Capítulo 32

Cuando Glasgow apareció por tercera vez, se sintió como si estuviera atrapada en un tiovivo. La voz del capitán anunció que la pista aún no estaba disponible y, aparte de ella, nadie pareció preocupado. Las azafatas permanecieron impasibles, los pasajeros se encogieron de hombros y sonrieron. Se encontraba a miles de pies de altura, gritando que la dejaran salir, pero nadie la oía. Acalló sus gritos silenciosos, consciente de que no la ayudarían a llegar antes a su destino. Al menos, estaba de camino a la casa de Glasgow.

Glasgow apareció una vez más y, de repente, el paisaje se inclinó. El carrusel se había desprendido de su eje. Cerró los ojos porque, aunque el horizonte ahora era empinado como una montaña, no podía percibir la inclinación. Se sentía irreal, suspendida en un sueño provocado por el jet lag, aunque por fin todo era real: Ted la había convencido para que fuera al lugar en donde se escondía la secta.

Al principio no se había atrevido a creerlo. ¿Y si la secta lo había engañado? ¿Estaba seguro de que había hablado con Angela? Había logrado convencerla, y también debía de haber sido bastante persuasivo con Angela, puesto que había conseguido que le diera la dirección de la casa.

Barbara no podía evitar sentirse un poco molesta, aunque entendía que Angela necesitaba un padre y que quizá había considerado que Ted era un sustituto aceptable. ¿Podría serlo, con el tiempo? No debía hacerse ilusiones. Era posible que Angela no confiara en él por completo, pues de otro modo habría ido inmediatamente a Glasgow a buscarla, no habría esperado a que ella regresara de Nueva York. Sin embargo, Ted le había dicho que tenía que acompañarlo a la casa.

El aeropuerto apareció a sus pies, aumentando rápidamente de tamaño. Un susurro del hilo musical festejó el aterrizaje. Los pasajeros se levantaron, aprisionándola en su asiento mientras recogían sus equipajes de mano, antes de que el avión se hubiera detenido. Sería afortunada si lograba abandonar el aeropuerto en menos de una hora.

Ted había insistido en que lo informara lo antes posible del vuelo en el que llegaría, para poder ir a recogerla. Había reservado plaza en un vuelo que aterrizaría en Glasgow el domingo por la mañana, tras hacer escala en Londres. Cuando lo había llamado a su apartamento había tardado bastante en responder, lo suficiente para hacerla temer que algo iba mal. No, le había dicho él. Todo iba perfectamente. Allí estaría.

Tardó una eternidad en recuperar su equipaje, pues sus maletas fueron prácticamente las últimas en aparecer por la cinta. Mientras esperaba, no pudo evitar pensar en Laurence Dean y en que había tenido que enviarle un telegrama para cancelar la reunión. Puede que eso hubiera puesto fin a su interés por Un torrente de vidas; puede que la película no se rodara nunca. Sybil había parecido molesta, y estaba en su derecho.

Consideraba que no tenía nada que declarar en la aduana, pero el agente no estaba tan seguro. Era joven y estaba visiblemente decidido a demostrar su valía. Barbara abrió su equipaje y esperó, mientras él daba zarpazos a su ropa interior y sus mejillas se sonrojaban de vergüenza o frustración. Le lanzó una mirada colérica y, tras marcar las maletas, la dejó marchar.

En el vestíbulo principal, campanillas amplificadas sonaban como timbres gigantescos y una voz clara anunciaba los vuelos. Las personas que habían viajado en su avión se reunían con sus amigos, pero no había ni rastro de Ted. Por supuesto que no estaba allí, pues no sabía que iba a aterrizar en Prestwick, sino que creía que llegaría al aeropuerto de Glasgow en un vuelo posterior. Desearía haber podido encontrarlo para informarlo del cambio de planes.

Había empezado a hacer las maletas después de hablar con él por teléfono, pero antes de terminar había sabido que sería incapaz de soportar la espera. ¿Qué podría estar ocurriéndole a Angela mientras la desviaban a Londres? Movida por la desesperación, más que por la esperanza, había llamado de nuevo a la compañía aérea y le habían dicho que se había producido una cancelación en un vuelo directo a Prestwick.

Y ahora estaba sola. Cuando se le ocurrió que podía enviarle un telegrama, ya estaba dirigiéndose a toda velocidad al aeropuerto Kennedy con el tiempo justo para coger el avión. Al menos sabía adonde tenía que ir, porque le había pedido que le diera la dirección de la casa de Glasgow para convencerla de que la sabía. Podía rescatar a Angela ella sola… Se sentía incapaz de esperar a Ted, por si llegaban demasiado tarde.

En el exterior del vestíbulo, el autobús hacia Glasgow estaba a punto de partir. Las puertas correderas se apartaron de su camino. Dejó su equipaje junto al autobús y rebuscó en su bolso mientras el conductor esperaba paciente. Aún no había encontrado el monedero cuando el pánico empezó a retorcerse en su estómago. Había estado tan ocupada pensando en lo que iba a hacer en Glasgow que se había olvidado por completo del dinero. Casi no le quedaban libras esterlinas.

Estaba sujetando en su puño la calderilla que había encontrado y preguntándose si podría pedirle al conductor que confiara en ella, cuando encontró otra moneda en el forro de su monedero. Pagó el billete y montó en el autobús, arrastrando su equipaje. Los domingos todos los bancos estaban cerrados, pero si le daba tiempo podría sacar dinero en el cajero del Barclays de Sauchiehall Street.

El autobús partió rumbo a Glasgow. Los campos centelleaban bajo la primera luz de la mañana y las nubes eran largas barras de pan sin hornear que se amontonaban sobre las colinas, en el frío cielo de finales de septiembre. Delante de Barbara, un hombre cuya nuca parecía de carne de vaca cortada en dados estaba leyendo un periódico dominical. «¿Dónde está la abuelita a la que todos los niños adoran?», rezaba el titular. Debajo aparecía la fotografía de una anciana cuyo cabello blanco estaba surcado por una franja de plata. Los niños de la zona la adoraban, pero hacía semanas que nadie la veía. La policía había centrado su búsqueda en el área de Glasgow…, pero Barbara ya tenía sus propios problemas. Cerró los ojos e intentó dormir; en el avión no había conseguido pegar ojo.

Despertó en la terminal de autobús de Glasgow. Unas pocas personas esperaban entre los silenciosos autobuses, bajo el techo de hormigón. El trayecto había sido más largo de lo que esperaba, pues pronto serían las ocho. ¿Le daría tiempo a hacer lo que tuviera que hacer, o debería ir al aeropuerto de Glasgow para reunirse con Ted? Sintió tentaciones de esperar a que llegara, pero no debía perder el valor. Si llegaba temprano a la casa, el factor sorpresa debería jugar a su favor.

Dejó sus maletas en la terminal y corrió colina arriba hacia Glasgow, dejando atrás un estacionamiento que parecía una confusión gris y achaparrada repleta de oscuridad. Estaba sola en una ciudad muerta, rodeada de tumbas para los hombres de negocios de Chicago, de ventanas vacías como el hielo. Una franja de neón brillaba en la ventana de un cuarto piso, como si la oficina se negara a morir. Tenía la sensación de que todo estaba opresivamente cerca de ella: el sonido de sus tacones sobre el yunque de la acera, las líneas recién dibujadas entre los ladrillos y las losas. Pájaros que parecían grandes como mantas aleteaban bajo los aleros de los tejados.

En lo alto de la colina, un pájaro había quedado atrapado en una red de cables del alumbrado. Cayó cuando llegó al cruce, y Barbara descubrió que no era ningún pájaro, sino un trozo gris de basura, papel o tela que flotaba torpemente colina abajo. Se sentía diminuta ante el ennegrecido castillo que se alzaba ante ella, el edificio de la YMCA, cuyos torreones descompensados por la parte superior parecían estar más cerca de ella que las plantas inferiores. Pero eso no era culpa suya, sino de la arquitectura. Giró a la izquierda, hacia la Inner Ring Road.

Lo oyó en cuanto dejó atrás el Albany, un hotel cuyas ventanas parecían cuadros de papel de seda pegados en las paredes de chocolate. Aquella calle de tiendas abandonadas y remendadas de avisos la condujo hacia la carretera.

Las casas adosadas se alineaban a los bordes. Algunas se apoyaban sobre tiendas y bares, pero las ventanas superiores parecían estar parcialmente ciegas. Al fondo, donde la carretera estaba sin pavimentar, el paso inferior de la autopista magnificaba el estridente rugido de los camiones. Mientras cruzaba el puente en dirección a las casas adosadas, sentía que una sierra circular se había introducido en su cabeza.

Pasó corriendo junto a la Biblioteca Mitchell, con su casquete de piedra verde. Una mujer de piedra estaba sentada sobre la entrada, esperando a que abrieran. Más adelante, los pilares sostenían una sección abandonada de autopista; ambos extremos pendían en el aire, como si el hormigón se estuviera desmoronando. Los motores de los vehículos que esperaban ante los semáforos rugían como los de una fábrica…, pero en una fábrica, al menos, le habrían dado protecciones para los oídos.

Ya debía de estar cerca de la casa. En el extremo opuesto de los semáforos la acera estaba agrietada. Podía sentir los papeles de caramelo que se habían pegado a sus zapatos. A medida que el día avanzaba, aumentaba el calor. Pronto serían las nueve. Los coches la rociaban de polvo que se filtraba por su garganta.

Las puertas del cine Dreamland estaban situadas bajo el graffiti; las letras de plástico del rótulo se enredaban en la marquesina. La estrecha acera conducía a una estación de servicio, dejando atrás tiendas descoloridas. De repente, sintió que se le encogía el estómago. Esa debía de ser la gasolinera de West Graham Street, próxima al punto desde el que, según le había dicho Ted, podría ver la casa.

Cuando llegó a la estación de servicio caminó lentamente ante los relucientes caparazones de los coches que había a la venta, mirando al otro lado de la calle. Sobre el paso inferior de la autopista, los pilares de cemento asomaban uno tras otro a su paso. ¿Cómo podía haber sitio para una casa en aquel laberinto de hormigón que era el final de la autopista? Habían engañado a Ted. Había recorrido todo este camino para nada.

Las pálidas superficies de cemento se arrastraban a su paso, al son del estruendoso tráfico…, pero una de ellas era más oscura que las demás, y se movía menos. Un paso más y entonces pudo ver la luz del sol contra una ventana, brillando entre la mugre. Se detuvo. Solo la carretera y la confusión de cemento la separaban de la casa. Se había equivocado al dudar de la eficiencia de Ted. La había llevado al lugar al que tenía que ir.