Capítulo 30

La subasta de la novela de Gregory duró dos días y, cuando terminó, Barbara tenía la impresión de que no existía nada más que su suite en el Algonquin, el dibujo de Thurber de una mujer grande y gorda agachándose sobre una víctima diminuta, la vista monocromática de la calle 44 Oeste desde la bahía victoriana y aquel armario que parecía lo bastante grande para esconder a Woollcott, Benchley, Dorothy Parker y al resto de los escritores de principios de siglo. Llamó a Paul para decirle que la puja había sido millonaria, pero solo consiguió hablar con Sybil, que se mostró entusiasmada muy a su pesar.

Después de la subasta fue incapaz de relajarse. Tendría que haber celebrado una fiesta en su suite (lo había hecho la última vez y su cama había desaparecido al instante), pero estaba demasiado ocupada reuniéndose con los editores para promocionar la novela de Newton-Brown. Entre una reunión y otra intentaba pasear. Coros invisibles cantaban música de Schoenberg en Bryant Park, los escaparates de las joyerías de la 47 Este brillaban como si aún se estuvieran cristalizando y los reflejos de los rascacielos se hundían y fundían en la gigantesca y curvada pendiente del Edificio Monsanto. Barbara nunca se alejaba demasiado del hotel, por si Ted la llamaba.

Aunque se sentía cansada e irritable, sus esfuerzos habían merecido la pena. La novela de Newton-Brown había despertado un gran interés y podría llevar a cabo la subasta desde Londres. Lo único que le quedaba por hacer era reunirse con una editora para hablar de la novela de Ted; entonces podría cambiar su reserva y regresar a casa en el siguiente vuelo en el que hubiera plazas.

Mientras se estaba arreglando sonó el teléfono. Era su amiga Cathy Darnell, la editora que estaba interesada en el libro de Ted.

—Sube —le dijo Barbara.

¿Habría llegado tan temprano porque estaba ansiosa por comprar la novela? En el avión, Barbara la había estado hojeando, pero su preocupación le había impedido juzgarla correctamente, pues no hacía más que preguntarse cómo reaccionaría Angela si llamaba a su apartamento y le respondía una voz de hombre. ¿Y si creía que la secta había interceptado la llamada? Solo podía esperar que Ted fuera capaz de convencerla de lo contrario.

Pronto apareció Cathy, con un vestido largo y holgado y una cola de caballo. La humedad de septiembre parecía haberse condensado sobre su labio superior. Tras saludarse con un beso, Barbara corrió al cuarto de baño, en cuyo umbral el tiempo daba un salto hacia atrás de varias décadas.

Se estaba lavando la cara y le picaban los ojos por el jabón cuando volvió a sonar el teléfono.

—Ya lo cojo —dijo Cathy.

Barbara se enjugó rápidamente y cerró el grifo a tiempo de oírla decir:

—Lo siento, no le oigo demasiado bien. ¿Podría repetirme su nombre?

De repente, Barbara se sintió inquieta. Salió rápidamente del cuarto de baño, frotándose la cara con la toalla. Antes de que pudiera llegar al teléfono, Cathy dijo:

—Sí, entendido. ¿Podría esperar un momento, por favor?

Se volvió hacia Barbara con los ojos abiertos de par en par, tapando el auricular con una mano.

—Es Laurence Dean —anunció—. Quiere hablar contigo.

Barbara sabía perfectamente quién era aquel hombre, pues había producido varias películas de éxito, pero se sentía recelosa. Prácticamente había terminado su trabajo en Nueva York y lo único que deseaba era regresar a casa.

—¿Sabes qué es lo que quiere?

—Será mejor que se lo preguntes tú misma. Siempre pone mucho empeño en hacer las cosas correctamente.

Su suave voz californiana sonaba cortés, pero tan débil que Barbara tuvo que hacer grandes esfuerzos para oírla.

—Estaré en Nueva York a principios de la semana que viene, señora Waugh, y tengo entendido que usted estará ahí. Me preguntaba si tendría un hueco para recibirme.

—Bueno, la verdad es que pretendo marcharme mañana. —Cathy la miró boquiabierta y empezó a indicarle por gestos que cambiara su enfoque—. ¿Quería hablar conmigo de algo en particular? Lo siento, espere un momento —añadió, viendo que Cathy gesticulaba como una posesa.

—No se comprometerá a nada si no es cara a cara —le dijo su amiga cuando estuvo segura de que él no podía oírla—. Si intentas tirarle de la lengua perderá el interés. Créeme, nunca llama a un agente a no ser que esté muy interesado en una de sus posesiones. Tienes que reunirte con él, Barbara. Será algo grande.

—Todo eso está muy bien, Cathy —Entonces, acercando su boca al auricular, añadió—: Lo lamento, continúe.

—He estado leyendo ciertos libros que tengo entendido que usted maneja —dijo aquella voz suave—. Creo que podría ser provechoso para ambos que nos viéramos.

—¿A qué libros se refiere?

Cathy, consternada, se golpeó la frente con una mano y cerró los ojos.

—Creo que tiene un cliente llamado Paul Gregory —dijo la voz suave.

—Sí, eso es correcto. —Se sentía impotente, atrapada por el interés de aquel hombre. Él sugirió que se reunieran el martes y ella accedió, pero cuando abrió la boca para retractarse él ya había colgado. Su consternación debió de ser visible, porque Cathy le dijo:

—¿Se ha echado atrás? Oh, Barbara, te dije que lo haría.

Barbara le repitió la conversación mientras bajaban las escaleras, siguiendo las balaustradas de hierro forjado que conducían a la correosa oscuridad del vestíbulo, donde conversaban varios editores.

—¡Barbara, es genial! Estoy segura de que es la primera vez que se ha permitido llegar a tales extremos. Creo que va a ser algo muy grande.

Barbara intentó parecer complacida, pero se alegraba de encontrarse bajo la penumbra que creaban las plantas y los oscuros paneles. En el puesto de periódicos del vestíbulo, un titular rezaba «Sectarios californianos imputados». Al parecer, siempre tenía que haber algo que le hiciera recordar.

—Salgamos a tomar algo —propuso Cathy—. Vas a tener que quedarte encerrada aquí durante un tiempo.

La llevó a un bar de la Sexta Avenida. Entre el tráfico flotaban piezas de Bartók que estaban siendo interpretadas en Bryant Park. Un equipo de filmación había acordonado varias manzanas porque Ricky Schroeder estaba saliendo del Radio City Music Hall. A Barbara, la seguridad que se reflejaba en aquel rostro de ocho años le resultó escalofriante.

El bar era pequeño y oscuro. Había algunos hombres sentados junto a la lustrosa barra, bebiendo y mirando la tele, donde todo era rosa como los cerdos. Entre los codos de los clientes había manchas oscuras, los reflejos de sus rostros. Las mujeres ocuparon un reservado y pidieron Black Russians.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Cathy, después de dar un par de sorbos a su bebida.

—Creo que no, Cathy, pero gracias. Es algo personal; no tiene nada ver con el trabajo.

—Entonces hablemos de negocios. Me gustó mucho la novela de Ted Crichton. Hay que trabajar un poco en ella, pero estaré encantada de hacerte una oferta.

Un presidente de los Estados Unidos rosa y borroso apareció en la pantalla del televisor. La voz profunda del locutor se mezclaba con la de Cathy.

—Eso son buenas noticias —dijo Barbara, intentando concentrarse en su trabajo—. ¿Hay partes concretas del libro que consideres necesario arreglar?

—Tendremos que trabajar en los capítulos iniciales. Los últimos son los que realmente me han vendido el libro: ya sabes, a partir de que la detective descubre que su mejor amigo se ha unido a la organización. Tal y como está ahora, resulta demasiado brusco. El autor tendría que dejar algunas pistas en los capítulos anteriores, pues ahora mismo parece que se le hubiera ocurrido la idea cuando ya iba por la mitad.

—Se lo diré.

En el televisor, diversas personas embadurnadas de rosa estaban siendo conducidas a un tribunal, ocultando sus rostros a las cámaras.

—O podrías escribirle en mi nombre. Oficialmente no es mi cliente.

—Ahora serás su agente, ¿verdad?

—Siempre he pensado que no debes ser agente de tus amigos. Eso solo sirve para complicar la relación de todas las formas posibles.

Barbara estaba intentando oír las palabras del locutor. Cuando Cathy empezó a hablar, le hizo un ademán para que guardara silencio… y se quedó consternada al darse cuenta de lo brusca que había sido. El tribunal y las furtivas figuras habían desaparecido y el presentador había empezado a hablar sobre la contaminación.

—¿Qué ha dicho sobre que no han sido capaces de averiguar los nombres de algunos de ellos? —preguntó Barbara.

—No lo sé. No estaba escuchando.

—Hablaban sobre unas personas que estaban siendo llevadas ante un tribunal que ha tenido que juzgarlos sin conocer los nombres de todos ellos.

—Oh, debían de ser esos bichos raros de California. ¿No has oído hablar de ellos? No, supongo que estabas absorta en la subasta. Bueno, ha sentado una especie de precedente legal: la policía fue incapaz de averiguar el nombre de la mayoría de ellos, así que tuvieron que proporcionarles alias para que el tribunal pudiera juzgarlos.

Los brazos de Barbara empezaban a agarrotarse por la tensión. Dejó la copa sobre la mesa.

—¿Qué más sabes de ellos, Cathy? ¿Podrías contarme todo lo que recuerdes?

—La verdad es que no he seguido esa noticia con demasiado interés. California es un lugar extraño. Creo que estos tipos formaban una especie de colonia de bichos raros que estaban metidos en temas muy oscuros, como la magia negra y la tortura y todo eso. Con frecuencia surgían rumores sobre ellos, pero nadie había podido seguirles la pista hasta ahora. La policía cree que algunos de ellos se han asegurado de que los encontraran, pues les aterraban las cosas en las que se estaban metiendo.

Barbara advirtió que estaba temblando, incluso antes de que Cathy añadiera:

—Lo peor de todo es que algunos de ellos tenían hijos. ¿Puedes imaginar cómo van a crecer esos niños?

Barbara intentó coger su bebida, pero tuvo que dejarla antes que se derramara.

—¿Quién podría hablarme de ellos? —logró preguntar.

Cathy la miró con curiosidad.

—Esto es importante para ti, ¿verdad? De acuerdo, quédate aquí mientras hago una llamada. Tengo algunos contactos en la televisión.

Barbara le agradecía que no hubiera intentado indagar. Las cabezas de los hombres de la barra se inclinaban hacia delante mientras levantaban sus copas con la mano derecha, manteniendo inmóvil el resto del cuerpo. Había un combate de lucha libre en la televisión, pero Barbara era incapaz de saber si las manchas rojas que veía en la piel de los luchadores se debían al color del televisor o a la sangre. Por fin, Cathy le indicó por señas que se acercara a un rincón del extremo opuesto del bar.

—¿Con cuánta urgencia necesitas saberlo? —le preguntó.

—Con toda.

Barbara tuvo que sujetarse al mueble. Sus uñas resbalaron sobre la madera pulida.

—Por favor, déjame hablar con ellos —dijo, apremiante.

—Esta no es la persona correcta. —Acercando la boca al teléfono añadió—: De acuerdo, dile que llame a cobro revertido a Barbara Waugh al hotel Algonquin. —Colgó el auricular y sonrió como si Barbara tuviera que estar contenta—. Te llamará en un par de horas.

Eso le parecía una eternidad.

—¿No puedo llamarla ahora?

—Bueno, no lo creo. Es un contacto de mi contacto. En California son tres horas menos, así que seguramente estará de camino al trabajo. —Cogió a Barbara del brazo, como si intentara conseguir que dejara de temblar—. Intenta relajarte. Háblame de ello si crees que puede ayudarte.

—No, no puedo. —Si hablaba de ellos ahora solo podría imaginar cosas peores—. No puedo —repitió.

—No te preocupes. Ven a terminar tu copa.

Si se suponía que alguien iba a llamarla al hotel, Barbara tenía que regresar allí de inmediato. Cuando Cathy se dio cuenta de que no podría llevarla de vuelta a la mesa, la siguió hacia la calle.

—Te acompañaré hasta el Algonquin —dijo—. Ya hablaremos de Crichton la semana que viene, cuando te hayas ocupado de este otro asunto. Pero no permitas que te supere, ¿de acuerdo? Mi madre solía decir algo que siempre he considerado que merecía la pena recordar: nada es nunca tan malo como crees.