Perseguir a la mujer desde Broomielaw lo había dejado más cansado de lo que pensaba. Tuvo que detenerse en medio de la pronunciada pendiente porque las gotas de lluvia parecían ácido contra su piel. El cielo negro se acuclillaba sobre los tejados goteantes, y un avión o una ráfaga de aire pasaron sobre su cabeza. En algún lugar, una cuerda golpeaba el asta de una bandera como un dedo impaciente. Después de respirar hondo varias veces, prosiguió con su ascensión.
La carretera estaba desierta, al igual que Sauchiehall Street. El agua cubría el asfalto, las aceras iluminadas por un par de farolas parecían haber sido untadas de aceite y los coches, cuyas antenas pendían en el aire, estaban estacionados sobre impresiones borrosas de sí mismos. Pasó junto a un colegio encerrado tras una verja de púas arqueadas y llegó a Hill Street, donde la voz le había dicho que debía girar.
A ambos lados de Hill Street se alzaban casas adosadas provistas de prominentes balconadas. Desde allí las carreteras se zambullían hacia la autopista. Los graffiti que centelleaban entre la lluvia parecían sacudirse y retorcerse; uno de ellos era un enorme garabato de largas patas que parecía una araña aplastada contra la pared de una casa. Ted se desabotonó el abrigo (la lluvia estaba parando y la humedad se arrastraba por su piel) mientras pasaba junto a las casas adosadas. Sus inquilinos conversaban en los recibidores o alrededor de la mesa del salón. Había algunas personas sentadas en los escalones delanteros, entre columnas que se descascarillaban como el papel tapiz. Si aquella llamada telefónica era una trampa, tal y como empezaba a sospechar, no les sería sencillo llevarlo a ningún lugar en donde estuviera completamente solo.
Pronto, las casas empezaron a ser menos acogedoras; las galerías de piedra estaban anegadas y erosionadas por la lluvia. Parcelas pálidas como la hierba bajo la roca brillaban junto a porches en los que habían desaparecido las placas que indicaban el número. Los jardines eran una masa de maleza babeante y los agujeros vacíos de las farolas goteaban en la oscuridad.
Intentó convencerse a sí mismo de que no estaba nervioso. Su aspecto era tan intimidante que la mayoría de los agresores preferían no acercarse a él, pero si era necesario estaba seguro de que podría defenderse. Le enervaba sentirse observado, aunque dadas las circunstancias un toque de paranoia no resultaba sorprendente. Los ruidos que oía en los jardines, a su espalda, eran provocados por la lluvia. No miró atrás porque habría sido absurdo. Además, ahora esos ruidos sonaban delante de él.
La luz de un faro le mostró dónde tenía que girar, en la siguiente calle lateral que conducía a la autopista. En la esquina, una caricatura similar a una araña se aferraba a la pared, en una telaraña de graffiti. Cuando llegó a la calle, los faros se desplazaron a lo largo de la galería y se demoraron en la pared. Era una masa de graffiti, pero no podía ver en ella nada similar al destello de largas patas que había visto momentos atrás. Por supuesto, solo había sido un retazo, un efecto óptico provocado por la luz y la lluvia.
La pendiente de aquella calle era más pronunciada que la de la anterior. Empezó a descender entre un muro elevado y un edificio que centelleaba como la brea, sujetándose para no avanzar a demasiada velocidad. Las ventanas de los bloques de pisos parecían débiles llamas de vela en comparación con los deslumbrantes focos que brillaban en los postes que se alineaban junto a la carretera principal, pero la luz le permitió ver que toda aquella calle inclinada estaba adornada de graffiti. La caricatura de extremidades y cabeza alargadas debía de haber sido un eco visual, porque cuando llegó al pie de la pendiente no encontró nada similar en la pared.
Le dolían las rodillas, dislocadas por la inclinación del terreno. Se detuvo unos instantes y contempló la carretera, que conducía a una autopista y a otras dos carreteras principales. Estaba bien iluminada, pero eso solo le permitió advertir lo desiertas que estaban las aceras. Solo un borracho caminaba por la estrecha isla que separaba los carriles.
Ted avanzó rápidamente hacia la acera en la que se suponía que debía esperar. Pronto, el borracho desapareció entre las casas grises que se apilaban en las colinas que se alzaban sobre la carretera, y la desolación fue completa excepto por los coches que pasaban a toda velocidad junto a él. Percibió un movimiento cerca de la acera, pero imaginó que era la lluvia iluminada por los faros de los coches.
Los carriles de la carretera se habían dividido en dos pasos elevados que cruzaban la Inner Ring Road, una autovía de cuatro carriles emparedada entre otras dos carreteras. El tráfico discurría de forma constante por todos ellos y el ruido era abrumador. Arbustos, matojos y maleza, blancos como el moho bajo los focos, cubrían la rampa de hormigón de la acera. ¿Vendría por ahí quienquiera que fuera a reunirse con él?
Contempló la rampa durante un momento prolongado. Las hojas temblaban bajo la lluvia, pero no había ningún otro movimiento. Observó con atención todos los vehículos que pasaban junto a él, salpicándolo, aunque sabía que era poco probable que esa persona llegara en coche, pues no resultaría convincente. No había nada más que mirar. Se sentía como Cary Grant en aquella película de Hitchcock, esperando en medio del desierto. Sin duda alguna, la Inner Ring Road estaba igual de vacía.
Empezó a pasear por la acera, vigilando sus alrededores porque no tenía nada mejor que hacer. Empezaba a sentirse receloso. ¿Y si realmente había sido Angela quien había llamado por teléfono y los miembros de la secta le habían impedido acudir a la cita? Se negaba a creerlo, sobre todo porque aún no creía en Angela, pero la única alternativa posible no le resultaba en absoluto alentadora. ¿Acaso le habían hecho venir hasta allí para poder acercarse a Barbara sin peligro?
No podrían hacerle daño. Si llamaban por teléfono, la recepcionista no pasaría la llamada a su habitación, y si se atrevían a ir hasta el hotel, no les diría dónde se alojaba ni les permitiría subir. Se preguntó, inquieto, cuánto tardaría en regresar a su lado. Había transcurrido otro cuarto de hora; ya era la una de la mañana. Seguía vigilando los alrededores y discutiendo en silencio consigo mismo cuando un rostro lo observó desde los arbustos.
No, no podía ser ningún rostro. Debía de ser un trozo de papel o algo similar que había quedado atrapado momentáneamente entre las ramas, antes de alejarse volando. Aunque ya se había explicado a sí mismo por qué se sentía observado, cuando vio de nuevo aquel objeto alargado y pálido, más blanco que las hojas (quizá, los focos de la autopista iluminaban parte de la espesura), fue hasta allí para convencerse de que no había nadie.
La acera estaba mucho más oscura que las carreteras, la espesura estrechaba la rampa de hormigón y la luz de los focos centelleaba entre las hojas. Las caras inferiores de los pasos elevados estaban adornadas de graffiti. Se inclinó sobre la barandilla y miró entre los arbustos, pero no parecían ocultar nada. Descendió corriendo la rampa para saber adonde conducía, para saber si había alguien escondido en ella, observándolo.
La rampa se bifurcaba a medio camino: por un lado descendía hacia la acera situada al fondo de Inner Ring Road y por el otro ascendía hacia la autopista, discurriendo en paralelo. Las flechas metálicas que se alzaban junto a la bifurcación estaban cubiertas de graffiti. Tras comprobar que no había nadie al final de la rampa, avanzó por el sendero bordeado de temblorosos arbustos.
El hormigón lo rodeó en cuanto dobló una curva. Las dos bifurcaciones de la carretera en la que había estado esperando discurrían sobre él; la autopista centelleaba debajo. El ruido llegaba desde todas las direcciones con tanta fuerza que ni siquiera podía oír sus pasos. Solo veía carreteras y trozos de tierra baldía entre ellas.
Al final de una pendiente empedrada que conducía al hueco que había entre los pasos elevados, el camino trazaba otra curva. Siguió caminando entre los arbustos, aunque estaba seguro de que no encontraría nada. Aquellas delgadas y pálidas extremidades que veía entre la espesura eran tallos, que oscilaban bajo la húmeda brisa. Cuando llegó junto a ellos, ni siquiera pudo verlos. Otra rampa vacía ascendía hacia la acera situada enfrente del lugar en el que había estado esperando.
Ya era suficiente. Empezaba a creer que todo aquello era una broma de mal gusto. Quizá solo le habían hecho venir hasta allí para enseñarle que no debía entrometerse. Ya había dejado sola a Barbara bastante rato. ¿Y si despertaba y no lo encontraba? Desanduvo apresuradamente sus pasos entre las columnas de hormigón que se alzaban sobre la autopista, pero al doblar la curva se detuvo en seco. Entre las rampas y él, junto a las flechas metálicas, había dos hombres sin expresión alguna en el rostro.
En cuanto lo vieron, sus rostros se hicieron aún más inexpresivos. Cuando dieron un paso en su dirección, Ted dio media vuelta y empezó a caminar a grandes zancadas bajo los pasos elevados. No sabía si aquellos hombres eran una trampa que le habían tendido, pero tampoco estaba dispuesto a comprobarlo, no mientras tuviera una escapatoria. Avanzó con rapidez por el tramo de hormigón que discurría sobre la autopista, hacia la curva que había entre los arbustos temblorosos, pues sabía que si lo alcanzaban en aquel lugar nadie acudiría en su ayuda. En cuanto llegara a la carretera principal podría volverse hacia ellos…, pero en ese instante vio que otros dos hombres, con expresiones igual de vacías, avanzaban hacia él por la otra rampa.
Cuando se giró, los primeros estaban a punto de alcanzarlo. Uno de ellos era un joven famélico con cabello de fraile que le resultaba familiar. Ted corrió hacia ellos, adoptando la expresión más fiera que le fue posible, pero interceptaron su camino. Un rayo de luz se abrió paso entre la inquieta espesura, iluminando unos rostros que parecían máscaras.
En cuanto el joven con aspecto de fraile estuvo lo bastante cerca, Ted le asestó un puñetazo. Su barbilla era como roca dura envuelta en un suave relleno de piel. El joven cayó contra la barandilla y se llevó las manos a la cara, pero inmediatamente volvió a ponerse en pie. Aunque a Ted le dolían los nudillos como si hubiera golpeado un martillo, aquel tipo no parecía sentir ningún dolor.
Esta distracción le dio la oportunidad de correr, aunque no logró llegar demasiado lejos. Dos de ellos le dieron alcance en la pendiente empedrada que discurría entre los pasos elevados. Cuando le inmovilizaron los brazos, intentó golpear a uno de ellos en la ingle, pero perdió el equilibrio sobre el húmedo hormigón. Lo empujaron y cayó de espaldas sobre la pendiente. Los adoquines se hundían en su cuerpo; el polvo y los fragmentos de cristal se clavaban en sus manos.
Todavía podía forcejear y maldecirlos, aunque era incapaz de oír sus propias palabras. Fueron necesarios tres para inmovilizarlo, y tardaron un buen rato en conseguirlo. Cuando el más corpulento le asestó un puñetazo en la nuca, Ted sintió que su cabeza era un globo que se estaba desinflando; se sentía confuso y terriblemente mareado. El destello de un camión sobre su cabeza abrasó sus ojos. Estaba tan aturdido que cuando apareció la anciana en la curva no le dio ninguna importancia.
Pero era una transeúnte, una anciana de cabello blanco excepto por una ancha veta plateada, y había visto lo que le estaban haciendo. Los hombres no habían advertido su presencia, pero ella ya estaba alejándose lo más rápido que le permitía su cojera. Ted intentó forcejear para distraerlos, pero eso solo empeoró las náuseas que sentía. Deseaba que aquella mujer se diera prisa, que escapara antes de que pudieran verla, que llamara a la policía o a quienquiera que pudiera ayudarlo.
Prácticamente había doblado la curva cuando cayó. Puede que eso fuera todo: tropezó y cayó por un agujero que había entre las barandillas. Las luces de los faros centellearon entre las hojas. Su cerebro era incapaz de asimilar la información, así que Ted no estaba seguro de haber visto una figura escalando por el graffiti bajo el paso elevado. Quizá solo había sido el movimiento de las ramas. Era imposible que algo con una cabeza alargada y pálida hubiera arrastrado rápidamente el cuerpo de la anciana hacia los arbustos.
Los hombres lo levantaron y lo obligaron a descender por el camino, aunque le temblaban las piernas. Solo era capaz de controlar sus pensamientos. De repente se dio cuenta de que si alguno de los conductores lo veía, lo tomaría por un borracho al que estaban llevando a rastras a casa. Por un momento temió que sus captores lo arrojaran a la autopista; sin embargo, lo empujaron hacia los arbustos. Las ramitas le arañaban las manos y la maleza del suelo le hacía tropezar. Más allá, una rampa de escombros descendía hacia una casa.
Le parecía imposible que allí, en una isla de tierra baldía bajo los pasos elevados, pudiera haber una casa. Seguramente el ayuntamiento había permitido que permaneciera allí hasta que se derrumbara. Estaba especulando para convencerse a sí mismo de que podía pensar con claridad, porque no podía hacer nada por impedir que lo llevaran a rastras hacia aquella casa. Una mugrienta cortina se separó como el párpado de un reptil. Lo estaban esperando. La puerta principal se abrió mientras recorrían el sendero y sus talones removían los escombros. Cuando los hombres lo arrojaron al oscuro vestíbulo, el ruido cesó.