Solo quedaba la puerta de atrás. No debería darle miedo regresar una vez más a la cocina: allí había más luz que en el vestíbulo y todavía sostenía en sus manos el tubo de cobre. Podía romper el cristal de la puerta, que estaba más bajo que la ventana que descansaba sobre el fregadero, y escapar por allí. Las piernas le temblaban de miedo, pero podía correr. No tenía tiempo para pensar.
En cuanto llegó a la cocina olvidó qué puerta estaba buscando. La más cercana, por supuesto, la que conducía a las escaleras del sótano. Podía esconderse allí. Los suaves pasos ya habían llegado al vestíbulo y se estaban acercando de forma lenta pero implacable. Una extremidad debía de ser considerablemente más larga que la otra, y el cuerpo parecía reptar por ambas paredes a la vez.
De pronto, el estruendo del tráfico se impuso sobre cualquier otro sonido, impidiéndola oír incluso los gemidos de pánico que se le escaparon al darse cuenta de dónde había estado a punto de esconderse. Corrió hacia la puerta cerrada, levantando el tubo con ambas manos. No se atrevió a mirar atrás mientras golpeaba la ventana con todas sus fuerzas.
Puede que la ventana estuviera preparada para mantener alejados a los ladrones, pues el extremo del tubo se curvó ligeramente mientras que el cristal permaneció intacto. Una forma cada vez más clara se seguía aproximando por la penumbra del vestíbulo. Barbara golpeaba sin cesar el cristal, pero el hecho de no poder oír los golpes enfatizaba la sensación de inutilidad.
En la ventana se abrió una grieta que parecía una ramita minúscula. Cuando la golpeó con el tubo, fragmentos de cristal cayeron al exterior, centelleando bajo la luz de un sol que parecía estar completamente fuera de su alcance. Se sujetó al marco de la puerta y se apoyó en una pierna temblorosa para quitarse el zapato y empujar con el talón los fragmentos de cristal. El agujero era lo bastante grande para que pudiera pasar por él… De hecho, ahora era más grande, porque un fragmento del tamaño de su cabeza acababa de desplomarse de la parte superior del marco y había estado a punto de caer sobre ella. ¡Si tan solo fuera capaz de trepar hasta allí!
Nunca había sido una persona atlética. Si hubiera sido capaz de levantar la pierna hasta la altura de la ventana, habría pegado una patada al cristal en vez de haberse quitado el zapato. Intentó sujetarse al marco, pero había afilados fragmentos de cristal incrustados allí donde ponía la mano. Podía ver movimiento en el vestíbulo, una sombra que parecía casi tan grande como el umbral, pero sus manos seguían negándose a sujetarse al cristal.
Entonces vio el mueble de la cocina. Estaba bastante cerca de la puerta. Lo acercó un poco más y sintió que algo se desprendía de la pared. De repente empezó a oler a gas… y puede que fuera eso lo que empezó a cerrarse suavemente sobre sus pensamientos, haciendo que se preguntara por qué estaba tomándose tantas molestias cuando había una puerta abierta esperándola.
Se subió a la cocina lo más deprisa que pudo, apoyando un pie en el horno. El zapato resbaló en la grasa y tuvo un rápido atisbo de su obturado interior, pero ya había sacado medio cuerpo por la ventana rota. El vidrio arañó sus hombros, sus palmas se apoyaron en los arenosos ladrillos que había a ambos lados de la puerta, sus pies se impulsaron sobre los fogones y de repente se encontró cayendo de cabeza al suelo que había al otro lado de la puerta.
En la caída se magulló los antebrazos y se dislocó el hombro derecho. El tubo de cobre cayó de sus manos. Se puso en pie de inmediato y corrió hacia los pilares de hormigón. Aunque estaba de vuelta en el mundo real, le aterraba que algo la estuviera esperando al otro lado de la casa. Pero no se movía nada, excepto algunos papeles entre la basura, y no había nada escondido entre los pilares. De todos modos, no se atrevió a dejar de correr después de cruzar la calle ni cuando dejó atrás la estación de servicio.
Finalmente redujo la velocidad lo suficiente para poder pensar. Había algunos viandantes cruzando un estrecho puente que llevaba a Sauchiehall Street. Las campanas de la iglesia se hacían oír entre el tráfico, aunque sonaban distorsionadas, como fallos en un motor. Aquellas personas parecían normales, de modo que decidió seguirlas. Mientras cruzaba el puente, todos aquellos que la miraban a los ojos fruncían el ceño o apartaban rápidamente la mirada.
¿Acaso parecía tan desesperada como se sentía? La secta debía de haber buscado otro lugar en donde esconderse al descubrir que la policía estaba buscando a la anciana a la que habían secuestrado. Mucho peor que el hecho de que la hubieran engañado una vez más era pensar que, quizá, Angela estaba implicada en lo que fuera que habían hecho en aquel sótano. No, seguro que aún no había sido iniciada. Barbara debía aferrarse a aquella convicción, porque no tenía nada más a lo que aferrarse.
Ya había recorrido la mitad de Sauchiehall Street, siguiendo a los viandantes, cuando fue consciente de adonde se dirigía. Necesitaba sacar un poco de dinero para poder coger el autobús hacia el aeropuerto. Necesitaba ver a Ted, estar con él. Sentía que él era la única estabilidad que tenía.
Aunque a duras penas podía creerlo, todavía no eran las diez. Ted le había dicho que la esperaría al otro lado de la aduana a partir de las once y media. Deslizó su tarjeta de plástico en la ranura de la pared exterior del banco y esperó a que la cubierta metálica descubriera el teclado para poder pulsar su código secreto.
No ocurrió nada. Intentó empujar la cubierta, por si se había quedado enganchada, pero estaba pegada como una lapa. Tardó un rato en advertir las débiles letras electrónicas que centelleaban sobre la ranura: «Tarjeta no válida». ¿Entonces, por qué la máquina no se la había devuelto? En un momento supo la razón, pues sobre las centelleantes letras apareció con un chasquido una etiqueta roja de metal: «Fuera de servicio».
La cubierta centelleó con una inexpresividad tan inocente que le pareció estúpida. La ranura era demasiado estrecha para su mano; además, no le cabía duda de que la tarjeta se encontraba en las profundidades de la máquina. Estaba a punto de gritar, ¿pero de qué iba a servirle? Aunque la pesadilla que estaba viviendo parecía haberse convertido en una farsa, seguía siendo insoportable.
Tendría que ir caminando. En Inner Ring Road había visto la señal del aeropuerto, que se encontraba a varios kilómetros de distancia, al otro lado del río. Jamás lograría llegar a tiempo. ¿Y si iba a la estación de autobuses y le suplicaba a uno de los conductores, a cualquiera que pudiera ayudarla, que la dejara montar? Lo más probable es que fuera una pérdida de tiempo.
Empezó a caminar hacia el río. La gente la miraba como si hubiera olvidado que aquel era un día de descanso. Por fin encontró un puente, acurrucado al pie de las pronunciadas calles, entre una bandada de grúas inmóviles. Tardó diez minutos en cruzar el río. El agua rozaba sus pies, recordándole con malicia su lentitud.
Al dejar atrás el puente no vio por ninguna parte la carretera que conducía al aeropuerto. Minutos después encontró la señal, que la condujo por una zona residencial. Las iglesias hacían que las pulcras y pálidas casas sonaran como cajas de música. En los pequeños y cuadrados jardines delanteros había niños pequeños empujando tubos tintineantes, montados en coches de plástico o columpiándose. Anduvo durante más de veinte minutos por aquellas plácidas calles.
Después, la carretera la condujo por el campo, bajo un cielo que parecía estar remendado de vapor y de humo y que parecía no moverse en absoluto. Le dolía la espalda y su vestido estaba húmedo. La arena del pavimento le mordisqueaba los pies a través de los zapatos.
Cada vez que hacía autoestop sentía un intenso dolor en el hombro. Un par de conductores redujeron la velocidad, pero volvieron a acelerar al ver su rostro. La carretera olía a césped, pero en su cabeza permanecía el hedor del sótano, la imagen de la jaula. ¿Qué estarían haciendo ahora, allá donde se hubieran llevado a Angela?
A las once ya no existía ninguna acera, de modo que tuvo que avanzar por el campo intentando mantenerse lo más cerca posible de la carretera. La frondosa hierba obstaculizaba todos y cada uno de sus pasos. Las mariposas se alejaban aleteando, retazos de color que se desvanecían momentáneamente al volar, como si su visión fuera irregular. Los coches brillaban como fuentes en la distancia. Sentía que su garganta estaba tan resquebrajada como el suelo de la orilla de la carretera.
En ocasiones se veía obligada a desviarse tanto que solo podía seguir la carretera con los ojos. Tuvo que cruzar alambradas de púas y suelo industrial (uno de aquellos terrenos era propiedad de Rolls-Royce), pero nadie pareció advertir su presencia. Estaba demasiado exhausta para caminar en línea recta y decidió tumbarse en el suelo unos minutos para descansar. Eran las once y veinte y no había ninguna señal del aeropuerto.
Siguió caminando y varios minutos más tarde empezó a ver aviones, centelleantes miniaturas que ascendían o descendían por hilos invisibles, aunque prácticamente era mediodía cuando, por fin, el aeropuerto apareció ante sus ojos. Tuvo que regresar a la carretera para cruzar un pequeño canal y, cuando el tráfico le permitió acceder al puente, estaba llorando de rabia.
Al llegar al otro lado empezó a correr. El edificio del aeropuerto se tambaleaba de un lado al otro, pero se mantenía a la misma distancia. Los conductores de los coches debían de pensar que estaba borracha, pues se apartaban lo máximo posible de ella y algunos incluso frenaban hasta que la dejaban atrás. Un profundo estruendo ensordecía sus oídos. Puede que fueran los aviones del cielo.
Junto al edificio del aeropuerto había un autobús que podría haber cogido si hubiera tenido dinero. Se volvió hacia él para ver a sus pasajeros, pero ninguno de ellos era Ted. Avanzó dando bandazos hacia la terminal, y se hubiera apoyado en las puertas para sujetarse si estas no se hubieran abierto ante ella.
Al entrar, no advirtió lo fresco que estaba el edificio. Un reloj digital marcaba las doce y treinta y siete. Todo se apiñaba a su alrededor. Cientos de personas hablaban en pequeños grupos y hacían cola ante los mostradores y escuchaban voces amplificadas en el aire y subían de dos en dos las escaleras mecánicas. Los animales subían en parejas, la voz era un ordenador que tenía que hablar con números, como un oráculo traduciendo en voz alta su propio código. El equipaje se alejaba navegando hacia el otro lado del escenario, para no volver a ser visto nunca más, como Angela. Las personas se giraban, sonreían, sonreían porque estaba tan desesperada que aún tenía la esperanza de que una de ellas pudiera ser Ted, aunque sabía que lo habría reconocido al instante. Girar, girar, girar, era lo que hacía mientras lo buscaba; eran las tres primeras palabras de una canción que había oído cuando estaba embarazada de Angela. Debería haberla llevado siempre consigo, no haberla soltado jamás. Los rostros se giraban, como cuando das la vuelta a una carta esperando ganar…, pero todos eran perdedores. Sentía que su mente estaba a punto de colapsarse.
Por fin vio la señal de Información. Logró llegar a las escaleras mecánicas y se dejó conducir entre una escalonada multitud hacia las gigantescas y brillantes marcas comerciales. Se sentía como si estuviera atrapada en un escaparate, entre maniquíes. La mujer del mostrador de Información le sonrió con eficiencia. ¿El vuelo de Nueva York vía Heathrow? Había sufrido una demora en Heathrow. Barbara sintió una punzada de esperanza. No, continuó la mujer. Ya no estaba en Londres. Había aterrizado hacía rato. Los pasajeros ya debían de haber abandonado el aeropuerto. Si todavía había alguien esperando, debía de estar allí. Allí, señora, donde está aquella mujer con los pantalones malvas y rosas.
Barbara se dirigió tambaleante hacia el grupo de personas que le había indicado, pero antes de que lograra llegar, la mayoría se reencontraron con los pasajeros a los que habían venido a buscar y abandonaron rápidamente la zona. Más allá de las escasas personas que seguían esperando alcanzó a ver a una joven delgada que hablaba en voz baja con alguien que estaba sentado junto a ella en un banco de plástico. Barbara rodeó cojeando a diversos neoyorquinos que se estaban quejando a gritos de que los transportistas debían de estar de huelga, como la mitad de la gente de aquel maldito país, y vio que la otra persona que estaba sentada en el banco era Ted.
No se atrevió a hablar inmediatamente. Se sentó junto a él (había el espacio justo en el banco) y se sujetó a su brazo durante unos instantes. Por fin, fue capaz de decir:
—Gracias a Dios que estás aquí. Temía que te hubieras ido.
Cuando él la miró durante un prolongado momento, en completo silencio, Barbara supo que algo iba mal. Al ver que se levantaba bruscamente, le dijo que le gustaría permanecer sentada unos minutos, pero que le agradecería que fuera a buscarle algo de beber. Entonces advirtió que se apartaba de ella, de ella y de la joven desnutrida de cabello corto y pajizo que estaba sentada al otro lado del banco. La joven tenía algo que decirle y, de repente, Barbara se sintió profundamente deprimida: era otra pista, otra pista falsa, otro movimiento de aquel juego interminable que nunca podría ganar.
La joven la miró fijamente a los ojos.
—Hola, mamá —dijo.