Estancia donde los cuerpos van buscando cada cual su despoblador. Bastante amplia para permitir buscar en vano. Bastante limitada para que toda escapatoria sea vana. Es el interior de un cilindro rebajado cuyas medidas son cincuenta metros de circunferencia y dieciséis de altura por armonía. Luz. Su debilidad. Su amarillo. Su omnipresencia como si los casi doce millones de centímetros cuadrados de superficie total emitieran cada uno su luz. El jadeo que lo agita. Se para de cuando en cuando como un suspiro en su fin. Todos se paralizan entonces. Su estancia va a terminar quizá. Al cabo de unos segundos todo prosigue. Consecuencias de esta luz para el ojo que busca. Consecuencias para el ojo que no buscando más mira fijamente el suelo o se eleva hacia el lejano techo donde nadie puede haber. Temperatura. Una respiración más lenta la hace oscilar entre calor y frío. Pasa de un extremo al otro en unos cuatro segundos. Tiene momentos de calma más o menos fríos o calientes. Coinciden con aquéllos en que la luz se calma. Todos se paralizan entonces. Todo va a acabar quizá. Al cabo de unos segundos todo prosigue. Consecuencias para la piel de este clima. Se apergamina. Los cuerpos se rozan con un ruido de hojas secas. Las mismísimas mucosas se resienten. Un beso produce un ruido indescriptible. Los que se afanan aún por copular no lo consiguen. Pero no quieren admitirlo. Suelo y muro son de caucho duro o similar. Golpeados con violencia con el pie o con el puño o la cabeza apenas suenan. Qué decir del silencio de los pasos. Los únicos ruidos dignos de tal nombre provienen del manejo de las escalas y del choque de cuerpos entre sí o de uno consigo mismo como cuando de pronto y con todas sus fuerzas se golpea el pecho. Así subsisten carne y huesos. Escalas. Son los únicos objetos. Muy variadas en cuanto al tamaño son simples sin excepción. Las más pequeñas no tienen menos de seis metros. Algunas son corredizas. Se apoyan en el muro de modo poco armonioso. De pie sobre la cima de la más alta los más grandes pueden tocar el techo con la punta de los dedos. Su composición es por tanto conocida al igual que la de suelo y muro. Golpeado con violencia con un escalón apenas suena. Estas escalas son muy codiciadas. Al pie de cada una pequeñas colas de espera siempre o casi. Se necesita sin embargo valor para usarlas. Porque a todas les falta la mitad de los escalones y esto de modo poco armónico. Si no faltara más que uno de cada dos el mal no sería grave. Pero la falta de tres sucesivos obliga a hacer acrobacias. Aun así estas escalas son muy codiciadas y no corren el riesgo de ser reducidas a simples montantes unidos tan sólo en la cima y la base. Pues la necesidad de subir está muy extendida. No sentirla es una rara liberación. Los escalones que faltan están en las manos de un pequeño grupo de privilegiados. Se sirven de ellos esencialmente para la agresión y la defensa. Las tentativas solitarias para romperse el cráneo no llevan más que a breves pérdidas de conocimiento. El fin de las escalas es llevar a los buscadores a los nichos. Los que ya no van las utilizan simplemente para abandonar el suelo. Es usual no subir por parejas. El fugitivo bastante afortunado como para encontrar una libre puede refugiarse en ella esperando que la cólera se apacigüe. Nichos o alvéolos. Son cavidades horadadas en el mismo muro a partir de un cinturón imaginario que corre a media altura. No atañen por tanto más que a la mitad superior. Una embocadura más o menos amplia da rápido acceso a un cofre de amplitud variable pero siempre suficiente para que por el juego normal de las articulaciones el cuerpo pueda penetrar e incluso mal que bien extenderse. Están dispuestos al tresbolillo irregular sabiamente desaxial con siete metros de lado de promedio. Armonía que sólo puede gustar el que tras larga frecuentación conoce a fondo el conjunto de nichos hasta el punto de poseer una imagen mental perfecta. Pero es dudoso que alguien así exista. Porque cada trepador tiene sus nichos predilectos y evita en lo posible subir a los otros. Algunos están unidos entre sí por túneles practicados en el espesor del muro y que pueden alcanzar hasta cincuenta metros. Pero la mayor parte no tiene más salida que la entrada. Es como si en un momento dado el desánimo se hubiera hecho sentir. Señalar en apoyo de esta visión del espíritu la existencia de un largo túnel abandonado sin salida. Desgraciado el cuerpo que se aventura allí a la ligera y debe tras un largo esfuerzo dar marcha atrás como puede arrastrándose y reculando. Este drama a decir verdad no es privativo del túnel inacabado. Basta considerar lo que fatalmente se produce cuando en un túnel normal por extremos opuestos dos cuerpos se introducen al tiempo. Nichos y túneles están sometidos a la misma iluminación y al mismo clima que el conjunto de la estancia. Hasta aquí un primer vistazo de la estancia.
Un cuerpo por metro cuadrado es decir un total de doscientos cuerpos en cifras redondas. Parientes próximos y lejanos o amigos más o menos muchos en principio se conocen. La identificación se vuelve difícil por el gentío y por la oscuridad. Vistos desde un cierto ángulo estos cuerpos son de cuatro tipos. Primero los que circulan sin parar. Segundo los que se paran alguna vez. Tercero aquellos que a menos de ser expulsados jamás abandonan el lugar que conquistaron y expulsados se arrojan sobre el primer lugar libre para inmovilizarse de nuevo. Esto no es del todo exacto. Ya que si en estos últimos o sedentarios el deseo de trepar ha muerto no por eso deja de estar sujeto a extrañas resurrecciones. El tipo abandona en tal caso su sitio y parte en busca de una escala libre o se añade a la cola de espera menos larga o más próxima. A decir verdad es difícil para el buscador renunciar a la escala. Paradójicamente son estos sedentarios los que más perturban con su violencia la calma del cilindro. Cuarto aquellos que no buscan o no-buscadores sentados en su mayor parte contra el muro en la actitud que arrancó a Dante una de sus raras pálidas sonrisas. Por no-buscadores y a pesar del abismo donde esto nos conduce es finalmente imposible entender otra cosa que exbuscadores. Para hacer perder a esta noción una parte de su virulencia basta suponer la necesidad de buscar no menos resucitable que la de la escala y a los ojos según todas las apariencias bajos para siempre o cerrados el extraño poder de enardecerse de pronto nuevamente entre los rostros y los cuerpos. Pero siempre quedarán suficientes para abolir en este pequeño pueblo a más largo o más corto plazo hasta el último vestigio de sus energías. Languidez por fortuna insensible a causa de su lentitud y de los bruscos despertares que la compensan en parte y de la desatención de los interesados aturdidos sea por la pasión que los habita todavía sea por el estado de languidez al que han llegado insensiblemente. Y lejos de poder imaginar su último estado en el que cada cuerpo estará quieto y cada ojo vacío llegarán a él sin darse cuenta y serán tales sin saberlo. Entonces ya no será más la misma luz ni el mismo clima pero no es posible prever lo que será. Pero se puede imaginar a la una extinta falta de razón de ser y al otro fijo en las vecindades del cero. En el frío negro de la carne inmóvil. Hasta aquí a gruesos trazos lo que respecta a estos cuerpos vistos bajo un primer ángulo y a esta noción y sus consecuencias si es que se mantiene.
Interior de un cilindro de cincuenta metros de circunferencia y dieciséis de altura por armonía o sea más o menos mil doscientos metros cuadrados de superficie total de los que ochocientos de muro. Sin contar los nichos y túneles. Omnipresencia de una débil claridad amarilla que enloquece un vaivén vertiginoso entre dos extremos tocándose. Temperatura agitada por un temblor análogo pero treinta o cuarenta veces más lento que la hace descender rápidamente de un máximo del orden de veinticinco grados a un mínimo del orden de cinco de donde una variación regular de cinco grados por segundo. Esto no es del todo exacto. Ya que es evidente que en los extremos del vaivén la separación puede descender hasta un grado tan sólo. Pero esta remisión no dura nunca más que un segundo. De cuando en cuando paro de ambas vibraciones tributarias sin duda del mismo motor y puesta en marcha simultánea tras una calma de duración variable que puede llegar a la decena de segundos. Suspensión correspondiente de todo movimiento en los cuerpos en movimiento y rigidez acrecentada de los inmóviles. Únicos objetos una quincena de escalas simples entre las cuales varias corredizas levantadas contra el muro a intervalos irregulares. En la mitad superior del muro en toda su circunferencia dispuestos al tresbolillo por armonía una veintena de nichos de los que hay varios unidos entre sí por túneles.
Desde siempre corre el rumor o mejor dicho la idea de que existe una salida. Los que ya no creen no por eso están protegidos de volver a creer en conformidad con la noción que quiere mientras dura que aquí todo muere pero de una muerte tan gradual y para decirlo todo tan fluctuante que escaparía incluso a un visitante. Sobre la naturaleza de la salida y sobre su emplazamiento dos opiniones principales dividen sin oponerlos a todos los que siguen fieles a esa vieja creencia. Para unos sólo puede tratarse de un pasadizo oculto que nace en uno de los túneles y lleva como dice el poeta a la morada de la naturaleza. Los otros sueñan con una trampilla disimulada en el centro del techo que da acceso a una chimenea en cuyo extremo brillarían todavía el sol y demás estrellas. Los cambios bruscos son frecuentes en ambas direcciones hasta tal punto que uno que hasta el momento sólo juraba por el túnel puede muy bien en el momento siguiente no jurar sino por la trampa y un momento más tarde contradecirse nuevamente. Dicho esto no es menos cierto que de los dos partidos el primero pierde terreno en provecho del segundo. Pero de un modo tan lento y tan poco continuo y por supuesto con tan pocas repercusiones en el comportamiento de unos y otros que para percibirlo hay que estar en el secreto de los dioses. Este fluir está en la lógica de las cosas. Ya que aquellos que creen en una salida accesible como lo sería a partir de un túnel e incluso sin soñar con utilizarla pueden estar tentados a descubrirla. Mientras que los partidarios de la trampa se ahorran ese demonio por el hecho de que el centro del techo está fuera de todo alcance. Por eso insensiblemente la salida se desplaza del túnel al techo antes de haber existido nunca. Hasta aquí un primer vistazo de esta creencia en sí misma tan extraña y por la fidelidad que inspira a tantos corazones posesos. Su lucecita inútil será lo último en abandonarles si es cierto que les espera la oscuridad.
De pie sobre la cima de la gran escala desplegada al máximo y levantada contra el muro los más altos pueden tocar con la punta de los dedos el borde del techo. A los mismos cuerpos la misma escala levantada verticalmente en el centro del suelo al hacerles ganar medio metro les permitiría explorar a su gusto la zona fabulosa llamada inaccesible y que como se ve en principio no lo es en absoluto. Pues tal uso de la escala se concibe. Bastaría con una veintena de decididos voluntarios conjugando sus esfuerzos para mantenerla en equilibrio ayudándose si es necesario de otras escalas empleadas como contrafuertes. Un momento de fraternidad. Pero ésta excepto en las llamaradas de violencia les es tan extraña como a las mariposas. No tanto por falta de corazón o inteligencia como a causa del ideal del que cada uno es presa. Hasta aquí lo que respecta a este cénit inviolable donde se esconde a los ojos de los amantes del mito una salida hacia tierra y cielo.
El empleo de las escalas está regido por convenciones de origen oscuro que por su precisión y la sumisión que exigen de los trepadores parecen leyes. Hay infracciones que desencadenan contra el transgresor un furor colectivo sorprendente en seres tan apacibles en conjunto y tan poco atentos los unos de los otros aparte del gran asunto. Otras por el contrario apenas perturban la indiferencia general. Esto es muy curioso a primera vista. Todo descansa sobre la prohibición de subir en grupo por la misma escala. Mientras aquel que la esté utilizando no haya vuelto al suelo está prohibida para el siguiente. Inútil intentar imaginarse la confusión que reinaría de faltar esta regla o de su no observancia. Pero hecha para comodidad de todos no hay que pensar que actúe sin restricción ni que permita al trepador indelicado inmovilizar su escala más allá de lo razonable. Ya que a falta de otro freno cualquiera aquel que tuviera la fantasía de instalarse para siempre en un nicho o en un túnel dejaría tras de sí una escala inutilizable para siempre. Y si otros siguieran su ejemplo como fatalmente harían se llegaría al espectáculo de ciento ochenta y cinco cuerpos trepadores menos los vencidos destinados al suelo para siempre. Aparte de lo intolerable que sería la presencia de accesorios sin utilidad alguna. Está pues convenido que al cabo de un cierto lapso difícil de cifrar pero que cada cual sabe medir más o menos al segundo la escala quede nuevamente libre es decir a disposición en las mismas condiciones de aquel cuyo turno de subir es fácilmente reconocible por su posición en cabeza de la cola y mala suerte para el abusador. La situación de este último habiendo perdido su escala es en efecto delicada y parece excluido a priori que pueda jamás volver al suelo. Afortunadamente llega a ello tarde o temprano gracias a otra disposición según la cual en toda circunstancia el descenso tiene prioridad sobre el ascenso. No tiene más que acechar en la embocadura de su nicho hasta que se presente una escala para utilizarla tranquilamente y con la seguridad de que el de abajo a punto de subir o incluso subiendo le cederá el paso. El mayor riesgo es que su espera sea larga a causa de la circulación de escalas. Es en efecto raro que aquel cuyo turno toca quiera subir al mismo nicho que su predecesor y esto por razones evidentes que aparecerán a su debido tiempo. Se va entonces con su escala seguido de su cola y la levanta ante cualquiera de los cinco nichos que se le ofrecen dada la diferencia entre el número de éstos y el número de escalas. Volviendo al desgraciado que haya sobrepasado el lapso es evidente que sus posibilidades de descender rápidamente serán aumentadas aunque lejos de ser dobladas si aprovechando un túnel dispone de dos nichos donde acechar. Aunque incluso en ese caso escoja muy a menudo y siempre si el túnel es largo apostarse en uno solo de los dos nichos por miedo de que una escala se presente durante la travesía de uno a otro. Pero las escalas no sólo sirven para llegar a los nichos y túneles y los que ya no tienen interés en eso aun cuando sea temporalmente las usan simplemente para abandonar el suelo. Suben y se detienen a la altura escogida para instalarse generalmente de pie cara al muro. A esta familia de trepadores también les sucede que sobrepasen el lapso prescrito. Está previsto en estos casos que aquel a quien toca la escala suba hasta el transgresor y de un golpe o de varios en la espalda lo devuelva a la realidad. Con eso basta para que éste se apresure a descender precedido de su sucesor que ya puede a continuación tomar posesión de la escala en las condiciones habituales. Esta docilidad del abusador demuestra bastante bien que la infracción no es voluntaria sino debida a un desarreglo temporal de su reloj de arena interno fácil de comprender y por tanto de perdonar. Esta es la razón por la que esta falta por otra parte poco frecuente ya sea de los que suben a los nichos y túneles o de los que se paran en la escala nunca da lugar a las cóleras reservadas a los desgraciados que se apresuran a subir a su vez antes de la expiración del lapso y cuya no obstante precipitación parecería deber ser explicada y perdonada del mismo modo que el exceso contrario. Esto es en efecto curioso. Pero se trata del principio fundamental que prohíbe subir en grupo y cuya violación repetida transformaría rápidamente el cilindro en un pandemónium. Mientras que la vuelta al suelo retardada no perjudica finalmente más que al retardatario. Hasta aquí un primer vistazo del código de los trepadores.
Tampoco el transporte se hace de cualquier manera sino siempre a lo largo del muro en el sentido de un remolino. Es ésta una regla tan severa como la prohibición de subir en grupo y no es recomendable infringirla. Nada más natural. Pues si estuviera permitido en vistas al camino más corto llevar la escala a través de la horda o siguiendo el muro en cualquiera de las dos direcciones la vida del cilindro pronto se volvería imposible. Por tanto se reserva a los portadores a lo largo del muro una pista de un metro de ancho más o menos. También se acantonan allí aquellos que esperan su turno para subir y que deben evitar invadir la arena propiamente dicha apretando sus filas de espaldas al muro y aplastándose todo lo posible.
Es curioso notar la presencia en la pista de un cierto número de sedentarios sentados o de pie contra el muro. Prácticamente muertos para las escalas y fuente de molestias tanto para el transporte como para la espera son sin embargo tolerados. El hecho es que esta especie de semisabios entre los que por otra parte hay representación de todas las edades inspiran a los que todavía se agitan si no un culto cuando menos una cierta deferencia. Ellos lo consideran como un homenaje que se les debe y son enfermizamente sensibles a la menor falta de atención. Un buscador sedentario al que pisaran en lugar de saltarlo puede desenfrenarse hasta el punto de conmocionar a todo el cilindro. Pegados al muro igualmente los cuatro quintos de los vencidos tanto sentados como de pie. Se les puede pisar sin que reaccionen.
Señalar finalmente el cuidado que ponen los buscadores de la arena de no desbordarse sobre el espacio de los trepadores. Si hartos de buscar vanamente en la horda se vuelven hacia la pista es para seguir lentamente el borde imaginario mientras devoran con los ojos a todos los que allí se hallan. Su ronda lenta a contracorriente de los portadores crea una segunda pista más estrecha todavía y respetada a su vez por el grueso de los buscadores. Lo que convenientemente iluminado y visto desde lo alto daría en algunos momentos la impresión de dos delgados anillos desplazándose en sentido contrario en torno a la pululación central.
Un cuerpo por metro cuadrado de superficie útil o sea doscientos cuerpos en cifras redondas. Cuerpos de ambos sexos y de todas las edades desde la vejez hasta la tierna infancia. Nenes de teta que ya no tienen dónde mamar y buscan con los ojos desde el regazo o en cuclillas por el suelo en posturas precoces. Otros algo más avanzados circulan a cuatro patas y buscan entre las piernas. Detalle pintoresco una mujer de cabellos blancos joven todavía a juzgar por los muslos apoyada contra el muro los ojos cerrados de abandono abrazando maquinalmente contra su seno un niño que se retuerce para volver la cabeza y ver detrás de él. Pero de esos tan pequeños sólo hay un reducido número. Nadie busca en sí donde no puede haber nadie. Ojos bajos o cerrados significan abandono y sólo pertenecen a los vencidos. Muy exactamente contables con los dedos de una mano no están forzosamente inmóviles. Pueden errar entre la muchedumbre y no ver nada. A simple vista nada los distingue de los cuerpos que todavía se encarnizan. Estos los reconocen y los dejan pasar. Pueden esperar al pie de las escalas y cuando llega su turno subir a los nichos o simplemente abandonar el suelo. Pueden arrastrarse a tientas por los túneles en busca de nada. Pero normalmente el abandono los paraliza tanto en el espacio como en la actitud. Es ésta muy a menudo profundamente encorvada tanto si están en pie como sentados lo que permite distinguirlos de los buscadores sedentarios que devoran con los ojos cada cuerpo que pasa sin que por ello se mueva la cabeza. De pie o sentados están pegados al muro menos uno que poseído en plena arena allí ha quedado de pie entre los agitados. Estos le reconocen y evitan molestarle. Están siempre expuestos a bruscos retornos de fiebre ocular como aquellos que habiendo renunciado a la escala súbitamente recomienzan. Tan verdad es que en el cilindro lo poco posible allí donde no es posible no es siquiera ya y como mínimo nada en absoluto si esta noción se mantiene. Y los ojos de pronto recomienzan a buscar tan hambrientos como en el impensable primer día hasta que sin razón aparente bruscamente vuelven a cerrarse o cae la cabeza. Es como si a un gran montón de arena resguardado del viento se le quitaran tres granos un año de cada dos y al otro se añadieran dos si esta noción se mantiene. Si los vencidos tienen todavía camino por hacer qué decir de los otros y qué nombre darles de no ser el hermoso nombre de buscadores. Unos con mucho los más numerosos no paran nunca salvo para esperar una escala o cuando acechan desde un nicho. Otros se inmovilizan brevemente de vez en cuando sin dejar de buscar con los ojos. En cuanto a los buscadores sedentarios si ya no circulan es porque han hecho el cálculo y estiman tener más oportunidades quietos en el lugar que ya han conquistado y si no suben casi nunca a los nichos y túneles es por haber subido demasiadas veces en vano o por haber tenido muy malos encuentros. Una inteligencia estaría tentada de ver en estos últimos a los próximos vencidos y continuando su impulso exigir de aquellos que circulan sin tregua que todos tarde o temprano unos tras otros acaben como los que se paran de vez en cuando e igualmente de éstos que acaben sedentarios y de los sedentarios que acaben vencidos y de los doscientos vencidos así obtenidos que todos tarde o temprano cada uno a su vez acaben por ser verdaderos vencidos paralizados de verdad cada uno en su lugar y en su actitud. Pero si se dan números de orden a estas familias la experiencia muestra que es posible pasar de la primera a la tercera saltando la segunda y de la primera a la cuarta saltando la segunda o la tercera o ambas y de la segunda a la cuarta saltando la tercera. En el otro sentido los mal vencidos a largos intervalos y cada vez más brevemente recaen en el estado de los sedentarios entre quienes a su vez los menos sólidos siempre los mismos pueden volver a dejarse tentar por la escala aun siguiendo muertos en la arena. Pero nunca más circularán sin pausa aquellos que se paran de cuando en cuando sin dejar por eso de buscar con los ojos. A la hora pues del comienzo impensable como el fin todos erraban sin reposo ni tregua incluidos los niños de pecho en la medida en que se hacían llevar salvo naturalmente aquellos que ya esperaban al pie de las escalas o acechaban agazapados en los nichos o se paralizaban en los túneles para escuchar mejor y erraban así un tiempo muy largo imposible de calcular antes de que el primero se inmovilizara seguido del segundo y así el resto. Pero en lo que respecta a la hora actual la única que será calculada del número de los que siguen fieles e incansablemente van y vienen sin concederse nunca el menor reposo y de los que se paran de cuando en cuando y de los sedentarios y de los digamos vencidos baste con afirmar que a la hora actual cuerpo más cuerpo menos a pesar del gentío y la oscuridad los primeros son dos veces más numerosos que los segundos que son tres veces más numerosos que los terceros que son cuatro veces más numerosos que los cuartos o sea cinco vencidos en total. Parientes y amigos están representados sin hablar de simples conocidos. El gentío y la oscuridad hacen difícil la identificación. A dos pasos de distancia marido y mujer se ignoran por no citar más que la unión más íntima de todas. Que se aproximen todavía un poco hasta poder tocarse y cambien sin detenerse una mirada. Si reinciden no lo parece. Busquen lo que busquen no se trata de eso.
Lo que llama la atención al principio en esta penumbra es la sensación de amarillo que da por no decir de azufre a causa de las asociaciones. Luego el hecho de que vibre de un modo regular y continuo a una velocidad que siendo elevada nunca sobrepasa aquella que haría imperceptible la pulsación. Y finalmente mucho más tarde que de cuando en cuando y por muy poco tiempo ésta se calma. Estos raros y breves descansos producen un efecto dramático indescriptible para decirlo en pocas palabras. Los agitados se quedan clavados in situ en posturas a veces extravagantes y la inmovilidad decuplicada de los vencidos y sedentarios hace parecer insignificante la que ostentan habitualmente. Los puños a punto de golpear bajo el efecto de la cólera o de la desesperación se congelan en un punto cualquiera del arco para no acabar el puñetazo o la serie de puñetazos más que una vez pasada la alarma. Similarmente los sorprendidos a punto de trepar o de llevar la escala o de hacer el infactible amor o agazapados en los nichos o a rastras por los túneles cada uno a su modo sin que sea útil entrar en detalles. Pero al cabo de una decena de segundos el estremecimiento prosigue y en el mismo instante todo vuelve al orden. Los que vagaban recomienzan a vagar y los inmóviles se distienden. Los acoplados prosiguen su tarea y los puños reemprenden la marcha. El rumor que había cesado como cortado con conmutador llena nuevamente el cilindro. De entre todos los componentes de que está hecho la oreja acaba por distinguir un débil zumbido de insecto que es el de la misma luz y el único que no varía. Entre los extremos que contienen la vibración la apertura no es ni siquiera de dos o tres bujías. Lo que hace que a la sensación de amarillo se añada la más débil de rojo. Resumiendo una iluminación que no sólo oscurece sino que para colmo trastorna. Nada impide afirmar que el ojo acaba por habituarse a estas condiciones y por adaptarse si no fuera porque es más bien lo contrario lo que sucede bajo la forma de una lenta degradación de la vista arruinada a la larga por este enrojecimiento fuliginoso y vacilante y por el esfuerzo incesante siempre frustrado sin hablar de la miseria moral repercutiendo en el órgano. Y si fuera posible seguir de cerca durante suficiente tiempo dos ojos dados preferentemente azules por más perecederos se les vería abrirse cada vez más e inyectarse de sangre más y más y las pupilas dilatarse progresivamente hasta comer la córnea por completo. Todo esto evidentemente en un movimiento tan lento y tan poco sensible que los mismos interesados no lo perciben si esta noción se mantiene. Y para el ser pensante que llega y se asoma fríamente sobre todos estos datos y evidencias sería verdaderamente difícil al cabo de su análisis no estimar equivocadamente que en lugar de emplear el término de vencidos que tiene en efecto un aspecto un tanto patético y desagradable mejor sería hablar de ciegos a secas. Pasadas las primeras sorpresas finalmente esta iluminación tiene además esto de inhabitual que lejos de acusar una o varias fuentes visibles u ocultas parece emanar de todas partes y estar en todo a la vez como si todo el lugar fuera luminoso incluso las partículas del aire que circula. Hasta el punto de que también las escalas parecen más bien despedir luz que recibirla salvo que la palabra luz es impropia. Únicas sombras por consiguiente las que crean los cuerpos oscuros al apretarse los unos contra los otros expresamente o por necesidad como cuando sobre un seno por ejemplo para que no siga iluminando o sobre un sexo cualquiera viene a pegarse la mano opaca cuya palma de golpe desaparece también. Mientras que del trepador sólo en su escala o llegado a lo profundo de un túnel toda la piel sin excepción vibra amarilla-roja pareja e incluso ciertos repliegues y rincones en la medida en que el aire penetra. En cuanto a la temperatura es entre extremos mucho menos próximos y a una velocidad muy inferior que oscila puesto que también ella no invierte menos de cuatro segundos en pasar de su mínimo que es de cinco grados a su máximo de veinticinco o sea una media de cinco grados solamente por segundo. ¿Quiere esto decir que a cada segundo que pasa hay un ascenso o descenso de cinco grados ni más ni menos? No exactamente. Ya que es evidente que en dos momentos precisos en lo alto y bajo de la gama a saber a partir de veintiún grados en sentido ascendente y de cuatro en el otro esta diferencia no será alcanzada. No hay por tanto más que siete segundos apenas de los ocho que dura el ir y venir durante los cuales los cuerpos están sometidos al régimen de máxima calefacción y refrigeración lo que da de todos modos mediando una adición o mejor dicho una división un total de entre doce y trece años de tregua parcial por siglo en este aspecto. Hay en principio algo turbador en la lentitud relativa de este vaivén comparado con aquel que hace vibrar la luz. Pero es una turbación que el análisis hace desaparecer rápidamente. Porque tras reflexionar profundamente la diferencia no se da entre las velocidades sino entre los espacios recorridos. Y si aquel que se le pide a la temperatura fuera trasladado al valor de algunas bujías no habría modo de elegir mutatis mutandis entre los dos efectos. Pero éste no es asunto del cilindro. Todo casa de maravilla. Tanto más cuanto que las dos tormentas tienen en común el que cortada una como por magia la otra también tan en seco como si estuvieran unidas en algún sitio a un mismo y único conmutador. Pues sólo el cilindro ofrece certezas y en el exterior no hay sino misterio. Los cuerpos conocen así de cuando en cuando hasta diez segundos de calor continuo o de frescor o de ambos sin que sea posible considerarlo una tregua hasta tal punto la tensión es grande de todos modos.
El fondo del cilindro consta de tres zonas distintas con precisas fronteras mentales o imaginarias ya que son invisibles a simple vista. Primero un cinturón exterior más o menos ancho de un metro reservado a los trepadores y donde curiosamente están también la mayor parte de los sedentarios y vencidos. Luego un cinturón interior ligeramente más estrecho donde lentamente desfilan a lo indio aquellos que hartos de buscar en el centro se vuelven hacia la periferia. Finalmente la arena propiamente dicha que supone una superficie de ciento cincuenta metros cuadrados en cifras redondas y coto de elección del mayor número. Si a estas zonas se les asigna un número de orden resulta claramente que de la tercera a la segunda e inversamente el buscador pasa a voluntad mientras que para acceder a la primera como por otra parte para salir está obligado a cierta disciplina. Ejemplo entre mil de la armonía que reina en el cilindro entre orden y descuido. El acceso por lo tanto al espacio de los trepadores no está autorizado más que cuando uno de estos últimos lo abandona para unirse a los buscadores de la arena o excepcionalmente a los de la zona intermedia. Si bien es raro ver transgresiones de esta regla sucede sin embargo que un buscador particularmente nervioso no resista más la llamada de los nichos y túneles e intente colarse entre los trepadores sin que un abandono se lo autorice. Es entonces irreparablemente rechazado por la cola más próxima a la infracción y las cosas no pasan de ahí. Obligación pues para el buscador de la arena que desee ponerse entre los trepadores de acechar la ocasión entre los intermedios o buscadores-acechantes o acechantes a secas. Hasta aquí sobre el acceso a las escalas. En la otra dirección el paso tampoco es libre y una vez entre los trepadores el acechante puede estar un momento es decir como mínimo el tiempo muy variable que necesita cada cual para pasar de la cola a la cabeza de su fila de espera. Ya que cada cuerpo es libre de trepar o no trepar tanto como es estricta la obligación de hacer hasta el final la cola libremente elegida. Toda tentativa de abandonarla prematuramente es vivamente reprimida por aquellos que la componen y el culpable devuelto a su lugar en la fila. Pero en cuanto llegue al pie mismo de la escala y no tenga que esperar para tomarla más que un solo descenso al suelo el interesado puede unirse a los buscadores de la arena o excepcionalmente a los acechantes de la segunda zona sin encontrar oposición. Es por consiguiente a los primeros de la fila en tanto que los más susceptibles de crear el vacío tan ardientemente deseado a quienes acechan los de la segunda zona obsesionados por el deseo de pasar a la primera. Los objetos de esta vigilancia no cesan de serlo más que en el momento en que ejercen su derecho a la escala tomándola a su cargo. Porque el trepador puede llegar a la cabeza de la fila con la firme voluntad de subir y ver cómo ésta se deshace poco a poco y en su lugar se instala el deseo de irse sin poder decidirse a ello hasta el más último momento cuando su predecesor desciende ya y la escala es virtualmente suya por fin. Digna de mención también la posibilidad para el trepador de abandonar la cola tan pronto llega a la punta sin forzosamente abandonar la zona. Para ello no tiene más que juntarse a otra cola cualquiera de entre las catorce a su disposición o incluso volver a ponerse en el último lugar de la suya. Pero es raro primero que un cuerpo abandone su cola y luego que habiéndola abandonado no abandone la zona. Obligación pues una vez entre los trepadores de quedarse por lo menos el tiempo de avanzar del último al primer lugar de la cola escogida. Tiempo variable según la importancia de ésta y la ocupación más o menos larga de la escala. Ciertos usuarios la retienen hasta la expiración del lapso máximo permitido. A otros la mitad o cualquier otra fracción de ese tiempo satisface. La cola corta no es pues forzosamente la más rápida y tal salido el décimo puede encontrarse primero antes que tal otro salido quinto suponiendo naturalmente que salgan juntos. Nada sorprendente en tales condiciones que la elección de la cola venga determinada por consideraciones teniendo nada o qué poco que ver con su longitud. No que todos escojan ni incluso el mayor número. Habría tendencia más bien a unirse de entrada a la cola más próxima del punto de penetración a condición siempre de que esto no cause un desplazamiento en sentido prohibido. Para aquel que aborda esta zona de cara la cola más próxima se encuentra a su derecha y si no la encuentra a su gusto y desea otra es a la derecha adonde debe ir a buscarla. Algunos en tales condiciones recorrerían millares de grados antes de inmovilizarse en la espera si no fuera por la prohibición que pesa de sobrepasar el giro de la pista. Toda tentativa de trasgresión es reprimida por la cola más próxima al punto de cierre y el culpable obligado a unirse ya que del mismo modo tampoco le asiste el derecho de volver para atrás. Que un giro de pista completo esté autorizado ya dice suficiente sobre el espíritu de tolerancia que en el cilindro tempera la disciplina. Pero cola escogida o impuesta siempre hay la misma obligación de hacerla hasta el final antes de poder salir de entre los trepadores. O sea primer abandono posible siempre entre la llegada a la cabeza de la cola y el regreso al suelo del predecesor. Queda por precisar en este orden de ideas la situación del cuerpo que habiendo hecho su cola y dejado pasar la primera posibilidad de abandono y ejercido su derecho a la escala regresa al suelo. En tal momento es nuevamente libre de partir sin otro tipo de requisito aunque nada le obligue y basta para seguir entre los trepadores que rehaga en las mismas condiciones la cola que acaba de hacer con responsabilidad de irse en cuanto llegue al primer lugar. Y si por una razón u otra juzga preferible cambiar de cola y escala le asiste el derecho de fijar su elección a un circuito completo al mismo título que al recién llegado y en las mismas condiciones salvo que habiendo ya hecho una cola hasta el fin es libre en todo momento de esta nueva revolución para abandonar la zona. Y así siempre hasta el infinito. De donde en teoría la posibilidad para los que ya están entre los trepadores de quedarse para siempre y la de no acceder jamás para los que todavía no están. Que no exista reglamento alguno con vistas a prevenir tamaña injusticia muestra a las claras que no hay riesgo de que se perpetúe. En efecto.
Pues la pasión de buscar es tal que obliga a buscar en todas partes. Lo que no impide que al acechante al oteo de un abandono la espera pueda parecerle interminable. A veces no soportando más y fortificado por la larga ausencia renuncia a la escala y regresa a buscar en la arena. Hasta aquí en gruesos trazos las grandes divisiones del suelo y los derechos y deberes de los cuerpos en su paso de una a otra. No ha sido dicho todo y nunca lo será. Los acechantes siempre numerosos en querer aprovechar el primer abandono entre los trepadores y cuya orden de llegada a pie de obra no puede establecerse ni por la cola inexistente entre ellos ni de otro modo ¿a qué principio de prioridad obedecen? Una saturación de la zona intermedia ¿acaso no es de temer y cuáles serían las consecuencias para el conjunto de los cuerpos y especialmente para los de la arena cortados de ese modo de las escalas? ¿No está el cilindro condenado a más largo o más corto plazo al desorden bajo la única ley de la rabia y la violencia? Para todas estas preguntas y para otro buen número de ellas las respuestas son claras y fáciles de dar pero hay que osar hacerlo. Ya que sólo la tentación de la escala puede romper la fijeza de los sedentarios su caso no tiene nada de especial. Los vencidos evidentemente no entran en este orden de cosas.
El efecto de este clima en el alma no es para subestimarlo. Pero sufre ciertamente menos que la piel cuyos sistemas de defensa desde el sudor hasta la carne de gallina se encuentran a cada momento contrariados. Continúa a pesar de todo defendiéndose cierto que mal pero honrosamente con respecto al ojo al cual con la mejor voluntad del mundo es difícil no condenar al término de su esfuerzo a la ceguera efectiva. Ya que él mismo piel a su manera dejando aparte sus líquidos y párpados no tiene sólo un adversario. Esta desecación de la envoltura quita a la desnudez gran parte de su encanto volviéndola gris y transforma en un magullamiento de ortigas la suculencia natural de carne contra carne. Las mucosas mismas se ven afectadas lo que no sería grave si no fuera por la molestia que se deriva para el amor. Pero incluso desde ese punto de vista el mal no es muy grande hasta tal punto en el cilindro la erección es rara. Lo que no impide que se produzca seguida de penetración más o menos feliz en el tubo más próximo. Acontece incluso a algunos esposos en virtud de la ley de probabilidades que se reúnan de ese modo sin darse cuenta. Es curioso el espectáculo entonces de los retozos que se prolongan dolorosos y sin esperanza mucho más allá de lo que pueden en una habitación los más hábiles amantes. Y es que hay una aguda conciencia en cada uno y cada una de cuan rara es la ocasión y poco probable su repetición. Pero incluso en esto hay suspensión e inmovilidad de muerte en actitudes que rozan a veces lo obsceno cuando las vibraciones se detienen y tanto tiempo cuanto dure esta crisis. Todavía más curiosos en ese momento si no fueran tan poco visibles todos los ojos fisgones que se clavan de camino y se concentran en el vacío o en el odioso de siempre con otros ojos y cómo se zambullen entonces los unos en los otros en miradas hechas para rehuirse. Entre estos cortes intervalos irregulares tan largos que para desmemoriados semejantes cada uno es el primero. Por lo que cada vez la misma vivacidad de reacción como ante un fin del mundo y la misma breve sorpresa cuando habiéndose reanudado la doble tormenta vuelven a ponerse a buscar ni aliviados ni siquiera decepcionados.
Visto desde el suelo el muro en toda su circunferencia y en toda su altura presenta una superficie ininterrumpida. Sin embargo su mitad superior está acribillada de nichos. Esta paradoja se explica por la naturaleza de la iluminación cuya omnipresencia dejando aparte su debilidad escamotea los huecos. Buscar desde abajo un nicho con los ojos jamás se ha visto. Es raro que los ojos se eleven. Cuando lo hacen es hacia el techo. Suelo y muro están vírgenes de toda marca que pueda servir de punto de referencia. Escalas levantadas siempre en los mismos lugares los pies no dejan huellas. Los cabezazos y puñetazos contra el muro tampoco. Habría marcas que la iluminación privaría de ver. El trepador que toma su escala para levantarla en otro lugar lo hace un poco por intuición. Es raro que se equivoque en más de algún centímetro. Dada la disposición de los nichos el error máximo no es sino de un metro aproximadamente. Bajo el efecto de la pasión su agilidad es tal que incluso esta distancia no le impide alcanzar un nicho cualquiera sino el elegido ni a partir de él aunque con mayor dificultad volver a la escala para el descenso. Dicho esto existe un norte bajo la forma de un vencido o mejor de una vencida o todavía mejor de la vencida. Está sentada contra el muro las piernas levantadas. Tiene la cabeza entre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas. La mano izquierda en la tibia derecha y la derecha en el antebrazo izquierdo. Los cabellos rojizos empañados por la iluminación llegan hasta el suelo. Le tapan la cara y todo el frente del cuerpo incluyendo la entrepierna. El pie izquierdo está cruzado sobre el derecho. Ella es el norte. Ella más que cualquier otro vencido a causa de su mucha mayor fijeza. A quien excepcionalmente haga falta un punto ella le sirve. Tal nicho para el trepador poco aficionado a las acrobacias evitables puede encontrarse a tantos pasos o metros al este o al oeste de la vencida sin que naturalmente él la nombre así o de otro modo incluso en el pensamiento. Es obvio que sólo los vencidos se tapan el rostro. No todos lo hacen. De pie o sentados la cabeza alta algunos se contentan con no abrir los ojos. Evidentemente está prohibido rehusar la cara o cualquier otra parte del cuerpo al buscador que lo solicite y que puede sin temor a resistencias separar las manos de las carnes que ocultan y levantar los párpados para examinar el ojo. Hay buscadores que van a los trepadores sin intención de trepar y con el solo fin de estudiar de cerca tal o cual vencido o sedentario. Es así cómo los cabellos de la vencida han sido muchas veces levantados y separados y la cabeza elevada y desnudado el rostro y todo el frente del cuerpo hasta la entrepierna. Terminada la inspección es habitual volver a ponerlo todo cuidadosamente en su lugar mientras pueda hacerse. Una cierta moral compromete a no hacer a otro aquello que viniendo de su lado causaría tristeza. Este precepto es bastante observado en el cilindro en la medida en que la búsqueda no sufre por ello. Esta no sería más que una burla sin la posibilidad en caso dudoso de controlar ciertos detalles. La intervención directa para ponerlos en evidencia no se hace más que sobre las personas de los vencidos y sedentarios. De cara o de espaldas al muro estos en efecto no presentan normalmente más que un solo aspecto y por consiguiente se exponen a ser girados. Pero allí donde hay movimiento como en la arena o entre los acechantes y la posibilidad de ladear al objeto esa manipulación no es del todo necesaria. Por supuesto sucede que un cuerpo se vea obligado a inmovilizar a otro y disponerlo de un cierto modo para examinar de cerca una región particular o para buscar una cicatriz por ejemplo o una peca. A destacar finalmente la inmunidad a este respecto de aquellos que hacen cola para la escala. Obligados por la penuria de espacio a pegarse los unos a los otros durante largos períodos no ofrecen a la mirada más que parcelas de carne confusa. Desgraciado el audaz que llevado de su pasión osa poner la mano sobre el menor de entre ellos. Como un solo cuerpo la cola se lanza sobre él. Esta escena supera en violencia todo lo que en el género puede ofrecer el cilindro. Así siempre infinitamente hasta que hacia el impensable fin si esta noción se mantiene sólo un último busca todavía con débiles empujones. Nada lo distingue al principio de los otros cuerpos paralizados de pie o sentados en el abandono sin retorno. El tenderse se desconoce en el cilindro y esta postura dulce de los vencidos aquí se les rehúsa para siempre. Privación que en parte se explica por la falta de espacio en el suelo es decir apenas un metro cuadrado para cada cuerpo y que no puede ser suplido por el espacio tan sólo de caza de los nichos y túneles. Por eso la postración de estos desecados obligados a rozarse sin cesar y a los que habita el horror del contacto nunca llega hasta su término natural. Pero la persistencia de la doble vibración lleva a pensar que en esta vieja estancia todavía no está todo completamente bien. Y he aquí en efecto este último si es que es un hombre que lentamente se levanta y al cabo de un cierto tiempo reabre los ojos quemados. Al pie de las escalas levantadas contra el muro de modo poco armonioso ningún trepador espera ya. En las sombrías luces del techo el cénit guarda todavía su leyenda. El viejo vencido de la tercera zona no tiene a su alrededor más que paralizados a su imagen con el tronco profundamente encorvado hacia el suelo. El niño que estrecha todavía la joven canosa se confunde ahora con su regazo. De frente la cabeza roja llegada a los límites de la flexión deja ver una parte de su nuca. He aquí pues si es un hombre que reabre los ojos y al cabo de un cierto tiempo se abre camino hasta esta primera vencida tantas veces tomada como punto de referencia. De rodillas aparta la pesada cabellera y levanta la cabeza que no ofrece resistencia. Devorado el rostro así desnudado los ojos por fin solicitados por los pulgares se abren sin modestia. En dichos desiertos quietos pasea los suyos hasta que primero estos últimos se cierran y la cabeza soltada retorna a su antiguo lugar. El mismo a su vez al cabo de un tiempo imposible de calcular encuentra por fin su lugar y su postura tras lo cual se hace la oscuridad al tiempo que la temperatura se fija en las proximidades del cero. Cesa al mismo tiempo el zumbido de insecto antes mencionado por lo que súbitamente aparece un silencio más fuerte que todos estos débiles alientos juntos. Hasta aquí a grandes trazos el último estado del cilindro y de este pequeño pueblo de buscadores de los que un primero si era un hombre en un pasado impensable bajó por fin una primera vez la cabeza si esta noción se mantiene.
1966