Una sacudida repentina arrojó a Barbara contra un lado de la furgoneta. Intentó incorporarse para poder mirar por la ventanilla trasera; sus manos atadas forcejearon a sus espaldas, su hombro derecho palpitaba de dolor. El olor a polvo inundaba sus fosas nasales y la boca le sabía a tinta y papel debido a la carta con la que la habían amordazado. Tenía ganas de vomitar. Quizá, eso le ayudaría a liberarse de su mordaza.
La furgoneta aceleró por el área de Dockland. Almacenes blancos se alzaban entre las calles desiertas y bloques de luz revoloteaban bajo las resplandecientes farolas. ¿La secta estaría buscando un lugar tan desierto como aquel? Multiplicó sus esfuerzos por romper sus ataduras. Tenía que liberarse antes de que la furgoneta se detuviera, antes de que fueran a por ella.
Sus forcejeos no estaban teniendo ningún éxito. Las medias que estrangulaban sus muñecas y tobillos, por muy débiles que le hubieran parecido siempre como prendas de ropa, se habían convertido en ataduras irrompibles. Tenía poco espacio para forcejear, puesto que la parte de atrás del vehículo, que resultaba opresivamente estrecho, estaba repleta de equipaje, en su mayor parte maletas y baúles puestos del revés. Los seguía otra furgoneta, así que aunque lograra liberarse no podría abrir las puertas sin que se dieran cuenta. De todos modos, siguió peleándose con sus ataduras, intentado liberar sus muñecas, aunque las medias le cortaran la piel. Tenía que seguir intentándolo mientras aún tuviera una oportunidad de salvar a Angela.
¿Pero acaso seguía habiendo una oportunidad, cuando ya había estado tan equivocada respecto a ella y su iniciación? Por supuesto que no era algo que tuviera lugar cuando el niño cumplía trece años, sino que esa era la edad a la que se completaba. Sin duda alguna, la iniciación de Angela había comenzado en el mismo momento en que la secta la secuestró.
Y aquel juego que había tenido con su madre, obligándola a ir de un lado a otro, había formado parte del ritual. Puede que Angela hubiera seguido engañándola, confundiéndola y agotándola hasta matarla si la secta no hubiera tenido que abandonar Glasgow apresuradamente. Ahora que la habían capturado, ¿en qué consistiría el resto de la iniciación?
No debía pensar en ello. Sobre todo, no debía darle vueltas al odio que había visto en los ojos de su hija. Era la secta quien le había hecho sentirse así, contándole cualquier mentira… quizá, que Barbara había apartado a su padre de ella, a juzgar por el amargo comentario que había hecho en el coche. No le cabía duda de que la habían envenenado contra ella, pero de momento consideraba más importante recordar que todavía tenían que corromperla por completo. ¿Podía eso significar que, hasta que la iniciación se completara, sería posible salvarla?
Puede que sí, pero cuando Barbara recordó sus ojos tuvo la certeza de que no serviría de nada intentarlo. La psicómetra había tenido razón nueve años atrás: Angela tenía un gran poder, pero ahora ese poder había sido corrompido y puesto al servicio de los sin nombre. No le sorprendía que Ted fuera su mascota. Suponía que lo había sido desde el día que desapareció en Glasgow…, aunque una de las cosas que más le había dolido había sido su mirada indiferente mientras la ataba.
La mirada de Angela había sido aún más dolorosa, pues iba más allá de la indiferencia. Cuando sus ojos se encontraron, Barbara se sintió destrozada e insignificante, útil solo como víctima. Los ojos de Angela le parecían cruelmente azules, embrutecidos. Su mirada la había mantenido completamente inmóvil mientras la ataban y amordazaban. ¿Era Angela la razón de que la secta estuviera tan cerca de su objetivo? ¿Su poder podía ser lo que los sin nombre habían estado esperando?
Barbara no debía pensar en ello porque solo conseguiría desesperarse, y sentía que el poder de la secta se alimentaba de la desesperación. Sus brazos palpitaban y temblaban mientras intentaba aflojar las ataduras de sus muñecas; los huesos de sus tobillos se raspaban entre sí mientras los movía. Seguro que podían ceder un centímetro, o solo medio, para proporcionarle la fuerza adicional que necesitaba.
Las furgonetas ya habían dejado Londres atrás. No había nada a los lados de la carretera, excepto algunas fábricas que brillaban en la distancia, entre campos o marismas oscuras. Los camiones rugían junto a ellos; sus faros proyectaban sombras entre los baúles que llenaban la furgoneta. Entre dos de ellos había una especie de saco o abrigo.
¿Lograría llamar la atención de algún camionero? Intentó arrastrarse hacia las puertas traseras para poder presionar su rostro contra la ventanilla mientras pensaba en cómo comunicarse con el exterior, pero una aglomeración de maletas le bloqueaba el paso. Intentó alzarse sobre ellas (no le importaba caerse), pero era inútil. En cualquier caso, el conductor de la furgoneta de detrás la vería antes de que tuviera oportunidad de hacerlo algún camionero. Entre los baúles, junto a las puertas, la forma del saco o el abrigo le resultaba desagradablemente similar a la de una figura pequeña que se hubiera desplomado.
Buscó entre las maletas un borde de metal con el que pudiera serrar sus ataduras. No encontró ninguno; sin duda alguna, sus secuestradores se habían asegurado de que no hubiera nada de eso a su alcance. Las sombras se movían entre los baúles cada vez que pasaba un camión. La furgoneta le parecía más pequeña y más sucia; de hecho, percibía un olor áspero y seco. Cada vez que la luz de unos faros se deslizaba precipitadamente junto a ella, la forma que descansaba entre los baúles parecía asentir, levantando su rostro desmayado.
De repente, la furgoneta se alejó dando un bandazo de los camiones y accedió a una oscura carretera. Barbara salió despedida sobre el montón de maletas y una de ellas se abrió con un chasquido. Ahora, la única luz procedía del vehículo que los seguía, un par de manchas que se agitaban cerca del techo y dejaban todo lo demás a oscuras. Otro bandazo la arrojó de nuevo contra la pared. Oyó que un objeto caía pesadamente de la maleta abierta y se deslizaba rodando hasta su muslo.
Tras un forcejeo, logró tocar el objeto con la mano. Puede que fuera un adorno o algo igualmente frágil, porque estaba envuelto en un paño manchado que al tacto parecía rígido. Tenía algunas partes blandas, ¿o era el paño? Puede que fuera algún tipo de recipiente, pues se había abierto por la mitad en su envoltorio. ¿Por qué el olor a tierra que desprendía era tan horrible? Aunque no tenía ninguna razón para alejarse del objeto envuelto, se retorció violentamente hasta que logró enviarlo de una patada al otro extremo.
Cuando la furgoneta se detuvo se sintió aliviada, pero cuando los faros del vehículo que los seguía se apagaron, su alivio se desvaneció. Estaba sola en la oscuridad; el olor a tierra y a polvo se agitaba entre ella y las puertas. Aunque el papel la estaba asfixiando, se mantuvo completamente inmóvil, como si eso fuera a hacerla invisible. Para cuando acudieron en su búsqueda, estaba temblando por el esfuerzo o por el miedo.
Al principio pensó que no había nada en el exterior de la furgoneta, solo oscuridad azotada por un viento sibilante, pero cuando sus ojos se adaptaron a la luz descubrió que estaba cerca de un pequeño río que seguramente desembocaba en el Támesis. A su alrededor, las marismas centelleaban bajo un cielo que resplandecía como la niebla. Las gaviotas revoloteaban a lo lejos, chillando. Aquellas manchas en el horizonte podían ser colinas o nubes. Las masas de oscuridad que había río arriba eran casas que, quizá, estaban abandonadas, pues no había ninguna ventana iluminada.
Angela se acercó al lugar en el que dos de los hombres tenían sujeta a Barbara y miró a su madre un buen rato; su oscuro rostro era inescrutable como la niebla, pero sus ojos brillaban. Por fin miró más allá de Barbara, hacia la furgoneta en la que había estado encerrada. Barbara no entendía por qué sus secuestradores se estaban poniendo nerviosos ni por qué la sujetaban con más fuerza, hasta que oyó que algo salía del vehículo.
Ted lo vio antes que ella. Su rostro se retorció, horrorizado, pero al instante volvió a perder toda expresión. Momentos después, la forma diminuta había avanzado a tropezones hasta Angela. En la oscuridad, Barbara podría haberla confundido con un niño, pero su cabeza inestable era desproporcionadamente pequeña y su piel parecía aletear. La criatura dejó caer a sus pies aquel objeto envuelto que olía a tierra. Cuando el envoltorio empezó a abrirse, Barbara cerró los ojos.
—Pensé que deberías ver esto —dijo Angela—. Pertenecía a tu amiga Gerry Martin.
Barbara esperó lo máximo posible antes de abrir los ojos de nuevo. Cuando lo hizo, Angela estaba sosteniendo por el pelo el objeto desenvuelto, para que lo viera mejor. No era tan malo como había temido; de hecho, estaba tan incompleto que podía fingir que era irreconocible. De todos modos, apartó la mirada, amordazada por la bola de papel.
—No importa —dijo Angela, encogiéndose de hombros—. Tú también serás así cuando hayamos terminado contigo, solo que en tu caso nos llevará más tiempo.
Tendió el objeto a la criatura enana que, al instante, se alejó con indecisión hacia las marismas. Barbara era incapaz de reaccionar. Lo único en lo que podía pensar era en cómo se habían apartado todos de aquella cosa. Todos excepto Angela.