Capítulo 18

Gerry se encontraba en medio de Regent’s Park cuando el cielo empezó a oscurecerse. El zoológico estaba demasiado lejos, así que corrió a refugiarse bajo un roble, haciendo que su raído bolso de lona rebotara contra sus caderas. Se apoyó en el tronco y cerró los ojos. Una nube de sueño la envolvió, absorbiendo los sonidos y amortiguando la aspereza de la corteza del árbol y su dolor de pies. Dormitó mientras esperaba a que dejara de llover.

Pero era un aguacero. La segunda o tercera vez que despertó creyó estar en una isla en medio de un lago tormentoso, porque el sonido era el mismo. El aire era una masa de hebras grises y tirantes que la empapaban, fuera cual fuera el lado del roble en el que se situara. La lluvia caía en cascada entre las diversas capas de espesura que se alzaban sobre su cabeza, colándose por todos los agujeros. A su alrededor, la hierba estaba prácticamente sumergida en el agua.

Podría ser peor, pensó con ironía. Aún podría estar trabajando para un periódico local, intentando escalar por las diferentes noticias (bodas, infracciones de tránsito, conferencias en el salón parroquial) mientras se abría camino hacia el verdadero periodismo. O podría estar escribiendo para Las Otras Noticias, que había resultado ser otro callejón sin salida: por muy impactante que hubiera sido La trampa de Dios, no habían conseguido vender demasiados ejemplares. Cuanto más pequeño era un periódico, menos posibilidades tenías de forjarte un nombre. Por fin era una periodista de investigación que trabajaba por cuenta propia, aunque tenía la impresión de que estaba realizando el trabajo más mojado y sucio del mundo… Pero como no le quedaba más remedio que interpretar aquel papel, esperaba que las condiciones climatológicas adversas lo hicieran más convincente.

La lluvia empezó a perder intensidad y la cuchilla circular del sol abrió un agujero entre las nubes. Gerry sacó un segundo par de zapatos del bolso y, a continuación, chapoteó entre el barro y el pegajoso césped en dirección a Euston Road. Todos los edificios parecían haber sido lavados y puestos a secar; las capotas de los coches humeaban como bloques de hielo. Corrió hacia la estación, que empezaba a considerar su hogar.

El alto y espacioso vestíbulo anónimo de Euston estaba repleto de colas que se alejaban serpenteando de las taquillas. Allí había una docena de adolescentes cargados con mochilas; allá, escoceses cuyas rodillas parecían hervir; más lejos, un ciego siguiendo a su perro entre el laberinto de maletas y trolleys. Las escaleras mecánicas subían a las personas que abandonaban el metro, dejando atrás una serie de carteles dominados por una tarjeta de crédito, como encuadres de una falsa película.

Gerry se encerró en un retrete del lavabo de mujeres para quitarse la ropa y secarse con la toalla que llevaba en el bolso. Había cogido una muda limpia, pero no había sitio para más ropa. Mientras su camiseta y sus vaqueros goteaban, colgados de la puerta, se sentó en la tapa del inodoro, cabeceando tras una semana de sueño perdido. Llevaba siete días viviendo en la calle, pero no había conseguido nada. ¿Estaría siguiendo la pista equivocada?

Toda la información que tenía parecía encajar a la perfección. Por Londres circulaba un rumor sobre un grupo de personas sin nombre que confirmaba sus sospechas. Gerry consideraba que si Angela formaba parte de la secta, no se atrevería a alejarse demasiado de sus compañeros para reunirse con su madre… y como le había dicho a Barbara que podían encontrarse en Portobello Road, estaba segura de que el grupo se escondía en alguna parte de la ciudad. Por otra parte, Iris les había explicado que había tenido que despertar a un hombre en New Street, y eso solo podía significar que aquel hombre se encontraba en la estación de Birmingham, ciudad en la que se había establecido el grupo justo antes de trasladarse a Sheffield. Finalmente, el Ejército de Salvación de Manchester le había informado de que los mendigos estaban siendo acosados por ciertos individuos que se negaban a dar sus nombres o el de su organización. Gerry suponía que esa era la forma que tenía la secta de reclutar nuevos miembros y, actuando en consecuencia, había decidido convertirse en una vagabunda.

Retrocedió temblando cuando su cuerpo osciló hacia el conducto de agua. Una cosa era felicitarse a sí misma por haber sido capaz de hacer encajar las piezas y otra muy distinta tener que soportar las consecuencias. La última semana había sido eterna, fingiendo dormir en Euston, quedándose realmente dormida de vez en cuando y echando cabezaditas en los bancos de los parques durante el día. ¿Por qué había creído que tardaría tan poco en establecer contacto con la secta? No tenía ni idea de su tamaño ni de la frecuencia con la que buscaba nuevos miembros. Si hubiera podido preguntárselo a Iris, ahora estaría más preparada.

No debía desfallecer. Tenía que hacer todo lo posible por impedir que la niñita de la fotografía de Barbara se convirtiera en lo mismo que Iris. A pesar de que había dicho lo contrario para no darle falsas esperanzas, consideraba muy probable que Angela siguiera con vida. Además, aquella investigación iba a forjarle un nombre. Sacó el bloc de notas del bolso y comprobó que el sobre de plástico que llevaba en su interior había impedido que el agua alcanzara al libro; estaba aprendiendo los trucos de la pobreza. Para llevar una semana de trabajo había escrito muy poco, pero las notas le ayudarían a estimular su memoria cuando llegara el momento de redactar los artículos.

Cuando su cuerpo volvió a oscilar hacia la tubería se obligó a sí misma a vestirse. La ropa seguía mojada y las rodillas de sus pantalones estaban empapadas, pero un paseo bajo el sol la secaría. Mientras cruzaba tambaleante el vestíbulo de Euston pasó junto a un joven pálido como un monje famélico, cuya tonsura era más alargada por un lado. De repente sintió que no podía continuar. La multitud era demasiado rápida y caótica; el ruido, tremendo, incomprensible, aterrador. ¡Ojalá pudiera regresar a casa, solo por un día, para recuperar el sueño perdido! ¿Pero qué ocurriría si lo hacía justo el día que la secta buscaba reclutas? Tenía que estar disponible.

Por irracional que fuera, empezaba a sentirse tan sola y desamparada como fingía estar. Se sintió tentada de llamar a Barbara Waugh, pero no tenía nada que contarle. Si quería sentirse menos vulnerable, había algo mejor que podía hacer.

Salió de la estación, introdujo su tarjeta del Barclays Bank en la ranura de la pared y marcó el código. En cuanto tuvo veinte libras en su bolsillo se sintió mucho más segura, hasta que se dio cuenta de que si algún miembro de la secta lo había visto, su disfraz se habría ido al traste. Sin embargo, al mirar a su alrededor advirtió que todas las personas que la estaban observando consideraban que la tarjeta era robada. Resultaba alentador.

Cinco minutos después estaba en Tottenham Court Road, estornudando por el sol. La comida mexicana de Viva Tacos podría ayudarla a combatir el frío, pero no le permitieron entrar en el restaurante. «Todas las mesas están reservadas», le dijo el camarero, con un rostro que no reflejaba ninguna emoción. Estaba viviendo en su piel las consecuencias de su disfraz.

Por fin encontró una cafetería en la que le sirvieron unos bocadillos a través de una ventanilla. Se sentó en un banco delante de una tienda de televisores, donde el rostro de un hombre, en varios colores y tamaños, movía la boca sin cesar. Mientras comía se le cerraban los ojos. Un miembro de la iglesia de la Cienciología se acercó a ella para hacerle una encuesta, pero Gerry lo ahuyentó con la mano. Esperaba que la secta que estaba buscando tuviera menos poder que la Cienciología, que había acabado legalmente con Olympia Press por criticarla.

Reprimiendo sus deseos de regresar a Euston de inmediato, paseó por Oxford Street entre las hordas de turistas. De vez en cuando se refugiaba en una tienda para estar más fresca, pero los guardias de seguridad la seguían hasta que se marchaba. Le alegraba que su disfraz fuera tan convincente, pero no podía permitirse que la arrestaran.

Al llegar a Marble Arch se dirigió hacia Park Lane. Limusinas plateadas se deslizaban junto a ella y porteros uniformados la miraban con el ceño fruncido para que no tuviera tentaciones de acercarse a sus hoteles. Logró dormir una hora en Hyde Park pero, a pesar del calor del sol, despertó tiritando. Entró en una farmacia para comprar Beecham’s powders, sabiendo que debería haberlo hecho antes, y persuadió a la dependienta para que le diera un vaso de agua caliente en el que disolver la medicina de limón.

Paseó por Piccadilly hasta Leicester Square. Sobre los tejados, las grúas se alzaban hacia el cielo. Se sentía como si su mente estuviera allí arriba, con ellas, intentado aferrarse a algo, quizá a su cuerpo. Tras permanecer un rato sentada en Leicester Square fue a ver una película llamada Cabeza borradora. En el cine no habría tanta humedad y la película la ayudaría a despertar, pues, según la crítica cinematográfica de Las Otras Noticias, era un film hilarante.

Sin embargo, se quedó dormida antes de que empezara y cuando despertó, sobresaltada por un ronquido, un hombre armado con tijeras estaba destripando a un bebé deforme. Cerró los ojos con rapidez, hasta que los gritos del bebé la despertaron en una escena prácticamente idéntica. Una masa de oscuridad con ojos del color de los caracoles la miraba sobre su hombro. Salió del cine antes de que la invitaran a marcharse, solo para descubrir que el día se había desvanecido. Había entrado en el cine a plena luz del día, pero ahora todo estaba oscuro, excepto los faros que se deslizaban por la empapada carretera. Había dormido dos sesiones completas.

Avanzó con rapidez por Charing Cross Road sobre aceras teñidas de neón. Tenía la impresión de que Tottenham Court Road era la película del inicio de su paseo de la tarde, una película que giraba al revés y a trompicones. Sus rápidos movimientos activaron su cuerpo, que le empezó a picar. Antes de llegar a Euston Road tuvo que sujetarse a una farola, pues estaba segura de que iba a desmayarse.

Al llegar a la estación de Euston aminoró sus pasos. Los sonidos que emitía eran débiles e irreales, tan débiles que ni siquiera resonaban. Una voz retumbó en el aire, anunciando la salida de algún tren. Algunas personas se levantaron, empequeñecidas por el vestíbulo y la voz. Con piernas temblorosas, Gerry fue en busca de un asiento.

Los pocos que había, que en realidad eran repisas estrechas diseñadas para disuadir a los durmientes, estaban ocupados. ¿Habría asientos en los andenes? Si compraba un billete, ¿el revisor le permitiría cruzar la barrera? En caso afirmativo, quedaría fuera de la vista de cualquiera que estuviera buscando vagabundos. Mientras reflexionaba, cerca de las barreras, vio que un periodista al que conocía avanzaba hacia ella desde el andén en el que estaba estacionado el tren de Edimburgo.

Estaba a punto de saludarlo cuando se dio cuenta de qué significaría eso; entonces, corrió a esconderse en el servicio de señoras, sintiéndose absurdamente furtiva. Sin duda alguna, se sentiría aún más absurda antes de que su búsqueda culminara.

La mujer que se ocupaba del servicio de señoras le dio un vaso de agua caliente para que se tomara otro Beecham’s.

—¿Te encuentras bien, cariño? —le preguntó preocupada, y Gerry tuvo que decirle que solo estaba resfriada. Sin embargo, en el espejo pudo ver lo que veía aquella mujer: los granos, que habían empeorado, estaban acentuados por su enfermiza palidez; los mechones de su cabello parecían cuerdas manchadas de barro. Más que dormir, cuando todo aquello acabara deseaba pasar unas horas dentro de una bañera llena de agua caliente.

Tenía que regresar al vestíbulo de la estación. Ya se había acostumbrado a dormir en posición vertical (de este modo era menos probable que te molestaran), pero sabía que aquella noche no tendría las fuerzas necesarias. Aquella noche todo la despertaría: los fardos de periódicos que, al caer, aporreaban el suelo como borrachos; las voces amplificadas que llamaban al personal; los borrachos que respiraban delante de su cara; los policías que estaban delante de ella cuando abrió los ojos, como si estuvieran esperando para arrestarla. Las únicas personas que deseaba que la despertaran carecían de nombre.

Por fin encontró una columna contra la que apoyarse, situada en medio del vestíbulo. Tras asegurarse de que el libro de von Daniken asomaba de la bolsa que guardaba entre sus pies, para que quien lo viera pensara que era una chica ingenua que buscaba algún tipo de secreto místico, cerró los ojos. Puede que estuviera delirando, porque al instante tuvo la impresión de que se sumergía en un capullo y la columna en la que tenía apoyada la espalda se hacía suave y horizontal. La cálida y tenue luz que brillaba al otro lado de sus párpados la ayudó a sumirse en un sueño profundo.

—¿Quiere que la llevemos a algún sitio en donde pueda pasar la noche?

Era un oficial del Ejército de Salvación que la observaba con expresión paciente, a pesar de que ella murmuró desagradecida mirándolo con ojos borrosos. Puede que solo fuera un sueño, derivado irracionalmente de su investigación sobre el Ejército de Salvación. Todo le resultaba tan poco convincente como el reloj que le indicó que había dormido una hora.

Era incapaz de volver a conciliar el sueño y su resfriado había empeorado. La columna se estaba ladeando, el suelo era una cubierta azotada por la tormenta y el capitán era un gigante que se inclinaba sobre ella, gritando cosas sobre trenes. Por supuesto, se encontraba en una estación, en Euston Station, y las personas se movían a su alrededor escuchando la radio, ¿o acaso eran sus voces? Era imposible saberlo con certeza, por lo débiles y confusas que sonaban. Lo único que tenía claro era que si en ese mismo momento le dieran la oportunidad de infiltrarse en la secta, sería de muy poca utilidad.

No tenía alternativa. Tenía que regresar a casa para pasar la noche lejos del frío y cruzar los dedos para no haber perdido su oportunidad. Seguro que una noche no tenía ninguna importancia. Cuando regresara a Euston, se aseguraría de estar mejor preparada para las inclemencias del tiempo.

Se balanceó contra la columna y observó parpadeando el reloj, que de alguna forma había ganado media hora. ¿Cómo iba a regresar a casa si los trenes no circulaban por la noche? Los taxistas ya la habían ignorado en alguna ocasión, incluso cuando su aspecto había sido más presentable que el actual. Si hacía cola en la parada que había debajo de Euston, seguro que algún taxista le permitía montar si le mostraba el dinero que llevaba encima. Se obligó a abrir los ojos y creyó estar viendo mal el reloj: ¿cómo era posible que hubieran transcurrido diez minutos desde hacía un par de pensamientos? Pero era cierto, y una joven harapienta cuyo cabello parecía de alquitrán peinado la estaba mirando.

—¿Le apetece dormir en una cama?

Gerry estaba a punto de rehusar cuando se dio cuenta de lo enferma que estaba: la joven de rostro alargado, la estación y su propio cuerpo le parecían distantes e inalcanzables. Sabía que sería incapaz de discutir con un taxista.

—¿Adónde me llevará? —preguntó.

—Al London Refuge. Tenemos una furgoneta fuera. No importa que no tenga dinero.

Sin duda alguna, eso significaba que la cama sería pésima, pero la oferta le parecía irresistible. Además, si había otras personas durmiendo en el refugio, quizá podrían contarle algo sobre la gente sin nombre. Era un grupo al que no había interrogado y, sin embargo, puede que fuera el único que supiera algo. Siguió a la joven hacia la chispeante noche.

Cuando llegaron a una furgoneta que estaba aparcada en una calle lateral, apareció tras ellas un joven con una tonsura que le hacía parecer un monje desaliñado. Gerry no se había dado cuenta de que las había seguido.

—Tendrá que ir detrás —dijo el joven, abriendo la puerta.

Gerry consideraba que había espacio para tres en el asiento delantero, pero no le apetecía discutir, ni siquiera cuando vio el desorden de la parte de atrás, donde se amontonaban cajas, herramientas oxidadas y ladrillos, tan sucios que casi parecían haberse fundido. Se abrió paso sobre ellos para acceder al poco espacio disponible y, casi al instante, las puertas se cerraron a sus espaldas.

Apenas se había instalado cuando la furgoneta se puso en marcha con una sacudida. La partición que separaba la cabina de la zona de carga carecía de ventana y no podía ver gran cosa por las ventanillas traseras, aparte de las farolas que pasaban rápidamente junto a ella. Logró sujetarse a un lado de la furgoneta mientras intentaba decidir si conocía de algo a aquellos jóvenes. Tenía la impresión de que los había visto en varias ocasiones en Euston. Mientras se dirigían hacia la furgoneta, había advertido que debajo del tinte de la mujer asomaban cabellos blancos.

Cada vez que el vehículo reducía la velocidad, Gerry estiraba el cuello para mirar por la ventanilla, de modo que cuando llegó a su destino supo dónde estaba: en Earls Court, justo al final de Cromwell Road. Podría haber reconocido aquel lugar por el ruido.

Cuando el joven abrió la puerta, Gerry pudo ver un camino de acceso que discurría bajo una confusión de árboles y conducía a una casa de tres pisos. El suelo que rodeaba el porche estaba manchado de pintura y los árboles parecían intensificar el ruido del tráfico, que se oía con más fuerza que nunca. El oscilante follaje sonaba como los camiones que se dirigían en procesión hacia la autopista. Se sentía saturada por el ruido y el resfriado.

Cuando contempló la casa, advirtió que Barbara Waugh la observaba desde una de las ventanas superiores.

Por un instante pensó que estaba delirando, pero entonces advirtió que era una joven delgada que se parecía mucho a la editora. Solo podía ser Angela. Se le escapó un grito, pero como en aquel mismo instante tropezó con una esquina de la furgoneta, sus escoltas pensaron que había sido por el golpe.

—Está cansada —dijo la joven con indiferencia, mientras la conducían hacia la casa.

Antes de llegar al porche, Gerry miró hacia arriba sin levantar la cabeza. Angela, que parecía estar rodeada por diversas figuras, se estaba retirando hacia la penumbra de la habitación. ¿Estarían obligándola a apartarse de la ventana? La mujer que la había recogido en Euston abrió la desconchada puerta principal mientras Gerry subía los agrietados escalones del porche. Al otro lado de la puerta, el vestíbulo y la bombilla que lo iluminaba eran de un deslucido tono marrón. Rápidamente, por si se preguntaban por qué vacilaba, la periodista entró en la casa.