Capítulo 19

Cuando la puerta principal se cerró tras ella, temió ser incapaz de comportarse con normalidad, temió estar demasiado cansada o demasiado enferma para continuar con su farsa, pero solo tenía que comportarse como si estuviera agotada…, y para eso no le hacía falta fingir. De hecho, mientras la mujer la conducía al piso superior estuvo a punto de dejar caer el bolso, pues había olvidado que lo llevaba en la mano.

El estruendo del tráfico sonaba amortiguado en el interior de la casa; era una masa estática de sonido confuso y monótono que parecía fusionarse con la lóbrega luz, formando un único medio que sofocaba sus sentidos. Puede que el papel de la pared fuera marrón, puede que la alfombra de la escalera tuviera un diseño y un color. ¿Había voces murmurando al otro lado de la puerta de la habitación en la que había visto a Angela? No lo sabía con certeza.

En el primer descansillo había tres puertas, y tres más en el siguiente. Junto a la bombilla grisácea del techo había una claraboya tapiada con tablones. La mujer abrió una puerta y pulsó un interruptor, pero la habitación permaneció a oscuras.

—No funciona —dijo, con voz tajante—. Su cama es la que está más cerca de la puerta.

Cuando Gerry se aventuró a entrar en el dormitorio solo pudo distinguir dos hileras de colchones dispuestos contra las paredes. Cada hilera constaba de tres camas en las que se acurrucaban formas oscuras. La luz que entraba por la puerta no lograba iluminar el colchón que le habían indicado que ocupara. La mujer esperó mientras se quitaba los pantalones y cubría su cuerpo con la manta; entonces, cerró la puerta.

Por un instante Gerry temió que echara la llave, pero la mujer descendió las escaleras inmediatamente. Los crujidos de los escalones no lograron imponerse al sonido del tráfico. Gerry estaba acostada, rodeada por las otras camas y por aquella oscuridad que olía a moho a pesar de su resfriado. Había logrado infiltrarse en la secta. Había sido sumamente sencillo.

Estaba segura de que pronto intentarían que se uniera a ellos, quizá en cuanto se levantara a la mañana siguiente. Sabía que las religiones marginales, al igual que tantas otras, intentaban atraparte mientras te sentías más vulnerable. De repente se dio cuenta de que había dejado de delirar. No estaba dispuesta a acabar como Iris. No conseguirían lavarle el cerebro por mucho que lo intentaran, porque esas cosas solo funcionaban con aquellos que tenían una personalidad débil.

Necesitaba dormir para poder enfrentarse a ellos, ¿pero sería capaz de hacerlo? Le inquietaba quedarse dormida en una habitación llena de personas a las que no había visto nunca; además estaba aquel ruido. Seguramente, la secta escogía ese tipo de casas porque su alquiler era más barato… asumiendo, claro está, que no las ocupara de forma ilegal, como parecía que había hecho en el caso de Portobello Road. Mientras se preguntaba si sería capaz de conciliar el sueño se quedó dormida.

Cuando despertó todavía era de noche, pero se sentía descansada y en absoluto delirante. Sin embargo, le dolía tanto la garganta que se alegraba de no tener que hablar. Permaneció acostada, esperando a que sus ojos se adaptaran a la luz. La ventana carecía de cortinas, pero los árboles hacían las veces de persianas. Destellos de lluvia goteaban entre las hojas; el ruido del tráfico había adquirido una nota sollozante. Solo oía su congestionada respiración; no le llegaba ningún sonido de las otras camas.

Aquello la inquietó, a pesar de que sabía que el estruendo del tráfico podía sofocar cualquier ruido. Se incorporó y se inclinó hacia la cama contigua. La figura acurrucada no parecía emitir sonido alguno. Se acercó al borde del colchón y se inclinó un poco más, pero debía de tener menos fuerzas de lo que creía porque perdió el equilibrio. Su mano libre se hundió profundamente en la forma de la cama contigua.

Reprimió el grito que se formó en su garganta cuando se dio cuenta de que allí no había ninguna persona, solo una almohada envuelta en mantas. ¿Al caer habría despertado a los ocupantes de las otras camas? Se acercó rápidamente a todas y cada una de ellas, aunque temía que alguna de esas personas se alzara ante ella en la oscuridad. Sin embargo, todas aquellas figuras eran camas deshechas.

Se acercó a la ventana, donde había algo más de luz. Ahora también parecía que hubiera alguien acostado en su cama. No tenía de qué preocuparse (seguramente, las personas que dormían en aquella habitación estaban en otro lugar), pero se sentía inquieta. De repente supo qué iba mal: aunque ahora estaba más cerca del tráfico, el sollozo parecía más distante. Aquel sollozo no tenía nada que ver con el tráfico. Era el lamento de un niño que estaba dentro de la casa.

Bueno, sabía que en la secta había niños… y los niños suelen llorar de vez en cuando. Instantes después regresó a la cama pero, en vez de acostarse, se acuclilló, intentando averiguar de dónde procedían los sollozos. Al otro lado de la ventana las ramas goteaban y se movían perturbando a las oscuras figuras de las camas. ¿Por qué aquel llanto le resultaba tan extraño? ¿Por qué sonaba tan apagado?

Muy a su pesar, se levantó y abrió la puerta. Giró el pomo lentamente, pero este chirrió. Avanzó de puntillas hacia el desierto pasillo, situándose entre las dos siniestras puertas cerradas. El lamento procedía de algún lugar situado bajo sus pies. De repente supo por qué le había resultado tan extraño: el niño parecía estar amordazado.

Debería regresar a la habitación. Si se delataba, huirían antes de que alguien pudiera detenerlos… ¿Pero cómo podía ignorar aquellos sollozos? ¿Y si era la hija de Barbara? Le daba igual quién fuera: necesitaba saber qué le estaban haciendo a aquel pobre niño. Se vistió apresuradamente, recogió su bolso para que nadie encontrara su bloc de notas y se dirigió sigilosamente hacia las escaleras.

Empezó a descenderlas, apoyando los pies en el borde de cada escalón para evitar que crujiera, pero la barandilla se tambaleaba. A medio camino perdió el equilibrio y tuvo que sujetarse a ella, solo para descubrir que cedía con un fuerte chasquido. Por un instante pensó que se desplomaría y que ella la seguiría, cayendo por el hueco de la escalera. Permaneció unos instantes inmóvil, intentando recuperar el aliento y preguntándose si alguien habría oído el crujido.

Por fin llegó al primer piso. Bajo la luz pardusca, las tres puertas parecían irreales, como si hubieran sido bosquejadas y pintadas en la pared. Oyó el murmullo de unas voces al otro lado de la puerta de en medio, la de la habitación en cuya ventana había visto a Angela. El ruido del tráfico debía de haber impedido que las personas que conversaban en su interior hubieran oído el chasquido de la barandilla. ¿Pero eso significaba que si alguien la seguía, el ruido le impediría oírlo?

El sollozo seguía estando a sus pies y parecía tan distante como siempre. Pasó de puntillas junto a las puertas y bajó el siguiente tramo de escaleras. El vestíbulo parecía inmerso en una luz caldosa. De repente, el lamento se detuvo y Gerry hizo lo mismo. Desde donde estaba podía ver que la puerta principal estaba cerrada a cal y canto. Encontrara lo que encontrara, no podría escapar por ahí.

Permanecería en esta casa hasta que descubriera todo lo concerniente a la secta. Seguro que no corría ningún peligro; seguro que comprenderían que cualquiera habría bajado para ayudar al niño… cualquier persona, no solo un espía. Puede que el niño ya estuviera bien, pero necesitaba asegurarse.

Al llegar al vestíbulo observó inquieta las desiertas escaleras, y después se obligó a sí misma a dar la espalda a la puerta principal. En el vestíbulo había cuatro puertas, incluyendo la que se situaba bajo las escaleras. Seguramente conducía al sótano. Diversos objetos metálicos brillaban en la cocina, que descansaba al fondo del vestíbulo. Por lo tanto, solo quedaban dos habitaciones. Se dirigió a la primera, situada entre las escaleras y la puerta principal.

Cuando empujó la puerta, una tela se desplomó en el interior. La oyó caer al suelo y sintió la suave resistencia que ejercía mientras seguía empujando. Temía que aquella tela hiciera que la puerta crujiera, revelando su presencia, pero solo se oyó un débil serpenteo. Pronto, logró abrirla lo suficiente para poder echar un vistazo a su interior.

La habitación estaba menos oscura que la del piso superior, pues se filtraba más luz entre los troncos de los árboles que entre el follaje. Durante unos instantes fue incapaz de ver nada. Miró hacia la ventana carente de cortinas, ignorando la ilusión de movimiento que había junto a ella. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz advirtió que la habitación estaba completamente vacía. No había nada detrás de aquella puerta, ni siquiera un gancho del que podría haber colgado aquel trapo.

De repente se sintió tan asustada que no sabía si sería capaz de moverse. Sus manos se aferraban al marco de la puerta, la una sobre la otra, negándose a soltarse. Le aterraba levantar la mirada, pero no tenía que hacerlo, porque era evidente que el niño no estaba en aquella habitación. Podía soltar las manos, apartarse del marco de la puerta, alejarse de la habitación. Retrocedió hasta el vestíbulo, haciendo grandes esfuerzos para no cerrar de un portazo.

La otra habitación, situada entre el sótano y la cocina, también estaba cerrada. Tenía que continuar, no podía escapar de aquella casa. Decidió entrar primero en la cocina, cuya puerta abierta le resultaba menos amenazadora. En la penumbra distinguió el contorno de un fregadero, una cocina y una mesa rodeada de algunas sillas. No había nada más que ver.

No podía demorarlo por más tiempo. Lo que buscaba se encontraba en la última habitación. Avanzó sigilosamente hasta la puerta y apoyó una mano en el húmedo abrigo de la pared. El pomo estaba frío y algo resbaladizo. Su sombra, una masa peluda con una forma bastante diferente a la suya, retrocedió acobardada.

Cuando logró abrir la puerta descubrió que la habitación estaba vacía. Busco a tientas en la pared invisible un interruptor. Encontró algo redondo y lo palpó con el dedo. Era el interruptor, cuya palanca estaba rota. Empujó hacia abajo lo que quedaba de ella.

En aquella sala no había ningún niño. Bajo la bombilla informe descansaban una silla de respaldo recto, un escritorio cojo, un archivador y una estantería en la que se amontonaban los libros. Una cortina negra, gruesa como una manta, estaba clavada sobre la ventana. Sin más demora, entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Era posible que en aquel lugar encontrara información sobre los objetivos de la secta.

Por desordenados que estuvieran los libros, su temática era la misma: Enciclopedia del crimen, Una historia de tortura, Canibalismo y sacrificio humano, El azote de la esvástica; su obsesión por el sadismo resultaba casi sofocante. Encontró una edición ilustrada del Marqués de Sade junto a un libro litografiado llamado El mandala de Manson. Un estante estaba repleto de libros en cuyas sobrecubiertas no figuraba ningún nombre, pero prefirió no abrirlos: ya tenía una idea bastante clara de cuáles eran las obsesiones de la secta.

De repente se sintió indispuesta, pero no se debía a su resfriado. Acababa de recordar el tono de horrorizada aversión que había empleado Iris al decir «Nos hacía hacer cosas. Me gusta recordarlas». Pensó en Angela, en los sollozos del niño. ¿Por qué había dejado de llorar? Se acercó al archivador, sin duda alguna con el único propósito de demorar su búsqueda, pues estaba segura de que los cajones estarían cerrados con llave.

Sin embargo, cuando tiró del primero, este se abrió rechinando con tanta fuerza que logró hacerse oír sobre el sonido apagado del tráfico. El cajón contenía cintas y casetes y bobinas de película, guardados en cajas que se identificaban mediante números. A Gerry le aliviaba no poder saber qué había grabado en aquellas cintas. Al tirar del segundo cajón, que tampoco estaba cerrado con llave, descubrió cientos de fotografías.

Fue hasta el escritorio que había bajo la deslumbrante lámpara, llevándose consigo el primer montón. Los destellos no le permitían ver las imágenes, así que cogió una fotografía y la sostuvo en alto para poder verla… y en cuanto lo hizo, estuvo a punto de dejarla caer. Se obligó a observarla más detenidamente, deseando desesperada que aquel escrutinio le demostrara que la imagen era falsa.

La instantánea mostraba un bosque de árboles gigantescos, que al instante identificó. Eran secuoyas, de modo que aquella fotografía había sido tomada en California. Un cuerpo desnudo estaba clavado a un tronco. Aunque la imagen era abominablemente clara, Gerry no podía hacerse una idea del sexo o la edad de aquella persona, pues gran parte de su cuerpo había sido eliminada.

Siguió mirando las fotografías, sintiendo escalofríos, desesperada por escapar. Eran incluso peores. Muchas de ellas habían sido tomadas en California. Recordó que una de las mujeres de Manson había dicho que existía un grupo más depravado que la Familia. Quizá realmente existía una conexión.

La mayor parte de las fotografías se habían tomado en edificios muy similares a aquel. ¿Era posible que alguna de aquellas habitaciones, de diseño inglés, se encontrara en esa misma casa? Gerry era incapaz de controlar sus manos, era incapaz de impedirles que siguieran pasando las imágenes. Ya sabía que no eran falsas: al igual que ocurría con las fotografías que tomaba la policía, los encuadres eran monótonos y mostraban con una indiferencia abrumadora unas escenas terribles. Quizá se había equivocado al asumir que la secta buscaba casas situadas en zonas ruidosas porque eran más baratas. Seguramente, el ruido tenía como único objetivo apagar los sonidos que se originaban en su interior.

Sin darse cuenta, empezó a estrujar las fotografías mientras pensaba en qué otros horrores se escondían en el archivador (¿qué habría grabado en aquellas cintas?), cuando los lloros comenzaron de nuevo. Todavía no había echado un vistazo al sótano. Se tambaleó sobre la silla y temió estar a punto de desmayarse, pero al instante empezó a correr hacia la puerta, olvidándose tanto de Barbara Waugh como de su disfraz y su misión. Solo sabía que tenía que salvar a aquel niño.

Corrió de puntillas hacia la cocina y encontró un cuchillo para trinchar en el cajón que había debajo del fregadero. Esbozó una mueca de dolor cuando se cortó la piel del pulgar con la hoja, pero le reconfortó saber que llevaba un arma bien afilada. Aunque le temblaban las piernas, avanzó a grandes zancadas hacia la puerta del sótano y la abrió de un empujón, resguardándose tras el cuchillo.

Un estrecho pasillo conducía a unas escaleras que descendían hasta una segunda puerta. La estática luz del vestíbulo se filtraba tenuemente por él, iluminando el interruptor que descansaba junto a la puerta del fondo. Los sollozos se habían detenido mientras estaba en la cocina, pero estaba segura de que procedían de aquel lugar. Bajó los escalones sintiendo que la inclinación del techo la obligaría a agacharse. Tras abrir de una patada la puerta y ser recibida solo por la oscuridad, pulsó el interruptor de la luz.

El sótano, de paredes de ladrillo enyesado, era grande y parecía estar vacío. La desnuda bombilla no lograba iluminar los rincones, pero era evidente que en ninguno de ellos se escondía un niño. Desconcertada, dio un paso hacia delante. Al instante, algo del tamaño de un niño pasó por encima de su cabeza.

Del susto se le cayó el cuchillo, que chocó con gran estrépito contra el suelo de hormigón. Al levantar la mirada solo se vio a sí misma: el techo estaba cubierto de baldosas reflectantes. Nerviosa, observó su reflejo. Pendía invertida del techo, reducida, indefensa. Mientras se preguntaba si aquellos espejos estarían allí para que las víctimas de la secta pudieran ver qué les estaban haciendo, oyó que unos pasos se aproximaban.

Recogió el cuchillo y retrocedió, deseando al instante haberse escondido al otro lado de la puerta. No le habría servido de mucho, pues había cuatro hombres en las escaleras. Mirándola fijamente, con una expresión de determinación en sus rostros, empezaron a avanzar hacia ella.

Aún no la habían alcanzado cuando una quinta persona bajó suavemente las escaleras. Era una niña de unos seis años que llevaba un pijama rosa con conejitos azules. Se detuvo junto a los hombres y, sonriendo a Gerry, se llevó dos dedos a la boca y gimió con monotonía. Era el lamento sofocado que Gerry había oído.

La habían engañado para atraerla hasta allí, como si fuera un animal de matadero. De repente cayó en la cuenta de algo que debería haber deducido hacía tiempo: la secta no buscaba reclutas entre los vagabundos, sino víctimas. La niña, que parecía estar muy orgullosa de sí misma, empezó a reír. Gerry levantó el cuchillo y sujetó con fuerza el mango, que se resbalaba debido al sudor.

—¡Atrás! —gritó.

Los hombres, sin apartar la mirada de sus ojos, siguieron acercándose y empezaron a rodearla. Nunca sería capaz de defenderse de todos con el cuchillo.

—No intenten hacerme nada —dijo, con una voz que le raspaba en la garganta—. Soy periodista. Me han enviado aquí a investigar.

El hombre de la izquierda sonrió con crueldad, mostrando los dientes parduscos y careados que se ocultaban tras sus gruesos y húmedos labios.

—Por supuesto —comentó.

—Lo soy. Miren esto si no me creen. —Tras sacar con esfuerzo la libreta que guardaba en el bolso de lona que colgaba de su brazo izquierdo, se lo tendió—. El periódico en el que trabajo sabe que estoy aquí —mintió.

El hombre cogió la libreta y la rompió por la mitad sin siquiera mirarla, mientras la niña soltaba un gritito de alegría. Los hombres siguieron avanzando, como robots. Estaban a punto de alcanzarla. Gerry, que colgaba por los pies en el techo, siguió retrocediendo, pero ya casi había llegado a la pared.

—Barbara Waugh sabe que estoy aquí. —Se dio cuenta de que todos sabían que estaba mintiendo; antes de montar en la furgoneta, ni siquiera ella sabía adónde iban a llevarla—. Es la madre de Angela —añadió, desesperada.

—Aquí, los nombres no importan —espetó el hombre de la izquierda.

El hombre situado a su derecha se abalanzó sobre ella y le retorció el brazo hasta que consiguió que soltara el cuchillo. La niña observó fascinada cómo los otros dos sujetaban a Gerry, mientras el hombre de los labios gruesos recogía el cuchillo del suelo y le cortaba los tendones de los brazos y las piernas.