Iris miró hacia el espejo del tocador y vio un movimiento a sus espaldas, en la cama iluminada por el sol. Era como si una especie de larva se estuviera retorciendo entre las sábanas. Estaban a punto de caer al suelo, y entonces podría ver qué había debajo. Empezaba a sentir lo mismo que había sentido el día anterior (sus extremidades deseaban abrazarla con tanta fuerza que la apretujarían, impidiendo que nada pudiera tocarla), pero entonces se dio cuenta de que el movimiento no era más que la sombra de una cortina que se arrastraba por la cama. Ahora estaba en casa. Nada podía hacerle daño. El mal no estaba allí…, aunque había venido a visitarla.
Su mano vaciló cuando la acercó al cajón superior. En la calle, un niño pequeño cantaba una canción, difuminando las palabras como una radio a la que se le están acabando las pilas; al pie de la colina alguien estaba podando un seto, pero el sonido era tan débil que parecía estar utilizando unas tijeras; en su habitación, todo estaba tranquilo bajo la luz del sol, pero se temía que no permanecería así por mucho tiempo, pues el mal había descubierto dónde estaba.
Por eso mismo tenía que encontrar la tarjeta. Esa idea la obligó a ponerse manos a la obra y abrir el cajón. Tras echar un precipitado vistazo comprobó que allí solo había ropa interior de su padre. Era obvio que la dirección no podía estar allí, pues aquella mujer se la había dado a su madre. Se arrodilló y abrió el siguiente cajón. Tenía que darse prisa, antes de que Maisie descubriera qué estaba haciendo. Si se enteraba, se lo impediría.
Puede que su madre tuviera razón en ocasiones. Ayer le había dicho que permaneciera en el piso superior hasta que las visitas se marcharan, pero ella no era ninguna niña a la que pudieran ordenarle que se quedara en su habitación (de hecho, sentía que nunca lo había sido, pues había olvidado casi por completo su pasado), así que había bajado sigilosamente las escaleras y, de repente, la puerta se había abierto y había aparecido aquel enorme hombre barbudo.
En cuanto vio sus ojos supo que era un sin nombre, pues todos ellos tenían aquella mirada oculta que nadie más podía reconocer, aquella mirada que sugería que algo los había corroído desde dentro hasta convertirlos en simples cascarones de sí mismos. Al instante había empezado a encerrarse en sí misma. Lo peor de todo era que aquel tipo la había llamado por su nombre, que solo ahora había empezado a creer que le pertenecía, pues los sin nombre no le habían permitido tener un nombre al que aferrarse, un nombre que le ayudara a escapar de su alcance.
Tenía que decírselo a aquella mujer. Aquella señora que estaba buscando a su hija tenía que saber qué era su acompañante. Ella era la única que podía hacerlo. Sin duda alguna, su madre se negaría a escucharla. «Ahora estás en casa, Iris. No pienses en eso». Maisie deseaba creer que Iris lo había olvidado todo. Quizá, algún día lo conseguiría.
¿Habría tirado su dirección? No se había molestado en anotarla en su agenda, pero ayer le había dicho que todavía la tenía, y su madre nunca mentía. Tenía que estar allí, en alguna parte.
Puede que estuviera en alguno de sus vestidos, en el armario. Cruzó corriendo el dormitorio, dejando atrás la cama en la que la larva gorda había resultado ser una almohada acosada por las sombras, cuando oyó la voz de su madre en las escaleras.
—¿Dónde estás, Iris?
—Aquí.
Ahora le resultaba bastante fácil hablar. Solo cuando el tema se centraba en cosas que no deseaba recordar sentía que sus labios se convertían en gusanos. Tenía que parecer que estaba en el cuarto de su madre por alguna razón, de modo que cogió el álbum de fotos y se sentó en la cama.
—Está bien, Iris. Puedes venir aquí siempre que quieras.
Tras convencerse a sí misma de que su hija estaba bien, Maisie regresó a la planta baja. Iris tenía la impresión de que madre siempre había sido así: deseaba creer que nada perturbaba a su hija, de modo que lo comprobaba una y otra vez, intentando disimular. Por un instante, mientras contemplaba una fotografía de sus padres y ella bajo las puntiagudas cúpulas del Brighton Pavilion, sintió que estaba a punto de recordar…, pero debía darse prisa y encontrar la dirección. Se levantó con cuidado, para no molestar al bulto que había bajo las sábanas, y se acercó al armario.
La tarjeta estaba en el tercer vestido en el que buscó. Barbara Waugh: Agente Literaria. Debía de haber acompañado al vestido a la tintorería, pues la letra manuscrita del dorso estaba prácticamente borrada y solo se podía leer una dirección del Barbican. Iris cerró el armario con rapidez, porque estaba recordando una lóbrega habitación en la que había un armario en donde había algo colgado que no era ropa, pues había empezado a retorcerse como un gusano en un gancho. Quizá solo fuera una pesadilla que le parecía un recuerdo, debido a los pocos que tenía. Corrió hacia su habitación.
Ahora tenía que darse prisa. Cogió su cuaderno, que olía a viejo y lo era. No tenía sellos, pero creía saber dónde podría conseguir uno. Sobre el zumbido de la ciudad, un reloj estaba dando las cinco. Su padre llegaría a la estación antes de las seis. Si no conseguía llegar antes, su plan fracasaría.
En cuanto cogió la pluma, esta se le escapó de las manos. No podía escribir sobre los sin nombre, como tampoco podía hablar de ellos. Aquel vestigio del mal permanecía en su interior. Estaba a punto de recordar las cosas que había ayudado a hacer, el día que cayó en la oscuridad de una de las habitaciones tapiadas e intentó convencerse a sí misma de que solo había tocado un trozo de cuerda viscosa. Se sintió aliviada cuando la amenaza del recuerdo dejó en blanco su mente. Por lo menos, los recuerdos ya no le resultaban tentadores.
Sin embargo, sí que podía escribir sobre el hombre barbudo. Había llegado después que sus recuerdos, así que los sin nombre no podían impedirle que hablara de él. Tenía que contárselo a alguien, para que pudieran atraparlos antes de que la encontraran. Podía escribir, aunque le temblaba la mano. Pero el reloj estaba dando las cinco y cuarto y todavía no había escrito nada.
De pronto se le ocurrió qué podía hacer. Empezó a escribir la dirección en el sobre. Tuvo que hacerlo en mayúsculas, porque le temblaba tanto la mano que cualquier otra cosa habría sido ilegible, y apenas dejó espacio para el sello. Entonces, como si formara parte de la misma acción, escribió «El hombre que la acompañó a mi casa es un sin nombre. Pueden obligarlo a hacer lo que ellos quieran. Iris» y guardó el papel en el sobre. Después lamió la lengüeta con tanta rapidez que se cortó la lengua y bajó las escaleras a toda velocidad, escondiendo la carta en un bolsillo de su vestido. Temía que sus manos, actuando por cuenta propia, se cerraran sobre la carta y la rompieran.
—¿Vamos a buscar a papá? —preguntó.
—Sí, si te apetece —respondió su madre, sorprendida y complacida al mismo tiempo.
Aquella parte del plan era sencilla. En ocasiones salían a dar un paseo, pero siempre lo hacían a última hora de la tarde, cuando había menos tráfico. Seguramente, Maisie pensaba que Iris estaba haciendo progresos.
Su madre tardó lo suyo en arreglarse pues, por lo que a ella respectaba, tenían tiempo de sobra. Habría ido paseando colina abajo hasta la carretera, pero Iris la apremió a avanzar con rapidez. Sin duda alguna, le alegraba que su hija ya no se acobardara ante el tráfico.
Cuando llegaron al Whip & Collar, en la calle que discurría junto al canal, el ruido del tráfico se convirtió en un muro invisible. Iris se dio fuerzas a sí misma para soportarlo, pero el ruido aumentaba por segundos y le estaba destrozando los nervios. De repente se abrió un agujero entre el tráfico y su madre la condujo hasta la acera contraria, que descendía hacia el canal.
Allí, todo estaba mucho más tranquilo. El reflejo de los árboles se mecía en el agua; los caballos y las vacas pastaban hierba entre las porterías del campo de fútbol de la orilla opuesta. Varios jóvenes de torsos desnudos y brillantes la miraron desde la cubierta de una barcaza que esperaba a que se llenara la esclusa. Aquellos jóvenes solo estaban pasando un día de fiesta en el canal; no tenían nada que ver con los sin nombre.
Cuando el reloj marcó la media se obligó a sí misma a caminar más rápido, a pesar de que el puente ya estaba delante. A ambos lados del canal, grandes campos mantenían a raya el ruido del tráfico, excepto en el punto en el que el puente lo cruzaba. Mientras apresuraba sus pasos para pasar por debajo, el agua se oscureció, metálica. Estaba atrapada en una caja de hormigón y ruido que se estaba cerrando por ambos extremos…, pero logró cruzarla y abrir el chirriante portal que conducía a la avenida.
Ya nada podía detenerla. De pequeña, solía recoger las castañas de Indias que caían sobre el sendero para jugar con ellas. Contempló las garras de metal que rodeaban los troncos de los árboles para que nadie trepara por ellos, el campanario que se alzaba junto a la planta de gas, que solía recordarle al Gordo y el Flaco, y el frondoso campo que se extendía junto al canal, donde los caballos cuidaban de sus potros. Llegaron al pub que había junto a la estación antes de las seis menos cuarto.
—Tengo que ir al lavabo —dijo Iris—. No es necesario que me acompañes. No tardaré mucho.
—De acuerdo, cariño.
Su madre parecía un poco ansiosa, pero a la vez se alegraba de que Iris se sintiera capaz de entrar sola en un pub.
Los primeros clientes conversaban junto a la barra curvada. Sobre la puerta del cuarto de baño había una matrícula de coche en la que ponía 4U2P[2], pero no era eso lo que quería. Fue directamente hacia la mujer que había detrás de la barra.
—Tengo que enviar una carta urgentemente. —Había estado practicando en silencio esta frase durante horas—. ¿Podría venderme un sello?
—Espera un momento. Voy a ver si tengo alguno.
La mujer rebuscó en su bolso durante más de un minuto. El reloj marcó las seis menos cuarto; su madre debía de estar preguntándose qué había ocurrido. ¿Y si se asomaba para asegurarse de que Iris no había entrado para tomar una copa?
La camarera levantó la mirada de su bolso.
—Lo siento. Creía que tenía alguno.
Cuando Iris, desalentada, dio la espalda a la barra (no se le había ocurrido pensar que su plan podía fracasar), se encontró de frente con un rostro pequeño repleto de marcas y de venas rojas. Empezó a encerrarse en sí misma, pero solo era un pensionista… y era tan bajito que le sacaba una cabeza.
—¿Es muy urgente? —le preguntó.
—Sí. —No pudo decir nada más, porque sentía que se le estaban inflando los labios.
—Había guardado este porque me gustaba el dibujo —dijo, tendiéndole un sello en el que Peter Rabbit sostenía en alto la cabeza de la Reina Elizabeth—. Pero supongo que podré conseguir otro —añadió, con melancolía.
Iris pegó rápidamente el sello en el sobre, por si el anciano cambiaba de opinión. A continuación le dio el dinero y salió del pub, escondiendo la carta en el bolsillo. En cuanto su madre la vio, empezó a subir la rampa que llevaba a la estación.
Había un buzón de correos incrustado en la pared exterior del edificio. Iris no podía vacilar, por si su madre miraba atrás para saber por qué se estaba rezagando. Ahí estaba la boca del buzón. Sacó la carta del bolsillo y la empujó hacia la oscuridad. Por un instante sintió miedo, ¿pero de qué otro modo podría protegerse? Apresuró sus pasos para alcanzar a su madre.
Un tren pasó a toda velocidad, soltando un profundo y agudo alarido. Un rostro cristalizado la miró desde la taquilla. Todo parecía mantenerse alejado de ella: la pequeña estación de dos vías, la luz del sol tan implacable que resultaba poco convincente. La carta estaba guardada bajo llave. Ya nada podría detenerla.
Pronto llegó su padre, que no pareció alegrarse demasiado al verla allí.
—¿Te encuentras mejor hoy? —preguntó tras mirar fijamente a su esposa, pues aún no le había perdonado que hubiera invitado a entrar en casa a Barbara Waugh el día anterior.
—Sí.
Sus padres estaban allí para protegerla; nada podía hacerle daño. Al levantar la mirada vio que la furgoneta de la oficina de correos se alejaba del buzón y desaparecía por la calle principal. De pronto se sintió aterrada. Le preocupaba tanto tener que engañar a su madre que no había sido consciente de lo que estaba haciendo. Si no hubiese escrito la carta estaría a salvo, pues aquel hombre barbudo no suponía ninguna amenaza. Sin embargo, había traicionado a los sin nombre… y sentía que ellos lo sabían.
De repente recordó el día que los abandonó, el día que estaba tan aturdida por lo que les había ayudado a hacer que había salido de la casa sin darse cuenta. Era tan poco consciente de sí misma que, quizá, ellos y su poder no advirtieron que se estaba yendo. De algún modo logró montarse en un tren que se dirigía hacia casa, pero a medio camino algo la encontró. Sin previo aviso, dejó de estar sola en aquel soleado y desierto vagón. No recordaba nada de lo que había sucedido hasta varias semanas después, hasta el día que descubrió que estaba de vuelta en la habitación de su casa, al parecer a salvo…, al menos hasta ahora.
Siguió a sus padres hacia la luz del sol, como si eso fuera a servir de algo. Se estaban dirigiendo hacia la avenida. ¿No se daban cuenta de lo oscuro que estaba todo bajo los árboles, de cómo brillaban sus garras metálicas? ¿Acaso no eran conscientes de que podía salir cualquier cosa de la espesura o de entre la hierba? Los sin nombre le habían dicho en cierta ocasión que jamás podría traicionarlos, y que si alguna vez lo intentaba lo sabrían. Ahora lo recordaba, pero ya era demasiado tarde. Mientras recorría la avenida, un caballo avanzó a su paso, mirándola. Cuando sus padres advirtieron que la estaba incomodando, intentaron ahuyentarlo.
El portal se abrió con un chirrido y sus padres la esperaron para pasar bajo el puente. Su madre iba delante y su padre detrás, pero no podían impedir que el ruido se cerrara sobre ella. Ahora recordaba por qué la asustaba tanto: era idéntico al que oía en las casas decrépitas en las que había vivido. ¿El mal también podía entrar en el ruido? Ahora los sin nombre debían de ser más poderosos. Sentían que estaban muy cerca de su objetivo, fuera este el que fuera. Las cosas que hacían, las cosas que ella misma había ayudado a hacer, les habían permitido acercarse aún más.
—Vamos, Iris —dijo su padre, con impaciencia.
Estaba tan asustada que su padre tuvo que tirar de ella para que avanzara. En cuanto estuvo debajo del puente, el ruido amuralló ambos lados del sendero. El agua se estaba deteniendo, congelándose en una banda ondulada de color gris. El ruido se cerraba a su alrededor; era un medio denso y oscuro, impalpable pero obstructivo. Podía sentir que sus movimientos se detenían.
Sus padres no se dieron cuenta. Siguieron caminando, llevándola consigo, hasta que la sacaron de la trampa del puente. La luz del sol la apresó, pero al menos era imparcial. Los árboles se apoyaban sobre sus copas en el agua, hundiéndose. Al otro lado del canal, una pelota chasqueaba contra una pala de cricket. Un tren chirrió en la distancia, como una uña por el encerado. Al menos estaba en un lugar abierto, cerca de su casa. ¿Esta seguiría siendo segura? No había nada a la vista que la alarmara; nada se movía, excepto una pequeña forma sobre su cabeza. Levantó la mirada.
Era un pájaro que se desplomó al instante. Iris se apartó, asustada, pero el ave no intentó atacarla. Cayó sobre el sendero, a sus pies. Aunque todavía se movía, estaba cubierto de sangre.
—¡Dios mío! —exclamó su padre, intentando ocultarlo de los ojos de su hija mientras la apremiaba a avanzar.
¿Pensaba que alguien había disparado al pájaro o que un depredador lo había derribado? Lo más probable es que no pensara nada, pues seguramente era incapaz de creer lo que había visto. Sin embargo, cuando Iris miró atrás, vio que era completamente real. Algo había dado la vuelta al convulsionante pájaro como si fuera un guante.
Le estaban diciendo que sabían lo que había hecho y que podían hacer cualquier cosa. No estaría a salvo en casa. Recordó la larva que había bajo las sábanas. ¿Qué más podía estar aguardándola? Se sentó a la orilla del canal. La hierba seca le picaba en las piernas y en los brazos. Sus padres la llamaban, cada vez más fuerte, pero esas distracciones ya se estaban desvaneciendo. Sus extremidades se plegaron con fuerza a su alrededor, conduciéndola hacia la oscuridad de su interior, donde nada podría alcanzarla.