Capítulo IV

Gilberto siguió a su guía a la distancia de veinte pasos, poco más o menos, hasta la mitad de la pendiente, y allí, como se hallasen frente a una gran casa muy hermosa, el desconocido sacó una llave de su faltriquera y abrió una puertecilla destinada a dar paso al amo de aquel edificio, cuando este quería salir sin que le vieran sus criados, o bien volver desapercibido.

Dejó la puerta entornada, indicando con esto, tan claramente como le era posible, que invitaba a su compañero a entrar también.

Hízolo así Gilberto, empujando con suavidad la puerta, que se deslizó sobre sus goznes, cerrándose sin que se oyera ruido.

Semejante cerradura hubiera sido la admiración del maestro Gamain.

Una vez dentro, Gilberto se encontró en un corredor de dobles paredes, en el cual se hallaban incrustadas, a la altura de un hombre, es decir, de manera que los ojos no perdieran ninguno de los maravillosos detalles, unas planchas de bronce, modeladas sobre aquellas con que Ghiberti había enriquecido la puerta del bautisterio de Florencia.

Los pies se hundían en una suave alfombra de Turquía. A la izquierda veíase una puerta abierta, y pensando Gilberto que se había dejado así para que él pasara, entró en un salón tapizado con seda de la India, con los muebles forrados de la misma tela. Una de esas aves fantásticas, como las que pintan o bordan los chinos, cubría el techo con sus alas de oro y azul, sosteniendo entre sus garras la araña que, con sus candelabros de un trabajo magnífico, representaba grupos de uses iluminando el salón.

Un solo cuadro adornaba aquel lujoso aposento, formando juego con el espejo colocado sobre la estufa. Representaba una virgen de Rafael. Gilberto se entretenía en admirar aquella obra maestra, cuando oyó, o más bien adivinó, que se abría una puerta detrás de él; volvió la cabeza y reconoció a Cagliostro, que salía de una especie de gabinete tocador.

Un instante le había bastado para borrar las manchas de sus brazos y de su rostro, y para comunicar a sus cabellos, negros aún, la forma más aristocrática, y cambiar completamente de traje.

Ya no era el obrero de manos negras y de cabellos aplanados, de zapatos manchados de barro, de pantalones de pana muy tosca y de camisa de lienzo crudo.

Era el señor elegante que dos veces ya hemos presentado a nuestros lectores, en José Bálsamo, primeramente, y después en El Collar de la Reina.

Su traje, cubierto de bordados, y sus manos cuajadas de brillantes, contrastaban con el traje negro de Gilberto, y el simple anillo de oro, regalo de Washington, que ostentaba en el dedo.

Cagliostro se adelantó con expresión alegre y risueña y ofreció sus manos a Gilberto. Este se precipitó para estrecharlas.

—¡Querido maestro! —exclamó.

—¡Oh! —repuso Cagliostro sonriendo—, habéis hecho, amigo mío, tales progresos desde la última vez que nos vimos, sobre todo en filosofía, que hoy sois vos el maestro y yo apenas digno de ser el discípulo.

—Gracias por el cumplido —contestó Gilberto—; mas suponiendo que hubiese hecho grandes progresos, ¿cómo lo sabéis, haciendo ya ocho años que no nos vemos?

—¿Creéis, pues, querido doctor, que sois uno de esos hombres que se olvidan porque se ha dejado de verlos? Cierto que han transcurrido ocho años sin saber que hacíais; pero casi podría deciros, día por día, en qué os habéis ocupado durante este tiempo.

—¡Oh!, parece imposible.

—¿Dudáis siempre de mi doble vista?

—Ya sabéis que yo soy matemático.

—Es decir, incrédulo… Vamos, pues: habéis venido la primera vez a Francia, llamado por vuestros asuntos de familia; nada tengo que ver con ellos, y de consiguiente…

—No —replicó Gilberto creyendo confundir a Cagliostro—, decid lo que sepáis.

—Pues bien, esta vez se trataba para vos de ocuparos de la educación de vuestro hijo Sebastián, y de ponerle en el colegio en una pequeña ciudad situada a dieciocho o veinte leguas de París. También deseabais arreglar negocios con vuestro arrendatario, un buen hombre que retenéis en París contra su voluntad, y al que, por mil razones, le convendría mucho estar con su mujer.

—¡A decir verdad, maestro, sois prodigioso!

—¡Oh!, esperad… La segunda vez vinisteis a Francia porque los asuntos políticos os traían, como otros muchos; además teníais ciertos proyectos, que enviasteis al rey Luis XVI, y como aún hay en vos algo del hombre viejo, y como os enorgullece más la aprobación de un monarca que tal vez la del que me precedió a mí para educaros, de Juan Jacobo Rousseau, que sería muy diferente de un rey, si viviese aún, deseabais saber qué pensaba del doctor Gilberto el nieto de Luis XIV, de Enrique IV y de San Luis. Por desgracia existía un pequeño asunto en el cual no habéis pensado; no recordabais que cierto día os encontré ensangrentado, por tener el pecho atravesado de un balazo, en una gruta de las Islas Azores, donde mi buque hacía escala por casualidad. El asunto se relacionaba con la señorita Andrea de Taverney, que había llegado a ser condesa de Charny para servir a la soberana. Ahora bien, como la Reina no podía rehusar cosa alguna a la mujer que consintió en casarse con el conde de Charny, pidió y obtuvo una orden de prisión contra vos; fuisteis detenido en el camino del Havre a París, y conducido a la Bastilla, donde aún estaríais, querido doctor, si el pueblo no la hubiese derribado. Como buen realista que sois, amigo mío, tomasteis parte en favor del Rey, y he aquí porque sois su médico. Ayer, o más bien esta mañana, habéis contribuido poderosamente a la salvación de la familia real, corriendo a despertar a ese buen hombre Lafayette, que dormía con el sueño de los justos; y hace un momento, cuando me habéis visto, creyendo que la Reina —que dicho sea de paso, os aborrece— estaba amenazada, os disponíais a escudar con vuestro cuerpo a la soberana… ¿No es así? ¿He olvidado alguna particularidad de poca importancia, como una sesión de magnetismo en presencia del Rey, y la recogida de mi cofrecillo de ciertas manos que se habían apoderado de él por mediación de cierto Paso de Lobo? Veamos, decid si he cometido algún error u olvido, porque estoy dispuesto a corregir la equivocación.

Gilberto estaba estupefacto ante aquel hombre singular que sabía preparar tan bien sus medios de efecto, que se inclinaba a creer que, semejante a Dios, tenía el don de abarcar a la vez el conjunto del mundo y sus detalles, para leer en el corazón de los hombres.

—¡Sí eso es —dijo—, y siempre sois el mágico, el hechicero, el encantador!

Cagliostro sonrió satisfecho; era evidente que le enorgullecía haber producido en Gilberto la impresión que este último, a pesar suyo, manifestaba en su semblante.

Gilberto continuó:

—Y ahora, como os amo seguramente tanto como vos a mí, querido maestro, y como mi deseo de saber lo que ha sido de vos después de nuestra separación, es por lo menos tan vivo como el vuestro, puesto que os indujo a informaros acerca de mí, ¿queréis decirme, si la pregunta no es indiscreta, en qué lugar del mundo habéis ejercido vuestro genio, manifestando vuestro poder?

—¡Oh!, en cuanto a mí —repuso Cagliostro sonriendo—, he visto reyes, y no pocos, mas con otro objeto. Vos, según veo, os acercáis a ellos para sostenerlos, mientras yo lo hago para derribarlos; tratáis de hacer un rey constitucional, y no lo consiguiréis; yo hago emperadores, reyes y príncipes filósofos, y realizo mi objeto.

—¿De veras? —interrumpió el doctor Gilberto con aire de duda.

—¡Perfectamente! Cierto que habían sido muy bien preparados por Voltaire, Alembert y Diderot, esos nuevos Mecenas, esos sublimes menospreciadores de los dioses, y también, por ejemplo, de ese querido rey Federico, a quien hemos tenido la desgracia de perder; pero, en fin, ya lo sabéis, excepto aquellos que no mueren, como yo y el conde de Saint-Germain, todos son mortales. Tan cierto como que la Reina es hermosa, mi querido Gilberto, y que recluta soldados que combaten contra sí propios, hay reyes que ayudan a la caída de los tronos, con más fuerza que los Bonifacio XIII, los Clemente VIII y los Borgia contribuyeron a la caída del altar. Así, por ejemplo, tenemos por lo pronto al emperador José II, hermano de nuestra bien amada Reina, que suprime las tres cuartas partes de los monasterios, que se apodera de los bienes eclesiásticos, que expulsa de sus celdas a los mismos carmelitas, y que envía a María Antonieta grabados representando religiosas sin capucha, hablando de las nuevas modas, y frailes sin hábito, rizándose los cabellos. Tenemos al rey de Dinamarca, que comenzó por ser el verdugo de su médico Struensée, y que, filósofo precoz, decía a los diecisiete años: «Voltaire es quien me hizo hombre y me enseñó a pensar». Además tenemos a la emperatriz Catalina, que da tan grandes pasos en filosofía, desmembrando la Polonia, por supuesto, y a quien Voltaire escribió: «Diderot, Alembert y yo, os erigimos altares». Citaré, por último, a la reina de Suecia, y a muchos príncipes del imperio de toda Alemania.

—No os falta más que convertir al Papa, querido maestro, y como creo que nada es imposible para vos, espero que lo consiguiréis.

—¡Ah!, en cuanto a eso será difícil. Escapé de sus uñas seis meses hace, hallándome en el castillo de San Angelo, así como vos estabais en la Bastilla.

—¡Bah! ¿Y han derribado también los Transteverinos el castillo de San Angelo, como el pueblo del arrabal de San Antonio derribó la Bastilla?

—No, querido doctor, el pueblo romano no ha llegado aún a esto… ¡Oh!, estad tranquilo, ya vendrá algún día; el papado tendrá su 5 y 6 de octubre, y por este concepto, Versalles y el Vaticano se igualarán.

—Pues yo creía que una vez entrado en el castillo de San Angelo, no se volvía a salir…

—¡Bah! ¿Y Benvenuto Cellini?

—¿Y habréis hecho, como él, un par de alas para volar sobre el Tíber, como un nuevo Ícaro?

—Hubiera sido muy difícil, pues me hallaba alojado, para mayor precaución evangélica, en un calabozo profundo y muy negro.

—¿Y al fin habéis salido?

—Ya lo veis, puesto que estoy aquí.

—Sin duda sobornasteis a vuestro carcelero a fuerza de oro.

—Estaba de desgracia, pues mi guardián era incorruptible.

—¿Incorruptible? ¡Diablo!

—Sí, mas por fortuna no era inmortal: la casualidad, o más bien la Providencia, quiso que muriera al día siguiente, de negarse por tercera vez a abrirme las puertas de la prisión.

—¿Murió de repente?

—Sí.

—¡Ah!

—Fue preciso reemplazarle, y otro ocupó su lugar.

—¿Y aquel no era corruptible?

—¡Oh!, aquel, el mismo día en que comenzó a desempeñar sus funciones, me dijo al llevarme la cena: «Comed bien y adquirir fuerzas, porque tendremos mucho que andar esta noche». ¡Pardiez!, el buen hombre no mentía; aquella misma noche reventamos cada uno tres caballos y recorrimos cien millas.

—¿Y qué dijo el gobierno cuando echó de ver vuestra fuga?

—No dijo nada; revistió el cadáver del otro carcelero, que no habían enterrado aún, con la ropa que yo dejé; le dispararon un pistoletazo en pleno rostro, se dejó caer el arma a su lado, y declaróse que, habiendo obtenido yo la pistola, sin saberse por qué medio, me había disparado un tiro en la cabeza; se hizo constar mi muerte, y se mandó enterrar al carcelero bajo mi nombre. De aquí resulta que estoy bien muerto, apreciable doctor, y por más que dijese que vivo, me contestarían por la partida de defunción, demostrándome que he muerto; pero no se necesitaría probármelo, pues me conviene por el pronto que se me crea fuera de este mundo. En su consecuencia, me he sumergido en las sombrías orillas, como dice el ilustre abate Delille, para reaparecer bajo otro nombre.

—¿Y cómo os llamáis ahora, para que yo no cometa ninguna indiscreción?

—Ahora me llamo el barón Zannone, soy banquero genovés, y descuento los valores de los príncipes en buen papel, por el estilo del que tenía el cardenal de Rohan, mas por fortuna no me retiro con el interés… A propósito, ¿necesitáis dinero, apreciable doctor? Ya sabéis que mi corazón y mi bolsillo se hallan hoy, como siempre, a vuestra disposición.

—Gracias.

—¡Ah! ¿Creéis causarme molestia por haberme encontrado vestido con un traje de obrero? ¡Oh!, no os preocupéis por eso; es uno de mis disfraces, y ya conocéis mis ideas sobre la vida; esta es un largo carnaval, donde siempre se está más o menos vestido de máscara. De todos modos, escuchad, amigo Gilberto: si alguna vez necesitáis dinero, en ese cofrecillo que veis se halla mi caja particular, entendedlo bien; la caja grande está en París, en la calle de San Claudio, en el Marais; y si necesitáis cualquier suma, tanto si estoy como si no estoy, entrad sin reparo; ya os enseñaré cómo se abre mi puertecilla; oprimiréis este resorte, mirad como se hace, y encontraréis siempre ahí un millón poco más o menos.

Cagliostro oprimió el resorte, y la parte anterior del cofrecillo descendió por sí mismo, dejando en descubierto un montón de oro y varios fajos de billetes de caja.

—Sois verdaderamente un hombre prodigioso —dijo Gilberto riéndose—; pero ya sabéis que con mis veinte mil libras de renta soy más rico que el Rey. ¿Y no teméis ahora que se os inquiete en París?

—¿Por causa del asunto del collar? ¡Vamos!, no se atreverían a ello, atendido el estado de los ánimos, pues me bastaría pronunciar una palabra para promover un motín; olvidáis que soy un poco amigo de todo cuanto tiene popularidad, de Lafayette, de Necker, del conde de Mirabeau, y de vos mismo.

—¿Y a qué habéis venido a París?

—¿Quién sabe? Tal vez a lo que vos tratabais de hacer en los Estados Unidos, una república.

Gilberto movió la cabeza:

—Francia no tiene el espíritu republicano —dijo.

—Ya le haremos otro.

—El Rey se resistirá.

—Es posible.

—La nobleza empuñará las armas.

—Es probable.

—¿Y qué haréis entonces?

—No haremos una república, sino una revolución.

Gilberto inclinó la cabeza sobre el pecho.

—Si llegamos a eso —contestó—, será terrible.

—Sí, lo será, si encontramos en nuestro camino muchos hombres de vuestra fuerza, Gilberto.

—Yo no soy fuerte, amigo mío —replicó el doctor—, soy honrado, y nada más.

—¡Ay de mí!, es mucho peor; y he aquí por qué quisiera convenceros, amigo mío.

—Estoy convencido.

—¿De que nos impediréis llevar a cabo nuestra obra?

—O, por lo menos, de que os detendremos en el camino.

—Estáis loco, Gilberto; no comprendéis la misión de Francia; esta es el cerebro del mundo, y es preciso que piense libremente también. ¿Sabéis que es lo que derribó la Bastilla, amigo Gilberto?

—El pueblo.

—No me comprendéis, pues tomáis el efecto por la causa. Durante quinientos años, amigo mío, se ha encerrado en esa fortaleza a los Condes, los señores y los Príncipes, y la Bastilla permaneció en pie. Cierto día, a un Rey insensato le ocurrió encerrar el pensamiento, que necesita el espacio, la extensión, lo infinito. El pensamiento hizo saltar la Bastilla, y el pueblo penetró por la brecha.

—Es verdad —murmuró Gilberto.

—¿Recordáis lo que escribía Voltaire al señor de Chauvelin, el 2 de marzo de 1764, es decir, hace unos veintiséis años?

—Sepámoslo.

—Voltaire escribía:

Todo cuanto veo siembra la simiente de una revolución que llegará sin remedio, y de la cual no tendré el gusto de ser testigo. Los franceses acuden tarde a todo, pero acuden al fin. La luz se difunde tanto, cada vez más próxima, que la explosión se producirá por el menor motivo, y entonces todos hablarán mucho.

Los jóvenes son muy felices, porque verán grandes cosas.

—¿Qué decís de lo que se hablaba ayer y de lo que se habla hoy?

—¡Qué es terrible!

—¿Qué decís de las cosas que habéis visto?

—¡Que son espantosas!

—Pues bien, aún no estáis más que al principio, Gilberto.

—¡Profeta de desgracia!

—Mirad, tres días hace que me hallaba en compañía de en compañía de un médico de mucho mérito, un filántropo. ¿Sabéis en que se ocupaba en aquel momento?

—Sin duda en buscar un remedio para alguna enfermedad considerada incurable.

—¡Sí, ya! Se propone curar, no de la muerte, sino de la vida.

—¿Y qué queréis decir?

—Quiero decir, dejando a un lado el epigrama, que ese médico encuentra, sin contar la peste, el cólera, la fiebre amarilla, las viruelas y las apoplejías fulminantes, quinientas y pico de enfermedades consideradas como mortales, y mil o mil doscientas que pueden llegar a serlo, aunque se cuiden bien. Quiero decir que teniendo el cañón, el fusil, la espada, el sable, el puñal, el agua, el fuego, la caída desde los tejados, la horca y la rueda, ese médico cree que no hay aún bastantes medios para dejar la vida, mientras que tan sólo hay uno para entrar en ella, y por eso inventa en este momento una máquina, muy ingeniosa a fe mía, que se propone consagrar a la nación, para que pueda dar muerte a cincuenta, sesenta u ochenta personas en menos de una hora. Pues bien, amigo Gilberto, ¿creéis que cuando un médico tan distinguido, un filántropo tan humano como el doctor Guillotín, se ocupa de semejante máquina, no es preciso reconocer que la necesidad de ella se dejaba sentir ya? Yo la conozco, y sé que no es cosa nueva, pero sí ignorada, y la prueba es que cierto día, hallándome en casa del barón de Taverney —¡pardiez!, debierais saber esta, porque estabais allí; pero entonces no teníais ojos más que para una joven llamada Nicolasa—, la prueba es, repito, que habiendo llegado por casualidad la Reina —aún no era más que Delfina—, le hice ver una máquina en una botella de agua, lo cual le infundió tanto miedo que, profiriendo un grito, se desmayó. Pues bien, esta máquina, que en aquella época ni se conocía ni se pensaba en ella, si queréis verla funcionar, la probarán algún día, y cuando llegue os avisaré; entonces será necesario que estéis ciego para no reconocer el dedo de la Providencia, que piensa que llegará un momento en que el verdugo tendrá demasiado que hacer, si se emplean los medios comunes, por lo cual inventa uno nuevo para que pueda salir del paso.

—Conde, Conde, erais más consolador en América.

—¡Pardiez, ya lo creo! Me hallaba en medio de un pueblo que nace, y aquí estoy entre una sociedad que acaba; todo marcha hacia la tumba en nuestro mundo envejecido: nobleza y monarquía, y esa tumba es un abismo.

—¡Oh!, os abandonó la nobleza, querido Conde, o, más bien, la nobleza se abandonó a sí propia en la famosa noche del 4 de agosto; pero salvemos la monarquía, que es el paladión de Francia.

—¡Ah!, he aquí palabras pomposas, querido Gilberto ¿Acaso el paladión salvó a Troya? ¡Salvar a la monarquía! ¿Creéis que sea cosa fácil hacerlo con semejante Rey?

—Pero, de todos modos, es el descendiente de una gran raza.

—Sí, de una raza de águilas que concluye por ser una de loros. Para que los utopistas como vos puedan salvar la monarquía, amigo Gilberto, sería necesario primeramente que esta hiciese algún esfuerzo para salvarse a sí propia. Veamos, hablando en conciencia: habéis visto a Luis XVI, le veis a menudo, y no sois hombre que mire sin estudiar; pues bien, decid francamente, si la monarquía puede vivir representada por semejante Rey. ¿Es esta la idea que os formáis del que empuña un cetro? ¿Creéis que Carlomagno, San Luis, Felipe Augusto, Francisco I, Enrique IV y Luis XIV, tenían esas carnes blandas, esos labios colgantes, y esa atonía en los ojos y en la manera de andar? No, aquellos eran hombres; había en ellos savia, sangre y vida, bajo su manto real; no se habían bastardeado aún por la transmisión de un solo principio; y es que esos hombres de vista corta, han descuidado la noción médica más sencilla. Para conservar las especies animales, y hasta sujetarlas en una larga juventud y en constante vigor, la misma naturaleza ha indicado el crecimiento de las razas y la mezcla de familias. Así como el injerto, en el reino vegetal, es el principio conservador de la bondad y de la belleza de las especies, así en el hombre, el casamiento entre parientes demasiados próximos, es una causa de la decadencia de los individuos; la naturaleza sufre, languidece y degenera, cuando varias generaciones se reproducen con la misma sangre; y, por el contrario, se aviva y refuerza cuando un principio prolífico, nuevo y extraño, se introduce en la concepción. ¡Ved cuáles son los héroes que fundan las grandes razas, y quiénes los hombres débiles que las terminan! ¡Ved a Enrique III, el último Valois; ved a Gastón, el último Mediéis; ved al cardenal de York, el último Estuardo, y ved a Carlos VI, el último Habsbourg! Pues bien, esta causa primera en las familias, que se dejan sentir en todas las casas de que acabamos de hablar, es más sensible aún en la de Borbón que en ninguna otra. Así, pues, remontando desde Luis XV a Enrique IV y María de Mediéis, el segundo resulta ser cinco veces tatarabuelo de Luis XV, y María de Mediéis otras tantas su tatarabuela; y si remontamos a Felipe III de España y a Margarita de Austria otras tantas su tatarabuela. Yo he contado esto, pues no tengo nada que hacer, y hallo que de treinta y dos tatarabuelas y tatarabuelos de Luis XV, resultan seis personas de la casa de Borbón, cinco de la de Mediéis, once de la de Austria-Habsbourg, tres de la de Saboya, tres de la de los Estuardo, y una princesa danesa. Someter el mejor perro y el mejor caballo a este crisol, y a la cuarta generación tendréis un perro de aguas y un rocín. ¿Cómo diablos queréis que resistamos nosotros que somos hombres? ¿Qué decís de mi cálculo, doctor, vos que sois matemático?

—Digo, apreciable hechicero —contestó Gilberto levantándose para coger su sombrero—, digo que vuestro cálculo me espanta y me hace pensar, tanto más cuanto que mi puesto está junto al Rey.

Y dio algunos pasos hacia la puerta.

Cagliostro le detuvo.

—Escuchad, Gilberto —dijo—, bien sabéis cuanto os estimo, y también que, para evitaros un pesar, soy capaz de exponerme a muchos… Pues bien, oíd, creedme… oíd un consejo…

—¿Cuál?

—Decid al Rey que huya, que abandone Francia, pues aún es tiempo de salvarse… De aquí tres meses, o seis, o un año, tal vez sea ya demasiado tarde.

—Conde —replicó el doctor—, ¿aconsejaríais a un soldado abandonar su puesto, porque hubiera peligro permaneciendo en él?

—Si ese soldado se hallase tan comprometido, tan cercado y desarmado qué no pudiera defenderse, y sobre todo, si su vida estuviese expuesta y dependiese de ella la de medio millón de hombres… sí, le diría que huyese… Y vos mismo, Gilberto, vos se lo diréis al Rey; este querrá escucharos entonces, pero será demasiado tarde… ¡No esperéis, pues, a mañana, decídselo hoy; no esperéis a esta noche, decídselo dentro de una hora!

—Conde, bien sabéis que soy de la escuela fatalista. ¡Suceda lo que quiera! Mientras que yo tenga una influencia cualquiera sobre el Rey, este permanecerá en Francia, y yo a su lado. ¡Adiós, Conde; volveremos a vernos en el combate, y tal vez reposaremos uno junto a otro en el campo de batalla!

—Vamos —murmuró Cagliostro—, se dirá que el hombre, por inteligente que sea, no ha de saber escapar nunca de su mal destino… Os había buscado para deciros lo que os he dicho; ya lo habéis oído. Pero, como la predicción de Casandra[2], la mía es inútil… ¡Adiós!

—Veamos, con franqueza, conde —dijo Gilberto deteniéndose en el umbral de la puerta del salón y mirando fijamente a Cagliostro—. ¿Tenéis aquí, como en América, esa pretensión de hacerme creer que leéis el porvenir de los hombres en su rostro?

—Gilberto —contestó Cagliostro—, leo con tanta seguridad como tú lees en el cielo el camino que los astros trazan, mientras que la mayoría de los hombres los creen inmóviles o errantes a la casualidad.

—Pues bien… escuchad, alguien llama a la puerta…

—Es verdad.

—Decidme cuál será la suerte de aquel que ahora llama, quien quiera que sea; decidme cuál será su género de muerte, y cuándo la sufrirá.

—Sea —dijo Cagliostro—, vamos los dos a abrir la puerta.

Y Gilberto se adelantó hacia la extremidad del corredor de que hemos hablado, con un latido en el corazón que no podía reprimir, aunque diciéndose en voz baja que era absurdo tomar por lo serio semejante charlatismo.

La puerta se abrió.

Un hombre de aspecto distinguido, de elevada estatura, y cuyo rostro tenía una expresión de enérgica voluntad, apareció en el umbral y fijó en Gilberto una rápida mirada que no dejaba de revelar inquietud.

—Buenos días, Marqués —dijo Cagliostro.

Y como el Conde notase que la mirada del recién venido seguía fijándose en Gilberto, díjóle:

—Marqués, es el doctor Gilberto, amigo mío…

Y volviéndose hacia este último, añadió:

—El señor marqués de Favras, uno de mis clientes. Los dos hombres se saludaron.

Después, dirigiéndose al recién venido, Cagliostro añadió:

—Marqués, tened a bien pasar al salón y esperadme un momento; dentro de cinco segundos estaré a vuestra disposición.

El Marqués saludó por segunda vez al pasar por delante de los dos hombres, y desapareció.

—¿Y bien? —preguntó Gilberto.

—¿Queréis saber cuál será el género de muerte del Marqués?

—Os habéis comprometido a decírmelo. Cagliostro sonrió de una manera singular, y después de inclinarse para ver si le escuchaban, contestó:

—¿Habéis visto alguna vez ahorcar a un caballero?

—No.

—Pues bien, como es un espectáculo curioso, id a la plaza de Greve el día en que se ahorque al marqués de Favras.

Después, acompañando a Gilberto hasta la puerta de la calle, le dijo:

—Cuando queráis venir a mi casa sin llamar, sin ser visto, y sin ver a nadie más que a mí, empujad este botón de derecha a izquierda y de arriba a abajo… así. Adiós, dispensadme; no se ha de hacer esperar a los que no han de vivir largo tiempo.

Y se marchó, dejando a Gilberto aturdido de aquel aplomo, que podía excitar su asombro, pero no vencer su incredulidad.