Cuando Barbara pasó por delante de Regent’s Park, el cielo era del color del vapor. Al otro lado de las vallas, las hojas oscuras tenían un aspecto húmedo y tropical. Un olor selvático entraba por la ventanilla abierta del coche, una combinación del fuerte olor de los animales y el intenso aroma de las flores. Los monos chillaban desde las copas de los árboles y un león rugía. Debido al calor, las manos de Barbara estaban pegadas al volante y su ropa estaba empapada de sudor. Y por si no se sentía ya bastante incómoda, tenía que ir a cenar con Paul Gregory y su esposa.
En Camden Town, todas las puertas de los pubs estaban abiertas de par en par; las parejas charlaban en las aceras, bebiendo cerveza. Delante de la polvorienta marquesina de la estación, la gente hacía cola para ver una película de Max Ophuls. Mientras Barbara accedía a la calle lateral en la que vivían los Gregory, en un piso con vistas a un banco, un hombre salió apresuradamente de un restaurante indio abanicándose la boca.
Estacionó el coche delante del edificio y llamó al timbre. El porche de columnas era una trampa para las brisas y estaba más fresco que el coche. Una docena de ciclistas pasó a toda velocidad junto a ella, multicolor como una melodía. Puede que la velada no fuera demasiado complicada, sobre todo si Paul le servía tanto alcohol como bebiera él. Al menos no estaría en casa ni en el trabajo, esperando nerviosa a que sonara el teléfono.
Una mujer alta vestida con un traje largo de color negro le abrió la puerta. En teoría, el vestido debería cubrirle los tobillos, pero permitía ver que estos eran tan huesudos como sus brazos y su anguloso rostro.
—Barbara Waugh —dijo, tendiéndole la mano—. Soy Sybil Gregory.
Alguien estaba practicando escalas con una flauta en la planta baja, y en el primer piso aullaba una sirena de policía. Los Gregory vivían en el piso superior, bajo el tejado inclinado. En lo primero que se posaron los ojos de Barbara al llegar a la sala principal fue en el teléfono. No podía evitar sentirse preocupada, a pesar de que Gerry Martin solo llevaba dos días buscando a la secta y era prácticamente imposible que se pusiera tan pronto en contacto con ella.
—Paul, ha llegado tu agente —dijo Sybil, con voz enérgica—. Cuando le hayas servido una copa, ¿te importaría acostar a Bevis? Katrina, ya deberías estar vestida. Barbara, venga a hablar conmigo a la cocina cuando tenga su bebida.
Tras servirle una copa de vodka Stolichnaya, Paul se disculpó y entró en el cuarto de baño, llevando a su hijo pequeño bajo el brazo. De camino a la cocina, Barbara pasó por delante de una habitación diminuta con una litera doble en la que una niña estaba abotonándose su uniforme de exploradora.
Sybil estaba asando filetes. Un león rugió en el parque, como si hubiera olido la comida.
—Deben de ser Imogen y su padre —le dijo a la niña cuando sonó el timbre—. Ve a abrir y haz que me sienta orgullosa de ti. Está a punto de ser escolta —explicó a Barbara—. ¿Estuvo alguna vez en los Scouts?
—No, nunca —respondió. Una idea había empezado a cobrar forma en su cabeza, pero se disipó.
—Yo lo fui durante años. Hice que Katrina se uniera a las exploradoras, y Bevis será un lobato en cuanto tenga la edad necesaria. No hay nada como los Boy Scouts para inculcar disciplina a un niño.
Puede que Sybil fuera exactamente lo que Paul necesitaba, una escolta adulta capaz de llevar la casa y apañárselas con los ingresos que entraran en ella. Barbara seguía intentando recuperar el pensamiento que había estado a punto de formarse en su cabeza, aunque tenía la impresión de que cuando lo lograra desearía no haberlo hecho.
—Verlos crecer me ayudó en los malos tiempos —estaba diciendo Sybil—. Nada puede sustituir a la familia, aunque algunas personas intenten hacernos creer lo contrario.
Barbara asintió distraída, porque acababa de descubrir dónde había escrito Paul Un torrente de vidas: en un escritorio situado en el rincón más alejado de la estufa. Realmente habían sido malos tiempos.
—Oh, le ruego que disculpe mi falta de tacto —continuó Sybil—. Paul me dijo que había perdido a su marido y después a su hija.
Hizo que sonara a negligencia, ¿pero cómo podía saber que tenía razón? ¿Estaba siendo paranoica? Barbara solo pudo vaciar su vaso, pues se sentía incapaz de hablar.
—Se ha terminado la copa —dijo Sybil, sorprendida o a modo de reproche—. Sírvase otra si Paul sigue ocupado.
Barbara se sentó en una cama doble disfrazada de sofá, y reflexionó pausadamente si debía servirse otro vodka mientras intentaba poner en orden sus sentimientos. Las cubiertas de las primeras novelas de Paul adornaban las paredes, y unas maletas apiladas como cajas chinas acumulaban polvo en lo alto de un armario. Debía alegrarse porque Gerry estuviera investigando. De momento, lo único que podía hacer era proseguir con su trabajo.
—¿Qué opina de Paul como escritor? —le preguntó Sybil, cuando regresó a la cocina.
—Creo que tiene potencial para escribir algo incluso mejor.
—Yo creo que es el mejor autor que he leído jamás. —No era la primera esposa de escritor a la que Barbara oía decir algo parecido—. Dígame el nombre de un escritor vivo que sea mejor que él.
—Es extremadamente bueno —respondió Barbara, ignorando el desafío y lo que se supusiera que pretendía conseguir con él—. Me estuvo hablando del argumento de su próxima novela. ¿Ha empezado a trabajar en ella?
—No empezará hasta que nos hayamos mudado. —Sybil se giró con cautela—. Estamos pensando en mudarnos a Irlanda en cuanto veamos algo del dinero de la venta. En ese país saben tratar a los artistas.
—Sí, muchos de mis clientes estarían de acuerdo con usted.
En Irlanda los escritores no pagaban impuestos. Barbara se las arregló para centrar la conversación en las diversas formas en que las diferentes sociedades trataban a los autores, pues era un tema con el que le resultaría más sencillo evitar las trampas de aquella mujer. Sin embargo, durante la cena, Sybil hizo el siguiente comentario:
—Tengo entendido que no le gustó que Paul se reuniera con otro agente.
—Paul es libre de cambiar de agente cuando quiera —respondió, haciendo que Paul se sonrojara como un niño pequeño que tiene que guardar silencio mientras los adultos hablan de él—. Pero creo que no le haría ningún bien.
—Por supuesto que lo cree. Espero que disculpe mi brusquedad, pero quiero asegurarme de que sus libros consiguen el máximo de dinero posible. Quiero asegurarme de que nuestros hijos no tengan que volver a atravesar una mala época. Por supuesto que estoy segura de que eso no ocurrirá, Paul. —Se volvió hacia Barbara—. Sin embargo, ¿cómo es posible que usted pueda gestionar mejor su obra en América que un agente americano?
—Porque puedo estar allí en menos de un día siempre que sea necesario. El mes que viene debo estar en Nueva York para llevar a cabo la subasta y, como manejo todos los derechos en lengua inglesa, estoy en mejor posición de negociación que si tuviera que pelearme con otro agente sobre quién se queda con qué territorios. Puedo negociar condiciones que Harold Eastwood ni siquiera se atrevería a considerar.
—Discúlpeme —dijo Sybil—, pero la verdad es que no podemos probar ni refutar lo que está diciendo.
—Eastwood es un agente pésimo. —Barbara era consciente de que había bebido demasiado, pero no le importaba—. Se anuncia en media docena de revistas, cuando ningún agente bueno necesita publicidad. —¿Por qué atacar a Eastwood si podía promocionarse a sí misma?—. Supongo que no hace falta que les diga que conseguiremos más dinero en los Estados Unidos que aquí… y les puedo prometer que será más de lo que esperan.
Solo después, mientras conducía cautelosamente hacia casa por Euston Road, se preguntó si había caído en la trampa más grande de aquella velada. Había dado por sentado que la cena era una forma de hacer las paces con ella, pero empezaba a preguntarse si su único objetivo había sido el de pillarla desprevenida. En cierto sentido, eso carecía de importancia, pues estaba segura de que lo haría tan bien en Nueva York como había prometido, pero eso significaba que el próximo mes tendría que viajar, independientemente de lo que estuviera ocurriendo. Necesitaba creer que había hecho todo lo que estaba en su mano, que ahora todo dependía de Gerry Martin.
Al abandonar el estacionamiento subterráneo del Barbican respiró aliviada. La mayoría de los tubos fluorescentes estaban fallando y el bajo techo parecía vibrar sobre las oscuras jorobas de los coches. Una sombra la hizo mirar hacia el rincón en donde había visto la masa de telarañas. Alguien debía de haber hecho limpieza, porque estaba impoluto. Deseaba que también alguien hiciera algo con las luces, con los oscuros y espasmódicos movimientos que se sucedían tras los vehículos.
Una cabecita invertida miraba tras las cortinas en lo más profundo del lago, y la iglesia de St. Giles parecía artificial debido al reflejo de sus focos. Antes de acostarse, Barbara tuvo que apagar todas las luces del apartamento, que había encendido sin darse cuenta. Se quedó dormida intentando recordar el pensamiento que había tenido antes de la cena. Tenía la certeza de que estaba relacionado con Angela.
Cuando sonó el teléfono a la mañana siguiente le parecía que acababa de acostarse, pero la luz del sol iluminaba las cortinas. Medio dormida, buscó a tientas el teléfono. Por las mañanas, lo único que conseguía despertarla era hablar con alguien. Apoyó el auricular sobre la almohada.
—Hola —graznó.
La conexión debía de ser pésima, pues apenas oyó un susurro.
—Hola —repitió, con mayor claridad.
Tras una pausa, la voz del otro lado habló más alto.
—Soy yo, mamá.
Barbara intentó sujetar el auricular antes de que se estrellara contra el suelo, pero no lo consiguió. Seguramente, la persona que había al otro lado de la línea creyó que lo había tirado. En aquella ocasión estaba segura de que esa voz era la de Angela, de que no era ninguna broma de mal gusto, y de repente se dio cuenta de lo ansiosa que había estado por justificar las llamadas, por creer que Angela estaba muerta y enterrada. Se arrastró desesperada por la moqueta, sintiendo un intenso dolor de cabeza, y recuperó el auricular.
—¿Dónde estás? —gritó.
El murmullo de la respuesta fue menos claro que el serpenteo de la estática.
—No puedo oírte —dijo Barbara, a punto de ponerse a llorar—. Habla más alto.
—No puedo hablar más alto. Te estoy llamando mientras los demás duermen.
Pero no todos dormían, porque en ese mismo momento Barbara oyó una voz de hombre en la línea. Aunque fue incapaz de comprender sus palabras, el tono no dejaba lugar a confusiones: era cruel y burlón. Al instante, el teléfono quedó en silencio.
Barbara logró llamar al operador, a pesar de que sus dedos estaban paralizados. Cuando este la atendió, le dijo con altivez que era demasiado tarde para rastrear la llamada. Barbara permaneció pegada al auricular durante diez minutos, sintiéndose cada vez más consternada, pero nadie contestó a su llamada en Las Otras Noticias. Por fin, una voz de mujer irritada y soñolienta descolgó el auricular y le dio la dirección y el teléfono de Gerry Martin para desembarazarse de ella.
Marcó el número de Gerry, pero nadie le respondió. Barbara fue inmediatamente a su piso, ubicado en una ennegrecida casa de Brixton que parecía estar a punto de derrumbarse. No sabía qué hacer. Temía que los miembros de la secta supieran que alguien intentaba seguirles la pista, pero le daba más miedo retrasar a Gerry por si habían descubierto que Angela les había traicionado poniéndose en contacto con su madre. Las chicas que vivían en el piso contiguo le dijeron que Gerry había pagado dos meses de alquiler por adelantado y que no había dejado ninguna dirección. Estuviera donde estuviera, sería imposible encontrarla.