Cuando Barbara descubrió que estaba descendiendo otra vez la colina, se dirigió a la rotonda y regresó al punto inicial, avanzando a lo largo del canal. Bajo un cielo que parecía descolorido, Hemel Hempstead era un destello monótono, poseído por el sol. En el canal, las ondas relampagueaban lentamente, cegando a los cisnes de la orilla. Las ventanillas y parabrisas carbonizaban puntos de su visión, dificultándole aún más la búsqueda.
Giró a la izquierda cerca de la modista Sarah-Boo y subió de nuevo la colina. El laberinto de casitas rectangulares se alzaba sobre los jardines de roca y las casas salpicadas de guijarros. Ya había conducido por aquel laberinto en una ocasión, pero todas aquellas calles en pendiente le parecían idénticas. Desconocía el apellido de Iris, pues no había logrado encontrar el recorte del artículo publicado en Las Otras Noticias; tampoco recordaba el nombre de la calle ni el número de la casa. Solo sabía que descansaba en una ladera, como la mayoría.
Las puertas desfilaban como muestras de pintura en un libro. La madre de Iris había abierto la puerta principal verde. La puerta que abrió la madre de Iris estaba pintada de rojo. Detrás de aquella puerta azul estaba la madre de Iris. Le sorprendía ser incapaz de recordar un detalle tan simple, pero en su anterior visita no había sido consciente de que necesitaría recordarlo.
En algún lugar ronroneaba un cortacésped y algunos niños jugaban con una pelota listada por las aceras y los secos prados sin cercar, pero estos detalles parecían demasiado reales comparados con las casas, cuyos balcones eran planos como una calle al fondo del escenario. En parte, puede que esto fuera efecto de su tensión. Antes de que pudiera darse cuenta de que había vuelto a pasarse, estaba descendiendo de nuevo hacia la rotonda. Lo único que podía hacer era regresar una vez más. No había ningún otro lugar en el mundo al que quisiera ir.
No habían encontrado nada en Escocia. Tampoco en Stirling, Dunfermline, Kirkcaldy, Perth, Dundee, Montrose, Aberdeen ni los estrechos callejones que se ocultaban tras las calles principales de Edimburgo. Sospechaba que el encuentro con la mujer asimétrica les había hecho huir a otra parte del país. En su oficina no la esperaba ninguno de los mensajes que esperaba haber recibido, solo el gran interés que había despertado Cherry Newton-Brown.
En más de un sentido, eso le hacía sentirse peor. El interés por la novela de Newton-Brown era considerablemente mayor de lo que había anticipado, y eso significaba que su criterio estaba fallando. No le sorprendía, dadas las circunstancias, pero tampoco podía buscar excusas que darse a sí misma. En un principio había decidido realizar la subasta de la novela de Paul Gregory desde Londres (aunque sería más sencillo realizarla en Nueva York, no se atrevía a abandonar el país tal y como estaban las cosas), pero ahora tenía que coger el avión para mostrar la obra de Newton-Brown a los editores americanos, pues era una novela demasiado importante. Tenía que estar en Nueva York la semana siguiente, pero no podía partir sin antes haber intentado hacer algunas preguntas a la única persona que sabía que había visto a Angela.
Las centelleantes casas carentes de sombra pasaban lentamente junto a ella. Las antenas de televisión parecían grietas resplandecientes en el azul brillante del cielo. Las puertas eran amarillas, naranjas y púrpuras, pero no le decían nada. Los niños seguían jugando con la pelota, un recorte listado que, por imposible que pareciera, rebotaba. Podía acercarse a ellos y preguntarles dónde vivía Iris, pero era bastante probable que no lo supieran. Seguramente sus padres sí que lo sabían, ¿pero por qué iban a darle esa información? No tenían ninguna razón para confiar en ella. Se encerrarían en sus conchas, tras sus lustrosas puertas y sus pulcras cortinas. En algunos de los espacios perfectamente simétricos que había entre las cortinas se alzaba una muñeca. De repente, Barbara recordó y empezó a buscar.
Tuvo que efectuar un cuarto recorrido antes de ver el destello púrpura. A pesar de que brillaba como un cuchillo, no pudo estar segura hasta que llegó al final del prado… pero sí: era la bailarina. Apagó el motor y se quedó sentada en el coche unos minutos. ¿Realmente quería saber qué podía estar haciéndole la secta a Angela? ¿Podría soportar no saberlo?
Cuando se atrevió a recorrer el sendero que conducía hacia la casa se tambaleó y, al instante, Ted la sujetó por el codo. Le pareció ver a alguien mirando desde una ventana del piso superior, pero cuando levantó la mirada no pudo ver a nadie. Puede que fuera la madre de Iris, que se había apartado rápidamente para que no la vieran las visitas indeseadas, pues tuvieron que llamar tres veces al timbre antes de que les abriera la puerta. Maisie miró a Ted con el ceño fruncido para hacerle saber que no la intimidaba.
—¿Qué quiere? —preguntó a Barbara.
—Me preguntaba si podría hablar con usted.
—Me temo que no es conveniente. Estoy muy ocupada, cuidando de mi hija —dijo, enfatizando sus palabras. Quizá, dándose cuenta de que había sido cruel, preguntó con más amabilidad—: ¿Solo quería hablar conmigo?
No serviría de nada mentir.
—La verdad es que quería hablar con Iris.
—Bueno, sabe que le tengo simpatía, pero me temo que es imposible. Mi marido no querría que lo hiciera.
—Trabaja cerca de casa, ¿verdad? —preguntó Ted—. ¿Quiere que vaya a buscarlo? Puede que logremos hacerle cambiar de opinión.
Barbara preferiría que hubiera guardado silencio, aunque sabía que solo intentaba ser útil. Después de lo que le había contado sobre George durante el camino, debería haberse dado cuenta de que le estaba poniendo las cosas más difíciles. Estas palabras distrajeron a Maisie, que preguntó:
—¿Es usted otro periodista?
—No, solo es un amigo mío. La periodista a la que conoció está intentando infiltrarse en la secta que secuestró a su hija. Nosotros también estamos investigando. Pudimos seguirles la pista hasta Escocia, pero ahora tengo que irme a América sin saber adonde se la han llevado.
—Si tanto le preocupa, no debería ir.
—No es tan sencillo como eso —la interrumpió Ted—. Hay gente que depende de ella. Si no va, estará renunciando a su trabajo.
—Creo que Angela está bien, porque sigue llamándome por teléfono. Solo quiero saber qué podrían estar haciéndole —explicó, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Seguramente, Maisie tuvo miedo de que Barbara se desmayara o se viniera abajo delante de su puerta. Había varios niños mirando desde el jardín de enfrente.
—Pasen y siéntense unos minutos —dijo—. Al menos puedo ofrecerles una taza de café antes de que se vayan.
Nada había cambiado en el salón, aunque la presencia de Ted hacía que pareciera más pequeño. Maisie murmuró algo en el piso superior y Barbara creyó entender «No bajes». Ya debía de haber preparado té para Iris y ella, pues casi al instante regresó arrastrando un carrito con tazas y una tetera. Parecía desconfiar de Ted, pero Barbara no podía culparla: era una mujer tan pequeña que él podría levantarla del suelo con una sola mano. De todos modos, la idea de que alguien tuviera miedo de Ted le resultaba risible.
—¿Qué tal está Iris? —preguntó.
—Mejor de lo que estaba. Hay días en los que habla por los codos. Quiero que siga así.
—Hemos averiguado más cosas sobre las personas que la secuestraron. —Ted bebía su té como si no sintiera lo caliente que estaba; la taza era una frágil conchita en su mano—. Sabemos qué aspecto tiene uno de ellos. Si le describiéramos a esa persona, puede que su hija empezara a recordar.
—No quiero que nada la altere —espetó Maisie, que estaba tan molesta como Barbara. ¿Qué diablos creía que estaba haciendo? Antes de que Barbara pudiera interrumpirla, Maisie añadió—: ¿Cómo saben qué aspecto tiene esa persona?
—Porque nos estuvo siguiendo en Glasgow —respondió Ted.
—¿Los siguió? —La taza que tenía en la mano se sacudió, escupiendo su contenido—. ¡Entonces podrían haberlos seguido hasta aquí!
—Bueno… —empezó a decir, con tanta indiferencia que Barbara estaba segura de que le habría dado la razón si ella no hubiera intervenido.
—Esa mujer sabe que la vimos —dijo—. De hecho, estuvimos a punto de atraparla. Estoy segura de que no se atreverán a volver a hacerlo.
—¿Cómo puede saberlo? Podrían estar siguiéndolos sin que se hayan dado cuenta.
—Estoy segura de que no es así —insistió Barbara, preguntándose si realmente lo estaba—. Escuche, nos iremos lo antes posible si nuestra presencia aquí la incomoda, ¿pero no podría dejarme hablar con Iris, solo cinco minutos? Le aseguro que no diré nada que pueda conmocionarla. Solo quiero hablar con ella. Ted se quedará aquí abajo, ¿verdad, Ted?
Por suerte, Maisie no lo miró, pues no parecía demasiado deseoso de colaborar.
—Ya habló con ella en una ocasión.
—Pero se me olvidó hacerle una pregunta. —De repente, Barbara estaba deseosa de seguir hablando; de hecho, estaba ansiosa por proseguir con la conversación, porque Ted y ella estaban más cerca del vestíbulo y podían oír algo que Maisie no podía oír: alguien estaba bajando las escaleras—. Debería haberle preguntado si había una niña que mencionaba continuamente a su madre. No sé si Gerry Martin, la periodista que me trajo aquí, se lo contó, pero Angela, mi hija, me sigue llamando por teléfono. Si confiaba en Iris más que en los demás, es posible que le hablara de mí.
Ni ella misma se creía lo que estaba diciendo, pero los pasos seguían descendiendo, amortiguados por la moqueta y las zapatillas. Maisie no los oía.
—Le he enseñado la fotografía que dejó —respondió su madre—. Si su hija le habló de usted, me lo habría dicho.
—No si no reconoció a la niña de la fotografía. No conocía a Angela por el nombre porque, por lo que a Iris respectaba, carecía de él. Si pudiera preguntárselo directamente, quizá lograra hacerla recordar —explicó Barbara, mientras intentaba sujetar a Ted. Pero ya era demasiado tarde. Ted se levantó con rapidez y abrió la puerta, justo cuando los pasos llegaron al vestíbulo.
—Hola, Iris —saludó.
Barbara podría haberle pegado un puñetazo. Sin duda alguna, solo pretendía atraparla antes de que su madre pudiera llevársela de allí, pero ¿qué habría pasado por la cabeza de aquella pobre muchacha trastornada al ver que un extraño corpulento la estaba esperando detrás de una puerta de su propia casa que acababa de abrirse? No le sorprendió que retrocediera, mirándolo fijamente.
Maisie la acompañó al interior de la sala, alejándola lo máximo posible de Ted.
—Ya conoces a esta señora. Trajo la fotografía de aquella niña que te enseñé. Este caballero es un amigo suyo —explicó, mirándolo colérica.
Cuando Iris se sentó (lo hizo como si fuera de porcelana y temiera romperse), Barbara intentó interrogarla, a pesar de la obvia desaprobación de su madre, pero la joven parecía incapaz de apartar la mirada de Ted y, cuanto más lo miraba, más nerviosa parecía. Barbara deseaba oír que la secta no había intentado destruir a Angela, que le bastaba con haberla capturado, ¿pero cómo podía formular su pregunta de forma que Iris no recordara lo que fuera que la había trastornado? Ted, sintiéndose cada vez más incómodo por la mirada de Iris, se levantó y se apoyó junto a la ventana. Eso solo sirvió para distraer aún más la atención de la muchacha, para que se cerrara aún más en sí misma. No había dicho ni una sola palabra.
—Ted —dijo Barbara, con toda la calma que le fue posible—. ¿Por qué no me esperas fuera?
—No es necesario que la espere. Pueden irse juntos —espetó Maisie, mirando las manos de su hija, que se arrastraban la una sobre la otra en busca de consuelo, cada vez con más desesperación—. Lo siento, pero no estoy dispuesta a oír ni una palabra más. Le formularé sus preguntas en cuanto lo considere oportuno. Sigo teniendo su dirección.
Mientras giraban la rotonda, la cabeza de Barbara empezó a dar vueltas. Ted detuvo el coche un poco más allá, instantes antes de que Barbara se apeara y vomitara la taza de té sobre la hierba de la orilla. Poco después, Ted salió del vehículo y permaneció junto a ella, intentando reconfortarla. Cuando Barbara se sintió capaz de regresar al coche, Ted se dirigió a la autopista, conduciendo más despacio entre las oleadas de calor cargadas de apatía.
—Sé que lo he estropeado todo —dijo, esbozando una sonrisa al inestable paisaje—. Sin embargo, se me ha ocurrido una idea.