Capítulo 22

La roca gris empezó a alzarse a las afueras de Lancaster, desgarrando los campos y los bosques. En los horizontes de la tierra de los lagos, los bancos de niebla apenas se distinguían del cielo. En ocasiones se acercaban, alzándose a unos cientos de metros sobre la autopista. Riachuelos y ríos centelleaban suavemente en los profundos valles; ovejas y piedras salpicaban la verde hierba de los páramos.

Más allá de Carlisle el mapa estaba surcado de ríos, pero no había nada que marcara la frontera escocesa, excepto una señal al borde del camino y un súbito temor en lo más profundo de Barbara. Pronto, diversas capas de nubes de tormenta cubrieron el horizonte; la hierba teñía de verde las más cercanas. A medida que avanzaban, la carretera estaba bordeada de tierra o punteada de abetos. En los tramos rectos aumentaba la velocidad, ansiosa por llegar a los pueblos, que eran oscuras y enigmáticas manchas en el mapa.

Dumfries, una aldea situada a la ribera de un río y en la que nadie supo indicarles dónde había un restaurante en donde pudieran cenar, estaba prácticamente desierta. En Kilmarnock, donde las fábricas ensuciaban el cielo, pudieron ver anodinas urbanizaciones de protección oficial encajonadas en un valle, y las reliquias de Robert Burns. Buscaron en ambos pueblos sin ningún éxito; de hecho, Barbara era incapaz de imaginar a nadie intentando ocultarse en ninguno de ellos.

Glasgow parecía más prometedor. Era más grande que la mancha del mapa que los había traído hasta allí y parecía seguir creciendo. Sus límites destruían los campos y los sembraban de rocas y escombros, fragmentos grises que se diseminaban por el mapa. Más adelante, los edificios ocupaban el campo: las torres de alta tensión, los bloques de pisos y las chimeneas de las fábricas se alzaban sobre el conjunto del paisaje. Ya llevaban dos días en Glasgow y Barbara a duras penas había explorado el centro de la ciudad. Empezaba a darse cuenta de lo inútil que sería su búsqueda.

Accedió a Sauchiehall Street y entró en el hotel, entre las aspas de luz que quedaban atrapadas en las puertas giratorias. La araña de luces que pendía sobre el vestíbulo parecía difuminada, y una de las ninfas que sostenían la galería tenía la nariz rota. En el salón, los inquilinos estaban viendo a Ronald Colman interpretando al Prisionero de Zenda en un desportillado televisor en blanco y negro. Una anciana daba golpes en el suelo con su bastón y llamaba «Donald» a un portero. Barbara se dirigió al piso superior.

Ted no estaba en su habitación. Entró en el cuarto de baño para darse una ducha y después permaneció un rato sentada junto a la ventana. Edificios de oficinas góticos como los de Chicago se alejaban hacia el río Clyde; los coches circulaban por las pronunciadas rampas de las calles y las antenas se alzaban como tótems anónimos entre los bloques de pisos de la lejana orilla. Un hombre de rostro colorado que estaba sentado en la acera de enfrente se quitó el zapato, como si quisiera examinar su pie descalzo. En la calle que conducía al pub Ocean’s Eleven había un pasaje en el que una tenue señal de neón rezaba «Billar»; desde allí le llegaba el sonido de las bolas cada vez que había un momento de calma entre el tráfico. Los compradores y los turistas se apiñaban bajo su ventana, y Barbara no podía evitar buscar en sus rostros, incluso en los más distantes, que cambiaban bajo el calor y nunca eran lo que parecían. Un editor escocés le había dicho en cierta ocasión que si permanecías en Sauchiehall Street el tiempo suficiente, podías ver pasar al mundo entero. Solo había un rostro en el mundo que ella quisiera ver, y ahora la tradición le parecía una broma cruel.

Cuanto más buscaba, más difícil se le hacía. Las tareas más simples resultaban tortuosas. La policía y el Ejército de Salvación no serían de ninguna ayuda, aunque quizá le habían ocultado información debido a sus evasivas. De todos modos, no podía decirles nada que les diera una razón para investigar. Ignoraba si los movimientos de Gerry Martin habían provocado que la secta decidiera abandonar Londres. Solo deseaba que la periodista estuviera ahora con ellos, investigando.

¿Pero por qué iban a estar en Glasgow? Barbara sabía que habían huido a Escocia, y la lista de lugares que le había mostrado Gerry daba a entender que escogerían un pueblo grande o una ciudad, pero en Escocia había una docena de lugares que reunían esas características. Lo único que podía hacer era ser tenaz y cruzar los dedos para que su búsqueda fuera fructífera. En la Biblioteca Mitchell, donde unas muchachas sentadas tras el mostrador concedían la libertad condicional a los libros, un bibliotecario que obviamente la consideraba una excéntrica molesta le dijo que, quizá, algún investigador de historia local de la Universidad podría ayudarla. Pero nadie podía, de modo que se dedicó a vagar por las calles, observando los edificios y los rostros. Muchas veces tenía la impresión de que la observaban; no le sorprendía que Ted estuviera preocupado por ella.

Por supuesto, esa era la razón por la que la había acompañado en aquel viaje. Ese día le había dicho que prefería estar sola, así que ahora debía de estar en el bar que habían visto junto a Inner Ring Road, aprovechando al máximo las horas de licencia gubernamentales. Barbara solo pretendía dejarle algo de tiempo para que pudiera escribir una carta a Judy, pues después de lo que le había dicho era lo mínimo que podía hacer. No debía destruir lo poco que le quedaba de su vida familiar.

Ahora que estaba sola no podía hacer nada más que pensar. Aunque había traído material para trabajar, en esos momentos se sentía incapaz de hacerlo. En la calle proseguía el interminable desfile de rostros; la alcachofa de la ducha se reflejaba en la oscuridad del espejo del cuarto de baño. Cuando descubrió que empezaba a mirar el teléfono, se obligó a sí misma a bajar al piso inferior. Continuamente llamaba a Louise para darle su nuevo número y preguntarle si había recibido alguna llamada personal, pero si Angela o Gerry la habían llamado debían de haber colgado en cuanto su secretaria les había dicho que Barbara se había ausentado de la oficina.

Permaneció en el vestíbulo mientras intentaba apartar de su mente la idea de que Angela podía estar llamando a su apartamento, poniendo en peligro su vida, sin recibir respuesta. En el salón, los huéspedes hacían labores de punto o crucigramas mientras Ronald Colman se movía como un héroe por la pantalla. Aquellas personas le parecían tan descoloridas como las butacas. El salón estaba impregnado de un rancio aroma a agua de espliego, de una sensación de estar envejeciendo e intentando ignorarlo. A pesar del calor y la multitud, consideraba que la calle le resultaría más soportable. Podría observar los rostros y fingir que estaba buscando a Ted.

Mejor aún, podía comprar los periódicos de la tarde. Al pensarlo, se sintió un poco más esperanzada. Puede que algún titular le diera una pista, o que lo hiciera algún párrafo escrito en cualquier parte del periódico, o incluso un anuncio; siempre había esperanzas. Cruzó las puertas giratorias dirigiéndose hacia la radiante y poco convincente multitud, que se hizo real en cuando dejó atrás el cristal y fue recibida por la luz del sol y el polvo y el estruendo del tráfico.

El quiosco más cercano estaba encastrado en la esquina de un edificio de oficinas. La mujer que había tras el pequeño mostrador llevaba una rebeca rosa sobre los hombros, y estaba tejiendo una chaquetita de bebé. Años atrás, Barbara había intentado tejer una chaquetita para Angela, pero los puntos se habían deshecho en cuanto los había soltado de las agujas, y solo había podido reírse de sí misma. Ahora se mordió el labio, pues el dolor estaba reemplazando al recuerdo. Cogió los periódicos de la tarde y buscó algo más para leer.

El Cosmopolitan era del mes anterior y ya lo había leído, pero no había nada más que pareciera merecer la pena. Cuando sus ojos se posaron sobre la revista Destino, esta le hizo pensar en la secta misteriosa, pero también pareció decirle que se resignara. La cogió de mala gana. También debía buscar allí; era posible que en ella descubriera alguna pista.

—Espero que encuentre consuelo en ella —dijo la mujer que había tras el mostrador.

—¿Disculpe?

La mujer guardó silencio.

—No intentaba ofenderla. Es solo por su aspecto.

—No me ha ofendido —Barbara rebuscó en su cartera—. No he entendido lo que decía.

—Espero que no me considere una entrometida. —La mujer la miró sobre las castañeteantes agujas—. Sea quien sea a quien haya perdido, no desespere.

—Eso es lo que intento —respondió Barbara, mirando fijamente las monedas para poder controlar sus emociones.

—Puede que tenga noticias suyas si eso es lo que desea. ¿Ha acudido a algún espiritista?

Barbara pensó en cómo sería oír la voz de Angela en el aire o en los labios de un médium.

—Dios me libre.

—Solo preguntaba. —La mujer, que volvió a guardar silencio, sujetó las agujas con una mano mientras recogía con la otra el dinero que le había dado Barbara—. ¿Le está gustando nuestra ciudad?

—Creo que me gustaría más si tuviera menos cosas en la cabeza —respondió, sintiendo que se estaba comportando de forma irracional.

—Pobre criatura. —Al darle el cambio, la mujer le apretó la mano—. Puede que haya algo que le sea de más ayuda que un espiritista.

Barbara intentó mostrarse interesada y agradecida.

—¿De qué se trata?

—Me habló de ello alguien que compra esas revistas que usted lee. Solo ha ido una vez, pero dice que le cambió la vida. Se reúnen en Broomielaw, bajo el puente. Creo que dijo que los jueves por la noche.

Eso era aquella noche. Puede que fuera una pista. Quizá en el grupo había alguien que pudiera ayudarla, alguien que conociera otros grupos más arcanos.

—¿Eso es todo lo que sabe? ¿Cómo se llaman?

—Es lo único que me dijo, pero le aseguro que era una mujer completamente distinta. Pensé que podría interesarle, eso es todo. —Empezó a tejer de nuevo, con el aspecto de haber hecho todo lo que estaba en su mano—. No sé cómo se llaman.

—De todos modos muchas gracias. Ha sido usted muy amable. —Barbara esbozó una sonrisa antes de dar media vuelta.

Entonces, la mujer gritó algo a sus espaldas y Barbara corrió en busca de Ted para contarle que debían ir a la reunión que se celebraría aquella noche. Su impaciencia rozaba el pánico, porque lo que la mujer había gritado a sus espaldas había sido lo siguiente:

—Puede que no tengan nombre.