East Anglia era una verde llanura bordeada por abruptos acantilados. Las gaviotas descendían en picado sobre las playas, buscando los volantes de las olas. El Mar del Norte sonaba como una intensa tormenta tropical, azotando las rocas de la cala sobre la que se encontraba Ted.
—Mamá dice que alguna vez podríamos ir juntos a alguna parte —comentó Judy.
El viento soplaba en lo alto del acantilado, haciendo que le picara la barba.
—¿En serio? —preguntó, intentando proyectar la voz sobre sus hombros.
—Sí. Dice que si tuviéramos coche, en vacaciones podríamos visitar lugares nuevos.
Eso era muy propio de Helen. Sin duda alguna, le había hecho ese comentario con la esperanza de que Judy se lo dijera a su padre.
—Hablaré con ella.
Mientras regresaban a casa, los horizontes de la llanura parecían tener la proximidad irreal de los telones de fondo. Las nubes se apoyaban sobre sus bases, sujetando maquetas de iglesias.
—¿Seguro que te irás la semana que viene? —preguntó Judy en algún momento.
—Sí. Tengo que hacerlo, cariño. —Le había surgido la posibilidad de realizar un viaje a Italia que coincidiría, más o menos, con el de Barbara. Aunque ella le había dicho que seguramente no podría ir, Ted consideraba que los dos necesitaban unas vacaciones—. Como te gustan las cosas artúricas, cuando regrese te llevaré a Glastonbury.
—Habíamos pensado que, si no te marchabas, quizá querrías acompañarnos.
Estaba seguro de que Helen no había pensado nada similar, independientemente de lo que le hubiera dicho a su hija.
—Tengo que ir, cariño —respondió.
—¿Y Barbara te acompañará?
—¿Qué? —El tono acusador de su hija fue una sorpresa desagradable, a pesar de que sabía perfectamente quién lo había puesto allí—. ¿Qué sabes de Barbara?
Ted nunca le había mencionado su nombre.
—Es la mujer a la que solías visitar cuando vivíamos en el otro piso.
Era imposible que lo hubiera sabido en aquella época; era demasiado pequeña.
—Sí, Judy, me voy con ella, del mismo modo que tu madre y tú solíais ir de vacaciones con el tío Steve.
Nada más decir esto se arrepintió, pues el único propósito del divorcio había sido proteger a Judy de hostilidades similares. Estaba a punto de preguntarle si había una nueva persona en sus vidas (le parecía infantil llamarlos tíos, ¿pero acaso podía llamarlos de otra forma?) cuando Judy comentó:
—Mamá dice que prefieres a Barbara a nosotras.
—A ti te quiero más que a nada en el mundo, Judy.
Se obligó a sí mismo a guardar silencio, aunque la monotonía del paisaje contribuyó a intensificar su enfado. Una vez en casa de Helen, mientras la niña se lavaba ruidosamente en el cuarto de baño, logró recuperar la calma. Sabía que no serviría de nada perder los estribos.
—Helen, no creo que sea necesario que le hables a Judy de Barbara Waugh.
—¿Por qué te molesta que lo haga? —Helen estaba convirtiendo uno de sus vestidos viejos en trapos para el polvo, sin duda alguna para que viera hasta qué punto tenía que economizar—. ¿Acaso te hace sentir culpable? —preguntó, sin levantar la mirada.
—Sí, por supuesto que sí. Todas las cosas que le dices a Judy tienen como único objetivo hacerme sentir culpable. Por ejemplo, eso de que podríamos ir juntos a alguna parte… ¿Realmente quieres que hagamos algo similar?
—Es evidente que tú no. Solo ves a tu hija una vez a la semana y lo haces a disgusto.
—¿Cómo puedes pensar algo así?
Ella lo miró fijamente.
—No te hagas el loco. No has cambiado tanto, así que no intentes fingir lo contrario. ¿Barbara Waugh te ha visto alguna vez en pleno ataque de mal genio? Supongo que con ella eres más precavido, porque no depende de ti como dependíamos nosotras. Sabes que no tendrá ningún problema en dejarte cuando se harte.
Sabía qué se avecinaba: indirectas, silencios acusadores, miradas que sugerían que debería saber qué estaba pensando, y que si no lo sabía era solo porque él estaba equivocado. Llegados a ese punto, era mejor guardar silencio, pero era incapaz de hacerlo. Nunca había podido.
—¿De qué mal genio me estás hablando? —preguntó.
—¿Por qué lo preguntas? El que tienes ahora es un pequeño ejemplo. No irás a decirme que has olvidado tus años como hombre de la casa pues, por lo que sé, lo sigues siendo cada vez que te llevas a Judy. Ella dice que no, y solo puedo esperar por tu bien que sea cierto. —Le dedicó una mirada colérica mientras las tijeras llegaban al final de la tela—. ¿Sabes que tiene pesadillas la noche antes de que vengas a buscarla?
—No me sorprende.
—Si eso significa algo, es evidente que no tiene nada que ver conmigo.
Esta frase siempre había logrado hacerle perder los estribos.
—Significa que ejerces tanta presión sobre ella que no sabe qué siente en realidad. Me gustaría saber qué tipo de mierdas le cuentas sobre mí.
—Eres tan detestable como algunos de los libros que publicas. Esa es otra de las cosas que podrías enseñarle, pero nunca te daré esa oportunidad. Limítate a recordar que soy yo quien tiene la custodia. Te prometo que si me das una sola razón, me aseguraré de que no vuelvas a verla.
—Puede que dejes de tener la custodia si decido impugnarla. —Estaba atrapado en una disputa que ni siquiera deseaba ganar—. Para mantenerme alejado de Judy tendrás que enseñarle al tribunal algo más que estos arrebatos de histeria.
—¿Acaso consideras que lograrás hacerles creer que tu hija te importa? No lo harán si les hablo de la atención que le dedicas a una mujer que ni siquiera fue capaz de cuidar de su propia hija. No me extraña que descargaras tu malhumor en Judith. El único que puede hacerte sentir culpable eres tú mismo.
La verdad es que no estaba del todo equivocada. Cada vez que regresaba a casa después de haber pasado la noche con Barbara le inquietaba mostrarse demasiado feliz o demasiado reservado. Sin embargo, desde varios meses antes de que todo comenzara, Helen había sospechado que tenía una aventura con ella, y el hecho de estar a la altura de sus expectativas lo había eximido del sentimiento de culpabilidad y le había hecho sentirse mucho más libre que nunca. Puede que Barbara lo hubiera ayudado a poner punto y final a su matrimonio, pero no del modo que Helen pensaba.
—Lo siento, Helen, pero no pienso discutir contigo sobre Barbara. —Llamó a la puerta del cuarto de baño mientras ella lo miraba con frialdad—. Me voy, Judy. La próxima vez iremos a Glastonbury.
En Upper Street había una alfombra, que parecía tela de saco enrollada, apoyada contra un escaparate. Un hombre andrajoso que estaba recostado junto a ella se levantó y avanzó haciendo eses hacia Ted, pero no logró golpear el coche con la botella de vino vacía. Es evidente que Helen está deprimida, pensó, mientras dejaba atrás las tiendas borrosas. La disputa había sido demasiado familiar para que pudiera hacerle daño; además, estaba seguro de que Helen no decía de verdad que intentaría separarlo de su hija. ¿Realmente despreciaba tanto los libros que publicaba? Sin duda alguna, no había tenido ningún reparo en vender Firmado por Adolfo Hitler. Ted había rechazado aquel libro nueve años atrás, pero ahora la esvástica dorada decoraba todas las librerías. Desearía haberle preguntado de qué libros lo estaba acusando, pero sabía que no habría recibido ninguna respuesta, pues era demasiado retorcida para eso. Su detective privada tendría que ser tan retorcida como ella.
¡Claro que sí! Dio un puñetazo al volante, que chilló a una calle vacía. ¡Por supuesto! Su detective privada tenía que ser así, no como Philip Marlowe. Condujo hacia casa a toda velocidad, reescribiendo los capítulos en su cabeza.
En cuanto llegó a su apartamento se puso manos a la obra, tachando páginas completas e introduciendo anotaciones entre líneas. De repente, todo lo que no había funcionado resultaba claro y manejable. Corrigió tres capítulos en dos horas y la energía generada le impulsó a empezar el siguiente, pero allí se quedó encallado. Ahora, la detective privada era ella; Philip Marlowe ya no sentía una amargura adolescente porque el mundo era menos perfecto de lo que le gustaría. La historia necesitaba una traición que pusiera a prueba su compasión. ¿Cuál podría ser?
Barbara podría ayudarlo. Al contemplar el lago, advirtió que su ventana estaba iluminada; el crepúsculo se oscurecía bajo su tejado. Barbara respondió al teléfono antes de que Ted lo oyera sonar.
—¿Sí? —dijo, apremiante.
—Hola Barbara, soy Ted. —Tenía la impresión de que debería haber dicho «Soy yo».
—Hola, Ted. —Era obvio que intentaba ocultar su decepción—. ¿Qué ocurre?
—He estado trabajando un poco en mi novela, pero me acabo de quedar bloqueado. ¿Te apetece tomar una copa?
—Sí, pásate por aquí y te daré todas las que quieras. Concédeme unos minutos.
Él habría preferido ir a tomar algo a un pub. De todos modos, podrían hablar; hacía semanas que no mantenían una verdadera conversación. Tenía la impresión de que estaba demasiado cansada y nerviosa para importunarla con su novela, así que intentaría convencerla de que se tomara unas vacaciones, con o sin él. Era evidente que necesitaba descansar.
Puso un disco de Charlie Parker para concederle unos minutos y buscó una nalga que insertar en el trasero del rompecabezas del Playboy. Después fue dando un paseo hasta el apartamento de Barbara, que se alzaba junto al lago rosáceo. Bajo la iglesia de St. Giles, diversas hebras de luz blanca se retorcían como larvas. Un joven pálido y delgado que lucía una desaliñada tonsura lo observaba atentamente desde el sauce de la meseta de ladrillo.
Cuando Barbara abrió la puerta, se obligó a sí mismo a mantener los puños dentro de los bolsillos, para que no advirtiera su consternación. No solo parecía agotada, sino que tenía el rostro demacrado, pálido bajo el maquillaje, y sus ojos parecían incapaces de soportar nada más. Algo había ocurrido desde que había hablado con ella por teléfono.
—Pasa y siéntate —dijo, esforzándose en fingir que controlaba la situación, aunque era evidente que solo era una pose—. Tengo que contarte algo.