Capítulo 35

Los aviones despegaban sin cesar en silencio y reducían su tamaño hasta mezclarse con las nubes. Abajo, en el vestíbulo, los viajeros se movían apresuradamente buscando amigos o información, pero Barbara por fin podía estar sentada. La coca cola había apagado su sed y el ron estaba suavizando la presencia del aeropuerto, hasta que pareció ser lo bastante irreal para que su sueño se hiciera realidad.

Al principio creyó que todo era una broma. Aquella joven tan segura de sí misma, de cabello pajizo y estropajoso, no podía ser Angela, no podía ser la niña que había necesitado tanto a su madre. Sin embargo, se parecía mucho a ella, su rostro era muy similar al del bosquejo que había visto tras la muerte de Margery. Cuando la joven se había levantado del banco de plástico, mirándola fijamente con sus profundos ojos azules, Barbara había visto la hoja de trébol púrpura en su hombro izquierdo. Entonces se había levantado y la había abrazado con fuerza, sollozando.

Ahora, Angela le sonreía calmadamente desde el otro lado de la mesa del bar del aeropuerto, intentando convencerla de que su nerviosismo era natural, de que todo iría bien. Era lógico que Barbara se sintiera violenta: había perdido a una niña de cuatro años de edad y se había reencontrado con una adolescente. Quizá nunca había creído que alguna vez volverían a reunirse. La madurez de Angela podía resultar dolorosa (nadie en el bar había cuestionado su edad), pero también era reconfortante, porque significaba que había sobrevivido a los últimos nueve años.

Miró a su hija esbozando una sonrisa. Angela se sentía segura porque estaba con su madre. Su voz no había sonado confiada cuando estaba en manos de la secta, cuando no sabía qué podía ocurrirle. De pronto recordó las preguntas que necesitaba formularle; no deseaba molestarla, pero necesitaba saberlo.

Cogió la mano de Angela para anclarla en el presente.

—¿Cómo escapaste? Cuando fui a la dirección que me dio Ted, la casa estaba vacía. —Barbara empezaba a darse cuenta de la cantidad de cosas que no debería mencionar nunca o, al menos, hasta que transcurriera un largo tiempo.

—Cuando supe que iban a mudarse una vez más, lo llamé. Salí en cuanto lo vi. Después vinimos aquí a esperarte.

La búsqueda policial debía de haber provocado que sus secuestradores bajaran la guardia. En ese caso, pensó Barbara con ironía, debería haber llamado a la policía meses atrás. El final de su búsqueda había resultado ser prácticamente un anticlímax: Angela no parecía ser consciente de lo peligrosa que había sido su situación, de lo aterrada que había estado su madre. Eso era bueno, pero a Barbara la inquietaba pensar qué estaría haciendo la secta.

—¿Sabes adónde han ido?

Angela se encogió de hombros.

—Ya deben de estar lejos.

¿Cómo podía saberlo? De repente, Barbara se sintió terriblemente inquieta. Estaban rodeados de extraños y cualquiera de ellos podía estar observándolos. Si alguno de ellos estaba esperando la oportunidad de capturar de nuevo a Angela, suponía que la muchacha lo reconocería, ¿pero y si no advertía a tiempo su presencia? ¿Las mujeres de la mesa que había junto a la salida no iban vestidas de forma demasiado andrajosa para coger un avión? ¿El hombretón que había enfrente de ella estaba mirando de reojo a Angela solo porque sospechaba que era menor de edad?

—Será mejor que nos vayamos —dijo de repente—. Ya me encuentro bien.

Y en cuanto Ted se levantó, supo que era cierto. Él podría ocuparse de cualquiera que intentara apartar a Angela de su lado. Angela estaba a salvo con Ted y su madre. Cuando la multitud que había al pie de las escaleras mecánicas se cerró a su alrededor, Barbara se mantuvo vigilante, pero no sintió miedo.

Ted las condujo hacia el coche, que estaba estacionado cerca del edificio.

—¿Te importa conducir hasta Londres? —preguntó Barbara—. No creo que me encuentre en condiciones de coger el volante.

—No me importa en absoluto —respondió, mirándola con una expresión vacía—. De hecho, insisto.

Entraron en Glasgow para recoger su equipaje y después Ted insistió en que comieran algo antes de iniciar el largo viaje de regreso. Encontraron una hamburguesería enfrente de la estación de trenes y Barbara recordó la noche que habían perseguido a la mujer asimétrica. La secta había estado allí, en Glasgow, a pesar de que Ted le había dicho lo contrario, pero ahora no importaba. Se sentía a salvo en el restaurante, sobre todo porque no había ninguna ventana que diera a la calle. Diversas Doris Day y Marilyn Monroe jóvenes brillaban en las paredes. Angela cogió su hamburguesa con las dos manos y, al mirarla, Barbara sintió que la invadía una oleada de amor.

Cuando cogieron la autopista a las afueras de Carlisle eran casi las cuatro de la tarde. Por fin, Barbara pudo advertir que había empezado el otoño: el sol era una mancha de luz sobre los descoloridos árboles y las hojas se apiñaban bajo los coches. Se sentó en la parte de atrás, con Angela, mientras Ted conducía y sintonizaba la radio. Seguía deseando abrazar a Angela con todas sus fuerzas, pero sentía que la pequeña aún no estaba preparada. Habían transcurrido nueve años. Ahora eran dos extrañas y Angela se encontraba en un mundo diferente al que había conocido. Después de nueve años de confinamiento era posible que la libertad le resultara inquietante.

Durante un rato, Barbara permaneció sentada en silencio junto a ella, sintiendo que aquello era una muestra de la paz que compartirían. Hileras ordenadas de pinos desfilaban en el horizonte, algunos coches se deslizaban por la autopista. Ted había encontrado una emisora local: pop americano con interrupciones escocesas. Estaban dando la información sobre el tráfico: los trenes a Londres sufrían las consecuencias de una huelga; nieblas repentinas en la M6 entre Penrith y Kendal; un tramo de la Inner Ring Road de Glasgow se había cerrado temporalmente debido a que había explotado una casa y los escombros se habían diseminado por los tres carriles. La policía sospechaba que la explosión se debía a una fuga de gas.

—Dios mío, yo lo hice —gritó—. Esa es la casa.

Cuando Angela sonrió fugazmente, Barbara lamentó haber hablado. La casa y su influencia habían sido destruidas, pero aunque eso pudiera ayudarla a olvidar su experiencia en ese lugar, una experiencia que parecía haber tenido lugar años atrás, no debía recordarle los días que había vivido allí. Seguramente, la muchacha tenía otros recuerdos.

—¿Te acuerdas de nuestra casa en Otford? Allí estaba aquel riachuelo que te gustaba tanto, justo al otro lado del campo que había junto al palacio del arzobispo. Y los patos de la rotonda siempre te hacían reír.

Le estaba hablando como si fuera pequeña, pero no sabía de qué otra forma podía hacerlo; todavía tenía que asumir el hecho de que Angela ya no era una niña.

Sin embargo, ella estaba respondiendo.

—Recuerdo algunas cosas. La tía Jan vivía en la casa de al lado. Solías dejarme con ella. —Por un instante, Barbara pensó que iba a recordarle que la habían secuestrado, quizá para acusarla, pero Angela continuó—: Y me escuchabas con un intercomunicador cuando estaba en mi habitación.

—Correcto. —De repente recordó las palabras que solía oírle decir—. ¿Recuerdas a tu padre? —balbució.

—¿Cómo podría? —Su voz sonó amarga—. Se marchó.

¿Esa era una forma infantil de decirle que había muerto antes de que naciera, o acaso tenía otro significado? Barbara no quería preguntárselo.

—Parece que Otford fue hace tanto tiempo… Es casi como si hubiera ocurrido en otra vida —dijo, esforzándose en dirigirse a ella como una igual—. Desde entonces he tenido más éxito. Me va bastante bien, creo. Sin embargo, hasta ahora no he tenido a nadie con quien compartirlo.

Cuando le apretó la mano, advirtió que Angela le respondía. Sin embargo, el hecho de que Ted las estuviera escuchando le hacía sentir que estaba recurriendo a clichés y que, quizá, estaba siendo desleal a su sueño secreto de compartir su vida con él (quizá, también él había soñado lo mismo alguna vez). Pero Ted no parecía estar escuchando; había centrado toda su atención en la carretera.

A las cuatro y media cruzaron la tierra de los lagos envueltos en una densa niebla. Ted había apagado la radio y el único sonido era el zumbido del motor. Cuando las rocosas laderas se disolvieron y una gris suavidad rodeó el coche, Barbara sintió que las abotargadas paredes de la casa se cerraban sobre ella. Necesitaba dormir, eso era todo. Ahora que tenía a Angela, ahora que Ted estaba allí para cuidar de ella, podía dormir tranquila.

La niebla se fue disipando a medida que se aproximaban a la intersección de Kendal. Ted pasó a toda velocidad junto a varios autoestopistas que mostraban señales en las que ponía Glasgow. En su mayoría eran adolescentes (Barbara se preguntó si la secta habría capturado alguna vez autoestopistas), pero también había un hombre considerablemente mayor. Por un momento se preguntó si sería Arthur, hasta que vio su rostro.

En cuanto dejaron atrás Kendal, el paisaje se hizo más llano. La monótona carretera parecía irreal, como una simulación en una máquina de recreativos, el mismo tramo de carretera desenrollándose una y otra vez. Tras la repentina y falsa visión de Arthur se sentía exhausta, pero intentó permanecer despierta.

—Se me ocurre algo —le dijo a Angela—. ¿Te gustaría ir de vacaciones? Tenía intención de ir a Italia este año y creo que lo haré, para celebrarlo. Antes tengo que preparar la subasta del libro de uno de mis escritores, pero en cuanto lo haga iremos.

Aquello le hizo recordar.

—¡Oh, Ted! ¡Aún no te he dado las buenas noticias! He encontrado un comprador para tu novela. Supongo que comprendes que se me haya olvidado decírtelo, ¿verdad? Cathy Darnell se pondrá en contacto contigo.

—De acuerdo.

Por el tono de su voz parecía que no había comprendido lo que le decía. Realmente debería intentar dormir, pues tenía la impresión de que estaba compartiendo el coche con un par de desconocidos. Era consciente de que Angela sería una desconocida durante cierto tiempo… y, sin duda alguna, Ted estaba intentando adaptarse a la situación. Sin embargo, aquella sensación la inquietaba; lo mejor que podía hacer era dormir.

El estruendo de los camiones la despertó. Estaba rodeada de camiones y hormigón. El ruido la envolvía, cerrándose sobre su mente. La casa había sido destruida, pero no su poder. Los había traído de vuelta a aquel lugar, a la jaula de hormigón.

Entonces vio que no se encontraban en la Inner Ring Road, sino en la autopista, a las afueras de Birmingham, en medio de una maraña de carreteras. Se relajó, aunque su corazón latía a toda velocidad, y entonces se dio cuenta de que Ted estaba en el carril equivocado. Las estaba llevando a Birmingham.

Cuando le indicó su error, él miró furioso por el retrovisor. Debía de ser por el tráfico que tenía detrás, no por ella. Había conducido durante cuatro horas sin descansar, ¿y cuántas horas debía de llevar despierto para haber llegado a la casa de Glasgow antes que ella? Deseaba poder ofrecerse a conducir, pero aún se sentía adormecida.

Cuando se aproximaron a la cafetería de la autopista de Corley insistió en hacer un alto para descansar. El largo edificio estaba repleto de familias con niños pequeños que comían entre lloros. No se sentía mejor a pesar de haber dormido, pues cada vez que entraba alguien en la cafetería se ponía tensa, incluso cuando los recién llegados parecían familias. Al fin y al cabo, los miembros de la secta también tenían hijos.

Ahora que Angela estaba junto a ella, ¿no debería sentirse tranquila? Tras nueve años de confinamiento era lógico que su hija ya no irradiara paz. Puede que aún conservara sus poderes y, quizá, estos volverían a manifestarse con el tiempo. Además, era bueno que Barbara estuviera alerta. ¿Pero realmente lo estaba, si tenía la impresión de estar sufriendo alucinaciones? Arthur había aparecido en la salida y gesticulaba apremiante pero, por supuesto, cuando lo miró con atención vio que no era él.

Abandonaron la cafetería al oscurecer, a pesar de que Ted no parecía deseoso de ponerse en marcha. Cuando le preguntó si le importaba seguir conduciendo, le respondió con un grito: «Por supuesto que no». Barbara se preguntó si se mostraba irritable porque, en parte, se sentía excluido de la reunión.

Mientras recorrían los últimos cien kilómetros que los separaban de Londres, el paisaje se fue haciendo más suave, borroso y gris. Los campos se estaban convirtiendo en extensiones reducidas de niebla, los arbustos de los bordes de la autopista eran masas de relleno que se estremecían bajo la brisa, el horizonte se estaba acercando. Cuñas gemelas de luz pasaban rugiendo junto a ellos, una y otra vez. Una caravana con las luces apagadas se balanceó cerca del coche y Barbara creyó ver un rostro pegado a su ventanilla trasera. Los ocupantes de los vehículos que pasaban junto a ellos parecían devolverle la mirada, sobre todo los de aquellos que iban en el mismo carril que Ted. Debía de estar teniendo alucinaciones, porque a la orilla de la carretera había una figura esquelética y encorvada que parecía avanzar a la misma velocidad que el coche, moviéndose a grandes zancadas entre los arbustos, entornando los ojos entre las manchas de espesura.

Llegaron a Hendon aproximadamente a las diez. Ted, que parecía tener dificultades para seguir la carretera, en cierto momento empezó a dirigirse hacia la autopista, hasta que advirtió que ambas mujeres lo miraban fijamente. Barbara había insistido en que pasara la noche con ellas y él no había objetado nada. Deseaba que permaneciera a su lado, por si la secta intentaba algún truco más. Mañana, ya pensaría en ello mañana.

Antes de llegar a St. John’s Wood tuvieron que detenerse ante varios semáforos. Barbara comprobó una y mil veces que todas las puertas del coche estaban cerradas. ¿Y si alguien las abría mientras el vehículo estaba parado y se llevaba a Angela? En Euston Road pasaron diversos viandantes por delante del coche, y todos y cada uno de ellos le hicieron ponerse tensa, incluso el hombre de rostro entristecido que se parecía a Arthur. ¿Acaso el resto de su vida con Angela sería así?

Ni siquiera en el Barbican se sentía segura. El garaje subterráneo estaba sumido en la penumbra; sus rincones eran oscuros e inquietantes. Barbara intentó convencerse a sí misma de que era la luz de los fluorescentes la que hacía que la oscuridad de los rincones pareciera moverse. Sin embargo, el techo parecía más bajo que nunca. Estaba rodeada de coches y furgonetas, y en cualquiera de ellas podía estar preparándose una emboscada.

Barbara le dijo a Angela que permaneciera con Ted, que estaba sacando su equipaje del maletero, mientras ella se adelantaba para abrir la puerta del apartamento, pues así podría recorrer las desordenadas hileras de vehículos y comprobar que no había nadie escondido en el garaje. Subió los escalones de la galería y descubrió que seguía estando nerviosa. Largos dedos oscuros buscaban a tientas la iglesia, bajo el sauce; el viento murmuraba tras los menudos pilares de hormigón. Su sombra, que le siguió desde el aparcamiento, parecía moverse con rapidez por los rincones más oscuros; pero, por supuesto, solo era su sombra.

Intentó convencerse a sí misma de que no tenía ningún motivo para estar nerviosa. Angela estaba a salvo con Ted y no había razón alguna por la que la secta pudiera querer a Barbara. A pesar de todo, se sintió aliviada cuando llegó a su apartamento. Ya tenía la llave en la mano. Abrió la puerta rápidamente y encendió la luz.

Por fin estaba en un lugar que le resultaba familiar: la moqueta verde oscuro; el papel tapiz plateado, cuyo dibujo se movía discretamente cuando avanzabas; la litografía de Escher que invertía por completo la perspectiva; incluso el olor de su perfume, que se demoraba en el aire con una intensidad que nunca había advertido. Pero lo primero que vio fue la carta que había justo al otro lado del umbral. Dejó la puerta abierta y avanzó por el pasillo con la carta en la mano.

La carta procedía de Hemel Hempstead; la dirección de Kodak había sido tachada del sobre. En un minuto vería qué noticias tenían que darle los padres de Iris, pero antes quería abandonar el pasillo, que le parecía más estrecho de lo que debería. Debía de ser un efecto secundario de su experiencia en Glasgow, pero esperaba que se desvaneciera en cuanto encendiera todas las luces.

Encendió la luz principal de la sala de estar y entró, mientras introducía una uña bajo la lengüeta del sobre. Ted debía de haber tirado un frasco de colonia en sus prisas por recoger su equipaje para Nueva York, pues el olor era abrumador. Tras dar unos pasos más, levantó la mirada para ver qué iba mal.

Al instante la carta se le cayó de las manos, pero pareció tardar varios segundos en caer. Era como si su sobresalto la hubiera detenido, congelándola en su vuelo del mismo modo que había congelado sus pensamientos. Libros y discos se diseminaban por el suelo. Todos los muebles estaban fuera de su sitio y parecían sucios y pegajosos. El álbum de fotos descansaba sobre la alfombra, delante de ella, pero la mayoría de las fotografías estaban rotas en pedazos.

Buscó desesperada el interruptor de las lámparas de pared (pensando que los sectarios habían entrado en su casa y habían dado rienda suelta a su frustración al no encontrar a Angela allí, y que necesitaba más luz para ver cuánto daño habían causado y para que la sala no le resultara tan opresiva) cuando dos chavales, un niño y una niña de unos ocho años, aparecieron tras los estantes. Ambos la miraron con ojos brillantes mientras un brazo de hombre se cerraba con fuerza alrededor de su garganta.

Cuando su visión empezó a oscurecerse, la presión remitió. Al parecer, la querían viva. Ahora podía verlos a todos: había dos docenas o más, saliendo de otras habitaciones. Al ver a la mujer asimétrica empezó a forcejear con fuerza e impotencia, asfixiándose. ¡Habían encontrado otro lugar donde esconderse! Se preguntó tediosamente si sus poderes les permitirían abrir puertas sin necesidad de llaves.

Se obligó a relajarse, en la medida de lo posible, para que su captor la dejara respirar. Aunque el aroma del perfume inundaba el piso, percibía su olor a sudor rancio y a cannabis. Suponía que él sabía que el piso estaba insonorizado, y que esa era la razón por la que había relajado lo suficiente la presión para que pudiera gritar si lo deseaba. Aquella era su oportunidad. En cuanto se abriera la puerta, gritaría a Ted y Angela que corrieran. Mientras Angela estuviera a salvo, no le importaba lo que los miembros de la secta pudieran hacerle.

Cuando la llave entró en la cerradura, un hombre de rostro lánguido se situó justo detrás de la puerta. La llave forcejeó unos instantes en el cierre y entonces la puerta empezó a abrirse. El brazo se tensó sobre su garganta, impidiéndole emitir sonido alguno.

Pero sus secuestradores habían cometido un error. Aunque la oscuridad había empezado a envolverla, era consciente de que, tal y como estaba situada, podrían verla desde el pasillo. Ted la vería al instante. Quizá podría decirle con la mirada que salvara a Angela, que no la pusiera en peligro para salvarla a ella.

Cuando la puerta se abrió, Angela apareció en el umbral. Ted se alzaba tras ella, con el rostro carente de expresión. Ambos entraron con rapidez. Mientras Ted cerraba la puerta de un portazo, Angela miró a su madre y a los demás, abriendo los ojos de par en par. El repentino poder de la secta fue tan intenso que le resultó enfermizo. La muchacha sonrió triunfante, la victoria de un juego prolongado.

—Será mejor que la amordacéis antes de que la bajemos —ordenó.