Tras descargar los baúles y las maletas, las furgonetas se perdieron en la oscuridad. Cuando el zumbido de los motores se desvaneció en la distancia, el único sonido fue el de la hierba de las marismas crispada por el viento. Incluso los niños estaban en silencio, aquellos niños que olían al perfume de Barbara de forma avasalladora.
Si lograba deshacerse de la mordaza, sus gritos de auxilio sonarían con fuerza y seguramente despertarían a los inquilinos de las casas cercanas… si es que estaban habitadas. Barbara intentaba empujar la mordaza hacia delante, con cautela, pero estaba enterrada en el fondo de su boca. Si forcejeaba con más violencia, sus secuestradores se darían cuenta. Ahora podía ver sus rostros: la mujer asimétrica, un hombretón con rastrojos oscuros en la calva, una mujer pequeña y regordeta con una permanente sonrisa estúpida en la boca, un hombre cuya lengua asomaba comprimida entre sus gruesos labios. Todos ellos parecían incómodos ante su presencia como víctima, puesto que evitaban mirarla, pero a Barbara no le cabía duda de que cuando llegara el momento de torturarla se mostrarían entusiasmados.
Tenía la impresión de que llevaba horas luchando contra la mordaza, pero era imposible medir el paso del tiempo bajo el cielo amenazador. La tinta sabía como la hiel. A sus secuestradores no parecía importarles estar bajo el viento helado y entre aquella desolación, pero eso podría haberlo deducido a partir de las casas en las que solían habitar. Sin duda alguna, se debía a que consideraban que eran herramientas de lo que hacían. Barbara tenía que creer que Angela solo era una herramienta incapaz de entender lo que hacía…, pero, por supuesto, le resultaba imposible creer nada semejante.
Antes de que pudiera mover la mordaza, los conductores de las furgonetas regresaron. Entonces, los sectarios recogieron el equipaje y siguieron a Angela sigilosamente hacia el río. El espectáculo era terriblemente banal, la parodia de unas vacaciones campestres que no se atrevían a desarrollarse a la luz del día. Incluso había una pareja de ancianos encorvados para que la escena fuera lo más parecida posible a una reunión familiar. Al final de la procesión había un hombre que no cargaba con nada. No podía distinguir su rostro.
Uno de los secuestradores le había desatado los pies. Los dos hombres la obligaron a caminar de espaldas por el sendero, en cuyos bordes crecía una hierba afilada. Ya habían recorrido la mitad del camino cuando advirtió que la procesión se dirigía directamente hacia las casas. Si intentaban esconderse en una de ellas, los vecinos lo oirían.
Angela los condujo hacia uno de los grandes jardines, donde una pequeña corriente centelleaba bajo un puente rústico que no estaba pavimentado. Cuando la procesión dejó atrás la casa, Barbara descubrió que había una lancha motora amarrada al final del jardín, en un pequeño embarcadero. Intentó gritar, emitir algún sonido más fuerte que un gemido sofocado.
Ya habían cargado la mitad del equipaje en la embarcación cuando se encendió una luz en la casa. Barbara se puso tensa, aunque fingió sentirse débil y desvalida. Casi al instante, la luz del porche se encendió, la puerta se abrió y apareció un hombre corpulento que observó a las personas que habían invadido su jardín.
Barbara logró liberarse de uno de sus captores y dar un paso hacia el dueño de la propiedad…, pero fue inútil. Cuando distinguió a las personas que esperaban en la oscuridad, el hombre apagó la luz del porche, avanzó a grandes zancadas hacia la lancha y ocupó la cabina. Debería haberse dado cuenta de que vestía ropa de viaje.
Apenas había espacio para todos en la cubierta. Los niños, los dos que la habían recibido en su apartamento y una niña de unos seis años, fueron enviados a la cabina. Obedecieron al instante (aunque era imposible saber quiénes eran sus padres) y se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, para no molestar. Cuando arrojaron a Barbara sobre la cubierta, en medio de todos, el bote escoró de forma alarmante. Nunca se había sentido tan vulnerable.
Una vez estuvieron todos a bordo, la lancha se puso en marcha con un rugido. El ruido tuvo que despertar a alguien en las casas…, pero estas ya se estaban alejando y seguían a oscuras. Los rostros de sus secuestradores eran ahora más brillantes, verdes hacia el lado de estribor, rojos hacia babor. Bajo el resplandor de los instrumentos de la cabina podía ver algunos con claridad: Angela y Ted, que la observaban con expresiones vacías; un joven con una desmarañada tonsura que recordaba haber visto en algún otro lugar; una muchacha cuyo cabello parecía una capa de brea. Ahora que estaban en marcha, algunos de ellos empezaron a mirarla con ansia.
Pronto, las casas se desvanecieron entre las marismas y solo quedó el centelleante terreno plano y carente de árboles, roto por amplias franjas de oscuridad que eran zanjas. Sobre el horizonte, hacia el Mar del Norte, las nubes eran del color de las brasas. Aquí y allá se agitaban pálidas manchas que se alejaban mugiendo entre la hierba. Aquellas manchas eran las únicas señales de vida que había en el paisaje.
Cuando la nave llegó a la escollera, Barbara empezó a temblar. Más allá de las marismas saladas y los destellos medio escondidos de sus arroyos, el Támesis conducía a mar abierto. Allí era adonde se dirigían. ¿Acaso pensaban ir a otro país? ¿Cómo esperaban cruzar el mar, apiñados en una lancha tan pequeña? Quizá tenían que encontrarse con un barco, o quizá ni siquiera les importaba adonde tuvieran que ir, ahora que estaban tan cerca de su objetivo.
Y ella era la víctima que les permitiría alcanzarlo. Mientras la lancha se deslizaba por el Támesis, su lengua forcejeaba con más violencia que nunca, hiriéndose con los dientes. Unos kilómetros más adelante y a lo largo de la orilla, donde unas llamas naranjas danzaban sobre la desolación metálica de una refinería de petróleo, había varios buques cisterna. Aunque lograra gritar, nunca podría hacerse oír sobre los motores. Además, la lancha se estaba alejando de la orilla.
Su lengua resbaló, su mejilla se hinchó y Angela vio lo que estaba haciendo. Cuando avanzó hacia ella, Barbara retrocedió, horrorizada por sentir miedo de su propia hija, pero esta le introdujo con desdén los dedos en la boca y retiró la mordaza. Ahora podía gritar tan fuerte como quisiera en aquel enorme vacío.
Al principio no se atrevió a hablar. Ya no conocía a Angela; no tenía ni idea de cómo llegar a ella y le daba miedo intentarlo. Pero tenía que hacerlo.
—Gracias, Angela —dijo, con un hilo de voz.
Angela, que ya estaba dando media vuelta, ni siquiera se dignó mirarla. Quizá ya no reconocía su nombre. Barbara no podía soportar su indiferencia.
—Escúchame, Angela —dijo, ahora en voz más alta e intentando ignorar a sus secuestradores, pues todos ellos parecían estar dispuestos a cerrarle la boca.
Cuando la joven se detuvo, su rostro le dejó claro que no lo hacía porque considerara que aquellas palabras estuvieran dirigidas a ella. Barbara estaba gritando al viento, tenía la boca áspera por la tinta, pero tenía que continuar.
—No sé qué te habrán contado sobre mí, pero habría consagrado mi vida a buscarte si no me hubieran hecho creer que estabas muerta. Mataron a uno de sus hijos para que lo creyera. No me había atrevido a soñar que estabas viva hasta el día que llamaste. Estoy segura de que sabes lo feliz que me sentí, aunque no quieres que lo sepan. Sé que recuerdas cuánto te amaba y puedes recordar cuánto me querías tú a mí.
Angela parecía aburrida, y de repente Barbara creyó saber la razón: a juzgar por las cosas que le había dicho durante el viaje desde Glasgow, recordaba con claridad que Barbara solía dejarla sola el día entero y, por lo tanto, había permitido que la secta la raptara. Tenía razón, por supuesto; de hecho, tenía todas las razones del mundo para odiar a su madre. Hicieran lo que le hicieran, sería justo.
Empujó a un lado su desesperación, pues recordó que Angela había dicho algo más en el coche.
—Crees que aparté a tu padre de tu lado —dijo, desesperada—. Supongo que eso es lo que te dijeron, pero no fue así en absoluto. Ellos te apartaron de su lado al apartarte de mí.
Angela enseñó los dientes durante unos instantes. ¿Estaba celosa como solo podía estarlo un niño pequeño, o acaso culpaba a su madre de la muerte de su padre? La cubierta era resbaladiza, le dolían las piernas por haberlas tenido atadas y la lancha se balanceaba. Seguramente, si cayó impotente a los pies de Angela fue por la suma de todos estos factores, no porque su hija la hubiera mirado con dureza.
Había una observación más que Barbara temía expresar con palabras, pero no podía permitir que Angela le diera la espalda con indiferencia.
—No sé qué quieren que me hagas, Angela, ¿pero no te das cuenta de que eso demuestra que todavía significo algo para ti? Ellos lo saben, y por eso quieren hacerte creer lo contrario. De otro modo, no habrían estado tan ansiosos por que me capturaras.
Cuando Angela la miró, sus ojos estaban tan vacíos como un cielo despejado.
—No fue idea suya. Yo te elegí. Hasta ahora, siempre habíamos utilizado a extraños. Esa es la única razón por la que te necesito.
Era una respuesta fría y razonable. Angela no parecía estar a la defensiva, sino que le estaba diciendo la cruda verdad. La muchacha dio media vuelta, dando por zanjada la conversación. Todos los demás miraban a Barbara, que podía ver en sus ojos que estaban impacientes por empezar a ocuparse de ella. Solo los ojos de Ted carecían de expresión.
¿Había visto lástima en ellos cuando se había caído? Sin duda alguna, había parecido horrorizado cuando aquella criatura había salido de la furgoneta. La secta no debía de haber tenido tiempo suficiente para destruir por completo su personalidad. Quizá, si lograba que la mirara a los ojos podría acceder a lo que quedaba de él.
Yació sobre su palpitante hombro, deseando que Ted la mirara. Cuando lo hizo, se obligó a sí misma a sonreír a la persona que había sido antaño, a la persona que seguía estando en su interior, escondida en alguna parte, a merced de su cuerpo de títere. Intentó que percibiera su muda llamada de auxilio, que recordara los años que habían compartido, los momentos que habían vivido juntos. Ted se tambaleó adelante y atrás, sin dejar de mirarla, y en sus ojos asomó una débil expresión de desconcierto, como si estuviera empezando a despertar pero le diera miedo hacerlo. Entonces, la mujer regordeta señaló a Barbara. Su sonrisa estúpida se había convertido en una retorcida mueca.
—¡Está intentado conseguir su ayuda! —gritó.
—Ya hemos terminado con él. No podrá nadar. —La verdad era que Ted no sabía nadar, pero Angela parecía querer decir que aunque supiera hacerlo, le arrebataría dicha habilidad—. Intentó engañarme durante el viaje de regreso.
En cuanto lo miró, Ted dio media vuelta y avanzó hacia la barandilla de estribor. ¿Barbara no le había despertado lo suficiente para que pudiera resistirse a su poder? Al parecer no, pues cruzó con pesadez y decisión la cubierta, hacia la isla que los demás habían abierto para él. Sus rostros eran verdes bajo el destello de las luces de navegación, y estaban ansiosos: la lengua del hombre de labios gruesos se deslizaba inquieta por el hueco de su boca y la mujer regordeta se estaba frotando las manos. Su poder, o el poder al que servían, ahora era más fuerte. Había percibido la promesa de una muerte.
Barbara también podía sentirlo, pues se había adueñado de su ser. Ted no importaba, no significaba nada. La enorme oscuridad que había al otro lado de la barandilla lo hacía completamente insignificante. Solo podía tener alguna importancia como ofrenda a la oscuridad que representaba. La corrupción de Angela no importaba. Barbara era insignificante; toda su vida lo era. Era una ofrenda, como el resto del mundo, y muy pronto todos los demás también lo serían. Pronto, el poder podría reclamar sus propias ofrendas.
Su mente se acobardó cuando alcanzó a ver un atisbo de la fuente de todo aquello, inflándose impaciente en su propia oscuridad, infinitamente distante e infinitamente grande, pero tan cercana como las profundidades de su mente. Ahora volvía ser consciente de la lancha, pero eso no le serviría de nada. Ted estaba a punto de alcanzar la barandilla.
Angela debía de estar dejando que se tomara su tiempo porque estaba disfrutando… o quizá estaba disfrutando el poder pues, al fin y al cabo, Angela no era más que una herramienta. Barbara era incapaz de encontrar sentido a esa perspectiva: aunque fuera cierta, resultaba absurda. Solo los pasos de Ted conducían a un significado, pero incluso así su muerte sería insatisfactoria, demasiado rápida.
La oscuridad, que se extendía amenazadora a sus pies, parecía cerrarse hambrienta alrededor de la lancha, burlarse de las luces microscópicas de la cubierta y la cabina. Ted ya estaba junto a la barandilla; Barbara podía oír el agua deslizándose como una enorme boca abierta. Estaba resignada a verlo morir, casi ansiosa ante aquel indicio de significado, pero alguien estaba inclinándose sobre ella y sujetándola de los hombros como si quisiera sacarla de su trance. Era el hombre cuyo rostro no había podido ver.
Supo al instante que era Arthur. No se había atrevido a creer que estuviera allí y había hecho bien al no esperar nada de él, pues ni siquiera era capaz de ayudarla a ponerse en pie. Lo único que podía hacer era mostrarle su pesar por la situación en la que se encontraba, un pesar tan penetrante que se abrió paso por su indiferencia y restableció sus emociones. Ahora podía sufrir mientras veía a Ted avanzando hacia su muerte, podía gritar para intentar detenerlo, pero sus gritos no sirvieron de nada. Los sectarios la miraron sin expresión alguna, mientras Ted se sujetaba a la barandilla y la cruzaba. Cuando Barbara gritó con más fuerza, Ted ni siquiera se giró.
Pero Angela sí que lo hizo y la miró fijamente. Por primera vez parecía inquieta. Debía de estar preguntándose cómo había conseguido gritar si el poder debería haberla obligado a guardar silencio. Pero no, era más que eso. Estaba mirando en su dirección, pero no a ella. Su rostro adoptó una expresión tensa y hostil.
—Vete —dijo.
Estaba hablando con su padre. Quizá podía sentir su pesar. Sí, lo sentía, porque sus ojos brillaban coléricos, intentando someterlo a su control. ¿Cómo podía dominarlo con su poder si ni siquiera lo veía?
—Déjame en paz —dijo Angela con frialdad, pero sus ojos titubeaban. Quizá estaba intentando con todas sus fuerzas ignorar sus recuerdos. ¿Estaría recordando los días en los que ella y su padre hablaban en secreto, cuando él esperaba junto a su cuna hasta que se iba a dormir? ¿Arthur estaría hablando con ella en esos momentos?
Los miembros de la secta la miraron inquietos. Ahora que estaba distraída, el poder oscuro empezó a retroceder. Angela se tambaleaba, pero puede que no se debiera tan solo al movimiento del bote. Aunque sus ojos seguían brillando, era obvio que estaba luchando por repeler el ataque de dolor.
—Déjame en paz —gritó, ahora con voz temblorosa.
De repente se produjo un revuelo en la cabina. Ted, que se había recuperado parcialmente mientras el poder de Angela se debilitaba, se había abalanzado sobre el patrón del barco y lo había derribado. En cuanto estuvo seguro de que lo había dejado inconsciente, se aferró al timón y viró hacia la orilla de Kent.
Los miembros de la secta se volvieron hacia él. Era más sencillo ocuparse de Ted que intentar averiguar qué le estaba ocurriendo a Angela.
—¡Hacedlo pedazos! —chilló la mujer regordeta. Quizá pensaba que al torturarlo evocarían de nuevo al poder oscuro, que este mantendría su promesa. Se apiñaron en la cabina, aplastando a los niños contra la pared. Sus manos eran garras.
Ted intentaba mantener el control del timón con la mano izquierda mientras peleaba con la derecha. Al primer puñetazo, el hombre de los labios gruesos retrocedió tambaleándose; tenía el labio inferior partido y estaba sangrando. La lancha viraba de un lado a otro, dirigiéndose primero hacia los buques cisterna y luego hacia la orilla. Ted perdió el equilibrio y, al instante, media docena de sectarios le sujetaron los brazos.
La muchacha de cabello alquitranado empezó a retorcerle los dedos de la mano derecha, intentando partírselos, mientras la mujer regordeta se abrazaba a sus piernas y le hundía los dientes en el muslo. Angela miró a sus compañeros y, de repente, su rostro reflejó revulsión. Por el modo en que le temblaba la boca Barbara supo que, en parte, aquella aversión era lo que sentía hacía sí misma.
Sus ojos se abrieron de par en par. Al instante, los sectarios empezaron a gritar y, saliendo de la cabina como insectos, empezaron a desgarrarse a sí mismos como si sus entrañas hubieran cobrado vida. Cuando la luz roja de babor iluminó sus rostros, a Barbara le pareció que estaban en carne viva… y puede que fuera cierto, pues estaban intentando acceder al interior de sus cuerpos para alcanzar lo que fuera que los estaba torturando. Algunos de ellos saltaron a ciegas por la borda, como si eso pudiera apagar lo que fuera que hubiera en su interior.
Barbara recordó que Iris había dicho que el mal había entrado en ellos, pero era Angela quien estaba provocando todo aquello. Aquel espectáculo era la exagerada muestra de arrepentimiento de una niña, una representación de la revulsión que sentía hacia sí misma, una prueba de que rechazaba todo aquello que representaba la secta, quizá para recuperar el amor de su padre. Sus víctimas se tambaleaban por la reducida cubierta, tropezando con Barbara. El joven de la tonsura se estaba sujetando la cara, y a Barbara le pareció ver que uno de sus ojos era expulsado desde dentro. Cerró los párpados con fuerza y se refugió en su interior hasta que los gritos cesaron y la lancha pareció haber quedado vacía.
Cuando abrió los ojos, a bordo solo quedaban Angela, Ted y los tres niños. Los pequeños estaban acuclillados en la cabina. Parecían desconcertados, incapaces de comprender lo que estaba ocurriendo. Angela, que parecía mareada y avergonzada, le desató las manos y empezó a retroceder. Barbara la cogió de la mano y se la sujetó con fuerza, pero la muchacha intentó apartarse. Temía que su hija intentara arrojarse por la borda de lo avergonzada que se sentía.
Ted había ocupado de nuevo el timón. La costa de Kent se aproximaba lentamente en la oscuridad. Marismas inundadas centelleaban más allá de los diques, y las caravanas se apiñaban como caracoles en un terreno más firme. En el horizonte de las marismas, las llamas enrojecían las nubes que había sobre una refinería de petróleo. Barbara se preguntó dónde lograrían alcanzar la orilla.
De repente, Ted empezó a gemir. Parecía tan asustado que Barbara se acercó a él, llevándose a Angela consigo. En cuanto llegó a su lado, soltó el timón y se apoyó, tembloroso, contra la pared de la cabina.
—Oh, Dios —murmuraba, una y otra vez.
—Todo va bien, Ted. —Barbara se alegró de que Angela ocupara el timón y pareciera saber manejarlo—. Todo ha terminado.
—Nada va bien. No tienes ni idea de lo que he hecho. Sí, sabes una parte, lo que te he hecho a ti. —Barbara intentó abrazarlo, pero él se apartó, gritando—. ¡No deberías permitir que te tocara!
—Te obligaron a hacerlo. No pudiste evitarlo. —El rostro de Ted se estaba quedando sin expresión, como si estuviera intentando ocultarse en su interior, y Barbara temió que le ocurriera lo mismo que a Iris—. Puedes contarme lo que has hecho, sea lo que sea. Soy la única persona a la que puedes contárselo.
—Estaba dispuesto a entregarles a Judy, pero ellos no querían que la policía la buscara —dijo por fin, mirando hacia otro lado.
—Pero no lo hiciste. No hiciste nada que no pueda ser enmendado. Ahora todo va bien.
De repente, el bote empezó a vibrar. Miró nerviosa a su hija, hasta que se dio cuenta de que habían llegado a un embarcadero. Más allá solo había tierra negra y las llamas distantes, pero el terreno parecía bastante sólido. Angela intentaba alinear la embarcación con el muelle.
—Tendrás que amarrarlo —anunció.
La popa empezó a acercarse al muelle. Ted corrió hacia allí, complacido de tener una tarea de la que ocuparse, y desenrolló la cuerda.
—No podrá hacerlo solo —dijo Angela, apremiante.
Barbara corrió a ayudarlo, dejando atrás a los niños que ya ni siquiera parecían saber dónde estaban. Cuando la popa chocó contra el embarcadero, vaciló unos instantes junto a la barandilla antes de saltar a la oscuridad. La madera serpenteó bajo sus pies, pero logró mantener el equilibrio a pesar de lo débil que se sentía. Se levantó, preparada para coger la cuerda…, y entonces vio que Angela la miraba.
De repente se dio cuenta de que no había habido ninguna necesidad de amarrar la lancha, de que esta se deslizaba tan lentamente que podrían haber cogido a los niños y saltar. ¿Acaso Angela le había impedido darse cuenta de ello? Quizá solo le había permitido pensar ahora que ya era demasiado tarde.
Cuando Ted se inclinó para lanzarle la cuerda, la embarcación se sacudió con fuerza y cayó por la borda, pero estaba tan cerca del embarcadero que cayó justo al borde y pronto estuvo a salvo. La lancha se alejó rugiendo por la oscura inmensidad del agua.
—¡Angela! —gritó Barbara.
Angela se volvió al oír su nombre. De repente parecía muy pequeña, una niña a la que le daba miedo estar sola en la oscuridad. Dio un paso ansioso hacia Barbara, abandonando la cabina, pero de repente debió de recordar todo lo que había hecho, pues se cubrió el rostro con las manos. ¿Había una sombra junto a ella o era la figura de un hombre que había apoyado una mano sobre su hombro? Si realmente era un hombre no pudo hacer nada por detenerla, pues al momento siguiente Angela estalló en llamas.
Aquel fue el último uso de su poder. Permaneció absolutamente inmóvil mientras las llamas se extendían por su cuerpo. Cuando Barbara llegó a la orilla del río y extendió los brazos con impotencia, ya estaban devorando el techo de la cabina y alzándose hacia el cielo. La lancha se alejaba a la deriva, ardiendo en llamas, pero Barbara no parecía darse cuenta, ni siquiera cuando explotó. Seguía mirado el carbonizado punto de su visión que había ocupado Angela.
Finalmente advirtió que Ted la estaba cogiendo del brazo, haciéndole tanto daño que no sabía si intentaba tranquilizarla a ella o a sí mismo. Cuando habló, Barbara no supo si estaba intentando creer o comprender.
—No podían matarla, solo corromperla. Y no lo consiguieron, al menos por completo. Se ha concedido otra oportunidad.
Barbara tenía que creer que era cierto. Cuando Ted logró coger sus manos, que seguían extendiéndose hacia la carbonizada oscuridad, y la obligó a girarse, vio que las llamas distantes ascendían más allá de las marismas. En cierta ocasión, Angela había visto un espectáculo similar. El viento gemía entre la hierba, el río chocaba contra los pilones de madera, el cielo de oriente empezaba a palidecer. Se apoyaron en un poste del embarcadero y se abrazaron el uno al otro con fuerza, incapaces de hablar. Barbara observaba las llamas eternas intentando creer, mientras esperaban al amanecer bajo la fría oscuridad.