Barbara no sabía si estaba despierta o soñando. ¿La luz del sol entraba por las cortinas, iluminando el lecho vacío y arrugado, o estaba tumbada en él, invisible a sus propios ojos, soñando que miraba la cama? ¿Arthur realmente se encontraba en algún lugar cercano?
Estaba allí, pero se estaba alejando. Si no lo encontraba pronto desaparecería… y podía sentir lo nervioso que estaba. Corrió hacia la ventana, pero ninguna de las cabezas que se balanceaban por la calle era la suya. Mientras se dirigía al cuarto de baño a echar un vistazo fue consciente de lo absurdo que era todo aquello. Al instante, su percepción disminuyó y el rostro de Arthur retrocedió hacia la oscuridad de su mente, haciéndose más pequeño que un átomo. Barbara despertó por completo.
Ahora no había nada que la distrajera de sus miedos, de sus peores miedos, de aquellos que no había compartido con Ted porque no se atrevía a confesarlos. Si la secta había secuestrado a Angela porque temía su poder para el bien, sin duda alguna la pequeña era demasiado fuerte para ellos. Sus llamadas demostraban que su sentido de sí misma había sobrevivido… ¿pero qué podían haberle hecho, o qué planeaban hacerle, para acabar con ella?
Nada demasiado malo, a juzgar por el tono de sus llamadas… ¿o acaso Angela era demasiado ingenua para darse cuenta de lo que le estaban haciendo? De repente, Barbara deseaba no estar sola. Se puso algo de ropa encima y corrió a llamar a la puerta de Ted. No recibió respuesta.
Llamó un poco más fuerte mientras echaba un vistazo al pasillo. En una bandeja que descansaba junto a una puerta, una taza de café intentaba, torpemente, encaramarse a otra. En las radios de los dormitorios sonaban sin descanso alegres melodías.
—¿Qué hora es? —preguntó a una camarera cuando un carrito lleno de ropa blanca abrió de un empujón las puertas de emergencia.
—Casi las diez.
Entonces su reloj no estaba estropeado. Ted le había dicho que desayunaría con ella, pero debía de haber decidido dejarla dormir. Se aseó rápidamente y corrió escaleras abajo. Unas cuantas personas se diseminaban por el espacioso restaurante, bajo candelabros amarillentos. Una anciana que estaba sentada en una silla de ruedas esperaba a que alguien se la llevara de allí; un hombre de bigote plateado bajó el periódico y le dio los buenos días. Los sonidos más fuertes eran el de una cuchara contra una taza y el de un cuchillo sobre una tostada. Ninguno de los comensales era Ted.
Uno de los camareros le dijo que era posible que el señor Crichton ya hubiera desayunado, aunque era evidente que no lo sabía con certeza. Barbara pidió el desayuno e intentó ser paciente. Seguramente, Ted había salido a dar un paseo. ¿O acaso habría decidido investigar por su cuenta? Cuando los últimos comensales abandonaron el salón, los camareros empezaron a preparar las mesas para la comida. De repente, incapaz de soportar sus sonidos discretamente enmudecidos, se dirigió a recepción para saber si había dejado algún mensaje.
La muchacha le dijo que no había ningún mensaje, pero que su llave estaba en el mostrador. Mientras le daba la espalda para atender a una mujer impaciente vestida de tweed que estaba haciendo sonar el timbre que descansaba sobre el mueble, se le ocurrió preguntarle a qué hora había dejado la llave.
—Me temo que no lo sé —respondió la joven, por encima del hombro—. Debió de ser antes de que yo llegara.
—¿Y cuándo fue eso?
—A las seis y media.
Seguramente, esas palabras iban dirigidas a la mujer del traje de tweed... pero, tras reflexionar unos instantes, Barbara consideró que era bastante probable que el turno de mañana empezara a esa hora. ¿Adónde podía haber ido tan temprano? En ocasiones era incapaz de conciliar el sueño, pero estaba segura de que si hubiese salido le habría dejado una nota, a no ser que tuviera intenciones de regresar antes de que ella despertara.
Tras atender a la mujer impaciente, la joven se volvió y pareció ligeramente molesta al ver que Barbara seguía esperando.
—¿Está completamente segura de que el señor Crichton no ha dejado ningún mensaje? —preguntó.
—Si lo hizo, le aseguro que no está aquí.
¿El mensaje se habría extraviado? Era una posibilidad reconfortante, pero no lo bastante para que Barbara fuera capaz de comerse el desayuno.
—Lo siento —le dijo al camarero que se dirigió hacia la cocina en cuanto la vio aparecer—. Acabo de recibir malas noticias.
Al instante deseó no haber dicho eso.
Esperó un rato en el vestíbulo. Los huéspedes pasaban junto a ella con lentos movimientos, golpeando el suelo con sus bastones o mirando a su alrededor desde sus sillas de ruedas. Las puertas giratorias emitían destellos al moverse y la incitaban a mirarlas continuamente, para asegurarse de que no era Ted quien entraba o salía por ellas. Debería complacerle que no se sintiera atado a ella, que se sintiera libre de salir a pasear. El mensaje que le había dejado debía de haberse extraviado.
Por fin se obligó a sí misma a cruzar las puertas giratorias (que se detuvieron unos instantes, atrapándola en la jaula de vidrio tintado con un espectro de tabaco de pipa), y esperó en el exterior del hotel. De vez en cuando se alzaba una cabeza sobre la confusión de rostros, pero nunca era la de Ted. ¿Acaso no bastaba que no pudiera encontrar a Angela? Deseaba ir en su búsqueda, pero no sabía por dónde empezar. Además, si regresaba mientras ella estaba fuera, no sabría dónde encontrarla.
Se aventuró a ir hasta la acera contraria y observó Sauchiehall Street. A un lado, la calle se dirigía hacia Inner Ring Road, donde los edificios eran grises como el humo de los tubos de escape. En el lado contrario había una zona peatonal con la calzada adoquinada. Había personas charlando junto a las tiendas y obreros subidos a un andamio que se alzaba delante la fachada del restaurante Charles Rennie Mackintosh, como arañas reparando una tela. Un tablón situado junto a una puerta anunciaba la exposición anterior a una subasta de libros. Seguramente, Ted lo había visto y había sentido curiosidad.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, se dirigió hacia la sala de subastas. Podía echar un vistazo y estar de vuelta en el hotel en menos de diez minutos. No le importaba adonde había ido, solo dónde estaba ahora. Y solo deseaba que estuviera a salvo. Por supuesto que lo estaba… ¿por qué no iba a estarlo? Sabiendo lo mucho que le fascinaban los libros, no le sorprendería que hubiera empezado a hojearlos y hubiese perdido la noción del tiempo.
Dejó atrás un centro comercial adjunto en el que sonaba una fanfarria. Un reloj de péndulo en forma de castillo de juguete dorado abrió sus puertas para dejar salir a sus caballeros y dio seis campanadas. Al mirarlo, más allá de un agente de seguridad que iba en manga corta y lucía tatuajes velludos en los antebrazos, comprobó que marcaba las once en punto. Se abrió paso entre la multitud y subió corriendo las escaleras que llevaban a Straub, Tessier & King.
En lo alto del segundo tramo de escaleras había una habitación vacía del tamaño de un bungaló. Hileras de sillas aguardaban la subasta ante un estrado. Los libros descansaban en estantes y en mesas de caballetes que parecían diminutos debido a la inmensidad de la sala. Vendedores de libros provistos de cuadernos examinaban los lomos de los volúmenes, y una pareja de mediana edad que lucía un caro bronceado hacía muecas a las ilustraciones. Barbara comprobó al instante que Ted no estaba allí.
Se apartó cuando dos hombres pasaron junto a ella arrastrando un baúl repleto de libros. Ninguno de ellos había sido escrito por un autor que le resultara conocido. En las tapas de uno pudo leer La corriente psíquica, pero ya estaba harta de pistas falsas. Regresó desanimada al hotel.
El olor a pan recién hecho le hizo mirar hacia el centro comercial. Las figuras que habían salido del castillo para dar las seis ya se habían retirado; los agentes de seguridad paseaban, hablando entre murmullos por sus transmisores. Al final del pasillo de tiendas, detrás de una carreta roja y amarilla que contenía un jardín rocoso cuyas plantas eran demasiado grandes para las rocas, estaba Ted.
O quizá era alguien que se parecía a él. Estaba de pie ante el mostrador de la panadería, pero solo podía verle la espalda. Corrió por el pasillo, bajo el alumbrado fluorescente, verde, malva, rosa, amarillo y azul. Las centelleantes baldosas del suelo parecían de Lurex. En las tiendas sonaban canciones pop, algunas tan suavemente que podrían ser alucinaciones. Nada era real, excepto el olor del pan… Pero cuando llegó junto a Ted, le pareció que era de carne y hueso.
Estaba tan aliviada que tuvo que sentarse en una resbaladiza silla de plástico color chocolate.
—Estás herido —dijo, en cuanto pudo mirarlo con atención.
Él observó los rasguños de sus nudillos como si no le pertenecieran.
—No es nada. Solo un gato un poco arisco.
Era la primera vez que lo veía tan confuso. Seguramente se debía a lo mucho que había madrugado.
—¿Dónde has estado?
—Haciendo averiguaciones sobre la Luz Eterna. Solo es un grupo religioso marginal idéntico a cientos de otros. No saben nada de lo que estás buscando. De hecho, les daría miedo saber algo.
Su estado de ánimo era extraño; prácticamente rozaba la euforia. Quizá se debía a la falta de sueño. Barbara se sentía incapaz de compartir su buen humor, a pesar de que tenía la impresión de que ahora Ted la creía, no como la noche anterior. Sus codos resbalaron de los brazos de la silla, que era estrecha y hueca.
—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó.
—Bueno, debemos informar a la policía sobre la mujer. Ahora que saben que la has visto, los sin nombre serán más precavidos.
Ya lo había pensado, pero esta confirmación le hizo sentir una mayor aprensión.
—¿Crees que harán daño a Angela?
—No, no lo creo. No tienen razones para hacerlo.
—Entonces, eso es lo único que podemos hacer. —Estaba desesperada—. Ojalá Gerry haya logrado encontrarlos.
—No me sorprendería que pronto tuvieras noticias de ella. Pero no, creo que podemos hacer algo más que esperar. Anoche pensaba que aquella mujer había ido a la estación para que no pudiéramos seguirle el rastro, pero cuando volví a pensar en ello más tarde, me di cuenta de que llevaba un billete en la mano.
—Yo no lo vi. ¿Estás seguro?
—Pude verlo con la misma claridad con la que te veo a ti ahora.
—Entonces volvemos a estar en el punto de partida. Podrían estar en cualquier parte.
—Te equivocas. He comprobado todos los trenes que partieron poco después de que la perdiéramos de vista y tengo una lista de sus destinos. Ahí es donde debemos buscar.
No parecía una pista demasiado buena, pero su apremio resultaba contagioso.
—Deberíamos empezar por la ciudad más grande —continuó—. Es Edimburgo. Y deberíamos ponernos en marcha de inmediato.
Se levantó al instante y pareció impaciente porque ella lo siguiera. Resultaba un alivio que alguien tomara la iniciativa, pues estaba demasiado exhausta para ponerse al mando. El olor a pan se desvaneció mientras se alejaban, dejando atrás una confusión de rostros que apenas veía.
—Estoy seguro de una cosa —añadió Ted—: en Glasgow no encontraremos nada.