Mal visto mal dicho [13]

Desde su lecho ve alzarse Venus. Una vez más. Desde su lecho con tiempo claro ve alzarse Venus seguida del sol. Siente rencor entonces contra el origen de toda vida. Una vez más. Al atardecer con tiempo claro goza con su revancha. Sobre Venus. Ante la otra ventana. Sentada rígida en su vieja silla espía a la radiante. Su vieja silla de abeto con barras y sin brazos. Emerge de los últimos rayos y cada vez más brillante decae y se abisma a su vez. Venus[14]. Una vez más. Erguida y rígida permanece allí[15] en la sombra creciente. Toda vestida de negro. Mantener esa posición es más fuerte que ella. Dirigiéndose de pie hacia un punto preciso a menudo se detiene súbitamente. No pudiendo continuar hasta mucho más tarde. Sin saber ya hacia dónde ni con qué motivo. De rodillas sobre todo le duele no permanecer así para siempre. Las manos una encima de la otra sobre un apoyo cualquiera. Como el pie de la cama. Y su cabeza sobre ellas. Hela ahí pues como convertida en piedra de cara a la noche. Solos el blanco de los cabellos y el blanco ligeramente azulado del rostro y las manos huellan la oscuridad[16]. Para un ojo que no tuviese necesidad de luz para ver. Todo esto en presente. Como si tuviese la desgracia de estar aún con vida[17].

La cabaña. Su emplazamiento. Cuidado. Ir. La cabaña[18]. Hacia el inexistente centro de un espacio sin forma. Más bien circular que otra cosa finalmente. Llano claro está. Salir de él en línea recta le lleva de cinco a diez minutos. Según la velocidad y el radio. A ella le gusta —ella que no sabe más que errar no erra nunca aquí—. Abundan los guijarros cada vez más abundantes. La cizaña es cada vez más rara. Un enclave en mitad de una campiña rala a la que conquista lentamente. Sin que nadie se oponga. Sin que se haya opuesto nunca. Como si se tratase de una fatalidad. ¿Qué hace una cabaña en semejante sitio? ¿Qué puede haber venido a hacer allí? Cuidado. Antes de responder que en la época lejana de su erección el trébol llegaba hasta sus muros. Sobreentendiendo además que es ella la culpable[19]. Y a partir de ella como de un foco maléfico el cómo decirlo mal el mal se ha extendido. Sin que nadie haya preconizado nunca su demolición. Como si una fatalidad la protegiese. Eso es. Guijarros calizos con un efecto extraño bajo la luna. Supuesto que con tiempo claro ella antagonice. Rápidamente entonces la anciana apenas recuperada de la puesta de Venus rápidamente a la otra ventana para ver surgir la otra maravilla. Como cada vez más blanca a medida que se eleva blanquea los guijarros cada vez más. Rígida en pie rostro y manos apoyados contra el cristal ella se maravilla durante largo tiempo.

Las dos zonas forman un contorno vagamente circular. Como esbozado por una mano temblorosa. ¿Diámetro? Cuidado. Mil metros. Menos. De media. Más allá lo desconocido. Felizmente. Impresión a menudo de estar bajo el nivel del mar. Sobre todo durante la noche con tiempo claro. Mar invisible aunque próximo. Inaudible. Bajo la hierba toda la superficie. Una vez sobrepasada la zona de guijarros. Salvo allí donde ella se ha retirado del suelo calizo. Mil manchas blancuzcas de importancia desigual. Espectáculo sobrecogedor bajo la luna. En lo tocante a animales sólo unos ovinos. Luego de muchas vacilaciones. Son blancos y se contentan con poco. ¿De dónde venidos de repente? Misterio y ¿adonde igualmente vueltos a ir? Sin pastor vagan a su antojo. ¿Flores? Cuidado. Sólo algunos azafranes aún. En temporada de corderos. ¿Y el hombre? ¿Quitado de encima al fin completamente? Ah no. Pues ¿no se sorprenderá ella un día de no ver ninguno más? Sorprendida no ella no puede ser sorprendida. ¿Cuántos? Una cifra ocurra lo que ocurra. Doce. Con los que llenar el pequeño círculo del horizonte. Alza los ojos del suelo a sus pies y ve uno. Se gira y ve otro. Así sucesivamente. Siempre a lo lejos. Inmóviles o alejándose. Nunca los vio venir hacia ella. O lo olvida. Ella olvida. ¿Son siempre los mismos? ¿La ven? Basta.

Un páramo habría solucionado mejor la cuestión. Pero no se trata de solucionarla mejor. Hacían falta corderos. Con razón o sin ella. Un páramo los habría permitido. Corderos por la[20] blancura. Y por otras razones todavía oscuras. Otra razón. Y para que pudiese de repente no haber ninguno más. En temporada de corderos. Que de pronto ella pudiese alzar los ojos y no ver ninguno. Un páramo no los habría excluido. En fin lo hecho hecho está. Y qué corderos. Sin vivacidad alguna. Manchas blancas en la hierba. Apartados de madres indiferentes[21]. Estáticos. Luego un momento de extravío. Luego estáticos de nuevo. Así sucesivamente. Decir que aún hay quien vive en estos tiempos. Tranquilidad[22].

Un lugar la atrae. Por momentos. En él se yergue una piedra. Blanca desde lejos[23]. Ella es lo que la atrae. Rectángulo curvado tres veces más alto que ancho. Cuatro veces.

Su estatura ahora. Su pequeña estatura. Cuando le sucede esto[24] debe ir allí. No la ve desde el refugio[25]. Sabría ir hasta allí con los ojos cerrados. Ya no se habla. Nunca se ha hablado mucho. Ahora nada en absoluto. Como si tuviese la desgracia de estar aún con vida. Pero en esos momentos a sus pies la plegaria, Lleváosla. Sobre todo por la noche con tiempo claro. Con o sin luna. La llevan y la detienen delante. Allí ella también como de piedra. Pero negra. Bajo la luna a veces. Las estrellas a menudo. ¿Le tiene envidia?

Para el imaginario profano la casucha parece deshabitada. Vigilada sin cesar no revela ninguna presencia. El ojo pegado a una u otra ventana no ve más que cortinas negras. Mucho tiempo inmóvil contra la puerta él escucha. Nada. Golpea. Nadie. Espía en vano por la noche el mínimo resplandor. Regresa de nuevo a su lugar y confiesa, Nadie. Ella no se muestra más que a los suyos. Pero no tiene suyos. Sí sí tiene uno. Que la tiene a ella.

Hubo un tiempo en que ella no aparecía sobre los pedregales. Mucho tiempo. No se dejaba pues ver salir ni regresar. En el que ella no aparecía más que en los campos. No se dejaba ver pues al abandonarlos. Sino como por encantamiento. Pero poco a poco empezó a aparecer. Sobre los pedregales. Al principio oscuramente. Luego cada vez más nítidamente. Hasta dejarse ver en detalle franquear el umbral en ambas direcciones y volver a cerrar la puerta tras ella. Más tarde un tiempo en que no aparecía dentro de sus muros. Mucho tiempo. Pero poco a poco empezó a aparecer. Oscuramente. A decir verdad ese tiempo aún dura. Pese a que ella ya no esté allí. Desde hace mucho.

Sí dentro de su casa hasta aquí solamente en la ventana. En una u otra ventana. Absorta ante el cielo. Y sólo mal entrevistos hasta aquí un lecho en la sombra y una silla espectral. Y en sus menudas idas y venidas esta forma repentina de plantarse allí. Y sus interminables genuflexiones. Pero poco a poco empieza a aparecer allí más nítidamente. Al mismo tiempo que otros objetos. Como bajo la almohada —como al fondo de un cajón cualquiera ese álbum que sale de la sombra—. Que alguna vez él podrá quizás hojear con ella[26]. Ver los viejos dedos pasar las hojas como puedan. Y cuáles podrán ser las imágenes que hacen inclinarse aún más la cabeza y dejarla así mucho tiempo. Entretanto quién sabe no son más que flores marchitas. Aplastadas. Nada más.

Pero asirla vivamente allí donde se presta mejor. En los campos lejos de su casa. Ella franquea el pedregal y allí está. Siempre más nítida a medida que. Vivamente visto que ella sale cada vez menos. Por así decirlo únicamente durante el invierno. Invierno ella vaga por su casa durante el invierno. Lejos de su casa. Cabeza baja recorre la nieve a paso lento cambiando de sentido sin cesar. Es el atardecer. Uno más. Su larga sombra sobre la nieve la acompaña. Los demás están ahí. Todos alrededor. Los doce. A lo lejos. Inmóviles o alejándose. Alza los ojos y ve uno. Se gira y ve otro. Y de pronto se queda estática. Ahora es el momento o nunca. Pero algo se lo impide. Justo el tiempo de creer entrever el comienzo de un velo negro. Para más tarde el rostro. Justo antes de que el ojo baje. Luego no ver en el sol rasante más que la nieve. Y como todo alrededor lentamente el rastro de sus pasos se borra.

¿Qué es lo que la protege? Incluso del suyo. Hace bajar la mirada en el acto de aprehender. Incrimina lo adquirido. Impide adivinar. Ella sin defensa[27]. Es la vida lo que acaba. La suya. La del otro. Pero tan diferentemente. Ella no necesita nada. De decible. Pero ¿y el otro? ¿Cómo tener necesidad al fin? ¿Cómo? ¿Cómo tener necesidad al fin?

Períodos en los que ella desaparece. Largos periodos. En época de azafranes sería en dirección a la tumba lejana. Tener aún eso en la imaginación. Sosteniendo por la ruina inferior o sobre el brazo la cruz o la corona. Pero sus eclipses no tienen estación. De no importa qué momento del año a otro ella puede no estar ya allí. De repente ningún otro sitio que ver. Ni con el ojo de la carne ni con el otro. Luego de repente todo también allí de nuevo. Mucho tiempo después. Así sucesivamente. Cualquier otro renunciaría. Confesaría, Nadie. Nadie más. Cualquier otro que no fuese el otro. El otro espera que ella reaparezca. Para poder seguir. Seguir el —¿cómo decirlo? ¿Cómo decirlo mal?

El ojo mirando fijamente con dureza un detalle del desierto se llena de lágrimas. La imaginación se abandona a penas del corazón. Llega una noche en que la ausente oye el mar. Se recoge la falda para ir más deprisa y deja al descubierto sus botas y sus medias hasta la pantorrilla. Lágrimas. Ultimo ejemplo ante su puerta la baldosa que a fuerza y a fuerza su pequeño peso ha desgastado. Lágrimas.

Antes de ser dejadas atrás por las medias las botas tienen tiempo de estar mal abrochadas. Agotadas las lágrimas como así ocurre he aquí una hebilla más grande de lo normal. De plata deslustrada cuelga pisciforme de un clavo por el broche. Oscila apenas sin cesar. Como si la tierra temblase sin cesar en este sitio. Apenas. Del mango ovalado la abolladura evoca unas escamas. El ojo seco siempre remonta por la caña ligeramente doblada hasta el broche o gancho. De tanto estirar ha perdido su curvatura. Hasta el punto de parecer por momentos en desuso. Deformación fácil de corregir con unas tenazas. ¿Se habrá ocupado de eso alguna vez? Cuidado. De tarde en tarde. Hasta ya no poder. No poder hacer fuerza sobre las tenazas. Oh, no por debilidad. Desde entonces cuelga inútilmente de su clavo. Vacilando insensiblemente sin cesar. Reflejos plateados ciertos atardeceres con tiempo claro. En ese momento primer plano. En el que contra toda razón domina el clavo. Mucho tiempo esta imagen hasta que bruscamente se difumina.

Ella está ahí. De nuevo ahí. Que el ojo fuera se deje distraer un momento. Al alba o durante el crepúsculo. Distraer por el cielo. Por algo en el cielo. Para que cuando se recobre la cortina ya no esté echada. Vuelta a abrir por ella para que pueda ver el cielo. Pero incluso sin eso ella está allí. De nuevo allí. Sin que la cortina se abra. De pronto está abierta. Un relámpago. ¡Lo repentino de todo! Ella rígida sin detenerse. En marcha sin arrancar. De ida sin irse. Sin regresar regresada. De pronto es el atardecer. O la aurora. El ojo mira fijamente la ventana desguarnecida. Nada en el cielo lo volverá a distraer. Mientras el suyo se deleita. ¡Crac! obturada. Nada se ha movido.

Ya todo se mezcla. Cosas y quimeras. Como en todas las épocas. Se mezcla y se anula. Pese a las precauciones. Si ella pudiese al menos no ser más que sombra. Sombra sin mezcla. Esta anciana tan moribunda. Tan muerta. En el manicomio del cráneo y en ninguna otra parte. Donde no más precauciones que tomar. No más precauciones posibles. Internada allí con lo demás. Cabaña pedregal y todos los trastos. Y el espía. Qué sencillo sería todo entonces. Si todo pudiese no ser más que sombra. Ni ser ni haber sido ni poder ser. Tranquilidad. Continuación. Cuidado.

Aquí en su ayuda dos luces. Dos pequeñas claraboyas. Tejado cónico cada ángulo tiene la suya. Cada una desde su lado vierte una media luz. Así pues sin techo. Necesariamente. Si no cerradas las cortinas ella estaría siempre en la oscuridad. ¿Y luego? Ya casi no alza los ojos. Pero tendida con los ojos abiertos entrevé la bóveda. En la media luz que cae de las luces. Media luz cada vez más débil. Los cristales nublándose siempre más y más. Toda de negro ella va y viene. Los bordes de su falda negra rozan el suelo. Pero como está más a menudo es inmóvil. De pie o sentada. Tendida o de rodillas. En la media luz que le vierten las luces. Si no con las cortinas cerradas como a ella le gustan estaría a cada instante en la oscuridad.

Luego emerge de la sombra una medianera. Para borrarse poco a poco en provecho de un espacio continuo. Al este el lecho. Al oeste la silla. Lugar pues que sólo divide el uso que ella hace de él. Cuánto más preferible en cualquier circunstancia un interior de una sola pieza. Relajado el ojo descansa pero no mucho tiempo. Pues lentamente el muro se recompone. Lentamente sale del suelo y sube a perderse en la sombra. La penumbra. Es el atardecer. La hebilla espejea con los rayos del poniente. El lecho apenas se ve.

Ella ausente cansado el ojo de lo inanimado vuelve a volcarse en los doce. Lejos de su vista como ella de la de ellos. Sola dondequiera que se vuelve mantiene los ojos en el suelo. Allí donde a sus pies el camino se ha detenido. Atardecer de invierno. Es impreciso. Los hechos son tan antiguos. Hacia los doce pues el ojo viudo a falta de algo mejor. No importa qué. Él se yergue de frente a lo lejos cara al poniente. Abrigo oscuro hasta el suelo. Sombrero hongo de antaño. Finalmente el rostro golpeado de frente por los últimos rayos. Crecer y devorar deprisa antes de que oscurezca.

No teniendo ninguna necesidad de luz para ver el ojo se apresura. Antes de que oscurezca. Es así. Así como se contradice. Luego saciado —luego aletargado bajo su párpado campo libre al desvarío—. ¿Qué pueden ellos rodear sino a ella? Cuidado. Ella que no alza ya los ojos los alza y los ve. Inmóviles o alejándose. Alejándose. A los que vistos de muy cerca vuelven a tomar distancias. Al mismo tiempo que otros avanzan. Aquellos cuyo extravío la aleja. Nunca los vio dar un paso hacia ella. U olvida. Ella olvida. Y he aquí que lo hacen. Sin volverse a aproximar. Así la mantienen en el centro. Más o menos. ¿Qué pueden pues rodear sino a ella? Con su círculo de donde ella desaparece sin impedimentos. De donde la dejan desaparecer. En vez de desaparecer con ella. Así pierde la razón. Mientras el ojo encuba su pitanza. Aletargado en su propia oscuridad. En la oscuridad general.

En la agonía la esperanza de nunca volverla a ver hela aquí. Poco cambiada a primera vista. Es el atardecer. Siempre será el atardecer. Salvo de noche. Ella emerge al borde de los campos y sigue adelante a través suyo. Lentamente con pasos flotantes como si perdiendo pesantez. Repentinas paradas y puestas en marcha relámpago. A este paso será de noche antes de que llegue. Pero el tiempo frena el tiempo que se necesita. Empareja su velocidad[28]. De donde de un extremo al otro del trayecto siempre el mismo crepúsculo. Bujía más bujía menos. Tirando como puede hacia el sur arroja hacia la luna que vendrá su larga sombra negra. Helos ahí finalmente ante la puerta con una gran llave en la mano. En el mismo instante la noche. Cuando no sea el atardecer será de noche. Ella se expone cabeza baja rostro a levante. Nimbo blanco del cabello. Sola se mueve suspendida de un dedo la vieja llave pulida por el uso. Agitada por un vaivén débil centellea débilmente bajo el claro de luna.

Acometido desde abajo el rostro consiente al fin. A la débil luz que devuelve la baldosa. Bloque tranquilo suavemente cóncavo pulido por siglos de idas y venidas. Blancura plomiza. Ni una arruga. Qué serena parece esta máscara anciana. Como las de algunos recién muertos. Cierto que la iluminación deja que desear. Cerrados los ojos no dejan ver las pupilas. El futuro los describirá como cernidos de un azul desvaído. Al que los llantos pudieron no ser extraños. Inimaginables llantos de antaño. Pestañas de un negro azabache vestigios de la morena que fue. Que quizá fue. En sus comienzos. De jovencita morena. Saltando la nariz por la atracción de los labios éstos apenas esbozados se desvanecen. Habiéndose ensombrecido la baldosa a imagen del cielo. De ahora en adelante noche cerradísima. Y al alba nadie ya. Sin que sea posible determinar si ha vuelto a entrar en su casa o se ha marchado amparándose en la oscuridad.

Guijarros blancuzcos cada año más numerosos. Tanto vale decir cada instante. Bien encaminados a poco que continúen para enterrarlo todo. Zona primera más bien más extendida ya que a primera vista mal vista y cada año un poco más. Espectáculo sobrecogedor bajo la luna estos millones de minúsculos sepulcros cada uno único. Pero apenas con qué consolarse de ella[29]. Abandonarlo pues por otro mal llamado campo. Pasto clorótico sembrado de placas blancuzcas donde la hierba se ha retirado del suelo calizo. Al contemplar lo calcáreo que aflora la pena del ojo remite[30]. Por todas partes la piedra va aumentando. La blancura. Cada año un poco más. Tanto vale decir cada instante. Por todas partes a cada instante la blancura va aumentando.

El ojo regresará al lugar de sus traiciones. Con permiso secular de allí donde se hielan las lágrimas. Libre aún un instante de vertirlas cálidas. Sobre las bienaventuradas lágrimas que fueron. Gozando del montón de mineral blanco. Amontonándose sin cesar a falta de algo mejor sobre sí mismo. El que en caso de persistir alcanzará los cielos. La luna. Venus.

Desde el pedregal ella desciende a los campos. Como de la grada de un circo a la siguiente. Diferencia que el tiempo cubrirá. Pues cuanto más rápidamente le invade el pedregal el otro suelo se levanta bajo la ascensión de sus guijarros. Todo eso por el momento sin ruido. El tiempo pondrá fin a este silencio. Este gran silencio al atardecer y de noche. Entonces a lo largo del borde el ruido sordo de guijarro contra guijarro. De los que desbordan la abundancia contra los que sobresalen. Primero de tarde en tarde. Luego cada vez con más frecuencia. Hasta confundirse en un rodamiento[31] continuo. Que nadie oye. Para luego a medida que los niveles se igualan debilitarse hasta el silencio de nuevo. Al atardecer y de noche. Mientras espera hela ahí de repente sentada con los pies sobre los campos. Si no fuese por las manos vacías en camino quién sabe hacia la tumba. De vuelta pues más bien. Volviendo. Rígida fiel a sí misma hace el efecto de haberse vuelto piedra. De cara a otros confines que el ojo entrevé mal por más que se cierre. Finalmente aparecen un instante. Al norte allí donde ella los franquea siempre. Bruma durmiente radiante. Donde fundirse con el paraíso.

Los largos cabellos blancos se erizan en abanico. Por encima y de una parte a otra del rostro permanecido en calma. Como si nunca regresados de un espanto antiguo. O siempre bajo el efecto del mismo. O de otro aún. Que deja el rostro helado. Silencio en el ojo del aullido. ¿Cuál decir? Decirlo mal. ¿Cuál? Los dos. Los tres. Esa es la respuesta.

Sentada sobre los guijarros ella se presenta de espaldas. A partir de la pelvis. El tronco rectángulo negro. La nuca bajo el cuello de encaje negro. La semiaura blanca del cabello. Cara al norte. A la tumba. Mira fijamente el horizonte tal vez. O con los ojos cerrados ve la piedra. Los azafranes marchitos. El atardecer no acaba más. Recibe al sesgo los últimos rayos. No cambian nada. Ni al negro del paño ni a los cabellos blancos. Inmóviles también ellos. En el aire inmóvil. Calma de vacío al atardecer como siempre. Al atardecer y de noche. No hay más que mirar fijamente la hierba. Cuan inmóvil se inclina. Hasta el momento en que bajo el ojo implacable se estremece. Con un estremecimiento ínfimo venido de lo más hondo. Lo mismo los cabellos. Erizados inmóviles se estremecen finalmente bajo el ojo al borde del abandono. Y el cuerpo mismo anciano. Cuando parece de piedra. ¿No se estremece de hecho de la cabeza a los pies? Sólo con que ella se vaya y se quede rígida cerca de la otra piedra. La que se alza blanca desde lejos en los campos. Y con que el ojo pase de una a otra. Pase y vuelva a pasar. Qué calma entonces. Y qué tormenta. Bajo la falsa calma del duelo.

No posible ya salvo en estado de quimera. Insostenible. Ella y lo demás. Nada más que cerrar el ojo de una vez por todas y verla. A ella y a lo demás. Cerrarlo para siempre y verla hasta la muerte. Sin eclipses. En la cabaña. Por el pedregal. En los campos. En la bruma. Delante de la tumba. Y otra vez. Y lo demás. De una vez por todas. Todo. Hasta la muerte. Ser liberado de todo. Pasar a lo siguiente. A la quimera siguiente. Este sucio ojo de carne cerrarlo para siempre. ¿Qué lo impide? Cuidado.

A fuerza de —fracaso a fuerza de fracaso la locura se inmiscuye—. A fuerza de escombros. Vistos no importa cómo dichos no importa cómo. Temor del negro. Del blanco. Del vacío. Que ella desaparezca. Y lo demás. Completamente. Y el sol. Últimos rayos. Y la luna. Y Venus. Nada más que cielo negro. Que tierra blanca. O a la inversa. No más cielo ni tierra. Acabados alto y bajo. Nada más que negro y blanco. No importa dónde por doquier. Que negro. Vacío. Nada más. Contemplar eso. Ni una palabra más. Expresado al fin. Tranquilidad.

Pasado el pánico sigamos. Las manos. Vista en picado. Descansan sobre el pubis una dentro de la otra. De un blanco estridente. Su ligero color plomizo borrado por el fondo negro. Sospecha de encaje en los puños. Recuerdo del cuello. Se aprietan. Se relajan. Sístole diástole al ralentí. Y el cuerpo ese miserable. Mientras se ven las manos solas. Sobre su pubis solo. Inmóvil claro está. Sobre la silla. Después del espectáculo. Deshaciendo su maleficio con suavidad. Mantienen durante mucho tiempo su tejemaneje. Apretándose y aflojando su apretón. Ritmo de un corazón que pena. Para desesperarse cuando de repente se separan. De repente con suavidad. Se separan con un movimiento ascendente y se inmovilizan vueltas hacia arriba. He aquí nuestras palmas. Luego al cabo de un momento como para ocultar las líneas vuelven a caer girándose para posarse abiertas sobre la parte superior de los muslos. A dos dedos de la entrepierna. Entonces es cuando falta el anular izquierdo. Hinchazón sin duda —hinchazón sin duda en el nudillo entre la primera y segunda falanges con imposibilidad un día de quitarse la alianza—. Tipo junco. Estáticas como dos guijarros desafían como ellos a la mirada. ¿Sienten acaso la carne bajo la tela? ¿La carne bajo la tela las siente? ¿Nunca van pues a estremecerse? Esta noche seguro que no. Pues antes de que ellas —antes de que el ojo tenga tiempo de hacerlo he ahí que la imagen se empaña—. ¿De quién de qué la culpa? ¿De ellas? ¿Del ojo? ¿Del dedo que falta? ¿Del junco? ¿Del grito? ¿Qué grito? De los cinco. De los seis. De todos. De todo. Culpa de todo. Todo.

Atardecer de invierno en los campos. La nieve ha cesado. Pasos tan ligeros que apenas si dejan huella. Apenas se han impreso al cesar. Justo lo bastante para que la huella permanezca. La nieve a la deriva. ¿Dónde se da ella con la cabeza durante estas derivas? ¿También acá y allá? ¿O todo recto en el espejismo? ¿Dónde durante las paradas? El ojo distingue al fin a lo lejos como una mancha. Es finalmente el techo de pendiente pronunciada por donde la capa empieza a deslizarse. Bajo el cielo sombrío y bajo el norte está perdido. Los doce están allí borrados por la nieve. Si ella alzase sus ojos no los vería. Ella por el contrario es de un negro inmaculado al no haber recibido ni el menor copo. Lo único que falta es que se pongan a caer de nuevo lo que por consiguiente hacen. Primero uno a uno aquí y allá. Luego cada vez más espesos en caída libre a través del aire inmóvil. Lentamente ella desaparece. Con su huella y la del tejado lejano. ¿Cómo va a poder regresar? Como el pájaro migratorio. A puerto llamado bueno.

En la cabaña mientras ella blanquea a lo lejos oscuridad profunda. Silencio sin el imaginario murmullo de los copos amontonándose sobre el tejado. Y a lo lejos de tarde en tarde un chasquido real. Su compañía. Aquí sin cerrarse el ojo la ve a lo lejos. Inmóvil en la nieve bajo la nieve. La hebilla tiembla en su clavo como si nada. De cara a la cortina negra la silla refleja la soledad. En ausencia de una mesa en su linaje. Lejos de ella en un rincón he aquí un arcón de época. No menos solitario pues él a su vez. El quién sabe quién cruje. Y en sus profundidades quién sabe la palabra clave al fin. La palabra fin. Pero esta noche la silla. Parece en el mismo lugar desde siempre. Menos que él —más que el asiento vacío el respaldo barrado da lástima—. Sentada aquí es como ella se alimenta si es que ella se alimenta aquí. El ojo se cierra en la oscuridad y termina por verla. Con la mano derecha como si estuviese allí ella sostiene el borde del cazo apoyado sobre sus rodillas. Con la izquierda la cuchara sumergida en la bazofia. Ella espera. Deja enfriar quizá. Pero no. Simplemente detenida una vez más en el momento en que iba a ir allí. Al fin en un doble movimiento lleno de gracia lleva lentamente el cazo hacia sus labios al mismo tiempo que con una lentitud similar inclina la cabeza hacia él. Partidos en el mismo instante se reúnen a medio camino y allí se inmovilizan. Nueva rigidez antes de la primera cucharada una parte de la cual vuelve a caer en el cazo. Todavía algunas más en armonía antes de que se inicie y suavemente se acabe la operación en sentido inverso tan precisa y fluida como a la ida. Hela ahí sentada a la Menón y también completamente rígida. Con la mano derecha sostiene el borde del cazo. Con la izquierda la cuchara sumergida en la bazofia. No es más que un inicio. Pero antes de poder recomenzar ella palidece y desaparece. No queda ante el ojo desencajado más que la silla en su soledad.

Un atardecer la siguió un cordero. Cordero para el matadero como los otros se separó de los demás para seguir los pasos de ella. En presente para concluir. Los hechos son tan antiguos. Matadero aparte él no es como los demás. Todo rizos enmarañados su vellón se arrastra por tierra e impide comprobar las patas. Más que andar se desliza como un juguete a remolque. Se detiene en el mismo momento que ella. Vuelve a errar en el mismo momento que ella. ¿Se sabe ella seguida? Estático como ella baja la cabeza como ella más abajo de lo normal. Choque de negro y blanco que lejos de suavizar los últimos rayos subrayan. Es entonces cuando salta al ojo su pequeña estatura. De ella. De hecho parece un humilde animal en sus faldas. Breve enigma. Pues bruscamente se estremecen. En meandros hacia el pedregal. Allí ella se da la vuelta y se sienta. ¿Ve el cuerpo blanco a sus pies? Cabeza alta en este momento ella mira al vacío. Esta profusión. O con los ojos cerrados ve la tumba. Él no va más lejos. Sólo cuando es noche cerrada ella se encamina de nuevo al refugio. En línea tan recta como si se viese.

¿Hubo nunca un tiempo donde ya no fuese cuestión de preguntas? Nacidas muertas hasta la última. Antes. Nada más concebidas. Antes. Donde ya no fuese cuestión de responder. De no poder. De no poder no querer saber. De no poder. No. Nunca. Un sueño. Esa es la respuesta.

¿Qué hacer con el ojo sometido a ese régimen? Ese goteo escocés. Pero veamos no volverlo a abrir. Hasta que todo hecho. Ella hecha. O abandonada. Osamenta y extravío. Nada más que para recuperar. En el mundo llamado visible. Esa cáscara. Con náusea rellenarla de nuevo y volverla a cerrar. Sobre ella. Hasta que se acabe. O aborte. Esa es la respuesta.

El arcón. Visitado largamente de noche está vacío. Nada. Salvo en el último momento bajo el polvo un extremo de hoja dentada por un lado como si arrancada de un diario. Con una tinta apenas legible sobre una de las caras amarillentas una palabra seguida de una cifra. Miér[32] 17. O mar[33]. Miér o mar 17. A menos que en blanco. A menos que vacío.

Vuelve a emerger echada de espaldas. Inmóvil. Al atardecer y de noche. Inmóvil sobre su espalda al atardecer y de noche. El lecho. Cuidado[34]. Difícilmente a ras de suelo en vista de las caídas de rodillas[35]. La plegaria. Si es que hay plegaria. Bah ella no tiene sino que prosternarse más. O en otra parte. Delante de su silla. O de su arcón. O al borde del pedregal con la cabeza sobre los guijarros. Así pues una yacija a ras de suelo. Sin almohada. Cubierta de pies a barbilla por una manta negra que no deja fuera más que la cabeza. ¡No más que! Al atardecer y de noche este rostro sin defensa. Rápido los ojos. Desde que se abran. De repente helos ahí. Sin que nada se haya movido. Uno solo basta. Desorbitado. Pupila abierta nimbada apenas por un azul desvaído. Ni huella de humor. Ninguna huella. Sin mirada. Como no pudiendo ya por cosas vistas párpados cerrados[36]. El otro sondea allí[37]. Y vuelve a abrirse a su vez. No pudiendo ya tampoco.

Sin transición de lleno azota[38] el vacío. El cénit. Aún es atardecer. Cuando ya no sea de noche será atardecer. Día inmortal que aún agoniza[39]. Por una parte brasa. Por otra cenizas. Partida sin fin ganada perdida[40]. Desapercibida.

En la reanudación la cabeza está bajo la manta. No importa nada. Nada más. Tan es verdad que lo real[41] y —¿cómo decir el contrario? En fin esos dos[42]. Tan es verdad que los dos si antaño dos en este momento se confunden. Y que al compadre cargado de saber triste el ojo ya no señala apenas más que confusión. No importa nada. Nada más. Tan es verdad que los dos son mentiras. Real y —¿cómo decir mal el contrario? El contraveneno.

Viva aún la decepción del arcón se presenta qué otra cosa sino una trampilla. Tan sabiamente ajustada que incluso al ojo cubierto se descubre apenas. Cuidado. No es cuestión levantándola sin demora de arriesgarse a un nuevo rechazo[43]. Sólo saborear de antemano lo que a la manera de un armario inglés pueda contener. Suelo pues por primera vez de madera. Cuyas láminas se alinean sobre las de la trampilla con el fin de hacerla invisible. Prometedor este flagrante cuidado en camuflar. Pero desconfianza. Investigar de paso de qué especie se trata. Tanto vale decir ébano. Láminas de ébano. Negro sobre negro la falda las roza sin ruido. La silla esquelética se yergue allí con una palidez mayor de lo normal.

Mientras ella yace incluso la cabeza bajo la manta una pequeña escapada a campo traviesa. Estaría muerta ya no tendría nada de raro. Seguramente ya lo está. Pero entretanto ése no es el tema. Ella yace pues aún con vida bajo la manta. Habiéndola estirado por razones oscuras hasta por encima de la cabeza. O sin razón. Es de noche. Cuando no es el atardecer es de noche. Noche de invierno. Sin nieve. Cuestión de variedad. En la monotonía. La hierba fláccida se pone rígida extrañamente bajo el peso de la escarcha. Arañada por su larga falda negra su murmullo valdría la escucha. Cielo sin luna tachonado de astros que refleja al fondo de los hoyos descarnados una delgada película de hielo. El silencio se hace música infinitamente lejana y como él de un aliento. Vientos celestes al unísono sin reposar jamás. Hasta el punto en que todo eso importa. El pedregal reluce a lo lejos débilmente así como la cabaña de muros por primera vez vistos blancos. Llamados blancos. Los guardianes —los doce están ahí pero ya no al completo—. ¡Y qué! Sobre todo no comprender. Sólo anotar cómo los que han permanecido fieles se han separado los unos de los otros. Como si mal vista esta noche en los campos. Mientras ella yace aún con vida incluso la cabeza bajo la manta. Examinada de cerca es un abrigo grande. De hombre según la botonadura. Los ojos cerrados ¿lo ve ella?

Muros blancos. Ya era hora. Blancos como el primer día. Es la ausencia de viento. Nunca ni un soplo. Nada se abate allí de todo lo que se abate. Y misterio el sol los ha respetado. El gran sol de antaño. Así pues fachadas este y oeste el contraste de rigor. Frontispicio sur sin problema. Pero el otro. Esta puerta. Cuidado. ¿También ella negra? Ella también. Y el tejado. Pizarras. Aún. Pequeñas pizarras negras también ellas provenientes de una casa en ruinas. Cargadas de historia. Al final de su historia. He aquí el refugio mal visto mal dicho. Exteriormente. Ya era hora.

Cambiada la piedra que le atrae vuelta a ver sin ella[44]. O ella vista a su lado quien la cambia[45]. Ahora está inclinada. Hacia atrás o hacia delante según. ¿Debe a la naturaleza sola este aire de boceto? O a los cuidados de una mano demasiado humana obligada a renunciar. Como la de Miguel Ángel en el busto del regicida. Si no puede ya haber preguntas que pueda al menos no haber ya más respuestas. Granito sin discusión de una variedad rara. Negro como azabache el jaspe que salpica la blancura. Sobre la superficie cómo decirlo vuelta del revés muescas oscuras. Grafitti de los siglos que el ojo solicita en vano. Desde la baldosa en invierno ella se imagina a veces verla centellear a lo lejos. Cuando desde su foco al oeste-suroeste los últimos rayos vienen a golpear al sesgo su rostro semiofrecido[46]. Como la piedra mal vista de nuevo a solas en su sitio sobre los confines de los campos. Haciendo camino con sus flores en línea recta lo mejor que puede ella se rezaga. Así como de regreso las manos vacías. Momento de relajación antes de la etapa siguiente. Hacia una u otra morada. En línea recta lo mejor que puede.

Helas ahí de nuevo una al lado de la otra. Sin tocarse. Golpeadas oblicuamente por los aún últimos rayos proyectan hacia el este-nordeste sus largas sombras paralelas. Es pues atardecer. Un atardecer de invierno. Siempre será atardecer. Siempre invierno. Salvo de noche. La noche de invierno. Ya no más corderos. No más flores. Con las manos vacías ella irá a ver la tumba. Hasta ya no ir. O no regresar. Está decidido. Las dos sombras se parecen hasta el punto de confundirse. Pero una para acabar como de un cuerpo más opaco predomina en densidad. En firmeza. Ya que la otra bajo el ojo que se ceba termina por estremecerse. Durante el tiempo que dura esta confrontación parada del sol. Es decir de la tierra. Cuyo vuelco no se recupera de nuevo hasta el momento de la dislocación. Entonces sobre su rostro por los campos y luego el pedregal la sombra aún viva va lentamente deslizándose. Cada vez más larga y más pálida. Sin nunca borrarse completamente. Bajo el ojo que la sobrevuela.

Primer plano de un cuadrante. Nada más. Disco blanco dividido en minutos. A menos que no sea en segundos. Sesenta puntos negros. Ninguna cifra. Una única aguja. Delgada flechita negra. Avanza sin tic-tac a saltos. Se arroja de un grado al siguiente con un salto tan instantáneo que sólo su nuevo lugar indica que ha cambiado. Pueden pasar noches enteras así como una sola fracción de segundo o no importa qué franja intermedia antes de que se precipite de un punto al otro. Sin que nunca para ser justos sin que en ningún momento salte uno solo. Supongamos que en el instante de su aparición señala el este. Habiendo pues recorrido a su manera suponiendo al aparato verticalmente el primer cuarto de su última hora. A menos que sea su último minuto. En ese caso hay que dudar que ciertas, que desesperar que ciertas noches llegue nunca hasta el último. Que nunca encuentre el norte.

Ella reaparece al atardecer en la ventana. Cuando no es de noche es atardecer. Si quiere volver a ver Venus le va a hacer falta abrirla. ¡Bien! Primero separar la cortina y después abrirla. Cabeza baja ella espera poder. Sueña quizás en los atardeceres en que pudo demasiado tarde. Llegada la noche cerrada. Pero no. En la cabeza también la espera sin más. La cortina. Examinada de más cerca aprovechando este tiempo muerto termina por mostrarse como lo que es. Un abrigo negro parecido al sorprendido haciendo las veces de manta. Colgado de la barra cabeza abajo pende del revés como una res en la carnicería. Más bien del derecho vista la caída de las mangas. Mismo ínfimo balanceo que en la hebilla y passim. Otra novedad el lugar de la silla muy cerca de la ventana. Cuestión de asegurar al ojo una alza de elevación suficiente sobre el hermoso blanco más elevado que a primera vista mal visto. Qué vacío el espacio en adelante. Propio de cien pasos sin número en la penumbra. De repente con un solo gesto ella retira el abrigo y lo cierra sobre un cielo tan negro como él. ¡Lo repentino de todo![47] ¿Y después? Cuidado. ¿Sentarse? ¿Acostarse? ¿Salir? Ella también duda. Hasta que al final el vaivén la arrastra. Vacilando de muro en muro en el eje norte-sur. En la oscuridad amiga.

Ella se pierde. Con lo demás. Lo ya mal visto se nubla o vuelto a ver mal se anula. La cabeza traiciona a los ojos traidores y la palabra traidora a sus traiciones. Única certidumbre la bruma. La de más allá de los campos. Los está alcanzando. Alcanzará el pedregal. Después el refugio a través de todas sus grietas. A pesar de que el ojo se cierre. No verá más que bruma. Ni siquiera. El mismo no será ya más que bruma. Cómo decirla. Rápido cómo mal decirla antes de que lo ahogue todo. Luz. En una palabra traidora. Bruma luz. La grande al fin. Donde ya nada que ver. Que decir. Tranquilidad.

El rostro recibe aún los últimos rayos. Sin perder nada de su palidez. De su frialdad. Tangente al horizonte el sol suspende su caída lo que dura esta imagen. Es decir la tierra su vuelco. Los delgados labios parecen no deber ya separarse jamás. Mal metida bajo su sutura una sospecha de pulpa. Teatro poco probable antaño de besos dados y recibidos. O dados solamente. O recibidos solamente. Quedarse sobre todo con el ínfimo alzamiento de las comisuras. ¿Sonrisa? ¿Es posible? Sombra de una antigua sonrisa sonreída al fin de una vez por todas. Como la boca mal entrevista bajo los rayos que súbitamente la abandonan. Más bien que ella abandona. Salida hacia la oscuridad donde sonreír siempre. Si de sonreír se trata.

Reexaminada al abrigo de la luz la boca se modifica. Inexplicablemente. En los labios nada cambiado. Misma cerrazón. Mismo hilillo de pulpa mal metida. En las comisuras misma insensible tensión. Tanto como decir que la sonrisa si hay una sigue allí. Ni más ni menos. ¡Menos! Y sin embargo no la misma. Nada ha cambiado en la boca y sin embargo la sonrisa no es la misma. Cierto que la luz falsea. Sobre todo la del crepúsculo. Un fiasco. Cierto también que los ojos encarados hace poco hacia el invisible planeta están ahora cerrados. Sobre otros invisibles de los que no es cuestión en este momento. Esa es la explicación finalmente. Esa misma sonrisa establecida con los ojos muy abiertos ya no es con éstos cerrados la misma. Sin que de una inspección a otra la boca se haya movido mínimamente. Bien. Pero ¿en qué sentido ya no la misma? ¿Qué tiene ahora esa sonrisa si es que hay una que no lo tuviera? ¿O no tiene más de lo que tenía? Basta. Dejémoslo.

Regreso muchos inviernos más tarde. En este invierno sin fin mucho más tarde. Este corazón sin fin de invierno. Demasiado pronto. Hela ahí tal como fue dejada. Allí donde. Siempre o regresada. Ojos cerrados en la oscuridad. A la oscuridad. En su propia oscuridad. En los labios misma millonésima parte de sonrisa si hay una. Concisamente con vida como ella sola sabe estarlo ni más ni menos. ¡Menos! En relación con la verdadera piedra. No menos tristemente en buen estado los lugares mal vueltos a ver a primera vista. Con la feliz excepción de las claraboyas más opacas. La luz ya no pasaría sino apenas aun cuando regresara. En el exterior en cambio progreso[48]. Hacia la noche continua. Piedra por todas partes. El día tan pronto como nacido muere. Desechado todo lo mal visto mal dicho. El ojo ha cambiado. Y su estúpida leyenda. La ausencia los ha cambiado. No lo suficiente. Hora de volver a partir. O de cambiar otra vez. De donde regresados demasiado pronto. Cambiados no lo suficiente. Extraños no lo suficiente. Para todo lo mal visto mal dicho. Luego regresar otra vez. Débiles de lo que hace falta para acabar con ello finalmente. Con ella sus cielos y lugares. Y si aún demasiado pronto volver a partir otra vez. Cambiar otra vez. Regresar de nuevo. Salvo impedimento. Ah. Así sucesivamente. Hasta poder acabar con ello finalmente. Con todo este fárrago. En la noche continua. Piedra por todas partes. Primero pues partir. Pero primero volver a verla. Tal como fue dejada. Y el refugio. Bajo el ojo cambiado que también allí eso cambia. Trabaja en ello. Sólo un adiós. Luego volver a partir. Salvo impedimento. Ah.

Pero he aquí de repente que ella ya no está allí. Donde repentinamente fue dejada. Rápido pues la silla antes de que reaparezca. Detenidamente. Desde todos los ángulos. ¿Con qué única palabra decir el cambio? Cuidado. Menos. Ah la hermosa palabra única. Menos. Es menos. La misma pero menos. De ahí que el ojo se ensañe. Cierto que la iluminación. He aquí que también las palabras. Algunas gotas de desgracia y es angurria. Para mal decirlo lo menos. Menos. Ella acabará por no estar ya. Por no haber estado nunca. Divina perspectiva. Cierto que la iluminación.

De pronto es lugar suficiente para rememoraciones. Cerrado de nuevo el ojo cansado al efecto o vuelto a abrir o dejado en el estado fuese cual fuese. El tiempo para que todo vuelva. Finalmente buenas primeras colgados cabeza abajo dos abrigos negros. Comienzan a esbozarse luego los contornos de lo se diría una caja cuando de pronto ya es suficiente. ¡Rememoración! Cuando todo está ahí peor que a primera vista. La yacija. La silla. El arcón. La trampilla. Sólo el ojo ha cambiado. Sólo el ojo puede cambiarlos. Entretanto nada falta. Sí. La hebilla. El clavo. No. Helos ahí. Peores que nunca. Incambiados para peor. Sabidos ojo suyo primero. Pero primero el tabique. Quitado él ellos se quitarían con él. Atenuado tanto como se atenuarían.

Elemento entre todos sin duda el menos obstinado. Ver el instante volverlo a ver donde completamente solo se anuló. Por su propio impulso por así decirlo. Sin que el ojo tuviese nada que ver. Para no reestablecerse igualmente sino mucho más tarde. Como a regañadientes. ¿Por qué razón? Por una sola no buscar muy lejos. Por otras entonces llamadas oscuras. Otra sobre todo. Otra más que buscar lejos. ¿La atracción del corazón? ¿Del cráneo? ¿El infierno a dos?[49] De ahí la risa de los condenados.

Basta. Más rápido. Ver rápido para que la silla no desentone como todo a su imagen. Mínimamente menos. Nada más. Bien partido hacia la inexistencia como hacia el cero el infinito. Decirlo rápido. ¿Y ella? Otro tanto. Reencontrarla rápido. En este corazón negro. Este casi cerebro.

La hoja. Al extremo de los dedos temblorosos. En dos. Cuatro. Ocho. Los viejos dedos se apasionan. Ya no es papel. Cada octava aparte. En dos. Cuatro. Acabar en el cuchillo. Trocear en pedacitos. En el hoyo. A la siguiente. Blanca. Ennegrecer rápido.

Sólo queda el rostro. De lo demás bajo la manta ninguna huella. Durante la inspección de pronto un ruido. Haciendo sin que aquélla se interrumpa que el espíritu se despierte. ¿Cómo explicarlo? Y sin ir hasta allí ¿cómo decirlo? Detrás del ojo lejos la búsqueda comienza. Mientras que el acontecimiento palidece. Fuese el que fuese. Pero he aquí que para rescatarlo se renueva. De pronto el nombre común poco común de hundimiento. Reforzado poco después si no debilitado por el inusual lánguido. Un hundimiento lánguido. Dos. Lejos del ojo en su tortura siempre un resplandor de esperanza. Por gracia de estos modestos comienzos. En una segunda vista las ruinas de la cabaña. Escrutarla al mismo tiempo que el inescrutable rostro. Sin la menor curiosidad.

Más tarde mientras que el rostro sigue resistiendo nuevo ruido de caída seca esta vez. Reforzada al mismo tiempo la ilusión de un comienzo de hundimiento general. Aquí un gran salto sobre lo poco que queda de porvenir para que sin más retraso se desinfle este globo. Hasta el momento por ahora lejano en que los abrigos faltarán de las ventanas y la hebilla del clavo. Y se exhalará un suspiro si no fuese más que eso. Suspiro que irá agradándose hasta llevárselo todo. Todo este querido fárrago. Abocado antes de ser a no haber sido más que eso. Suspiro del final. De alivio.

Rápido antes de la hora aún dos misterios. Ni siquiera. Sorpresas. Y quizá ni eso. Ya que la cabeza no está allí. Ni lo estará ya. Primero ninguna cortina más sin que la oscuridad se resienta. Reservar perfume de caballeriza para el umbral. Luego después de muchas vacilaciones nada en los puntos de caída. Ninguna huella más de todo este mal. Casi ninguna más. Solas por una parte las barras solas. Un poco torcidas. Y solo por otra parte muy solo el clavo. Inalterado. Bueno para ser usado de nuevo. Como sus gloriosos antepasados. En el susodicho lugar del cráneo. Una tarde de abril. Bajada hecha.

Ojos completos sobre el rostro sin cesar presente durante el futuro reciente. Como sin cesar mal visto ni más ni menos. ¡Menos! Pegado al yeso vive sin ninguna duda. Aunque no fuese más que a la vista de lo que tiene de inacabada su blancura. Y del insensible estremecimiento respecto al verdadero mineral. Motivo de ánimo en cambio los párpados obstinadamente cerrados. Sin duda un récord en esta posición. Al menos de lo aún no visto. De pronto la mirada. Sin que nada se haya movido. ¿Mirada? Es decir demasiado poco. Demasiado mal. ¿Su ausencia? Menos aún. Globo indecible. Insostenible.

Amplio tiempo al menos dos tres segundos para que el iris desaparezca completamente como engullido por la pupila. Y para que la esclerótica por no decir el blanco se vea reducida a la mitad. Al menos esto ya de menos pero a qué precio. Previsibles muy pronto salvo imprevistos dos simas negras como catalejos del alma estos cagaderos. Reaparición aquí de las claraboyas inútilmente opacas en adelante. En vista de la noche oscura o mejor la oscuridad simplemente que traslúcidas vertirían. Verdadera oscuridad donde finalmente no tener ya que ver.

Ausencia mejor de bienes y no obstante. Iluminación pues volver a partir esta vez para siempre y al regreso ninguna huella. En la superficie. De la ilusión. Y si por desgracia todavía volver a partir de nuevo para siempre. Así sucesivamente. Hasta que ya no huellas. En la superficie. En vez de apasionarse con el lugar. Con esta o aquella huella. Aún es preciso poder. Poder desvincularse de las huellas. De la ilusión. Rápido unas veces que de pronto sí adiós por si acaso. Cuando menos al rostro. De ella huella tenaz.

Partido no antes tomado. O más bien mucho más tarde que ¿cómo decirlo? ¿Cómo para acabar con esto finalmente por última vez mal decirlo? Que anulado. No pero lentamente se disipa un poco muy poco como un último vestigio de luz cuando la cortina vuelve a cerrarse. Poco a poco completamente sola donde movida por una mano fantasma milímetro a milímetro vuelve a cerrarse. Adiós adioses. Luego oscuridad perfecta pretañido muy bajo adorable señal salida de la llegada. Primer último segundo. Visto que aún queda bastante para devorarlo todo. Glotonamente segundo a segundo. Cielo tierra y todo el boato. Ni una migaja de carroña en ninguna parte. Bembos lamidos ¡bah! No. Un segundo más. Nada más que uno. El tiempo de aspirar este vacío. Conocer la felicidad.

1980