El cerrajero elevó el vaso a la altura de sus ojos y miró el vino con marcada complacencia. Después lo probó con satisfacción.
—Sí tal —dijo—, en París hay cerrajeros. —Y bebió algunas gotas de vino—. Y también maestros.
Y volvió a beber.
—Eso es lo que yo me decía —dijo su interlocutor.
—Sí; pero hay maestros de maestros.
—¡Ah, ah! —exclamó el desconocido sonriendo—, veo que sois como San Eloy, maestro de maestros.
—Y sobre todo. ¿Sois del oficio?
—Casi, casi.
—¿Y cuál ejercéis?
—Soy armero.
—¿Tenéis aquí alguna muestra de vuestro trabajo?
—Ved este fusil.
El cerrajero tomó el arma de manos del desconocido, la examinó atentamente, hizo funcionar los resortes, aprobó, con un movimiento de cabeza, el crujido del gatillo, y, al fin, leyendo el nombre inscrito en el cañón y en la llave:
—¿Leclére? —preguntó—. ¡Esto es imposible, amigo! Leclére tiene veintiocho años cuando más, y nosotros dos nos acercamos a los cincuenta, dicho sea sin que os desagrade.
—Es verdad —replicó el otro—, yo no soy Leclére, pero es lo mismo.
—¿Cómo que es lo mismo?
—Sin duda, puesto que soy su maestro.
—¡Ah!, esto es bueno —exclamó el cerrajero riéndose—; esto es codo si yo os dijese: «No soy el Rey, pero es lo mismo».
—¡Cómo! —exclamó el desconocido.
—Es claro, puesto que yo soy su maestro —dijo el cerrajero.
—¡Oh! —exclamó el desconocido levantándose y parodiando el saludo militar—, ¿tendría acaso el honor de hablar con el maestro Gamain?
—El mismo en persona, y para serviros si pudiera —contestó el cerrajero, satisfecho del efecto que su nombre había producido.
—¡Diablo! —exclamó su interlocutor—, no sabía que trataba con un hombre tan notable.
—¿Cómo?
—Con un hombre tan notable —repitió el desconocido.
—Tan consecuente, si os place.
—Vamos, dispensad —continuó el armero sonriéndole—; pero ya sabéis que un hombre de mi oficio no habla el francés como un maestro. ¡Y un maestro del Rey de Francia!
Y después, prosiguiendo la conversación en otro tono, añadió:
—Decidme, creo que no tendrá nada de divertido ser maestro del Rey.
—¿Por qué?
—¡Diablo!, cuando es preciso arreglarse siempre para decir buenos días o buenas noches…
—Eso no es nada.
—Cuando se debe decir: «Tome Vuestra Majestad esta llave con la mano izquierda», o bien: «Señor, coged esa lima con la mano derecha».
—Pues precisamente, he aquí dónde está el encanto con el Rey, porque es un buen hombre en el fondo, os lo aseguro. Una vez en la fragua, cuando tenía puesto el mandil y las mangas de la camisa arremangadas, jamás se hubiera dicho que era el hijo mayor de San Luis, según le llaman.
—En efecto, tenéis razón, es extraordinario que un rey se parezca tanto a otro hombre.
—¿No es verdad que sí? Largo tiempo hace que los que se acercan a él lo han echado de ver.
—¡Oh!, esto no sería nada si solamente los que se acercan a él lo hubiesen notado —repuso el desconocido con una sonrisa extraña—; pero los que se alejan son particularmente los que se aperciben de ello.
Gamain miró a su interlocutor con cierto asombro.
Mas el armero, que había olvidado ya su papel, tomando una palabra por la otra, no le dio tiempo para pensar el valor de la frase que acababa de pronunciar, y reanudó la conversación, diciendo:
—A mí me parece humillante que a un hombre que es como otro, se le llame Señor y Majestad.
—Pero advertid que no es preciso llamarle así; una vez en la fragua, ya no hay nada de esto; yo le llamo ciudadano, y él me llama Gamain a secas; pero él me tuteaba, y yo a él no.
—Sí, pero cuando llegaba la hora de almorzar o de comer, se enviaba a Gamain a la cocina, con los criados y los lacayos.
—¡Oh!, no jamás ha hecho eso; y muy por el contrario, mandaba que me trajeran una mesa, ya servida, a la misma fragua, y a menudo sentábase a ella para almorzar conmigo. «¡Bah!, decía, no iré a ver a la Reina para almorzar con ella, y así no será necesario lavarme las manos».
—No comprendo bien.
—¿No comprendéis que cuando el Rey acababa de trabajar conmigo, manejando el hierro tenía las manos como nosotros? Por lo demás, esto no nos impide ser honrados; pero la Reina le decía, con su aire de timorata: ¡Uf!, ¡señor, tenéis las manos sucias! ¡Como si se pudiera tener las manos limpias cuando se acaba de trabajar en la fragua!
—No me habléis —dijo el desconocido—, porque eso hace llorar.
—En resumen, el Rey no estaba contento más que allí o en su gabinete de geografía, conmigo o con su bibliotecario; mas creo que a mí era a quien profesaba mayor cariño.
—No importa, siempre creeré que no tiene nada de divertido ser maestro de un discípulo malo.
—¡Un discípulo malo! —exclamó Gamain—. ¡Oh!, nada de eso; no debéis decir tal cosa, y hasta es una desgracia que haya venido al mundo como rey, y que deba ocuparse en una infinidad de necedades como las que le distraen, en vez de seguir haciendo progresos en su arte. No será nunca más que un pobre monarca; es honrado en demasía y hubiera sido un excelente cerrajero.
—Hay un hombre a quien yo aborrecía, en el tiempo de que hablo, por las horas que le hacía perder: era el señor Necker. ¡Dios mío!, ¡cuánto tiempo le hizo malgastar con sus consultas y conferencias!
—Y con sus cuentas azules, o cuentas en el aire, como se decía.
—Bien, amigo mío, pero decid…
—¿Qué?
—Que debía ser una fortuna para vos tener un discípulo de ese calibre.
—Pues nada de eso, y precisamente en este punto os engañáis; a ello se debe que yo tenga mala voluntad a Luis XVI, al padre de la patria, al restaurador de la nación francesa; a mí me creen rico, como Creso, y soy tan pobre como Job.
—¿Que sois pobre? ¿Pero que se hacía del dinero?
—Pues el Rey daba una mitad a los pobres y la otra a los ricos; de modo que jamás tenía un cuarto, sin contar que los Coigny, los Vaudreuil y los Polignac, saqueaban al pobre hombre. Cierto día quiso reducir el sueldo del señor de Coigny; pero este fue a esperarle a la puerta de la fragua, y cinco minutos después de hallarse fuera, entró muy pálido en sus habitaciones, diciendo: ¡Ah!, a fe mía he creído que se proponía pegarme. ¿Y el sueldo, señor?, le pregunté yo. «Le he dejado como estaba, me contestó; no tenía más remedio». Otro día quiso hacer observaciones a la Reina acerca de una canastilla de la señora de Polignac, que valía trescientos mil francos.
—¿Qué os parece?
—Muy bien.
—Pues no era bastante; la reina quiso que se la diese una de quinientos mil; y he aquí cómo esos Polignac, que diez años hace no tenían un cuarto, acaban de salir de Francia con dos millones. ¡Si al menos valiesen algo, pase; pero dad a todos esos personajes un yunque y un martillo, y no servirán ni para forjar una herradura; y dadles una lima, y no serán capaces de construir un tornillo de cerradura! En cambio son buenos oradores, caballeros, como ellos dicen, que han impulsado al Rey hacia adelante, y que hoy le dejan salir de sus apuros como pueda, con M. Bailly, el señor de Lafayette y Mirabeau; mientras que a mí, que le he dado tan buenos consejos, si hubiera querido escucharme, me deja así con mil quinientas libras de sueldo que me ha señalado; ¡a mí, su mejor maestro, a mí, su amigo, a mí, que le he puesto la lima en la mano!
—Sí; pero cuando trabajáis con él, siempre habrá alguna gratificación.
—¿Acaso trabajo yo con él ahora? ¡Por lo pronto, esto sería comprometerme! Desde la toma de la Bastilla no había puesto los pies en el palacio; una vez o dos le encontré; mas a la primera había mucha gente en la calle y se limitó a saludarme; la segunda fue en el camino de Satory; estábamos solos y mandó detener su coche. «Buenos días, mi pobre Gamain», dijo suspirando.
—Vamos, ¿no es verdad que la cosa no marcha como deseáis? —le dije—. Así aprenderéis… «¿Y tu mujer y tus hijos, están todos buenos?…». «Perfectamente, con un apetito del diablo», y esto es todo… «Toma, dijo el Rey, les harás este regalito de parte mía». Y rebuscando en sus bolsillos, reunió la cantidad de nueve luises. «Es todo cuanto llevo, mi pobre Gamain, dijo, y estoy avergonzado de hacerte tan pobre donativo». En efecto, convendréis en que hay de qué avergonzarse: un rey que solamente lleva nueve luises en los bolsillos, un rey que hace a un compañero, a un amigo, un regalo de nueve luises… Por eso…
—¿Habéis rehusado?
—No. Yo me dije: «Debo tomarlos de todos modos, pues encontraría otro menos vergonzoso que los aceptaría». Pero es igual, y puede estar muy tranquilo, pues no pondré los pies en Versalles si no envía a buscarme; y aún, aún…
—Corazón agradecido —murmuró el armero.
—¿Qué decís?
—Digo que es conmovedor, maestro Gamain, ver una abnegación como la vuestra, que sobrevive a la mala fortuna. ¡Vaya el último vaso de vino a la salud de nuestro discípulo!
—¡Ah!, no lo merece mucho; pero, no importa. ¡Vaya, a su salud!
Y bebió.
—Y cuando pienso —continuó—, que tenía en sus bodegas diez mil botellas, de las que, la más barata, valía diez veces más que esta, y que nunca dijo a uno de sus lacayos: «Fulano, lleva algunas botellas de vino a casa de mi amigo Gamain». ¡Ah!, sí, ha preferido que beban sus guardias de corps, sus suizos y sus soldados del regimiento de Flandes. ¡De mucho le ha servido!
—¡Cómo ha de ser! —replicó el armero apurando su vaso a sorbitos—; los reyes son así, todos ingratos. Pero ¡chist!, no estamos solos.
En efecto, tres individuos, dos hombres del pueblo y una vendedora de pescado, acababan de entrar en la misma taberna, y tomando asiento en la mesa opuesta a la en que el desconocido apuraba su segunda botella con el maestro Gamain.
El cerrajero fijó la vista en los recién venidos y los examinó con una atención que hizo sonreír al armero.
Efectivamente, aquellos tres personajes parecían dignos de alguna atención.
De los dos hombres, uno de ellos era todo busto, y el otro todo piernas; en cuanto a la mujer, hubiera sido difícil averiguar lo que era.
De aquellos dos hombres, el primero parecía un enano, pues apenas llegaba su estatura a cinco pies, debiéndose esto tal vez a la conformación de sus rodillas, que, cuando el individuo estaba derecho, se tocaban por dentro, a pesar de la desviación de los pies. Su rostro, en vez de compensar esta conformidad parecía hacerla más marcada; sus cabellos, grasosos y sucios, aplanábanse sobre una frente deprimida; sus cejas, mal dibujadas, parecían haber crecido por casualidad; sus ojos, vidriosos en el estado normal, eran opacos y apagados como los de un sapo; pero en los momentos de irritación, brillaban como la pupila contraída de una víbora furiosa; tenía la nariz achatada, y desviándose de la línea recta hacía resaltar más la prominencia de los pómulos de las mejillas, completando, en fin, tan repugnante conjunto una boca torcida, con labios amarillentos y algunos raros dientes vacilantes y negros.
A primera vista, aquel hombre parecía tener en las venas hiel en vez de sangre.
El segundo hombre, al contrario del primero, que tenía las piernas cortas y torcidas, parecía una garza subida en zancos; la semejanza con el ave que acabamos de compararle era tanto mayor cuanto que, jorobado como ella y con la cabeza completamente perdida entre los hombros, no se distinguía esta sino por dos ojos, que parecían dos manchas de sangre, y por la nariz, puntiaguda como un pico. Hubiérase creído a primera vista que, así como la garza, tendría la facultad de prolongar su cuello, como un resorte, para hacer daño a cierta distancia; mas no era así; solamente sus brazos estaban dotados de la elasticidad que faltaba al cuello, y sentado como se hallaba, le habría sido suficiente prolongar el dedo, sin la menor inclinación de su cuerpo, para recoger un pañuelo que se le acababa de caer, después de enjugar su frente humedecida a la vez por el sudor y la lluvia.
El tercero, o la tercera, como se quiera, era un ser anfibio, cuya especie se podía reconocer muy bien; pero era difícil distinguir el sexo. Era hombre o mujer de treinta a cuarenta años, que llevaba un elegante traje de pescadera, con cadenas de oro, pendientes de lo mismo y pañuelo de blonda. Sus facciones, en cuanto podían distinguirse a través de la capa de blanquete y de colorete que las cubría, y de las moscas de todas formas que parecían constelaciones en aquella, estaban ligeramente gastadas, como se nota en las razas vulgares. Cuando se habían visto una vez, y cuando su aspecto inspiraba la duda que acabamos de expresar, se esperaba con impaciencia que su boca se abriese para pronunciar algunas palabras, considerándose que el sonido de su voz comunicaría a toda su persona dudosa un carácter por el cual sería posible reconocerla. Pero no era así: su voz, que parecía de soprano, dejaba al curioso y al observador más profundos sumidos en la duda respecto a su persona; el oído no explicaba el aspecto ni completaba el conjunto.
Las medias y los zapatos de los hombres, así como los de la mujer, indicaban que recorrían las calles hacía largo tiempo.
—Es extraño —dijo Gamain—; me parece que conozco a esa mujer.
—Tal vez; pero desde el momento en que esas tres personas se hallan juntas, apreciable señor Gamain —dijo el armero cogiendo su fusil y encasquetándose el gorro hasta las orejas—, es porque tienen algo que hacer, y siendo así, es preciso dejarlos solos.
—¿Pero los conocéis vos? —preguntó Gamain.
—Sí, de vista —contestó al armero—. ¿Y vos?
—Yo diría que no es la primera vez que veo a esa mujer.
—En la corte probablemente —replicó el desconocido.
—¡Bah! ¡Una pescadera!
—Es que van allí con frecuencia desde hace algún tiempo.
—Pues si conocéis a esta gente, nombrad los dos hombres, y esto me ayudará sin duda a reconocer a la mujer.
—¿Los dos hombres?
—Sí.
—¿Cuál queréis que nombre primero?
—El patizambo.
—Es Juan Pablo Marat.
—¡Ah, ah!
—¿Qué más?
—¿Cómo se llama el jorobado?
—Próspero Varrieres.
—¡Ah, ah!
—Vamos, ¿recordaréis ahora quién es la pescadera?
—A fe mía que no.
—Buscad.
—No puedo formar idea.
—Pues bien, la pescadera…
—Esperad… pero no… sí… no… sí… no.
—Vamos, sí.
—¡Es imposible!
—Bien parece serlo.
—¿Es?…
—Vaya, veo que no la nombraréis nunca, y que es preciso que yo lo haga: la pescadera es el duque de Aiguillon.
Al oír pronunciar este nombre, la pescadera se estremeció y volvió la cabeza, así como sus dos compañeros.
Todos tres hicieron un movimiento para levantarse, como se haría a un jefe a quien se quisiera manifestar diferencia.
Pero el desconocido aplicó un dedo a sus labios y pasó.
Gamain le siguió, creyendo que soñaba.
En la puerta tropezó con un individuo que al parecer huía, perseguido por gente que gritaba:
—¡El peluquero de la Reina, el peluquero de la Reina!
Entre los perseguidores que corrían y gritaban, veíanse dos que llevaban cada cual una cabeza ensangrentada en la punta de una pica. Eran las de dos desgraciados guardias, Varicourt y Deshuttes, que separadas del cuerpo por un individuo llamado el gran Nicolás, habían sido colocadas en las picas por la multitud.
Aquellas cabezas, como hemos dicho, servían de banderas a la gente que corría en persecución del desgraciado con quien Gamain estaba a punto de tropezar.
—¡Toma! —exclamó este—, es Leonardo.
—¡Silencio!, no me nombréis —exclamó el peluquero precipitándose en la taberna.
—¿Qué le quieren? —preguntó el cerrajero al desconocido.
—¿Quién sabe? —contestó este—; tal vez se desea que rize las cabezas de esos pobres diablos. ¡Se conciben tan singulares ideas en tiempo de revolución!
Y se confundió con la multitud, dejando a Gamain, de quien sin duda había obtenido todo cuanto necesitaba, y el cual marchó en dirección a Versalles, a lo que le llamaba su taller.