En cuanto estuvo seguro de que Barbara dormía, Ted desconectó el teléfono para que nadie la molestara y regresó a su habitación. Permaneció de pie junto a la ventana, intentando pensar. La lluvia ejecutaba una erizada danza en la calle; las ventanas iluminadas que se apilaban sobre el Clyde flotaban en el oscuro río, dirigiéndose hacia el mar. La alegría anónima de la estancia parecía obstaculizar sus pensamientos, de modo que decidió ir al piso inferior.
La aburrida joven que había en recepción no pareció alegrarse demasiado al saber que solo quería que le informara si Barbara llamaba a su habitación. Más tarde apareció un conserje al que pudo pedirle un café. Entró en el salón, donde el televisor apagado mostraba el abotargado reflejo de las butacas. Entre los barnizados estantes medio vacíos se demoraba un tenue aroma a tabaco de pipa y polvos de talco, y en las mesas se diseminaban revistas que empezaban a desintegrarse. Se sentó en una butaca que olía a tabaco, pensando en Barbara.
Las cosas no iban bien. Sin duda alguna, también ella se había dado cuenta. Al parecer, hacía semanas que se sentía observada… y el encuentro de esa noche con aquella mujer la había convencido de que tenía razón. Puede que no fueran paranoias, que la mujer asimétrica hubiera huido de esa forma por alguna razón, pero las cosas que imaginaba sobre Angela rozaban la locura.
Todas ellas parecían remontarse al momento de su secuestro, a las afirmaciones que había hecho una supuesta psicómetra… y eso solo demostraba su mala salud mental. ¿Esta mujer era la misma Barbara Waugh que solía decir que los libros de ocultismo eran trampas para idiotas? Esa Barbara jamás habría ido a ningún lugar que se pareciera remotamente a la sede de la Luz Eterna, pero ahora estaba convencida de que Angela poseía unos poderes psíquicos que sus secuestradores intentaban destruir: veía a su padre y hablaba con él, a pesar de que estaba muerto, y tenía un aura de paz que calmaba a todo aquel que se acercaba a ella… A todos excepto a sus asesinos, a las personas sin nombre que supuestamente veían en ella una especie de amenaza. La mujer asimétrica era uno de ellos; era quien había percibido los poderes de Angela un día que se sentó junto a ella en un tren de la línea Victoria. Esa era la razón por la que habían secuestrado a su hija. La Luz Eterna había explicado la razón por la que las personas sin nombre no podían matar a su pequeña: la amenaza que representaba para ellos renacería.
No sabía si Barbara creía realmente todas esas cosas, aunque era posible que ni siquiera ella lo supiera. Puede que no le hubiera explicado lo que ella creía, sino lo que consideraba que creía la secta. Ted había intentado desenredar sus pensamientos (le había dicho que oír a su marido poco después de su muerte y creer que Angela lo veía podía ser una ilusión vana, que Angela podía tener un efecto apaciguador sobre las personas y seguir siendo una niña completamente normal), hasta que se había dado cuenta de que la estaba poniendo más nerviosa. Había tenido que persuadirla para que se tomara dos somníferos y después le había prometido que, a pesar de lo que hubiera podido decir, la ayudaría. Por supuesto que lo haría, ¿pero cómo?
El portero le sirvió un café dulce muy caliente. Bebió un sorbo, deseando que le ayudara a pensar con claridad. Seguía creyendo que aquella búsqueda no iba a conducirlos a ninguna parte (una de las razones por las que había acompañado a Barbara había sido para apoyarla si cedía a la desesperación), pero puede que no estuviera siendo tan objetivo como deseaba creer. ¿Esperaba secretamente que no encontrara a Angela, que la pequeña hubiera muerto nueve años atrás? ¿Acaso no era cierto que una de las cosas que le atraían de Barbara era el hecho de que no tuviera hijos? Quizá, pero estaba siendo injusto consigo mismo. Barbara le importaba mucho más que eso. Lo que más le preocupaba era cómo sería Angela si realmente había pasado nueve años con las personas sin nombre. Sospechaba que Barbara no se atrevía a hacerse esa pregunta.
Su lógica cada vez era más confusa. No había ninguna necesidad de pensar en esas cosas. Todavía estaba convencido de que Angela estaba muerta y de que Barbara estaba siendo víctima de una extorsión; sin duda alguna, esa era la explicación más sencilla. Seguramente, la mujer asimétrica la estaba siguiendo para saber si las pistas falsas estaban teniendo algún efecto en ella. Ojalá pudiera ponerle las manos encima, tanto a ella como a todos los cabrones que estaban haciendo tanto daño a Barbara.
Y puede que lo hiciera; sin duda alguna, esa sería una forma de ayudar. Dejó la taza sobre la bandeja con un ruido sordo. Ahora que sabían qué aspecto tenía uno de ellos, tenían que acudir a la policía, pero antes tendría que convencer a Barbara de que Angela no sufriría ningún daño: o ya estaba muerta o, si las personas sin nombre realmente la habían raptado por las razones que Barbara había sugerido, no se atreverían a matarla. Por supuesto, se lo diría con más suavidad, pero era necesario que se diera cuenta de que esta era su primera pista real.
De pronto se sintió mucho más útil. Acabó el café rápidamente y salió a la calle. El olor a comida griega e india flotaba entre la lluvia; los maniquíes se agitaban tras los zarcillos de agua que caían sobre los escaparates; los reflejos nadaban bajo los coches. Estaba de pie bajo la marquesina del hotel cuando un portero se acercó a él.
—La señora Waugh —dijo el portero.
—¿Está despierta? —Había creído que dormiría hasta el día siguiente—. De acuerdo, subiré.
—No, es alguien que desea hablar con ella, pero como nos dijo que no quería que la molestaran…
Era más de medianoche. ¿Podría tratarse de la muchacha que fingía ser Angela? Ojalá pudiera encontrarse con ella cara a cara. Cuando respondió al teléfono ubicado en un rincón apartado del vestíbulo, le habló una voz femenina y adulta.
—Quiero hablar con la señora Waugh —dijo.
—Está dormida. Ha tenido un día extenuante. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Solo puedo hablar con la señora Waugh.
¿Quién podía llamar tan tarde y mostrarse tan reservado?
—Me llamo Ted Crichton. Barbara me ha pedido que hable con cualquier persona que llame mientras duerme. —Antes de estar seguro de que fuera prudente continuar, añadió—: Incluso con su hija.
Se produjo un largo silencio. Había revelado el secreto de Barbara, pero ni siquiera sabía a quién.
—¿Sabe quién soy? —dijo la voz entonces.
—Sí, creo que sí. —Ni siquiera estaba seguro de quién se suponía que era—. ¿Qué quieres?
—Quería ver a mi mamá.
Si había dicho eso con el objetivo de convencerlo, había conseguido justo lo contrario: tenía la impresión de que aquella joven sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Era una actriz que podría convencer a una madre turbada, pero que a él no lo impresionaba en absoluto. Sentía cómo crecía la rabia en su interior.
—Si vienes aquí, te llevaré con ella.
—No puedo. Quería reunirme con ella en otro lugar.
—Entonces puede que quieras reunirte conmigo.
En esta ocasión, su silencio fue mucho más largo. Seguramente, se había dado cuenta de que Ted no se creía que aquella voz pertenecía a una niña de trece años. Puede que se tratara de la mujer asimétrica, que no había cogido ningún tren sino que había logrado escapar, sin que la vieran, por otra salida de la estación. Se estaba maldiciendo a sí mismo (podría haberla alcanzado si se hubiera esforzado un poco más) cuando ella dijo:
—De acuerdo.
—¿Vas a reunirte conmigo? ¿Ahora? —preguntó, complacido.
—En cuanto pueda llegar. Venga lo más rápido que pueda. —Le dio la dirección. No estaba demasiado lejos—. Tiene que venir solo —añadió—. Y no le diga a nadie a dónde va.
—No deberías preocuparte por eso.
Entonces la joven colgó. Esbozando una tensa sonrisa, Ted subió corriendo las escaleras para coger el abrigo. Vaciló tan solo un instante ante la puerta de Barbara, pero dando media vuelta bajó las escaleras. Aunque no estuviera dormida, sería la última persona a la que le diría adonde iba. Por fin tenía la oportunidad de descubrir por sí mismo a qué tipo de juego estaban jugando aquellas personas.