Era tanto más fácil para el desconocido confundirse en la multitud cuando que esta era muy numerosa.
Se titulaba vanguardia del cortejo del Rey, de la Reina y del Delfín.
Había salido de Versalles, según dijo el Rey, a eso de la una de la tarde.
La Reina, el Delfín, madame Royale, el conde de Provenza, madama Isabel Andrea, habían tomado asiento en la carroza.
Cien coches conducían a los individuos de la Asamblea nacional que se habían declarado inseparables del Rey.
El conde de Charny y Billot se habían quedado en Versalles, para cumplir con los últimos deberes respecto al barón Jorge de Charny, muerto, como ya hemos dicho, en aquella terrible noche del 5 al 6 de octubre, y para evitar que se mutilase su cuerpo, como se habían mutilado los de los guardias de corps Varicourt y Deshuttes.
Aquella vanguardia, de la cual hemos hablado ya, y que había salido de Versalles dos horas antes que el Rey, precediéndole en un cuarto de hora poco más o menos, se había reunido en cierto modo con los que llevaban las dos cabezas de los guardias a guisa de bandera.
Como la vanguardia se había detenido delante de la taberna del puente de Sevres, las cabezas quedaron inmóviles.
Esta vanguardia se componía de míseros descamisados casi beodos, espuma flotante en la superficie de toda inundación, bien sea esta de agua o de lava.
De improviso prodújose en aquella multitud gran tumulto: se acababan de ver las bayonetas de la guardia nacional y el caballo blanco de Lafayette, que precedía seguidamente al coche del Rey.
A Lafayette le agradaban mucho las reuniones populares; en medio del pueblo de París, del que era el ídolo, reinaba verdaderamente.
Pero no le agradaba el populacho.
París, como Roma, tenía su plebe plebécula.
Le disgustaban, sobre todo, esa especie de ejecuciones que el pueblo practicaba por su mano, y ya se ha visto que hizo cuando le fue posible para salvar a Flesselles, a Foullon y a Bertier de Sauvigny.
Aquella vanguardia había tomado la delantera para ocultar su trofeo, conservando las sangrientas insignias que demostraban su victoria.
Mas parece que, reforzados con el triunvirato que habían tenido la suerte de encontrar en la taberna, los portaestandartes hallaron medio de eludir a Lafayette, pues, rehusaron marchar con sus compañeros, alegando que como Su Majestad había declarado que no quería separarse de sus fieles guardias, esperarían al Rey para servirle de cortejo.
En su consecuencia, la vanguardia, habiendo recobrado fuerzas, emprendió de nuevo la marcha.
Aquella multitud que avanzaba por el camino real de Versalles a París, semejante a una cloaca desbordada, que después de la tempestad arrastra en sus hondas negras y cenagosas a los habitantes de un palacio que halló a su paso y derribó con su violencia, aquella multitud, decimos, tenía a cada lado del camino una especie de remolino formado por las poblaciones de los pueblos inmediatos, que acudían para ver que pasaba. De los que llegaban así, algunos, y era el menor número, confundíanse con la multitud para formar parte del cortejo del Rey, mezclando sus gritos y sus clamores con los que ya se oían; pero la mayor parte de los curiosos se quedaban en ambos lados del camino, inmóviles y en silencio.
¿Diremos por eso que simpatizaban con el Rey y la Reina? No, pues a menos de pertenecer a la clase aristocrática de la sociedad, todo el mundo, hasta la clase media, se resentía poco o mucho del hambre espantosa que acababa de invadir a toda Francia. Por lo tanto, para no insultar al Rey, a la Reina y al Delfín, se callaban, y el silencio de la multitud es tal vez peor aún que sus insultos.
En cambio, por el contrario, aquella muchedumbre gritaba a voz en cuello: «¡Viva Lafayette!», y este levantaba su sombrero de vez en cuando con la mano izquierda, saludando con su espada en la derecha. También se oía gritar: «¡Viva Mirabeau!», el cual asomaba de vez en cuando la cabeza por la portezuela de la carroza donde iba, oprimido entre los demás, ansioso de aspirar el aire exterior, necesario para sus grandes pulmones.
Por eso el desgraciado Luis XVI, para quien todo era silencio, oía aplaudir delante de él la cosa que había perdido, la popularidad, y lo que le había faltado siempre, el genio.
Gilberto, así como lo había hecho en el viaje del Rey solo, iba confundido con todo el mundo junto a la portezuela derecha de la carroza del monarca, es decir, al lado de la Reina.
María Antonieta, que no había podido comprender jamás aquella especie de estoicismo de Gilberto, a quien la rigidez americana había comunicado mayor aspereza, miraba con asombro a aquel hombre que, sin amor y abnegación para sus soberanos, llenaba simplemente cerca de ellos lo que llamaba un deber, aunque mostrándose dispuesto a practicar en su favor todo cuanto se hace por fidelidad y por cariño.
Más aún, pues no hubiera vacilado en morir por ellos; y muchas abnegaciones de amor no llegan hasta este punto.
A los dos lados del coche del Rey y de la Reina —además de aquella especie de fila de personas a pie que se había apoderado de aquel sitio, los unos por la curiosidad y los otros para estar dispuestos a socorrer, en caso necesario, a los augustos viajeros, siendo muy pocos los que tenían malas intenciones—, avanzaban por las dos orillas del camino, hundiéndose en el barro, que tenía seis pulgadas de profundidad, las mujeres y los hombres fuertes del mercado, que parecían rodar de vez en cuando, enmedio de su abigarrada corriente de ramos y cintas, un objeto más compacto.
Era tal vez algún cañón o un furgón cargado de mujeres, que cantaban ruidosamente, gritando con voz descompasada.
Lo que cantaban era nuestra antigua canción popular, que comienza así:
La panadera tiene cuartos,
pero bien poco le cuestan.
Lo que decían era la nueva fórmula de sus esperanzas:
«Ya no nos faltará pan, porque traemos al panadero, la panadera y el mozo de la tahona».
La Reina parecía escuchar todo esto sin comprender nada. Tenía entre sus piernas, de pie, al pequeño Delfín, que miraba a aquella multitud con ese aire de espanto con que los hijos de los príncipes miran a la muchedumbre —en la hora de las revoluciones—, como nosotros vimos que la miraban el rey de Roma, el duque de Burdeos y el conde de París.
Pero nuestra multitud era más desdeñosa y más magnánima que aquella otra, porque era más fuerte y comprendía que le era dado hacer gracia.
El Rey, por su parte, miraba todo aquello con expresión grave y triste; apenas había dormido la noche anterior; comió mal en su almuerzo; faltóle tiempo para empolvar otra vez su cabeza; llevaba la barba muy larga y la ropa blanca arrugada, cosas que le molestaban infinitamente. ¡Ah!, ¡el pobre Rey no era hombre para las circunstancias difíciles, y por eso en todas ellas doblaba la cabeza! ¡Un solo día la levantó, y fue en el cadalso, en el momento en que iba a caer!
Madame Isabel era ese ángel de dulzura y de resignación que Dios había puesto junto a dos seres condenados; debía consolar al Rey en el Temple, por la ausencia de la Reina, consolando después a esta en la Conserjería por la muerte del Rey.
El conde de Provenza, como siempre, tenía su mirada oblicua y falsa; bien sabía que por el pronto, al menos, no le amenazaba ningún peligro, pues en aquel momento era popular en la familia. ¿Por qué? No se sabe nada; tal vez porque se había quedado en Francia, mientras que su hermano, el conde de Artois, se había marchado.
Pero si el Rey hubiese podido leer en el fondo del corazón del conde de Provenza, falta saber si lo que hubiese encontrado allí le habría dejado intacto ese agradecimiento que le consagró, por lo que él consideraba un acto de abnegación.
En cuanto a Andrea, parecía de mármol; no había dormido más que la Reina, ni comido tampoco mejor que el Rey, pero las necesidades de la vida no hacían mella, al parecer, en aquella naturaleza excepcional. Tampoco había tenido tiempo para arreglar su tocado a cambiar de traje; pero ni un solo cabello de su cabeza estaba fuera de sitio, ni un solo pliegue de su vestido indicaba un rozamiento inusitado.
Así como una estatua, aquellas oleadas que se movían en tomo suyo, sin que fijase en ellas su atención, parecían dejarla más lisa y más blanca; era evidente que aquella mujer tenía en el fondo de la cabeza o del corazón un pensamiento único y luminoso para ella sola, al que tendía su alma, como tiende a la estrella polar la aguja imantada. Especie de sombra entre los vivos, tan sólo una cosa indicaba que vivía, y era el relámpago involuntario que se escapaba de sus ojos siempre que estos se encontraban con los de Gilberto.
A unos cien pasos de llegar a la pequeña taberna de que hemos hablado, el cortejo se detuvo y los gritos redoblaron en toda la línea.
La Reina se inclinó ligeramente fuera de la portezuela, y este movimiento, aunque pareciese un saludo, hizo murmurar a la multitud.
—Señor Gilberto —dijo.
El doctor se acercó a la portezuela; y como desde Versalles llevaba el sombrero en la mano, no le fue necesario descubrirse en señal de respeto a la Reina.
—¿Qué deseáis, señora? —preguntó.
Estas palabras, por la entonación con que fueron pronunciadas, indicaban que Gilberto estaba completamente a las órdenes de la Reina.
—Señor Gilberto —continuó—. ¿Qué canta ahora, qué grita, o qué dice vuestro pueblo?
Por la forma misma de esta frase, que la Reina había preparado de antemano, y que hacía largo tiempo sin duda murmuraba entre dientes, veíase que su intención era lanzada a la faz de aquella multitud por la portezuela.
Gilberto dejó escapar un suspiro que significaba «¡Siempre la misma!».
Después, con una profunda expresión de melancolía, exclamó:
—¡Ay de mí!, señora, ese pueblo que llamáis mío, ha sido vuestro en otro tiempo, y hace menos de veinte años que el señor de Brissac, seductor cortesano, a quien inútilmente busco aquí, os mostraba desde el balcón de la Casa de la Ciudad a ese mismo pueblo, gritando: «¡Viva la Delfina!», y os decía después: «¡Señora, ahí tenéis doscientos mil enamorados!».
La Reina se mordió los labios; era imposible hallar ninguna falta en la contestación, ni tampoco en cuanto al respeto.
—Sí, es verdad —repuso la Reina—; esto prueba tan sólo que los pueblos cambian.
Esta vez, Gilberto se inclinó, pero sin contestar.
—Os había hecho una pregunta, señor Gilberto —dijo la Reina, con esa insistencia que manifestaba en todo, incluso en las cosas que debían serle desagradables.
—Sí, señora —dijo Gilberto—, y voy a contestar, puesto que Vuestra Majestad se empeña. El pueblo canta:
La panadera tiene cuartos,
pero bien poco le cuestan.
—Ya sabéis a quien llama el pueblo la panadera.
—Sí, caballero, ya sé que me dispensa este honor; pero estoy acostumbrada a los sobrenombres, y en otro tiempo me llamaban señora Déficit. ¿Habrá alguna analogía entre el primer nombre y el segundo?
—Sí, señora, y para asegurarlo basta que penséis los dos primeros versos que os he dicho:
La panadera tiene cuartos,
pero bien poco le cuestan.
La Reina repitió estas palabras, y dijo después:
—No comprendo, caballero.
Gilberto guardó silencio.
—¡Vamos! —exclamó la Reina impaciente—. ¿No habéis oído que no comprendo?
—¿Y Vuestra Majestad insiste en obtener una explicación?
—Sin duda.
—Esto quiere decir, señora, que Vuestra Majestad ha tenido ministros muy complacientes, sobre todo los de Hacienda, y en particular el señor de Calonne; el pueblo sabe que a Vuestra Majestad le bastaba pedir para obtener, y como pedir cuesta poco cuando una es Reina, atendido que la demanda es una orden, el pueblo canta: «La panadera tiene cuartos, Pero bien poco le cuestan». Es decir, que no le cuestan más que el trabajo de solicitar.
La Reina oprimió su blanca mano sobre el terciopelo rojo de la portezuela.
—Pues bien, sea —dijo—, ya sabemos lo que canta, y ahora, señor Gilberto, ya que lo explicáis tan bien, pasemos a lo que dice.
—Es lo siguiente: «No carecemos ya de pan, puesto que tenemos el panadero, la panadera y el mozo de tahona».
—¿Vais a explicarme esta segunda insolencia tan claramente como la primera? Confío en ello.
—Señora —dijo Gilberto con la misma dulzura melancólica—, si quisierais pesar bien, no las palabras tal vez, sino la intención del pueblo, veríais que no tenéis tanto motivo como os parece para quejaros.
—Veamos eso —replicó la Reina con una sonrisa nerviosa—. Ya sabéis que no deseo más que instruirme; señor doctor, decid; ya escucho.
—Con razón o sin ella, señora le han dicho al pueblo que en Versalles se hacía un gran comercio de harinas, y que por esta causa no llegaban ya a París. ¿Quién alimenta al pobre pueblo? El panadero y la panadera del barrio.
¿Hacia quién vuelven sus manos suplicantes, el padre, el esposo y el hijo, cuando, faltos de recursos, se mueren de hambre? Hacia el panadero y la panadera. ¿A quién suplican, después de Dios, que hace crecer las mieses? A los que distribuyen el pan. ¿No sois vos, señora, no son el Rey y vuestro augusto hijo los distribuidores del pan de Dios? No os extrañéis, pues, el dulce nombre con que ese pueblo os designa, y dadle gracias por su esperanza de que, hallándose el Rey, la Reina y el señor Delfín enmedio de un millón doscientos mil hambrientos, estos últimos no carecerán de nada.
La Reina cerró un instante los ojos, e hizo un movimiento con la mandíbula y el cuello como si se tratase de tragar su odio, al mismo tiempo que la amarga saliva que abrasaba su garganta.
—¿Y debemos agradecer a ese pueblo que grita allá abajo, delante y detrás de nosotros, debemos agradecerle, así como los motes que nos da, las canciones que nos entona?
—Sí, señora, y más sinceramente aún, porque esa canción no expresa más que su buen humor, y porque los sobrenombres que os da no son otra cosa sino la manifestación de sus esperanzas, mientras que los gritos que profiere indican su deseo.
—¡Ah!, ¿el pueblo desea que los señores de Lafayette y Mirabeau vivan?
Según se ve, la Reina había oído perfectamente los cantos, las palabras y hasta los gritos.
—Sí, señora —contestó Gilberto—, pues viviendo el señor de Lafayette y Mirabeau, que están separados, como veis, en este momento, separados por el abismo sobre el cual estáis suspendida, pueden reunirse los dos y salvar la monarquía.
—Es decir, que entonces, caballero —exclamó la Reina—, ¿la monarquía se halla tan baja que no puede ser salvada sino por esos dos hombres?
Gilberto iba a contestar cuando algunos gritos de espanto, mezclados con atroces carcajadas, se oyeron en aquel instante, efectuándose en la multitud un gran movimiento que, en vez de alejar al doctor, acercóle más a la portezuela, a la cual se agarró, adivinando que sucedía o iba a suceder alguna cosa que tal vez exigiría, para la defensa de la Reina, servirse de su palabra o de su fuerza.
Eran los dos individuos que llevaban las cabezas en las picas, y que después de haber obligado al infeliz Leonardo a enpolvarlas y rizarlas, querían tener la horrible satisfacción de presentarlas a la reina, así como otros, o tal vez los mismos, se proporcionaron el placer de presentar a Bertier la cabeza de su suegro Foullon.
Aquellos gritos eran los que profería, a la vista de las dos cabezas, la compacta multitud, apartándose y rechazándose a sí propia con expresión de espanto, para que pasasen los dos individuos.
—¡En nombre del cielo, señora —dijo el doctor—, no miréis a la derecha!
La Reina no era mujer que obedeciera a semejante intimación sin asegurarse de la causa que motivaba aquella súplica.
Por lo tanto, su primer movimiento fue volver la cabeza hacia el lado que Gilberto prohibía, y entonces profirió un grito terrible.
Pero de improviso sus ojos se desviaron del horrible espectáculo, como si acabasen de ver otro más horrible aún, fijándose en lo que parecía ser para ella una cabeza de Medusa, de la cual no podían separarse.
Esta cabeza de Medusa era la del desconocido a quien vimos antes hablando y bebiendo con el maestro Gamain, en la taberna del puente de Sevres, y que estaba de pie, cruzado de brazos, apoyándose en un árbol.
La mano de la Reina se apartó de la portezuela de terciopelo, y tocando el hombro del doctor Gilberto, se crispó sobre él con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en la ropa.
Gilberto se volvió, y entonces pudo ver a la Reina, pálida, con los labios lívidos y temblorosos y la voz alterada.
Tal vez hubiera atribuido esta sobreexcitación nerviosa a la presencia de las dos cabezas, si los ojos de María Antonieta hubieran estado fijos en la una o en la otra.
Pero su mirada se dirigía más lejos, horizontalmente, y a la altura de un hombre.
Gilberto siguió la misma dirección, y como la Reina había proferido un grito de terror, él dejó escapar otro de asombro.
Y después los dos murmuraron a la vez:
—¡Cagliostro!
El hombre apoyado contra el árbol, veía por su parte a la Reina perfectamente.
De pronto hizo una señal a Gilberto, como para indicarle que se acercara.
En aquel instante los coches hicieron un movimiento para continuar la marcha.
Maquinalmente, como por un instinto natural, la Reina empujó a Gilberto para que no le pasasen las ruedas sobre los pies.
El doctor creyó que le impelía hacia aquel hombre.
Aunque la Reina no le hubiera empujado, cuando hubo reconocido al hombre por lo que era, no era ya en cierto modo dueño de no ir a reunirse con él.
En su consecuencia, esperó inmóvil a que pasara el cortejo, y después, siguiendo al falso obrero, que de vez en cuando volvía la cabeza para ver si era seguido, penetró detrás de él en una callejuela que conducía a Bellevue por una pendiente bastante rápida, y desapareció detrás de una pared, precisamente en el momento en que, por el lado de París, se perdía de vista el cortejo, tan completamente oculto por el declive de la montaña como si hubiera estado en un abismo.