormido en toda la noche, en caso necesario; en aquella señora había mucho de carácter de la Reina.
Cuando el pequeño Príncipe estuvo en un sillón, madame Royale y la Reina comenzaron a buscar lo que podría necesitarse.
María Antonieta se acercó por lo pronto a una puerta, y en el momento de querer abrirla oyó al otro lado de ella un suspiro y un ligero rumor; escuchó atenta, y, como oyese suspirar de nuevo, se inclinó para mirar por el ojo de la cerradura: por el agujero de la llave vio a Andrea, de rodillas en una silla baja y orando.
Entonces retrocedió de puntillas, mirando siempre la puerta con una extraña expresión de dolor.
Enfrente de aquella puerta había otra; la Reina abrió la puerta y hallóse en una habitación suavemente caldeada, sin más luz que la de una lamparilla, a cuyo resplandor María Antonieta vio, con un estremecimiento de alegría, dos lechos frescos y blancos como dos altares.
Entonces su corazón se dilató, y una lágrima humedeció sus párpados secos.
—¡Oh! ¡Weber, Weber! —murmuró—, la Reina ha dicho al Rey que era lástima que no se pudiera nombrarte ministro; pero la madre te dice a ti que mereces una cosa mejor.
Después, como el pequeño Delfín dormía, María Antonieta quiso acostar a madame Royale; pero esta, con el respeto que siempre le había inspirado su madre, pidió permiso para ayudarla, a fin de que a su vez pudiera acostarse antes.
La Reina sonrió tristemente; su hija pensaba que podría dormir después de semejante noche de angustias, después de semejante día de humillaciones, y quiso dejarla en esta dulce creencia.
Se comenzó, pues, por acostar al señor Delfín.
Después madame Royale, según su costumbre, se arrodilló y rezó su oración al pie de la cama.
La Reina esperaba.
—Me parece que tu oración dura más tiempo que de costumbre, Teresa —dijo la Reina a su hija.
—Es que mi hermano se ha dormido sin pensar en su oración —dijo Madame Royale—, y como cada noche era costumbre del pobre niño rezar por vos y por el Rey, yo lo hago ahora en su lugar, a fin de que nada falte de lo que tenemos que pedir a Dios.
La Reina estrechó a su hija contra su corazón, y aquel manantial de lágrimas, abierto ya por las atenciones del buen Weber y reavivado por la piedad de la joven princesa, brotó abundante de sus ojos, corriendo tristes, pero sin amargura. Las lágrimas a lo largo de sus mejillas.
Permaneció de pie e inmóvil junto al lecho de su hija, como el ángel de la Maternidad hasta el momento en que vio que los ojos de la joven princesa se cerraban, hasta que observó que los músculos de sus manos, que estrechaban las suyas con tan tierno y profundo amor filial, se aflojaban por el sueño.
Entonces cubrió sus manos con la sábana, a fin de que no le molestase el frío, si la habitación se refrescaba durante la noche; y luego, depositando en la frente de la futura mártir, dormida, un beso ligero como un soplo y dulce como un sueño, entró en su habitación, iluminada por un candelabro de cuatro bujías, colocado sobre una mesa cubierta de un tapete rojo.
La Reina fue a sentarse en aquella mesa, y con los ojos fijos inclinó la cabeza entre sus manos, sin ver más que aquel tapete rojo extendido ante ella.
Dos o tres veces movió maquinalmente la cabeza ante aquel sangriento reflejo; parecíale que sus ojos se inyectaban de sangre, que sus sienes latían por efecto de la fiebre, y que sus oídos zumbaban.
Después repasó toda su vida como en una niebla movible.
Recordó que había nacido el 2 de noviembre de 1755, día del terremoto de Lisboa, que había costado la vida a más de cincuenta mil personas, quedando destruidas doscientas iglesias.
Recordaba que en la primera habitación donde había dormido en Estrasburgo, la tapicería representaba la «Degollación de los Inocentes», y que aquella misma noche, a la luz vacilante de la lamparilla, le pareció que la sangre corría de las heridas de aquellas pobres criaturas; mientras que las figuras de los verdugos tomaban una expresión tan terrible, que espantada la Delfina pidió socorro, ordenando que se continuase la marcha al rayar el día, para salir de aquella ciudad que debía dejarle tan terrible recuerdo de la primera noche pasada en Francia.
Recordaba que, continuando su camino hacia París, se detuvo en la casa del barón de Taverney; que allí encontró por primera vez al miserable Cagliostro, el cual, desde el asunto del collar, había ejercido tan terrible influencia en su destino; y que en aquella detención —tan presente en su memoria que le parecía un acontecimiento de la víspera, a pesar de haber transcurrido ya veinte años—, le habían hecho ver, en una botella de agua, a instancias suyas, un objeto monstruoso, una máquina de muerte, terrible y desconocida, y al pie de esta máquina una cabeza desprendida del tronco, y que no era otra sino la suya.
Recordaba que cuando la señora Lebrun hizo su encantador retrato de mujer joven, hermosa y feliz aún, la había representado, por equivocación sin duda, pero por presagio terrible, en la misma actitud que Enriqueta de Inglaterra, esposa de Carlos I, tiene en su retrato.
Recordaba en que el día en que por primera vez entró en Versalles, cuando al apearse del coche, sentaba el pie en el fúnebre pavimento de aquel patio de mármol, donde la víspera había visto correr tanta sangre, un trueno espantosa resonó de improviso, precedido del rayo, que había cruzado el aire a su izquierda de una manera tan aterradora, que el mariscal Richelieu, nada fácil de intimidar, exclamó haciendo un movimiento de cabeza:
—«¡Mal presagio!».
Recordaba todo esto, viendo siempre ante sus ojos aquel vapor rojizo que le parecía cada vez más denso.
Aquella especie de oscurecimiento era tan sensible, que la Reina levantó los ojos hasta el candelabro y vio que, sin ningún motivo, una de las bujías acababa de apagarse.
Entonces se estremeció; la bujía humeaba aún, y no se podía explicar la causa de extinguirse la llama.
Mientras que miraba el candelabro con asombro, le pareció que la bujía inmediata a la que acababa de apagarse palidecía lentamente, que poco a poco su luz blanca tomaba un color rojo y después azulado; luego la llama se adelgazó, prolongándose como si fuese a dejar la marcha, y al fin, oscilando un instante, como bajo un hálito invisible, se apagó también.
La Reina había contemplado la agonía de aquella luz con ojos de espanto, y con el pecho palpitante y las manos extendidas, se acercó más al candelabro cuando la bujía se apagaba. En fin, cuando dejó de lucir, la Reina había cerrado los ojos, recostándose en su sillón; pasóse, la mano por la frente y vio que estaba bañada en sudor.
Así permaneció, con los ojos arrasados, durante diez minutos, poco más o menos y cuando los abrió echó de ver con terror que la luz de la tercera bujía se alteraba también como la de las dos primeras.
María Antonieta creyó por lo pronto que aquello era un sueño, y que se hallaba bajo el peso de alguna alucinación fatal. Trató de levantarse, mas parecióle que estaba encadenada a su sillón; quiso llamar a su hija, a quien diez minutos antes no hubiera despertado por una segunda corona, pero la voz se extinguió en su garganta, y esforzóse, en fin, para volver la cabeza, mas se mantuvo fija e inmóvil, como si la tercera bujía moribunda hubiese atraído su mirada y su aliento. Por fin, así como la segunda había cambiado de color, la tercera tomó tonos diferentes; palideció, se prolongó, vaciló de derecha a izquierda, luego, de izquierda a derecha, y por último se extinguió.
Entonces, tal esfuerzo hizo la Reina en su espanto, que comprendió que recobraba la palabra, y con ayuda de ella quiso recobrar el valor que le faltaba.
—No me inquieto —dijo en alta voz—, por lo que acaba de suceder con esas tres bujías; pero si la cuarta se apaga como las demás, ¡oh!, ¡desgraciada de mí!, ¡desgraciada de mí!
De improviso, sin pasar por los cambios que habían sufrido las otras, sin que la llama tomase otro color, sin que, al parecer, se prolongase ni fluctuara, como si el ala de la muerte la hubiese tocado al paso, la cuarta bujía se extinguió también.
La Reina profirió un grito terrible, levantóse, dio dos vueltas sobre sí misma, batiendo el aire y la oscuridad con sus brazos, y cayó en el suelo desvanecida.
En el momento en que el ruido de su cuerpo resonaba, la puerta de comunicación se abrió, y Andrea, con su peinador de batista, apareció en el umbral, blanca y silenciosa como una sombra.
Se detuvo un instante, como si enmedio de aquella obscuridad viese pasar una especie de vapor, y escuchó cual si oyera agitarse en el aire los pliegues de un sudario.
Después, mirando al suelo, vio a la Reina tendida y sin conocimiento.
Entonces retrocedió un paso, como si su primer impulso fuese alejarse; pero después, dominándose a sí propia, sin decir palabra, sin hacer la menor pregunta —que por lo demás hubiera sido inútil—, sin enterarse de lo que la Reina tenía, la levantó entre sus brazos con una fuerza de que no se le hubiera creído capaz, y alumbrada sólo por las dos bujías que iluminaban su propia habitación, cuyo resplandor llegaba hasta el aposento de la Reina, condujo a esta a su lecho.
Después, sacando un frasco de esencia de su bolsillo, lo acercó a la nariz de María Antonieta.
A pesar de la eficacia de estas esencias, el desmayo de María Antonieta era tan fuerte, que pasaron diez minutos antes de que exhalase un suspiro.
Al oír este suspiro, que anunciaba que la Reina volvía en sí, Andrea tuvo otra vez intención de alejarse; pero esta vez, como la primera, el sentimiento de su deber, tan poderoso en ella, la retuvo.
Tan sólo retiró su brazo, que tenía bajo la cabeza de María Antonieta, la cual había levantado, para que ninguna gota que aquel vinagre corrosivo, en el cual estaban bañadas las sales, pudiese correr por el rostro o el seno de la Reina. El mismo movimiento la hizo alejar el brazo y la mano que tenía el frasquito.
Pero entonces la cabeza volvió a caer sobre la almohada, y lejos ya la esencia, la Reina quedó, al parecer, sumida en un desvanecimiento más profundo que aquel de que acababa de salir.
Andrea, siempre fría, casi inmóvil, la levantó de nuevo y acercó por segunda vez el frasco de esencias, que produjo su efecto.
Un ligero estremecimiento corrió por todo el cuerpo de la Reina, suspiró, abrió los ojos, y evocando sus pensamientos recordó el horrible presagio. Después, comprendiendo que había una mujer a su lado, la rodeó con sus brazos, exclamando:
—¡Defendedme, salvadme!
—Vuestra Majestad no necesita que se le defienda hallándose enmedio de sus amigos, y ahora me parece salvada, puesto que desaparece el desmayo en que había caído.
—¡La condesa de Charny! —exclamó la Reina retirando los brazos que estrechaban a Andrea, a quien casi rechazó en el primer impulso.
Ni este ademán, ni el sentimiento que le había inspirado, pasaron desapercibidos para Andrea.
Mas en el primer momento permaneció inmóvil hasta la impasibilidad.
Después, retrocediendo un paso, preguntó:
—¿Ordena la Reina que le ayude a desnudarse?
—No, Condesa, gracias —contestó la Reina con voz alterada; me desnudaré sola… Volved a vuestra habitación, porque debéis tener necesidad de dormir.
—Volveré a mi aposento, mas no para dormir, señora, sino para velar por el sueño de Vuestra Majestad —contestó Andrea.
Y después de haber saludado respetuosamente a la Reina, se retiró a su habitación, con ese paso lento y solemne que sería el de las estatuas, si estas anduviesen.