Capítulo 31

Cuando Barbara entró en el Algonquin la penumbra se adueñó de sus ojos. El vestíbulo estaba abarrotado; pálidos globos de caras se alejaban en grupo de una oscuridad que parecía más densa debido al alboroto que causaban. Su mano acarició la fría y grasienta hoja de una planta mientras la otra tocaba un rostro que estaba al nivel de su cadera, un rostro que tenía el tacto de la masa. Debía de ser un niño.

Avanzó con dificultad hacia el quiosco de prensa, pero no pudo encontrar el titular que había visto antes. Quizá estaba en una página interior que había quedado expuesta por error. Compró un ejemplar de cada periódico y se dirigió hacia las escaleras, que solían ser más rápidas que el ascensor. Aunque sus ojos se estaban adaptando a la luz, seguía sintiéndose amenazada por aquella multitud que podía verla, pero a la que ella no podía ver.

Prácticamente había dejado atrás el mostrador cuando el recepcionista la vio.

—Señora Waugh, ha recibido una llamada.

Cathy se había equivocado. Su contacto había llamado mientras estaba fuera y, sin duda alguna, ya habría salido a cubrir alguna noticia. Barbara no sabía cómo se llamaba la mujer con quien tenía que hablar, y Cathy aún tardaría varias horas en regresar a casa.

—El señor Crichton la llamó desde Londres hará una media hora —anunció el recepcionista, tras consultar una nota.

¿Por qué no le había dejado ningún mensaje? Barbara corrió hacia su suite, dejando atrás relucientes puertas negras que parecían negativos gigantes dispuestos en las blancas paredes. En cada una de ellas parecía estar sufriendo una transformación: era una rápida mancha de trazos aún más pálidos en el rostro y las extremidades. En una de las habitaciones sonaba un teléfono. Cuando logró abrir la puerta de su dormitorio, bajo la bulbosa mirada de la mirilla, el teléfono seguía sonando, pero no era el suyo.

Tiró los periódicos al suelo de la sala de estar y empezó a marcar al instante. Cuando iba por la mitad vaciló, murmurando como si estuviera teniendo una pesadilla, porque había olvidado el número de su casa. Seis tres ocho, murmuró, seis tres ocho, y mientras se preguntaba cómo llamar al servicio de información telefónica de Inglaterra, logró recordar el número. Lo marcó de inmediato y escuchó lo que parecía el chirrido de un muelle oxidado. Marcó de nuevo y oyó que sonaba un teléfono, supuestamente el de su casa. No hubo respuesta.

Recordó sin ningún problema el teléfono del apartamento de Ted, pero no sirvió de nada. A miles de kilómetros de distancia y, a la vez, junto a su oreja, el teléfono sonó una y otra vez sin que nadie contestara. Echó un vistazo a su reloj. Pronto sería la una del mediodía, y eso significaba que estaban a punto de ser las seis de la tarde en Londres. Marcó el número de Melwood-Nuttall con rapidez y precisión, y el teléfono de la oficina sonó varias veces antes de que recordara que era sábado. No había nadie.

Colgó el auricular con suavidad, para ayudarse a sí misma a no perder el control, y se quedó mirándolo como si fuera una bomba. Este le devolvió la mirada con un centelleo, un bulto negro de silencio. En California ya eran las diez de la mañana; posiblemente, el periodista ya se había puesto en contacto con la mujer que tenía que llamarla. ¿Qué querría contarle Ted? Quien llamara antes de los dos podría impedir que llamara el otro.

Empezó a examinar los periódicos para mantenerse ocupada. Pronto, el suelo que la rodeaba estuvo cubierto de tiroteos, bombardeos y secuestros. Por fin encontró el titular en una contraportada, pero el artículo no hablaba tanto de la secta como de su líder, un hombre que ahora era conocido como Jasper Gance.

¿O realmente se llamaba Kaspar Ganz? Ese era el nombre con el que se había hecho pasar por psiquiatra para visitar el Corredor de la Muerte con el pretexto de investigar. Cuanto más atroz era el crimen, más ansioso estaba por entrevistar al asesino. Cuando lo detuvieron fue examinado por un psiquiatra que le diagnosticó una mórbida fascinación por el sadismo y la mutilación. Ganz o Gance había sido encarcelado poco antes de la Segunda Guerra Mundial, pero tras el ataque de Pearl Harbor había sido llamado a filas. Desde entonces, nadie había vuelto a saber nada de él. Hasta ahora.

A continuación aparecía una versión más completa del informe psiquiátrico que había sido publicado en aquella época. Barbara lo leyó horrorizada, preguntándose cómo era posible que le hubieran permitido abandonar la prisión. Aquel hombre creía que los peores asesinatos eran inexplicables desde el punto de vista de la psicología de los criminales. Uno de los asesinos a los que había entrevistado le había dicho que, cuando torturaba a alguien, tenía la sensación de estar cerca de algo o de formar parte de algo, la sensación de que estaba intentando aplacar un hambre que era más grande que él. Ganz argumentaba que él y todos los demás (Gilles de Rais, Jack el Destripador, Peter Kürten) se habían sentido impulsados a experimentar los crímenes más terribles posibles en nombre de algo que les era ajeno. Quizá estos crímenes formarían un patrón con el paso de los siglos, o quizá eran fases en una búsqueda de la atrocidad definitiva. El psiquiatra había asumido que este era el método al que había recurrido Ganz para justificar su propia fascinación, una fantasía compleja y tan poco probable de ser representada como lo había sido la de Sade. Sin embargo, el informe concluía diciendo que Ganz había logrado convencer a otros de sus ideas.

Seguramente, todo esto no tenía nada que ver con Angela; seguramente, ella no estaba implicada en nada similar. Sin embargo, Barbara estaba desesperada por oír de nuevo su voz y sentirse reconfortada por lo normal que sonaba. El periódico no decía nada sobre los niños, pero mencionaba que se creía que Ganz había enviado por el mundo entero discípulos que propagaran su palabra y sus prácticas, para que fuera más difícil detener al conjunto de la secta. ¿Qué deseaba contarle Ted? ¿Por qué no había vuelto a llamar?

¡La televisión! Su información sería más reciente que la del periódico. Tendría que haberla encendido nada más entrar. Corrió hacia ella, rompiendo los periódicos bajo sus pies, y empezó a cambiar de canal. En este aparecían las víctimas de un concurso televisivo, una nerviosa y pálida pareja de mediana edad; en otro estaba Godzilla caminando sobre una fábrica; en el siguiente ponían anuncios en español, pero ella ya estaba corriendo hacia el teléfono, sobre el crujido de los periódicos, porque se le acababa de ocurrir dónde podía encontrar a Ted.

Su inspiración se apagó al instante y tuvo que obligarse a sí misma a acabar de marcar el número. Ted podía estar allí, pero le parecía bastante improbable. De todos modos, la llave de su oficina estaba en el juego que le había dado. ¿Y si había encontrado a Angela y había considerado que ese era el lugar más seguro donde ocultarla durante el fin de semana?

Cuando el teléfono distante empezó a sonar, enfocándose y desenfocándose, lo imaginó resonando por su despacho vacío; sin embargo, fue respondido al instante.

—Hum, agencia de la señora Waugh —dijo una voz suave.

Era una voz de mujer, una voz joven, una voz de chica joven. Barbara se inclinó hacia delante, cerrando los ojos como si eso pudiera proyectar sus deseos con más fuerza.

—¿Quién es? —preguntó, hablando lo más alto que pudo.

La respuesta fue tan débil como una voz en el viento. Se quedó paralizada al instante y Barbara apenas pudo creer que hubiera dicho «Angela». Estaba sentada en el borde del asiento, aplastando el auricular contra su oreja.

—¡Angela! —gritó—. ¿Eres tú?

Pero la joven ya no estaba allí. En algún lugar de la distancia, más allá de la electricidad estática, unas voces parecían estar discutiendo o conversando. Barbara acercó su mano libre a la oreja izquierda y oyó lo que le pareció la rápida vibración de una máquina en el interior de su cráneo. Sin previo aviso, una voz confusa se abrió paso.

—¿Con quién estoy hablando, por favor?

—Soy Barbara Waugh y usted está en mi oficina. —Al menos había sido capaz de convertir sus temblores en fría rabia—. Será mejor que me diga ahora mismo quién es usted.

—Lo siento, Barbara. Soy Louise. Estaba quitándome de encima algo de correspondencia. Hannah no se encontraba bien la semana pasada.

No tardó en reconocer su voz. Por supuesto, la joven había dicho Hannah, no Angela. Seguramente, Louise había descuidado su trabajo durante su ausencia, pero eso ahora no le importaba. Barbara intentó pensar en algo que pudiera preguntarle.

—¿Hemos recibido noticias de Ted Crichton últimamente?

—Sí, llamó ayer. Quería saber si ibas a regresar antes de lo que dijiste. Supongo que está ansioso por tener noticias de su libro.

Y, sin duda alguna, esa era la razón por la que la había llamado al Algonquin. Tras despedirse de Louise permaneció sentada, preguntándose qué podía hacer. Al otro lado de la ventana, las sombras se arrastraban por los edificios. El rostro de un locutor puertorriqueño apareció en la pantalla del televisor; los periódicos crujían cada vez que se movía. ¿Y si telefoneaba a algún periódico? Quizá alguien podía contarle más cosas sobre la secta. Pediría a la centralita del hotel que interrumpiera la conversación si alguien la llamaba. Buscó fatigadamente el teléfono.

Pero allí estaban los miembros de la secta, entrando de nuevo en grupo en el tribunal, ocultando sus rostros. Ignoraba si el presentador estaba aportando nueva información, puesto que no entendía ni una palabra. Mientras observaba la pantalla con la esperanza de ver sus rostros, Kaspar Ganz la miró fijamente.

Fue solo un momento. ¿La policía había obligado al cámara a moverse o lo habría hecho intimidado por la mirada de aquel hombre? Cuando sus ojos la miraron desde aquel rostro alargado, seco y duro como el de un insecto, parecieron salir nadando de sus cuencas. Barbara solo podía rezar para que aquellos ojos famélicos no hubieran visto nunca a Angela.

Ganz desapareció al instante y fue reemplazado por el locutor. Sin duda alguna, magia negra[3] significaba lo que creía, pero esas fueron las únicas palabras que entendió. Empezó a cambiar de canal para no tener la oportunidad de imaginar lo que estaba diciendo aquel hombre. El público gritaba, los concursantes sonreían desesperados, monstruos reconfortantes caminaban pesadamente por la pequeña jaula de la pantalla, el teléfono empezó a sonar.

Sus pies estaban enredados en los periódicos. La habitación al completo parecía crujir. Apartó los diarios de una patada y cogió el auricular.

—¿Acepta un cobro revertido de Janet Lieberman desde San Francisco? —preguntó el operador de la centralita.

—Sí —dijo con voz firme, a pesar de que le temblaban las piernas.

Janet Lieberman era tan directa que casi rozaba la grosería.

—Señora Waugh, tengo entendido que desea información sobre Kaspar Ganz. ¿Por qué?

—Porque… —Estando tan lejos de casa, seguro que no pasaría nada si contaba su secreto—. Porque temo que mi hija pueda estar relacionada con ese grupo en Gran Bretaña.

—Espero que se equivoque. —De pronto parecía más amable—. ¿Qué quiere saber?

—Todo, todo lo que pueda contarme.

—Es ese caso, quizá debería enviarle la información por correo.

—No, por favor. Necesito saberlo ahora. —Barbara temía que la periodista la cortara enérgicamente ahora que se había ofrecido a escribirle—. He leído algunos artículos sobre Kaspar Ganz. Quiero saber qué tipo de cosas obligaba a hacer a la gente.

—Bueno, consiguió que se creyeran toda su teoría…, ya sabe, que aquellos crímenes que parecen carecer de móvil han sido cometidos en nombre de algo más grande, y que el propósito de dichos crímenes solo será evidente cuando el patrón se haya completado. Por supuesto, en cierto sentido se trata de una teoría perfecta, puesto que impide que se haga todo tipo de objeciones. Supongo que la gente que la abrazó la consideraba reconfortante. Algunas personas necesitan ese tipo de consuelo.

Barbara percibió que no deseaba proseguir con las explicaciones.

—Me está contando qué es lo que creían —se obligó a decir—. ¿Podría decirme qué es lo que hacían?

—Se supone que renunciaban a sus nombres para demostrar que solo eran las herramientas de lo que hacían. —Ya no podía seguir desviándose del tema—. Y respecto a lo que hacían… bueno, secuestraban personas a las que torturaban hasta la muerte. Como creían en la reencarnación podían decirse a sí mismos que los sufrimientos de sus víctimas eran insignificantes, pues consideraban que las personas nunca recordaban lo que habían sufrido en sus vidas anteriores. Bueno, esto es California, con toda su basura. Ganz solía hacer que sus seguidores se drogaran con él, y supongo que eso deformó aún más sus mentes. De todos modos, eso no significa que sus seguidores en Gran Bretaña hayan imitado todos sus movimientos.

Barbara deseaba ser reconfortada, pero no se atrevía a formular la pregunta cuya respuesta necesitaba saber.

—Soy incapaz de comprender cómo han tardado tanto en encontrarlos —comentó.

—Bueno, no hubo tantos secuestros… y hacían que sus víctimas les duraran mucho tiempo. —Era evidente que lamentaba haber dicho eso, porque se apresuró a añadir—: Al parecer, algunos de sus miembros se entregaron porque estaban tan cerca de conseguir su objetivo que podían hacerse una idea de cuál era… o quizá fue porque sus compañeros de otro lugar estaban a punto de conseguirlo, pues los arrestos no parecen haber preocupado en absoluto a Ganz. Tal y como yo lo entiendo, los miembros de la secta de esta ciudad querrían ver arrestados a los demás, pero son incapaces de decir nada sobre ellos. —Tras una pequeña pausa añadió—: ¿Ya sabe lo que quería saber?

—No, la verdad es que no —dijo Barbara, muy a su pesar—. He oído que algunas de esas personas tenían hijos. ¿En qué medida estaban implicados?

Se produjo un silencio más largo.

—¿Qué edad tiene su hija? —preguntó Janet Lieberman.

—Era solo una niña cuando la secuestraron.

—Supongo que la habrán criado. —Janet Lieberman titubeó. Puede que estuviera buscando el modo de darle la noticia con la mayor suavidad posible—. Los niños son iniciados a los trece años de edad.

La habitación del hotel se hizo tan plana como la pantalla del televisor. Los colores temblaban, parecían a punto de escapar de sus contornos. El suelo sonaba como una masa de estática.

—¿Necesita saber algo más? —preguntó Janet Lieberman.

—No. —No era tanto una respuesta como una súplica—. Gracias por haberme llamado.

Barbara colgó el auricular, solo para mantenerse pegada a él mientras intentaba pensar qué debía hacer.

Nunca tendría que haber abandonado Inglaterra. Ahora todo encajaba. Siempre había sabido que Angela sería iniciada, pero su mente se había negado a admitirlo. Había estado a punto de hacerlo aquella noche en casa de los Gregory, cuando Sybil había mencionado que su hija estaba realizando los rituales necesarios para convertirse en una escolta. Seguramente, Angela había empezado a llamarla porque le daba miedo la iniciación… y ahora, si llamaba al apartamento de su madre mientras Ted estuviera en él, le respondería la voz de un extraño. Puede que eso la asustara tanto que no volviera a llamarla jamás.

Barbara seguía pegada al teléfono cuando este empezó a sonar. Aunque se sentía como si hubiera recibido una descarga, logró descolgarlo, a la vez que impedía que el resto del aparato cayera de la mesa.

—El señor Crichton la llama desde Londres —dijo el operador de la centralita.

¿Tantas ganas tenía de saber de su novela?

—¿Qué quieres? —preguntó, en cuanto le pasaron la llamada—. ¿Sucede algo? ¿Por qué me has estado llamando?

—Porque sé dónde está Angela —respondió.