Broomielaw era una autovía de cuatro carriles que discurría junto al río Clyde. Cuando llegaron estaba oscureciendo; manchas de luz centelleaban como el neón agonizante en el río. Habían tardado veinte minutos en realizar el trayecto a pie desde el hotel, pero Ted había insistido en que comieran algo antes de ponerse en marcha.
—Por supuesto que iremos —le había dicho—. Pero puede que necesitemos energías.
Como la mayoría de las carreteras que conducen a un puerto, Broomielaw estaba prácticamente desierta durante la noche. Junto a las aceras brillaban nombres de güisqui escritos en letras de neón y, seguramente, los bares que descansaban bajo aquellos rótulos estaban llenos de bebedores. Había algunos hombres bebiendo de botellas en los bancos que se asomaban al río, pero ninguno de ellos la estaba mirando. Por muy observada que se sintiera, ¿por qué iba alguien a seguirla desde el hotel?
Enseguida vio los puentes: una vía férrea flanqueada por carreteras que se extendían hacia el río y hacia Broomielaw. Bajo los puentes, en el muro más alejado del río, brillaban dos luces anaranjadas tan intensas que prácticamente parecían blancas. Entre las luces la carretera estaba vacía, al igual que la acera, excepto por las alfombras de sombra que se escondían tras las columnas. Allí no había nadie.
Quizá la mujer del quiosco se había equivocado de día, o quizá habían llegado demasiado tarde; al fin y al cabo, ignoraban a qué hora solían reunirse aquellas personas. Los reflejos de las farolas flotaban en el río como manchas de contaminación; barcos combados se deslizaban ruidosamente por el agua, sobre la que oscilaba su alargada sombra. Sabía que no debía culpar a Ted por la demora, pero no podía evitarlo.
Sin embargo, fue él quien vio la puerta. Estaba entornada, en la pared que se alzaba entre los focos anaranjados, pero como estaba cubierta de carteles Barbara había considerado que estos se estaban despegando. Corrió hacia ella, entornando los ojos debido al resplandor.
Justo al otro lado de la puerta había un tablero de dos caras en el que ponía «Luz eterna» en grandes letras. Seguramente, antes había estado fuera para anunciar la reunión. Se recordó a sí misma que, quizá, aquellas personas podrían ayudarla. Entraron cuando Ted logró mover la puerta, que cedió unos centímetros antes de atrancarse.
El resplandor de la habitación que había al fondo intensificaba la oscuridad del pasillo, cuyo empapelado empezaba a desconcharse. Había alguien hablando rápida y enérgicamente, como un vendedor. Cuando Barbara llegó al fondo del pasillo tuvo la impresión de que habían entrado por error en un concierto de música pop: cuatro figuras delgadas y ataviadas con túnicas blancas entonaban cánticos sobre un estrado, siguiendo con maestría las indicaciones de sus compañeros, ante una audiencia que ocupaba sillas de madera plegables. Un hombre pequeño de unos sesenta años, que iba vestido con una túnica que le iba demasiado grande, se acercó susurrando a ellos y les apremió a ocupar los asientos vacantes más cercanos. Aquello les bastó para saber que se trataba de un encuentro religioso.
Ignorando las indicaciones del hombre, Barbara buscó unos asientos que estuvieran lo más cerca posible del escenario, para poder hablar con las personas que estaban en él en cuanto acabara la reunión. Unas manchas blanquecinas cubrían las paredes encaladas y, al fondo del escenario, unas cicatrices bosquejaban el círculo que antaño había ocupado una diana de dardos. Su silla crujió con fuerza cuando se sentó, pero el acomodador solo tuvo tiempo de mirarla con el ceño fruncido antes de alejarse para atender a otra persona que acababa de llegar.
El cuarteto del escenario estaba vendiendo la reencarnación. Sus acentos variaban entre el escocés y el atlántico central; era imposible conocer su procedencia.
—Todos nosotros estamos destinados a tener una vida mejor —dijo la mujer más joven.
Cuanto más los miraba, menos vivos le parecían; tenía la impresión de que habían sido ensamblados en la misma fábrica que creaba familias para las series de televisión. El cuarteto estaba formado por una pareja de jóvenes de rostros frescos, flanqueados por un hombre y una mujer de mayor edad. Todos ellos esbozaban sonrisas idénticas. En la imagen que ofrecían, lo único que no parecía intencionado era la túnica de la mujer de mayor edad, que debía de haberse ensuciado el codo con algo de camino al escenario.
La audiencia era gris. Mirara donde mirara, veía ropa o cabello del color del humo de los arrugados cigarrillos que fumaba la mitad del público. Tenían un aspecto similar al de aquellas personas que, si tenían la suerte de trabajar, lo hacían en sucios despachos o en tiendas ubicadas en calles medio abandonadas, aquellas personas que envejecían cuidando de sus padres y que morían sin haberse casado, en la soledad de las seniles casas de sus progenitores. Estaban allí esa noche porque tenían hambre de fe, de cualquier cosa que pudiera dar una razón a sus vidas.
Y el cuarteto les estaba diciendo exactamente lo que deseaban oír, y lo estaba haciendo de una forma tan hábil que a nadie le daba tiempo a pensar entre una afirmación y otra.
—Todos somos buenos, pero algunos de nosotros lo hemos olvidado —dijo el joven, y su joven esposa o hermana respondió al instante:
—Es fácil olvidar. Esta es la dificultad que Dios pone en nuestro camino para que tengamos que tener fe. Pero con la fe, todos y cada uno de nosotros podemos recordar. Podemos recordar todo el bien que hicimos en nuestras otras vidas.
Ted estaba inquieto, y ella cada vez se sentía más impaciente. Tenía la certeza de que aquel elocuente cuarteto no sabía nada sobre temas ocultos, pero no podía marcharse sin antes asegurarse. Sentía con más fuerza que nunca que estaba siendo observada, pero seguro que eso se debía a que tenía los nervios destrozados.
—Sean cuales sean nuestras vidas presentes —dijo la mujer maternal—, hemos tenido vidas mejores y volveremos a tenerlas. En cuanto recordéis esas buenas vidas, vuestros sufrimientos presentes apenas os parecerán un sueño. —Se adelantó un paso y Barbara advirtió que era coja; seguramente por eso se había ensuciado la manga—. Nosotros os podemos dar la llave que conduce a esa vida.
Ahora viene el argumento de venta, pensó Barbara.
—Sin embargo, hay algo que debéis recordar —dijo el hombre de mayor edad—. En esas vidas, además de bien habéis hecho mal. Cada uno de los malos pensamientos más secretos que tenéis es algo que ya habéis hecho en otra vida. No es malo tener dichos pensamientos, porque ya han sido hechos y perdonados. Ser consciente de ello os ayudará a imponeros sobre ellos.
Un tren que salía de Central Station o regresaba traqueteó sobre sus cabezas, proporcionándole a Barbara la oportunidad de mirar hacia atrás sin parecer paranoica. Nadie la estaba mirando, pero alguien lo había estado haciendo: una mujer de nariz grande que estaba sentada en la última fila y que había entrado más tarde que ella. Puede que solo estuviera mirando el escenario y que hubiera apartado la mirada, nerviosa, al ver que Barbara se giraba, pues la mayor parte del público parecía tímida y deseosa de pasar desapercibida. Fuera como fuese, no le cabía duda de que aquella mujer se había girado.
El hombre mayor siguió hablando con suavidad y firmeza, como un padre que tiene que dar a conocer los hechos desagradables de la vida.
—No podéis dejar a un lado dichos pensamientos, pues solo conseguiréis que se adentren en lo más profundo de su vuestro ser y echen ahí sus raíces. Así es como empieza la corrupción: cuando intentas convencerte a ti mismo de que el mal no tiene nada que ver contigo. Así es como una persona empieza a perder el control, tanto de sí misma como de lo que puede hacer.
Estas palabras no parecían ser las que la audiencia deseaba o esperaba oír (era evidente que muchos se sentían incómodos, pues se oyeron algunos murmullos), pero tampoco iban a ayudarla a encontrar a Angela. Todo aquello empezaba a recordarle a la amiga psicómetra de la señorita Clarke, por lo inútil que estaba siendo. Cuando Barbara utilizó los murmullos como una excusa para mirar de nuevo hacia atrás, no le quedó ninguna duda de que la mujer de la nariz de fresa la estaba mirando. Puede que solo lo hiciera porque, entre todas aquellas personas, Barbara parecía estar fuera de lugar, pero se giró rápidamente, haciendo que un mechón de cabello cayera sobre su ojo.
—Pero todos lo tenemos en nuestro interior para hacer el bien —dijo el joven, para alivio del público—. El bien no puede ser erradicado. Siempre renacerá. A ninguno de nosotros nos será negada nunca la redención, a no ser que renunciemos a todo aquello que nos hace humanos. Y ser humano es ser potencialmente bueno.
Debía de ser la mirada de la mujer de la nariz grande lo que le hacía sentirse tan nerviosa; sin embargo, sentía que había algo más, algo que no lograba recordar. Sus esfuerzos por conseguirlo le crisparon los nervios.
—Pero el bien que hay en nosotros puede ser corrompido —gritó el joven—. Debemos protegernos de aquellos que pueden destruirlo. Siempre ha habido personas que han dado la espalda a su humanidad, a todo aquello que podían hacer en nombre del bien.
De repente, Barbara recordó qué era lo que había estado a punto de olvidar o, quizá, lo que no se había atrevido a recordar.
—¿Incluso a sus nombres? —preguntó, incapaz de controlarse.
—¿Nombres? —La sonrisa reconfortante del joven desfalleció; nadie le había interrumpido durante el ensayo—. ¿Se refiere a si han dado la espalda a sus nombres? Sí, es posible que alguno de ellos haya renunciado a su nombre.
Al ver que titubeaba, la mujer maternal tomó la palabra.
—Pocos de nosotros encontramos algo que pueda corrompernos por completo —dijo a la audiencia, pero Barbara solo podía oír las palabras que había dicho la amiga de la señorita Clarke.
Ted le estaba apretando la mano como si supiera qué era lo que iba mal, pero todos los sentidos de Barbara parecían haber sido dominados por la voz de la psicómetra: «Ya posee un gran poder espiritual. Debemos encontrarla antes de que ellos destruyan lo que es». El cuarteto del escenario le había ayudado a recordar estas palabras, pero no podría hacer nada por reconfortarla. La psicómetra no se había equivocado al decir que Angela seguía viva… y seguramente había tenido razón en todo lo demás. Barbara se giró, sin darse cuenta de que estaba apartando su mano de la de Ted, y por fin pudo ver que la mujer de la nariz de fresa tenía el rostro asimétrico.
Un tren pasó sobre sus cabezas en aquel instante, pero Barbara ya estaba dentro de aquel tren en el que una mujer de rostro asimétrico se había sentado junto a Angela. No podía tratarse de la misma persona, pues no parecía nueve años más vieja, sino muchos más. Sin embargo, cuando cogió a Ted del brazo para obligarlo a levantarse, pudo ver que aquella mujer le tenía miedo. Recordaba el miedo y el desprecio con el que había mirado a Angela, y también recordaba que la pequeña se había encogido en su asiento, como si hubiera tenido una premonición. En cuanto Barbara puso un pie en el pasillo lateral, la mujer salió corriendo de la sala.
—Esa mujer es una de ellos —le dijo a Ted, jadeando.
Puede que se preguntara cómo lo sabía, pero la siguió sin objetar. Las sillas plegables traquetearon a sus espaldas y el hombre de la túnica demasiado larga intentó detenerlos, hasta que tropezó con la tela y cayó sobre su asiento. En el pasillo, el tablero se tambaleó y cayó contra la pared. Barbara lo apartó de un empujón, sin dejar de correr.
La luz anaranjada inundaba la calle desierta, pero el río y el cielo eran completamente negros. La noche se congregaba como el humo bajo los puentes. Barbara percibió movimiento tras una de las columnas de la izquierda.
—No la dejes escapar —gritó, mientras cruzaba corriendo la carretera.
Cuando llegó a la columna solo encontró un pájaro gris que aleteaba entre una migración de ecos. Recorrió desesperada la jaula de pilares, mirando detrás de todos y cada uno de ellos, y a continuación corrió de nuevo hacia la carretera principal. Ted estaba allí parado, sin saber qué hacer. La sombra de Barbara, una mano estilizada en un brazo elástico, se agitaba en la oscuridad.
Decidió regresar a la orilla del río, en el que se retorcían diversos segmentos de columnas invertidas. Las moscas que se habían congregado en un objeto que navegaba a la deriva le hicieron cosquillas en la cara, pero estaba demasiado concentrada para apartarlas. A su derecha, en el arco del puente de la carretera, advirtió una mancha irregular que podría ser el vestido azul de la mujer.
Barbara corrió hacia ese lugar. Un tren estaba cruzando el puente de la vía férrea, haciendo que colas de rata de luz oscilaran en el agua. Podría retenerla hasta que Ted acudiera en su ayuda, por mucha resistencia que opusiera…, pero quizá aquella mancha azulada no era ningún vestido, sino solo un poco de maleza. Justo cuando estaba a punto de alcanzarla, la mancha corrió a esconderse bajo el arco.
—¡Por allí, Ted!
Si no hubiera agachado la cabeza al pasar, se habría golpeado con el borde del arco. El paseo que discurría junto a la orilla del río estaba más oscuro que la carretera, pero eso significaba que podría ver a la mujer, perfilada contra las luces distantes y los cegadores focos. El sendero era escarpado y desigual bajo sus pies, y tropezó en más de una ocasión. Enanos de cabezas redondas se alineaban a su paso, bolardos que apenas era capaz de esquivar. Pero estaba ganando terreno, por muy ronca que fuera su respiración.
De repente, la mujer corrió hacia la carretera e, instantes después, accedió a una calle lateral que estaba inundada de luz anaranjada. Barbara la siguió jadeante, pero resbaló sobre la hierba de un prado que olía a siega. Ted, que venía corriendo por Broomielaw, llegó a la calle lateral a la vez que Barbara.
No tenían tiempo para respirar ni para hablar. Corrieron a lo largo de la calle desierta, bajo ventanas oscurecidas por la luz. Ted podía oír en su respiración el esfuerzo que estaba realizando. Ni Barbara ni él estaban en forma, pero la mujer a la que perseguían parecía estar mucho peor, pues antes de que girara a la izquierda habían acortado en gran medida las distancias.
Cuando Barbara llegó a la esquina vio que la estación se alzaba ante ella. Sus grandes ventanales arqueados brillaban como los de una catedral. La mujer estaba corriendo bajo el ancho puente que conducía las vías hacia Broomielaw, cruzando las alfombras de luz que se extendían ante una docena de tiendas. Cuando pasó por delante de una cola de autobús, las personas que esperaban en ella giraron sus cabezas para mirarla. Barbara sintió deseos de gritarles que la detuvieran, pero no estaba segura de que pudiera convencerlos y no podía desperdiciar el poco aliento que le quedaba.
Dejó atrás la cola, intentando respirar por la boca, mientras la mujer giraba a la izquierda en Union Street y volvía la cabeza para mirarla. Cuando Barbara logró llegar a la esquina, jadeando, creyó que había logrado escapar, pero entonces vio que se escondía en un umbral que se abría entre las tiendas.
Ted, que también lo había visto, corrió hacia la acera con una rapidez sorprendente, con la intención de detenerla. Cuando Barbara logró alcanzarlo, Ted parecía derrotado… y pronto supo la razón: aquel umbral no era la puerta de una tienda, sino un pasaje que conducía a la estación.
Mientras subía con esfuerzo los escalones de la estación oyó que un tren se alejaba. Un borracho intentó detenerla en lo alto de las escaleras, pero pudo apartarlo de un empujón. El vestíbulo estaba repleto de personas que leían los avisos que unas manos retiraban o colocaban en los ventanales. Aquel lugar parecía un teatro durante el descanso. Al ver que unas manos estaban retirando el letrero para el tren de Edimburgo, Barbara corrió hacia la barrera.
—¿Acaba de pasar por aquí una mujer? —preguntó sofocada al revisor.
—¿Una mujer? Sí, montones de ellas.
—Ahora mismo —insistió. El hombre estaba girándose y Barbara tuvo que hacer grandes esfuerzos para no clavarle las uñas—. Una mujer con un vestido azul.
—Sí, azul y verde y amarillo y multicolor con lunares rosas. De todos modos, le aseguro que todas tenían billete.
Era inútil. No podía revisar todos los trenes que estaban a punto de partir hacia otras ciudades. Se derrumbó, y habría caído al suelo si Ted no la hubiese sujetado. Pero aún quedaba una última y pequeña posibilidad.
—Tenemos que regresar —dijo.
La puerta que había bajo los puentes de Broomielaw estaba cerrada con candado; la Luz Eterna había desaparecido. Regresaron en silencio al hotel, subiendo las gigantescas cuestas de las calles. Una lluvia ligera mojaba su rostro y sus brazos desnudos, pero no lograba refrescarla. No se atrevía a llamar a la policía. Esperaba que Gerry se hubiera infiltrado en la secta; deseaba recibir pronto otra llamada telefónica. No le cabía duda de que los miembros de la secta volverían a mudarse en cuanto aquella mujer les informara de que Barbara la había descubierto.
—No te preocupes —murmuró Ted, cogiéndola del brazo—. Volveremos a intentarlo por la mañana.
La estaba llevando hacia las escaleras. Sabía que solo deseaba ayudarla, pero ahora tendría que explicarle por qué había perseguido a aquella mujer… y eso significaba que tendría que hacer frente a todos sus miedos.