—Concédeme unos minutos —dijo Barbara, mientras tomaba asiento y se cubría el rostro con una mano. Estaba tan mareada que tenía la certeza de que si le resbalaba el codo se desplomaría sobre la mesa. Estuviera allí o en la oficina, se hallaba a merced del teléfono.
¿Deseaba que Gerry la llamara o preferiría no haberla enviado nunca en busca de Angela? Había deseado ambas cosas, desesperada e irresolublemente, desde el mismo instante en que había oído la voz cruel y burlona de uno de los secuestradores de Angela. Esperaba que aquel hombre no hubiera visto a Angela hablando por teléfono y que Gerry hubiera logrado infiltrarse ya en la secta, pero suponía que eso era esperar demasiado. No podía recurrir a la policía, por si el grupo se sentía amenazado y se escondía antes de que Gerry hubiera logrado infiltrarse en él; además, estaba segura de que no la creerían. Ella misma había tardado mucho en creer en Angela.
Se había obligado a sí misma a trabajar más duro en la oficina y en casa, para asegurarse de que sus clientes no sufrían las consecuencias. Había días que efectuaba una llamada tras otra para no quedarse sentada de brazos cruzados junto al teléfono. Con frecuencia tenía la impresión de que la observaban, sobre todo desde las galerías y las aceras del Barbican. Sola en la cama, demasiado cansada para dormir, tenía la impresión de ser una figurilla de alambre oxidado. Se sentía peor que cuando la policía le informó de la muerte de Angela; al menos, en aquel entonces, le había parecido algo definitivo.
Finalmente colgó el auricular y avanzó con pesadez hacia el cuarto de baño, donde intentó refrescarse mojándose la cara con agua fría. Se demoró unos minutos maquillándose, aun sabiendo que no lograría ocultar la preocupación de sus ojos. Últimamente pasaba la mayor parte de la noche subiendo por aquellas escaleras mecánicas que continuamente invertían su marcha. A veces Angela la esperaba en lo alto, pero otras aparecía Iris, gris y atormentada. La noche anterior, el rostro de Arthur, apenas del tamaño de una cabeza de alfiler, la había mirado fijamente. Angela estaba esperándola de nuevo, envuelta en una inquieta oscuridad que parecía impaciente por cobrar forma, pero cuando Barbara había vuelto a mirar a lo alto de las escaleras había descubierto que la estaba aguardando una serpiente con la cabeza distendida, rosada y húmeda como un feto.
Salió apresuradamente del baño, pues el espejo solo le mostraba la aprensión de sus ojos. ¿Qué podía hacer mientras esperaba a Ted? Sobre su escritorio había un manuscrito dispuesto en dos pilas, pero dudaba que le diera tiempo a leer otro capítulo. Estaba rodeada de libros, de historias. Sentía que la irrealidad la envolvía. No había nada a lo que se pudiera aferrar.
La ventana de Ted seguía iluminada, así que decidió llamarlo para decirle que podía venir cuando quisiera. Se encontraba a medio camino de su escritorio cuando sonó el teléfono. Seguro que no era él que llamaba para cancelar su visita.
—¿Sí? —preguntó ansiosa.
—Soy yo —dijo Angela.
Se sentó rápidamente, sintiendo un enorme alivio. Sus secuestradores no la habían visto llamar.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, por supuesto que sí.
Parecía molesta, como cualquier niño que considerara que su madre estaba siendo excesivamente protectora. Barbara se sintió estafada: ¿cómo podía sentirse molesta cuando corría un grave peligro?
—¿Por qué me llamas? —preguntó, antes de ser capaz de pensar con la misma claridad con la que sentía.
—Porque te necesito.
Barbara intentó contener las lágrimas, por miedo a que sus sollozos le impidieran oír las palabras de su hija. Angela, que debía de haber reinterpretado la pregunta, añadió:
—Porque nos vamos.
—¿Adónde? —Le dolía la oreja de lo fuerte que sujetaba el teléfono. Angela debía de estar en casa de sus secuestradores, porque hablaba en voz muy baja.
—A Escocia —respondió—. Pero no puedo decirte a dónde exactamente.
¿Se iban porque sabían que Gerry los estaba buscando? ¿La periodista había logrado infiltrarse ya en la secta? Barbara no podía hacerle esas preguntas.
—No puedo seguir hablando —dijo Angela—. Tengo que irme.
Tras aquella conversación, Barbara se sintió algo más animada. Angela estaba a salvo. Cuando le había preguntado si estaba bien, le había respondido con impaciencia porque no era consciente de que se encontraba en peligro. Sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más desalentador le parecía. ¿Qué podían estar haciéndole sin que ella se diera cuenta? Si Gerry no los había encontrado todavía, Barbara era la única persona que sabía hacia dónde pensaban huir. Teniendo la información que tenía, ¿podía quedarse de brazos cruzados?
Estaba dando vueltas a la jaula que era su apartamento, echando rápidas miradas a la oscura ventana de Ted y a un joven monje que estaba admirando la iglesia, cuando sonó el timbre de la puerta. Necesitaba compartir con alguien su secreto.
—Pasa y siéntate —dijo—. Tengo que contarte algo.
Le explicó a Ted todo lo ocurrido ante unas bebidas que permanecieron intactas. Él la miraba fijamente, ocultando con una mano su boca y sus sentimientos. Cuando terminó, Barbara deseó haber hablado antes con él: aunque no dispusiera de tanta información como Gerry, le habría brindado su apoyo.
—¿Y cómo se supone que fingieron la muerte de Angela? —preguntó Ted.
—Gerry Martin cree que los miembros de la secta podrían haber matado a uno de sus propios niños.
—En mi opinión, Gerry Martin es demasiado sensacionalista. ¿En serio crees posible que unos padres permitirían que asesinaran a su hija solo porque alguien quería a Angela?
Su frente empezó a tensarse. Barbara deseaba consuelo, no confusión.
—¿Se te ocurre una explicación mejor?
—Si no fuera porque hay pruebas de que esta secta o lo que quiera que sea existe, diría que alguien intenta extorsionarte.
—Yo no lo veo así en absoluto.
—Para empezar, me parece muy oportuno que Angela empezara a llamar justo después de que publicaran ese artículo sobre ti, ¿no crees? Eso podría significar que alguien lo leyó y pensó que estabas ganando suficiente dinero para que mereciera la pena intentarlo. Todas esas llamadas podrían tener el único objetivo de enternecerte para que, cuando llegue alguien ofreciéndose a traerte de vuelta a Angela, accedas a cualquier cosa que te pida. No estoy diciendo que vayas a hacerlo, solo que puede que sea eso lo que pretenden. Por otra parte, debes tener en cuenta que el hecho de que exista esa secta no significa que Angela también exista. —Se inclinó hacia delante y la cogió de la mano—. La única razón por la que crees que está viva es que, al parecer, Margery Turner no sabía dibujar. ¿No crees que eso también podría haber formado parte de su plan?
—No, Ted. Si creo que Angela está viva es por la sencilla razón de que me ha llamado varias veces… dos desde la muerte de Margery.
—Si realmente era ella. Puede que fuera el cómplice de Margery, que ha decidido seguir adelante con el plan a pesar de su muerte.
Barbara hizo un gran esfuerzo para no apartar su mano de la de él. Arthur jamás habría intentado discutirle la verdad, habría permanecido a su lado hasta que hubieran encontrado a Angela.
—Ted, sé que quieres ayudarme, pero no lo harás si intentas convencerme de que estoy equivocada. Sé que es Angela quien llama.
—¿Estás segura? ¿Alguna vez te ha dicho algo que solo tú y ella podáis saber? ¿Alguna vez le has pedido que lo haga? Barbara, ni siquiera te atreves a considerar que podría tratarse de una impostora. Te estás destruyendo… y puede que para nada.
Barbara se sentía atrapada, tanto por lo preocupado que estaba Ted como por la confusión que le estaba creando. Cuando él acercó su rostro desaliñado al de ella, se sintió como una niñita intimidada por un adulto insensible… pero ella no era ninguna niñita.
—Sé que te culpas en cierta medida por lo que le ocurrió a Angela…
—¡Oh! ¡Por el amor de Dios, Ted! No me culpo en cierta medida, me culpo por completo. Tengo que asegurarme de que en esta ocasión hago todo lo posible por ayudarla.
—Bueno, haz lo que quieras. Lo último que desearía sería causarte una mayor preocupación. Lo único que sucede es que, analizando objetivamente la situación, me resulta difícil creer que alguien se haya tomado la molestia de fingir su muerte para poder quedarse con ella.
—Eso se debe a que nunca has querido a tu propia hija. Era una carga tan pesada que ni siquiera podías vivir con ella. Yo, en cambio, amaba a Angela más que a nada en el mundo y permití que se la llevaran. No es justo.
Se interrumpió, horrorizada. Si Ted se hubiera marchado sin decir nada, no podría haberlo culpado.
—De modo que la semana que viene irás a Escocia —comentó él.
—Sí, tengo que hacerlo. Tengo que intentar encontrarla.
—No puedes ir sola. Me alegro de que no consiguieras aquellas reservas para Italia.
Barbara no se atrevía a hablar, por miedo a derrumbarse. Él debió de darse cuenta, porque la abrazó en silencio durante largo rato. Después fueron al dormitorio. Aunque ella deseaba hacer el amor, no tardó en quedarse dormida en sus brazos. Ya había olvidado todo lo que Ted había dicho, excepto que la ayudaría.