Capítulo 33

En cuanto cruzó la calle y avanzó hacia los pilares se dio cuenta de que podrían verla desde la casa mucho antes de que lograra llegar. Entre el cemento y la puerta principal había una extensión de tierra baldía de unos veinte metros de ancho. Se movió furtivamente entre los pilares, que la protegían de la casa, pero no del estruendo de la autopista, para poder verla mejor.

Era un edificio indefinible provisto de un par de balconadas, situadas la una encima de la otra; el tipo de construcción que pasaría desapercibida entre miles de casas adosadas. Puede que antaño fuera la última casa de la hilera, pero ahora se alzaba sola al final de la autopista. Fuera cual fuera el color que había tenido en sus orígenes, ahora parecía el fondo de una estufa de leña. Sobre las grasientas tejas grises del tejado, las asimétricas chimeneas eran palos astillados.

Las dos ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas y, sin duda alguna, cualquier ventana que hubiera en la parte de atrás también estaría encortinada. ¿Qué se ocultaría tras ellas? Se giró nerviosa, pues acababa de darse cuenta de que el estruendo de la autopista le impediría oír si había alguien a sus espaldas, escondido entre los pilares. Cuanto más tiempo permaneciera allí, más nerviosa se pondría. Era imposible que pudiera dar la vuelta a la casa sin ser vista. Sin concederse tiempo para pensar, se dirigió directamente a la puerta principal.

Una muñeca calva, con la cabeza y las extremidades retorcidas, la miró con una cuenca y un ojo. Barbara observaba las cortinas para ver si se movían, pero por el rabillo del ojo podía ver la basura que había a su alrededor: un retrovisor medio enterrado en el barro, un mosaico de cristales rotos, una chaqueta mojada o un trozo de alfombra, una crisálida gigantesca azul y blanca que en realidad era un zapato, un trozo verdoso de tubo de cobre… Sin detenerse cogió el tubo, cuyo peso le resultó reconfortante. ¿Realmente podría utilizarlo como arma, si en su vida había conocido la violencia? Tal y como se sentía en esos momentos, estaba segura de ello.

Las cortinas permanecieron inmóviles. Las estaba mirando con tanta atención que prácticamente había llegado a la puerta principal cuando se dio cuenta de que estaba abierta. ¿Sería una trampa? Los coches rugían por encima y por debajo de ella, aislándola del mundo. Ninguno de los conductores podría ayudarla; de hecho, dudaba que pudieran verla. Además, aunque advirtieran que estaba en peligro, no podrían detenerse. Levantó el tubo sobre su cabeza y abrió la puerta de par en par de una patada.

El interior estaba tan deteriorado como la fachada, pero más oscuro. Un estrecho pasillo conducía a una cocina descolorida por la grasa y el óxido, dejando atrás dos puertas. Entre las sucias paredes vacilaba una luz opaca que iluminaba tenuemente la ennegrecida moqueta, donde había huellas de barro seco resquebrajadas. Las cañerías se habían roto por alguna parte, pues el agua brillaba como el rastro de un caracol por la pared de la izquierda del vestíbulo, sobre las escaleras. Era evidente que nadie vivía en aquel lugar desde hacía meses.

Después de todo, Ted se había equivocado. Angela no había sido capaz de confiar completamente en él, en una voz desconocida que había respondido al teléfono en el apartamento de su madre. Lo había enviado a una dirección antigua, quizá para darle una lección, y ahora volvía a estar fuera de su alcance. La única razón por la que Barbara reprimió sus ganas de llorar fue porque sabía que, si empezaba, quizá no podría parar jamás.

Por fin se aventuró a entrar. Seguía sujetando el trozo de tubería, aunque no parecía que hubiera nada que temer. Necesitaba ver el lugar donde Angela se había visto obligada a vivir. Puso un pie en el vestíbulo y de repente sintió miedo.

No era solo la oscuridad y el repentino escalofrío que recorrió su espalda. El aire era frío y suave. Tenía la impresión de que algo estaba aprisionando su cuerpo y su mente, sofocando sus pensamientos. Logró convencerse a sí misma de que solo la estaban encerrando sus miedos, el temor a lo que podía encontrar, y que el jet lag estaba haciendo el resto. Nada podía hacerle daño en una casa abandonada. Además, desde donde se encontraba podía ver que las puertas del piso superior estaban abiertas.

Avanzó lentamente por el vestíbulo, hasta que se dio cuenta de que por muy fuerte que pisara no podrían oír sus pasos. Entonces empezó a caminar más rápido, para explorar la casa y salir de allí lo antes posible, porque las paredes del pasillo parecían estar más cerca de lo que creía… pero eso solo se debía a la aprensión, al jet lag y a la penumbra. No podía permitir que sus miedos la vencieran.

Sobre el entarimado de la primera habitación de la planta baja yacían diversos colchones repletos de protuberancias. Pasó junto a ellos con rapidez, y prácticamente había llegado a la cocina cuando se dio cuenta de que había sufrido un bloqueo momentáneo, una sacudida de conciencia, como si se hubiera quedado dormida. No valía la pena examinar aquella estancia: el horno y la alacena estaban abiertos, y sus oscuros interiores eran inquietantemente parecidos a nidos de araña. Se dirigió a la segunda habitación.

Allí no había nada más que media docena de butacas que miraban a un hogar tiznado de hollín. Tuvo una visión grotesca de los miembros de la secta reuniéndose junto al fuego al anochecer, charlando o leyendo el periódico, pues vio que asomaba uno bajo el brazo de la butaca más lejana. Entró en la sala, cuyas paredes, en la oscuridad, parecían estar acolchadas.

Cuando echó un vistazo al periódico no pudo creerse la fecha. Debía de haberla leído mal. Se acercó a las cortinas para abrirlas y permitir que entrara algo de luz, pero retiró la mano nada más tocarlas. Eran como una masa de telarañas, mugrienta y pegajosa. ¿Se habían movido ligeramente solo por su roce? ¿Y si había algo tras ellas o en ellas? Furiosa consigo misma, porque se estaba volviendo tan miedosa como Iris, las abrió ayudándose del tubo de cobre y, a continuación, se volvió hacia el periódico.

No se había equivocado. Era el periódico de ayer. «La policía busca a pensionista desaparecida en Glasgow», rezaba un titular. Aquel titular le parecía funestamente relevante, pero se sentía incapaz de coger el periódico. No deseaba tocar aquella butaca de tres patas, porque en su piel había germinado una especie de pelaje blanquecino. Nunca había visto un cuero que mostrara con tanta claridad su origen animal. De hecho, tal y como se inclinaba hacia ella aquella silla deformada, no parecía estar del todo muerta.

Los miembros de la secta habían vivido en esa casa hasta ayer. Aquellas eran las condiciones en las que habían obligado a vivir a Angela. Salió corriendo de la habitación (era lo único que podía hacer para exteriorizar su horror, su impotencia y su furia), y prácticamente había llegado a la cocina cuando se obligó a tranquilizarse. Aunque sus bloqueos estuvieran causados por la tensión y el jet lag, resultaban sumamente enervantes. Ya estaba bastante asustada como para que encima su cuerpo contribuyera a fomentar sus miedos.

Subió pesadamente las escaleras. Los fragmentos torcidos de la moqueta chapoteaban bajo sus pies, haciendo que una oscura humedad brotara a su alrededor. La entrada del desván se abría sobre la escalera, fuera de su alcance; el agua brillaba sobre el linóleo del piso superior, un goteo oxidado procedente de un desagüe obstruido del cuarto de baño.

Perdió el equilibrio casi al instante. Su palma golpeó la pared, que al tacto era carnosa y peluda. Debía de ser moho. Restregándose violentamente la mano contra la manga, echó un vistazo a las habitaciones.

Una de ellas debía de haber sido el dormitorio principal, pues estaba repleta de colchones. Teniendo en cuenta los que había visto en el piso inferior, en esa casa debían de haber vivido unas dos docenas de personas. Tuvo que entornar los ojos para asegurarse de que no había nadie en ninguno de ellos, de que ninguno de los montones de sábanas raídas se movía. El ruido del tráfico aporreaba su cabeza, las paredes cada vez eran más carnosas. Corrió hacia la siguiente habitación.

Estaba prácticamente vacía, excepto por un archivador ennegrecido. Mientras avanzaba hacia él, advirtió que en la chimenea se amontonaban restos de libros quemados. Cuando los movió, las páginas chamuscadas cayeron al suelo en copos aceitosos que la hicieron toser y oscurecieron aún más la sala, tanto que corrió hacia el archivador con la esperanza de que no contuviera nada que la obligara a permanecer más tiempo en ese lugar. Y no lo había, pues cuando abrió los cajones descubrió que todo había sido destruido, todo lo que había en su interior había sido consumido por el fuego.

Su deseo se había cumplido, pero no se sentía reconfortada. Al contrario, aquel gesto le parecía terriblemente decisivo. Intentaba averiguar qué podía significar aquello, pero el oscuro aire de la habitación revoloteaba a su alrededor y sentía que su cerebro estaba tan obstruido como sus fosas nasales. Salió corriendo de allí, resbalando en el linóleo mojado del pasillo, y bajó las escaleras. Era la penumbra lo que hacía que las paredes parecieran abombadas; el movimiento reptante que percibía sobre ella no era más que la fuga de agua. Ya estaba en la planta baja. En unos instantes habría salido de la casa… o al menos lo habría hecho si la puerta de atrás no hubiera estado cerrada.

Había sufrido otro bloqueo. Por eso había regresado a la cocina, sin siquiera darse cuenta de lo que estaba haciendo. Aquellos bloqueos eran espantosos, sobre todo porque el miedo la habría ayudado a bajar corriendo las escaleras y salir rápidamente por la puerta principal, en vez de haber regresado a la cocina. Sin embargo, no era un bloqueo lo que la estaba obligando a adentrarse unos pasos en la cocina antes de dar media vuelta y descubrir lo que había estado escondido tras el umbral desde el principio: la puerta del sótano.

No habían sido bloqueos. No había sido sofocada su consciencia, sino su voluntad. No pudo hacer nada por impedir que su mano se acercara a la puerta del sótano. Era consciente del tacto del tirador (una masa de polvo o telarañas se aferraba a él y ahora también a sus dedos), pero no podía echarse atrás. Fue incapaz de levantar el tubo de cobre mientras la puerta se abría con un chirrido, entre un repentino y fortuito silencio del tráfico.

Al otro lado del umbral, unos toscos escalones descendían hacia la penumbra. Avanzó un paso. La suavidad de la casa había inundado su cerebro y ahora era incapaz de detenerse. A pesar de que la oscuridad que se extendía al final de las escaleras olía a matadero y tenía la impresión de que allí abajo, conteniendo la respiración, la aguardaba una multitud, solo pudo cerrar la puerta tras ella, bajar los escalones y esperar. Ni siquiera fue capaz de buscar el interruptor de la luz.

Mientras se volvía hacia la puerta para encerrar al otro lado la exigua luz, resbaló y estuvo a punto de caer hacia la oscuridad. Quizá, una parte de su mente estaba alerta a los acontecimientos, porque cuando se sujetó a la pared, intentando recuperar el equilibrio, su mano libre golpeó el interruptor. La luz se encendió a sus pies, permitiéndole ver hacia dónde se dirigía.

Aunque el sótano no era grande, la luz era demasiado débil para iluminar los rincones. ¿Estaban llenos de sombras o de algo más? Por muy vacío que pareciera, tenía la impresión de que aquel lugar estaba repleto de gente. En el suelo, bajo la luz, había una improvisada jaula de rejas de hierro que se hundían en el suelo y estaban unidas mediante gruesos cables. Entre las rejas de la jaula, que apenas era lo bastante grande para un niño, había una masa de pelo, blanco excepto por una franja plateada.

Una parte de sí misma había regresado, quizá por el susto de haber estado a punto de caer rodando por las escaleras. El horror de lo que estaba viendo la obligó a desembarazarse momentáneamente de su impotencia. Retrocedió hacia la puerta y la empujó, intentando mantenerla abierta. Sus pies resbalaban en los escalones y parecía que la hambrienta oscuridad intentaba hacerla tropezar para arrastrarla hacia abajo, pero Barbara logró llegar a la cocina y corrió hacia el vestíbulo.

La turgente penumbra aplastaba sus pensamientos, su voluntad estaba cediendo, pero la puerta principal seguía abierta de par en par y la luz del sol estaba prácticamente a su alcance. Sin embargo, en cuanto salió de la cocina se detuvo en seco. Entre la calma del tráfico oyó un rápido movimiento, más suave que el de unos pies descalzos, pero lo bastante fuerte para hacer que los escalones que no estaban enmoquetados crujieran. Algo estaba bajando las escaleras que la separaban de la puerta principal.