Capítulo 16

Al llegar a Edgware Road, Gerry empezó a hablarle de su editor.

—Me oyó hablar con Hemel Hempstead y no le hizo demasiada gracia. Tendría que haberle dicho que la llamaría más tarde, pero me estaba costando mucho convencerla de que nos dejara hablar con su hija. —Aceleró al pasar un semáforo en rojo y dio un volantazo para esquivar un autobús que estaba girando—. Y después intentó hacerme creer que no iba a publicar esa historia porque, en su opinión, las personas sin nombre no estaban estafando a nadie. Sin embargo, estoy segura de que esa no es la razón.

Barbara cogió aire. Desearía ser ella quien estuviera conduciendo, sobre todo porque aquella carretera estaba repleta de cruces y no todos estaban controlados por semáforos, pero su coche seguía en el garaje.

—¿Y cuál es la razón? —preguntó, al ver que Gerry la estaba mirando.

—Que podría perder la simpatía de los lectores. Estoy segura de que muchos de ellos andan metidos en asuntos ocultos, místicos y todo eso. Criticar algo así sería como decir que fumar porros provoca resaca, aunque sea cierto.

Detuvo el coche chirriando cuando una niñita apareció en un cruce.

—Como iba diciendo, es obvio que creía que me había disuadido de escribir la historia, de modo que tuve que explicarle que usted iba a venderla por mí. Podrá hacerlo, ¿verdad?

—Por supuesto que lo haré. Ya hay un par de periódicos interesados. —Había tenido un par de días para persuadirlos y una gran determinación—. Dependiendo de lo sustancial que sea el artículo que escriba, puede que merezca la pena pensar en un libro.

Gerry se dirigió hacia las rotondas gemelas que llevaban a la autopista. El tráfico de entrada temblaba como la gelatina bajo el sol de agosto y los rayos del sol rebotaban en los parabrisas. El Fiat de Gerry quedó encajonado entre un camión cisterna y otro de mercancías; más adelante avanzaba un camión articulado. Barbara estaba segura de que iba a morir aplastada entre el fino caparazón de metal. Una vez en la autopista, Gerry empezó a conducir con mayor agresividad. Camiones tan grandes como bungalós se perseguían entre sí a unas velocidades que Barbara consideraba aterradoras, pero Gerry se movía a toda velocidad entre ellos, cambiando de un carril a otro.

—Se enfadó bastante —continuó Gerry—. Me dijo que parecía querer unirme al sistema que nos hemos comprometido a atacar, y yo le dije que solo estaba intentando deshacerme de mis prejuicios.

Barbara, que había conseguido desconectar, imaginando que no era ella quien estaba atada al asiento del pasajero, tuvo que hacer grandes esfuerzos para recordar de qué estaba hablando.

Llegar a Hemel Hempstead no fue ningún alivio.

—Me dijo que vivía encima del canal —recordó Gerry, cruzando a toda velocidad el pueblo y frenando tan solo al llegar a las tiendas. Un estacionamiento de varios pisos hilaba una bola de rayas en la punta de su nariz de hormigón. Más allá de las tiendas había un cruce de dos direcciones. Barbara cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, se encontró junto al canal. Las barcazas se deslizaban por él silenciosamente, como las nubes, y los cisnes dormitaban bajo sus alas. Debían de estar a punto de llegar. De repente sintió miedo.

Gerry accedió a una carretera que discurría sobre el canal. Un cartel de Snoopy proclamaba paz en la tierra y buena voluntad para todos en la puerta de una modista llamada Sarah-Boo. Gerry giró a la izquierda en una calle que ascendía por un montículo de casas pareadas apiñadas como percebes. Jardines de roca brillaban en púrpura y amarillo.

—Tiene que estar por aquí.

Poco después se encontraron en un laberinto de calles anónimas y zonas cercadas, repletas de pequeñas casas rectangulares. La puerta del garaje ocupaba una cuarta parte de cada fachada y, delante de cada casa, una parcela sin vallar del tamaño de dos coches se extendía entre los senderos de hormigón. Gerry tuvo que reducir la velocidad y leer con atención los nombres de las calles, que parecían clonarse cada vez que doblaba una esquina.

—Ya hemos llegado —anunció antes de que Barbara estuviera preparada.

Gerry abandonó el volante y, tras deslizarse por su asiento, se alisó la falda negra. Era obvio que se había arreglado para la entrevista. Barbara tenía la impresión de estar atrapada entre las calles desiertas. Por un hueco podía ver, tras el edificio de Kodak, las colinas de Hertfordshire, que eran del color del ranúnculo, pero aparte de eso solo había casas en las que los aspiradores entonaban su canción matinal. Los coches habían salido durante el día; las amas de casa estaban encerradas dentro de sus hogares.

Gerry llamó al timbre de la puerta más cercana. Les abrió un hombre robusto con la camisa abotonada sobre las muñecas, que tenía el rostro y las manos coloradas, quizá por el sol y no por su agresividad.

—¿Qué desean? —preguntó.

—Soy Gerry Martin y esta es Barbara Waugh.

—Sé perfectamente quienes son. ¿Qué desean?

—Bueno, se lo expliqué por teléfono.

—A mí no.

El hombre parecía dispuesto a cerrar la puerta. Barbara se adelantó y abrió el álbum de fotos que había llevado consigo, con la esperanza de que se conmoviera al ver la fotografía de Angela a los cuatro años de edad, pues a ella cada vez le costaba más mirarla. Mientras tanto, se acercó a ellas una mujer pequeña y compacta, de apenas metro y medio de altura, que estaba limpiando una jabonera recuerdo de Brighton.

—No discutas en la puerta, George —dijo, con un acento similar al de él, que no era del norte ni del sur, sino algo intermedio—. Como mínimo podríamos invitarlas a pasar.

Las condujo hacia la habitación principal, empapelada con un papel tan discreto como el traje de un funcionario público. Sobre el aparador se diseminaban varios tapetes, y una bailarina de cerámica resplandecía en púrpura sobre la repisa de la ventana.

—Usted es la mujer que está buscando a su hija —dijo, dirigiéndose a Barbara.

—He traído una fotografía.

La mujer miró a Gerry con severidad.

—Me dijo que era mayor.

—Es la más reciente que tengo. —Durante un inquietante momento, Barbara pensó que el matrimonio iba a revelar que había leído el artículo sobre ella—. No la he visto desde entonces —añadió, con los ojos empañados de lágrimas.

Probablemente, la mujer recordó su propio pesar.

—Oh, George, no creo que hagamos ningún daño enseñándole esto a Iris.

—No estés tan segura, Maisie. Le dijimos al doctor que le ofreceríamos tranquilidad y reposo. Eso es lo que necesita.

—Hemos venido desde Londres asumiendo que podríamos verla —dijo Gerry.

—Y yo he tenido que pedir el día libre en Kodak por esa misma razón. —El hombre se volvió hacia Barbara—. Escuche, la ayudaría si pudiera, pero no sé en qué puede ayudarla el hecho de que molestemos a Iris. Mi hija ni siquiera puede decirnos dónde están los cabrones que le hicieron eso. Supongo que un buen día logró escapar y, de algún modo, llegar hasta aquí. Sin embargo, estoy seguro de que esos tipos ya no están donde estaban. Puede llamarme insensible si lo desea, pero creo que está perdiendo el tiempo.

—No espero que me conduzca hasta ellos. Solo quiero saber si tienen a mi hija.

—Es un poco tarde para preocuparse por ella, ¿no cree? —Al instante se arrepintió de haber dicho eso—. Lo lamento. No sé nada de usted ni de su hija, pero sí que sé que nunca debería haber permitido que Iris se marchara de casa y siguiera a quienesquiera que fueran sin saber adonde la llevaban. —Observó a regañadientes la fotografía—. Enséñesela si lo desea —añadió, refunfuñando—. Si no, se irá de aquí pensando que no hemos querido ayudarla. Sin embargo, tendrá que irse cuando yo lo diga.

Su esposa las llevó hasta el piso superior, dejando atrás una bandada de cisnes de yeso.

—No le hablen con brusquedad —dijo en voz baja—. No le gusta el ruido.

—Y tampoco le gustará encontrarse con tantos desconocidos. Usted se quedará fuera —añadió el hombre, dirigiéndose a Gerry—. Dejaré la puerta abierta para que pueda escuchar, si es que hay algo que escuchar.

La primera impresión de Barbara fue que Maisie había abierto la puerta equivocada. ¿La mujer que había junto a la ventana del dormitorio sería una amiga de la familia o una enfermera? Parecía tener más de cuarenta años, el doble que Iris, pero iba vestida de forma infantil, con un vestido de verano a rayas y una diadema rosa en su cabello gris. Maisie se acercó a ella.

—Cariño, hay una mujer que quiere verte.

Iris se giró muy despacio, como una figura mecánica cuya maquinaria se estuviera estropeando. Sus ojos y el rostro parecían una única superficie continua, suave y artificial como el plástico. Podría haber sido una muñeca de tamaño real que Maisie hubiera vestido con la ropa de su hija, descolorida tras pasar varios meses sentada junto la ventana.

—Esta señora está buscando a su hija —dijo Maisie a la muñeca—. Quiere que le digas si la has visto alguna vez.

Barbara se adelantó, manteniendo el álbum abierto. Para cuando Iris bajó la cabeza para mirar la foto (tal y como movía la cabeza, parecía que sus ojos estaban fijos en sus órbitas), las manos le temblaban por el esfuerzo de mantener el álbum inmóvil. De pronto le pareció ver un brillo de reconocimiento en los ojos de la muchacha… aunque puede que solo fuera un reflejo del álbum, pues desapareció en cuanto la joven levantó la cabeza y miró hacia Barbara como si no estuviera allí.

—Ahora esa niña es mayor. Tiene trece años. —Maisie repitió las palabras que había murmurado Barbara—. El año pasado tenía doce, Iris. ¿La viste el año pasado, antes de que regresaras a casa con nosotros?

Movió el álbum para no sentir su peso con tanta intensidad y sus dedos se separaron del celuloide con un sonido similar al chasquido de los labios.

—Debe de ser muy delgada —comentó, recordando el dibujo—. Tiene los ojos muy azules… o al menos los tenía.

Descubrió que estaba llorando.

—Lo siento —se disculpó Maisie, tras una incómoda pausa—. Hay días que no le apetece hablar, y mucho me temo que hoy es uno de ellos.

De repente, Barbara se dio cuenta de cómo veía Maisie a su hija: había empezado a frecuentar malas compañías y había atravesado una mala etapa, pero ya estaba en casa; ahora que estaba con su familia, lo único que necesitaba era paz. Pronto se pondría bien. Barbara dio media vuelta, sintiéndose derrotada por la mirada vacía de Iris, y se secó los ojos.

—Si me deja una fotografía, seguiré enseñándosela —dijo Maisie—. Si dice algo, la llamaré.

—Gracias —respondió Barbara con tristeza tendiéndole el álbum, porque se sentía incapaz de escoger una por sí misma. Echó un vistazo a la habitación: la maqueta de un faro que debía de encenderse con pilas, una revista escolar del año 1969, un mandala formado por personas diminutas y centrado en un ojo ilegible, un libro de ejercicios abierto por un poema que había sido escrito por una mano adolescente («Oh, déjame descender a la cálida y húmeda oscuridad»), una muñeca con las pupilas arrancadas de los ojos, que le recordó al rostro que había visto en el dibujo de la casa. Se suponía que todo eso debería haber ayudado a Iris a recordar quién era, pero no había sido así. ¿Acaso Barbara tenía alguna posibilidad?

Cuando Maisie le devolvió el álbum, se encaminó hacia el pasillo. Al verla, George se volvió hacia las escaleras mientras Gerry le sonría y se encogía de hombros, como si intentara darle ánimos. Maisie dejó la fotografía en la habitación, y ya casi había llegado a la puerta cuando Iris empezó a hablar.

—Me hicieron ir a New Street a buscar a alguien.

Barbara no estaba segura de estar oyendo aquella voz, por lo suave y confusa que era, pero mientras entraba de nuevo en la habitación y Maisie retrocedía de mala gana para dejarla pasar, vio que los labios de Iris se estaban moviendo, aunque en ese momento no emitían ningún sonido. Por fin, la voz y el movimiento se emparejaron.

—Tuve que despertarle. Regresó conmigo y… Después fuimos a Sheffield, y… —Su voz se desvaneció como una radio estropeada—. Un día los dejé y regresé a casa —añadió.

—¿Había una niña pequeña contigo mientras estuviste fuera? —Barbara no deseaba ser brusca, pero tenía que establecer contacto mientras fuera posible—. ¿Una niña de unos doce años que se parecía a la de la foto?

Quizá habría mirado la fotografía si un pájaro no hubiese empezado a trinar en ese momento. Iris se volvió hacia la ventana como si le diera miedo hacerlo; sus hombros se curvaron y su cabeza se agachó como la de una tortuga. Su voz parecía proceder de algún lugar al que no podía llegar la luz del sol.

—Cuando era pequeña encontré un pájaro en el jardín. Pensé que estaba dormido. Cuando lo giré empezó a moverse, pero había cosas arrastrándose por su interior.

Su madre le cogió la mano, pero ella siguió hablando, con la mirada fija y una voz monótona.

—En el lugar en donde viví con ellos, las cosas cobraban vida. Lo malo entraba en las cosas y las hacía moverse.

—No te castigues con eso, Iris. Sabes que solo es tu imaginación. Ya estás en casa.

—Entró en nosotros. Nos hacía hacer cosas. —Apartó la mano de su madre y, con una voz sofocada por el desprecio que sentía hacia sí misma, añadió—: Me gusta recordarlas.