Epílogo

He tardado más en concebir la mayoría de mis novelas que en escribirlas, y considero que eso ha sido positivo. Sospecho que si tengo la impresión de que no estoy preparado para escribir un libro, probablemente no estoy equipado técnicamente para hacerlo. Por ejemplo, escribí Incarnate cuatro años después de que hubiera empezado a desarrollar su base (que originariamente discurría por líneas bastante diferentes y tenía un tema central distinto), y empecé a redactar Ancient Images por lo menos cinco años después de que hubiera concebido la noción de una película protagonizada por Karloff y Lugosi. En ocasiones me veo obligado a empezar a trabajar en una novela con mucha menos preparación, tal y como describo en el epílogo de The Claw, y hay veces que un tema se me insinúa con tanta fuerza que el libro insiste en saltarse la cola de las novelas que están esperando a ser escritas. Eso fue lo que ocurrió con Obsession, gracias a Sylvester Stallone, y lo mismo sucedió con Los sin nombre, que desplazó a Incarnate (para su gran beneficio) de mi programa de escritura. Tras The Parasite, una novela sobrescrita y conscientemente espeluznante, necesitaba escribir algo más sencillo y comedido para mejorar mi arte.

En aquel entonces no era consciente de eso; lo único que sabía era que Los sin nombre me estaba apremiando a escribirla. Nuestra hija ni siquiera tenía un año de vida, pero había plantado la semilla del libro por el simple hecho de existir…, y de ahí mi dedicación. Esta génesis podría haber sido un problema, puesto que una ficción conscientemente autobiográfica puede estar más llena de trampas que cualquier otra. Una de las razones por las que tantas segundas novelas decepcionan es que, si son autobiográficas, su predecesora ha consumido en exceso la experiencia del autor. Si yo no caí en la trampa fue porque ya había cometido ese error en los relatos breves (Robert Aickman me dijo que a él le había ocurrido lo mismo en Just a Song at Twilight), y la verdad es que seguí cometiéndolo más adelante, a pesar de que debería haber sido consciente del fallo. Por ejemplo, The Other House es una obra autobiográfica carente de perspectiva y con déficit de fantasía, aunque años antes había descubierto (en Concussion) que insistir en lo que «realmente» había ocurrido era la forma menos convincente de escribir ficción basada en hechos o personas reales, pues este tipo de ficción requiere una mayor selección de detalles y más imaginación que cualquier otra. En ocasiones, un tema intenso puede traer consigo dichos atributos y, aunque algunos lectores estén en desacuerdo, debo decir que están más presentes en esta obra que en The Parasite.

Con el paso de los años, los defectos de la novela (al menos, algunos de ellos) se han ido haciendo más obvios. El inicio es una especie de confusión, y es una verdadera lástima. Me gustaba bastante el recurso utilizado en los seis primeros capítulos (el flashback que conduce al punto de partida, a partir del cual avanza el libro), de modo que lo utilicé de nuevo en Obsession, cuyas primeras páginas desconcertaron a Tom Monteleone, autor de una historia de fantasmas vietnamita llamada, si no recuerdo mal, New Ears. Cuando Kirby McCauley, mi agente americano, leyó el texto mecanografiado de Los sin nombre, insinuó que al libro le faltaba un prólogo en el que se presentara a Kaspar Ganz. Consideré que tenía razón, sobre todo cuando me descubrí a mí mismo empezando a pensar como Santini, el carcelero. Debería haber sido lo bastante autocrítico para reestructurar los seis capítulos siguientes, pero espero que el libro sobreviva a estos culebreos narrativos.

Otros defectos son más generales. ¿En el libro se insinúa que Barbara perdió a su hija por haber ido a trabajar? Os aseguro que no era esa mi intención, pero eso no significa que no esté ahí. En mi opinión, el marido espectral de Barbara solo es uno de tantos fantasmas, y no estoy del todo satisfecho con la noción de Wheatley del mal sobrenatural. Aunque quizá funciona como símbolo de la creciente tendencia que existe a considerar responsabilidad de otros las decisiones morales propias, creo que la visión de violencia aleatoria que presenté en The Depths podría haber resultado más útil.

El capítulo veintidós de Los sin nombre tiene un final distinto en todas las ediciones en lengua inglesa publicadas antes del año 1985. Consideraba que esta primera versión era innecesariamente artificial (a pesar de que no era tan sensiblera como la escena de las primeras ediciones de The doll who ate his mother, donde el monstruo salta sobre una bicicleta e inmediatamente es atropellado por un camión), de modo que cuando se me ocurrió un desarrollo que me pareció más convincente, la reemplacé. Originariamente, Barbara veía a una anciana leyendo Destino y Predicción en la sala de estar del hotel, y después de la línea «Podía mirar las caras y fingir que estaba buscando a Ted», la escena continuaba de la siguiente manera:

Antes de llegar al vestíbulo dio medio vuelta. Las posibilidades eran mínimas, pero tenía que intentarlo. Se dirigió a un rincón del salón, donde el destello de la lámpara de mesa se acurrucaba en el regazo de la anciana.

—Disculpe —dijo Barbara—. ¿Esa revista es suya?

—No, claro que no.

—¿Por casualidad sabe de quién es?

—No, no lo sé —respondió, arrojándola sobre la mesa como si fuera una publicación indecente que había cogido por error—. Supongo que pertenece al hotel.

En el mostrador de recepción, un hombre de negocios estaba cuestionando todos y cada uno de los detalles de su factura, y un tipo con forma de pera que sostenía un pichel en una mano insistía pacientemente en que la llave que tenía pertenecía a ese hotel. Para cuando fue capaz de hablar con una de las muchachas, Barbara tuvo la impresión de que no valía la pena hacerle aquella pregunta, pero se obligó a sí misma a hablar enérgicamente.

—Quería preguntarle sobre las revistas de ocultismo de la sala de estar.

La joven apartó rápidamente la mirada cuando empezó a sonar el teléfono.

—El director ya ha hablado con la persona que las deja allí.

—No he venido a quejarme —dijo Barbara, advirtiendo que la recepcionista había adoptado una actitud defensiva—. Solo busco consejo.

—Entonces debería hablar con Fiona. Llegará dentro de un rato. —Quizá consideró que su sonrisa podía haber ofendido a Barbara, pues añadió—: Creía que le había molestado, como al vicario que se alojó en este hotel. Dijo que era perverso dejar ese tipo de cosas para que las leyeran los huéspedes.

Barbara se sentó cerca del mostrador y esperó. Estaba desperdiciando un tiempo precioso, pero tenía que seguir todas las pistas. Sus pensamientos iban y venían, monótonos como las puertas giratorias. Personas ancianas paseaban junto a ella, frágiles como sonámbulos. Finalmente llegó Ted. No, no estaba esperando para quejarse, tenía que hablar con un miembro del personal que, quizá, podría ayudarle en su búsqueda. Cuando se fue a su habitación deseó no haberlo tratado como si no estuviera involucrado en aquella historia, aunque fuera cierto. Sin duda alguna, ahora estaría aún más preocupado por ella.

La luz revoloteaba como una polilla atrapada en las puertas giratorias; multitudes poco convincentes y suavemente iluminadas paseaban por el otro lado del cristal. Por fin, una joven gorda y malhumorada que iba vestida con un voluminoso uniforme negro se unió a las muchachas que había tras el mostrador. Cuando estas le señalaron a Barbara, la joven les dio la espalda y empezó a ocuparse de los casilleros. Barbara tuvo que esperar junto al mostrador y decir «Disculpe» dos veces antes de que se acercara a ella de mala gana.

—Tengo entendido que las revistas del salón son suyas —dijo Barbara.

—¿Y qué si lo son?

—Solo me preguntaba si usted sabía de algún… —Barbara advirtió que las otras muchachas las miraban susurrando. Fiona también se había dado cuenta—. ¿Podríamos hablar en otro lugar? —le sugirió.

—Estoy bien aquí.

Barbara bajó la voz.

—Solo quería preguntarle si conoce algún grupo arcano aquí en la ciudad.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Porque creo en estas cosas. —Bajó aún más la voz, por si las compañeras de Fiona le oían decir aquellas tonterías—. Estoy buscando la verdad.

—Yo no sé gran cosa —respondió, mirándola con recelo—. No soy yo quien compra esas revistas. Mi madre las consigue y me las da cuando acaba de leerlas.

Barbara temía empezar a reírse a carcajadas de sí misma por haber malgastado de aquella forma la tarde, pero entonces oyó a Angela diciendo «Te necesito» y se le pasaron las ganas de reír.

—Lamento haberla molestado.

Debía de parecer tan decepcionada como se sentía, pues Fiona se apiadó de ella.

—Bueno, puede que haya oído hablar de cierto grupo. Mi madre me dijo que suelen reunirse en Broomielaw, debajo de los puentes. Creo que dijo que los jueves por la noche.

Eso era aquella noche. Sin darse cuenta, Barbara levantó ligeramente la voz. Era una pista. En el grupo podría haber alguien que pudiera ayudarla, alguien que conociera otros grupos más arcanos.

—¿Qué sabe de ellos? ¿Cómo se llaman?

—Eso es lo único que sé. Mi madre no pudo averiguar nada. —Se volvió hacia los casilleros—. No sé cómo se llaman.

No importaba. Seguía siendo una pista que la conduciría hasta la secta. ¿Qué lugar mejor donde buscar información? Prácticamente había llegado a las escaleras cuando oyó susurrar algo a las compañeras de Fiona. Al instante empezó a correr escaleras arriba para decirle a Ted que tenían que ir a aquella reunión, pues una de las muchachas había dicho:

—Puede que no tengan nombre.

He realizado otro cambio que puede haber significado más para algunos lectores que para otros. Los agradecimientos en las ediciones anteriores incluían a Bob Shaw, un aficionado a la ciencia ficción de Glasgow, que no mi buen amigo el escritor de ciencia ficción, con quien, al parecer, al fan le gusta que lo confundan (supongo que es una forma de labrarse un nombre). Cuando estaba a punto de visitar Glasgow para buscar escenarios, me puse en contacto con este aficionado para que me hiciera alguna sugerencia y, después de que la novela fuera publicada, me dijo que me había dado toda clase de pistas falsas, aunque en realidad cuando estuve en su ciudad seguí mis propios instintos. La inercia ha hecho que su nombre haya permanecido en los agradecimientos de todas las reediciones de Los sin nombre, pero ahora tengo el placer de eliminarlo.

Aunque Los sin nombre, a diferencia de The Parasite, no fue concebida como un éxito comercial, pensé que tenía cierto atractivo, de modo que no me satisfizo la presentación que se hizo en el Reino Unido («El ansia maligna crece en su interior, el cuchillo está listo…, pero nadie puede oír los gritos»), especialmente cuando meses después encontré una presentación en otro libro (escrito por Leigh Nichols, que es lo mismo que decir Dean Koontz) del mismo editor que podría haber descrito a la perfección la trama del secuestro perpetrado por la secta de mi novela. Estoy bastante seguro de que la similitud fue una coincidencia, pero la presentación de Nichols hacía hincapié en aquello que considero que debería haber sido la descripción de mi novela. (Para ser justo, debo decir que dicha presentación no ha sido en absoluto la peor que he tenido que sufrir.) Durante mi carrera he intentado combatir, con cierto éxito, una noción que diversos diseñadores de libros y escritores de sobrecubiertas parecen compartir: que todas las novelas de terror tratan únicamente de violencia o de miedo. De hecho, colegas con más talento y sutileza que yo han tenido que cargar con presentaciones peores.

Para resumir este libro, me siento tentado de citar incorrectamente la famosa máxima de Lovecraft y sugerir que si la emoción más antigua de la humanidad es el miedo, el miedo más grande es el de los padres. Sin duda alguna, el hecho de ser padre, sobre todo de tu primer hijo, te da un curso acelerado de neurosis. Mientras que Jim Herbert ha jurado no sacrificar niños en sus obras de ficción y lamenta haber escrito la escena del bebé en The Rats, Steve King y yo parecemos impulsados a seguir imaginando lo peor. En este contexto considero que The Claw es una especie de complemento de El Resplandor, en cuanto a que en esta novela el lector queda convencido de que el aislamiento es una causa de la locura, mientras que en mi libro los padres poseídos están rodeados de amigos y conocidos que no ven nada anormal, o buscan razones para no intervenir. Se trata de una visión neurótica del mundo, ¿pero acaso es real? También soy consciente de que mi hija tendrá trece años cuando la presente edición de Los sin nombre sea publicada. Sospecho que tendré pesadillas.

Ramsey Campbell

Wallasey, Merseyside

27 de marzo de 1991