Entretanto el Rey, la Reina y la familia real, continuaban su marcha hacia París.
Era tan lenta y se retardaba tanto por los guardias de corps que iban a pie, por las pescaderas montadas en sus caballos, por los hombres y las mujeres del mercado, por aquellos cien coches de los individuos de la Asamblea, y por los doscientos o trescientos vehículos llenos de harina y cereales cogidos en Versalles, que hasta las seis no llegó a la barrera la carroza real que contenían tantos dolores, tantos odios, tantas pasiones y tanta inocencia.
En el camino, el joven Príncipe tuvo hambre y había pedido de comer, y entonces la Reina había mirado en torno suyo, pues nada era más, fácil que obtener un pedazo de pan para el Delfín, porque cada hombre del pueblo llevaba uno entero en la punta de su bayoneta.
La Reina buscó con los ojos a Gilberto.
Pero ya sabemos que el doctor había seguido a Cagliostro.
Si hubiera estado allí, la Reina no habría vacilado un momento en pedirle un pedazo de pan.
Pero la Reina no quiso hacer semejante petición a uno de aquellos hombres del pueblo que le inspiraban horror.
De modo que, estrechando al Delfín contra su pecho, le dijo llorando:
—¡Hijo mío, no tenemos pan! Espera hasta la noche, y tal vez no nos falte entonces.
El Delfín extendió la mano hacia los hombres que llevaban los panes en las puntas de sus bayonetas, y contestó:
—Pues esos hombres tienen.
—Sí, pero ese pan es suyo, y no nuestro; han venido a buscarle a Versalles, diciendo que hacía tres días que les faltaba en París.
—¡Tres días! —exclamó el niño. ¿No han comido en tres días, mamá?
La etiqueta exigía de ordinario que el Delfín llamase a su madre señora; pero el pobre niño tenía hambre como, un simple hijo de pobre, y por lo tanto llamaba a su madre mamá.
—No, hijo mío —contestó la Reina.
—Pues entonces deben tener mucha gana —replicó el niño suspirando.
¡Pobre niño real, que más de una vez, antes de morir, debía pedir inútilmente pan, como acababa de hacerlo!
En la barrera se detuvieron de nuevo; pero esta vez no para descansar, sino para celebrar la llegada con cantos y danzas.
¡Extraña detención, casi tan amenazadora en su alegría como las demás lo fueron en su terror!
En efecto, las pescaderas se apearon de sus caballos, es decir, de los de los guardias, atando en los arzones de las sillas los sables y las carabinas; los hombres fuertes y las señoras del mercado bajaron de sus cañones, que aparecieron en su terrible desnudez.
Entonces se formó un círculo que rodeó la carroza del Rey, separándola de la guardia nacional y de los diputados, emblema formidable de lo que debía suceder después. Aquel corro, de buena intención, para demostrar su alegría a la familia real, cantaba, gritaba y vociferaba; las mujeres abrazaban a los hombres, y estos las hacían saltar como en las kermeses de Teniers.
Esto pasaba al anochecer, en un día sombrío y lluvioso; de modo que el corro, iluminado solamente por mechas de cañón y fuegos artificiales, tomaba en sus matices de sombra y de luz un aspecto fantástico, casi infernal.
Al cabo de media hora, poco más o menos, de gritos, de clamores, de cantos y de danzas enmedio del barro, el cortejo profirió un inmenso «¡hurra!», y todos los que tenían un fusil cargado, hombre, mujer o niño lo dispararon al aire, sin cuidarse de las balas, que cayeron al cabo de unos instantes en los charcos de agua, como si fueran granizos.
El Delfín y su hermana lloraban, y era tal su miedo, que ya no tenían hambre.
Se siguió la línea de los muelles, y al fin llegaron a la plaza de las Casas Consistoriales.
Allí se había formado un cuadro para impedir que pasase más coches que el del Rey o el de las personas que perteneciesen a la familia real o a los individuos de la Asamblea.
La Reina divisó entonces a Weber, su ayuda de cámara de confianza, su hermano de leche, un austríaco que la había seguido desde Viena, y que ahora hacía esfuerzos para quebrantar la consigna, entrando con su ama en la Casa de la Ciudad.
María Antonieta le llamó, y Weber acudió al punto.
Habiendo observado en Versalles que la guardia nacional tenía los honores de la jornada, Weber, para darse importancia, a fin de ser útil a la Reina, se había vestido de guardia nacional, y a su uniforme de simple voluntario había agregado las condecoraciones de oficial de Estado Mayor.
Un oficial de la Reina le había prestado un caballo.
Para no despertar sospechas en el camino, habíase mantenido separado, aunque con intención de acercarse si la Reina le necesitaba.
Reconocido y llamado por su soberana, acudió al punto.
—¿Por qué tratas de forzar la consigna, Weber? —preguntó la Reina, que había conservado la costumbre de tutearle.
—Señora, para estar cerca de Vuestra Majestad.
—No puedes serme útil en el Ayuntamiento, Weber, y podías serlo mucho en otra parte —replicó la. Reina.
—¿Dónde, señora?
—En las Tullerías, mi fiel Weber, donde nadie nos espera, y donde, si no nos precedes, no encontraremos, ni una cama, ni una habitación, ni un pedazo de pan.
—¡Ah! —exclamó el Rey—. ¡Qué buena idea habéis tenido, señora!
La reina había hablado en alemán, y el rey, que comprendía este idioma, aunque no le hablaba, contestó en inglés.
El pueblo había oído, pero sin comprender. Aquella lengua extranjera, que le inspiraba un horror invencible, produjo alrededor del coche un murmullo que amenaza convertirse en gritos cuando el cuadro de la tropa se abrió delante del coche de la reina, cerrándose de nuevo detrás de él.
Bailly, una de las tres popularidades de la época, Bailly, a quien ya hemos visto aparecer en el primer viaje del Rey —cuando las bayonetas, los fusiles, y los cañones desaparecían bajo los ramos de flores, olvidados en este segundo viaje—, Bailly, decimos, esperaba al Rey y a la Reina al pie de un trono improvisado para recibirlos, trono mal seguro, mal unido, que crujía bajo el peso de los terciopelos con que estaba cubierto, verdadero trono de circunstancias.
El alcalde de París dijo al Rey en este segundo viaje, poco más o menos, lo mismo que le había dicho en el primero.
El Rey contestó:
—Siempre vengo con placer y confianza para estar enmedio de los habitantes de mi buena ciudad de París.
El Rey había hablado en voz baja, con una voz apagada por la fatiga y por el hambre, y Bailly repitió la frase en alta voz para que todos pudiésemos oírla.
Pero, voluntaria o involuntariamente, se le olvidaron las dos palabras «y confianza».
La Reina lo notó.
Y en su amargura se alegró encontrar un paso para usar de la palabra.
—Dispensad, señor alcalde —dijo bastante alto para que los que la rodeaban no perdiesen nada de su frase—: O habéis oído mal, o sois corto de memoria.
—¿Cómo decís, señora? —balbuceó Bailly volviendo hacia la Reina sus ojos de astrónomo, que tan bien veía en el cielo y tan mal en la tierra.
Toda revolución, entre nosotros, tiene su astrónomo, y en el camino de este se abre traidoramente el pozo donde debe caer.
La Reina replicó:
—El Rey ha dicho, caballero, que siempre venía con placer y confianza para estar enmedio de los habitantes de su buena ciudad de París; y como se podía poner en duda que viene con gusto, es preciso que todos, sepan por lo menos que viene con confianza.
Después franqueó las tres gradas del trono y tomó asiento junto al Rey, para escuchar los discursos de los electores.
Entretanto, Weber, ante cuyo caballo la multitud abría paso, gracias a su uniforme de oficial de Estado Mayor, llegaba al palacio de las Tullerías.
Hacía largo tiempo que este alojamiento real, como le llamaban en otra época —edificio construido por Catalina de Mediéis, habitado muy poco por ella y abandonado después por Carlos IX, por Enrique II y por Enrique IV los cuales pasaron al Louvre, y por Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, que fueron a vivir en Versalles— no era más que una sucursal de los palacios reales, donde habitaban individuos de la corte, pero donde jamás, tal vez, había a puesto los pies ni el Rey ni la Reina.
Weber visitó las habitaciones, y conociendo los hábitos de sus amos, eligió la que ocupaba la condesa de la Marck y la de los señores mariscales de Noailles y de Mouchy.
La ocupación de ese aposento, abandonado al punto por la señora de la Marck, tuvo algo de bueno, y fue el hallarse muy cerca para recibir a la Reina con sus muebles, su ropa blanca y sus cortinas y alfombras, que Weber compró.
A eso de las diez oyóse el ruido del coche de Sus Majestades que entraba.
Todo estaba preparado, y al correr al encuentro de sus augustos amos, Weber gritó:
—¡Servid al Rey!
Luis XVI, la Reina y madame Royale, el Delfín, y madama Isabel y Andrea, entraron.
El señor de Provenza había vuelto al castillo del Luxemburgo.
El Rey paseó una mirada inquieta por todas partes; mas al entrar en el salón vio, por una puerta entornada que daba a una galería, la cena ya dispuesta.
Al mismo tiempo, la puerta se abrió del todo y un ujier apareció diciendo:
—El Rey está servido.
—¡Oh! ¡Qué hombre de recursos es ese Weber! —exclamó el Rey rebosando de alegría—. Decidle de mi parte, señora, que estoy muy satisfecho de él.
—No dejaré de hacerlo, señor —contestó la Reina.
Y con un suspiro que contestaba a la exclamación del Rey, entró en el comedor.
Los cubiertos del Rey, de la Reina, de madame Royale, del Delfín y de madame Isabel, estaban puestos, pero no había ninguno para Andrea.
El Rey, aguijoneado por el hambre, no había notado esta omisión, que, por lo demás, no tenía nada de ofensiva, puesto que se procedía según las leyes de la más estricta etiqueta.
Pero la Reina, a quien nada escapaba, lo echó de ver desde luego.
—El Rey permitirá —dijo—, que la señora condesa de Charny cene con nosotros, ¿no es verdad?
—¡Ya lo creo! —exclamó el Rey—; hoy comemos en familia, y la señora condesa pertenece a la nuestra.
—Señor —dijo Andrea—, ¿es una orden la que el Rey me da?
El Rey miró a la Condesa con asombro.
—No, señora —contestó—, es un ruego del Rey.
—En este caso —replicó Andrea—, suplico al Rey que me dispense, pues no tengo apetito.
—¿Cómo que no tenéis apetito? —exclamó el Rey, quien no comprendía que no se tuviese ganas de comer a las diez de la noche, después de una jornada tan fatigosa sin tomar alimento alguno desde las diez de la mañana, en cuya hora se había comido tan mal.
—No, señor —contestó Andrea.
—Ni yo —dijo la Reina.
—Ni yo —añadió madame Isabel.
—¡Oh!, tenéis suerte, señora —observó el rey—; del buen estado del estómago depende la buena condición del resto del cuerpo, y hasta del espíritu. Sobre esto hay una fábula de Tito Livio, imitada por Shakespeare y por La Fontaine, sobre la cual os invito a meditar.
—Ya la sabemos, señor —dijo la Reina—. Es una fábula que fue recitada un día de revolución por el viejo Menenius al pueblo romano. Este último se había revolucionado aquel día, como lo está hoy el pueblo francés; de modo que tenéis razón, señor, al citar esa fábula, porque es su fortuna.
—Pues bien —dijo el Rey, presentando su plato para que le sirvieran sopa por segunda vez—; ¿no os decide, Condesa, esa semejanza histórica?
—No señor, y me avergüenza decir a Vuestra Majestad que aunque quisiera obedecer no podría hacerlo.
—Pues no os apruebo, Condesa, porque esta sopa es verdaderamente exquisita. ¿Por qué será la primera vez que me la sirven tan buena?
—Porque tenéis nuevo cocinero, señor, el de la condesa de la Marck, cuyas habitaciones ocupamos.
—Pues le retengo para mi servicio y deseo que forme parte de mi servidumbre. ¡Ese Weber es un hombre verdaderamente milagroso, señora!
—Sí —murmuró tristemente la Reina—. ¡Qué lástima que no se le pueda hacer ministro!
El Rey no oyó o no quiso oír; pero al ver a Andrea de pie y muy pálida, mientras que la Reina y madame Isabel, aunque no comiesen, tampoco se hallaban a la mesa, se volvió hacia la condesa de Charny.
—Señora —dijo—, si no tenéis gana, no digáis al menos que no estáis rendida; si rehusáis comer, no os negaréis por lo menos a dormir.
Y dirigiéndose a la Reina, añadió:
—Señora, dad permiso a la señora Condesa para que se retire; a falta del alimento, el sueño.
Y volviéndose hacia su servidumbre, dijo:
—Espero que no sucederá con el lecho de la señora condesa de Charny lo que ha sucedido con su cubierto, y que no se olvidará prepararle una habitación.
—¡Oh señor! —dijo Andrea—. ¿Cómo queréis que se hayan ocupado de mí en semejante trastorno?
—No, no —replicó el Rey—, anoche habéis dormido poto o nada, y es preciso que descanséis bien esta noche; no solamente la Reina necesita fuerzas sino que también deben recobrarlas sus amigas.
Entretanto, el ayuda de cámara que había ido a informarse, volvió.
—El señor Weber —añadió—, sabiendo el gran favor con que la Reina honra a la señora Condesa, ha creído satisfacer los deseos de Su Majestad reservando para la señora Condesa una habitación contigua a la de la Reina. María Antonieta se estremeció, pensando que, si no había más que una habitación para la señora Condesa, en ella se debía alojar también al Conde.
Andrea vio el estremecimiento que pasaba por las venas de la Reina.
Ninguna de las sensaciones que una de aquellas dos mujeres sentía pasaba desapercibida para la otra.
—Por esta noche, pero solamente por esta noche —dijo—, aceptaré, señora. Las habitaciones de Su Majestad son demasiado reducidas para que yo quiera una a expensas de sus comodidades; y supongo que bien habrá en las buhardillas del edificio un pequeño rincón para mí. La Reina balbuceó algunas palabras ininteligibles.
—Condesa —dijo el Rey—, tenéis razón; se buscará todo eso mañana para alojaros lo mejor que sea posible.
La Condesa saludó respetuosamente al Rey, a la Reina y a madame Isabel, y salió precedida de un criado.
El Rey la siguió un instante con los ojos, teniendo su tenedor suspendido a la altura de la boca.
—A la verdad es una mujer encantadora esa joven; ¡qué afortunado es el conde de Charny, por haber tenido la suerte de encontrar semejante fénix en la corte! La Reina se reclinó en un sillón para ocultar su palidez, no al Rey, que no la hubiera visto, sino a madame Isabel, que se habría espantado.
Estaba a punto de desfallecer.