Gerry Martin resultó ser menos espectacular que su artículo. Hablaba con brusquedad, casi con impaciencia, y era más joven de lo que había esperado. De todos modos, Barbara se recordó a sí misma que los periodistas solían decepcionar cuando los conocías, al igual que ocurría con los escritores.
—Mañana por la noche tengo que estar en la redacción —dijo la periodista de mala gana—. Supongo que podría verla entonces.
Ya era mañana y Barbara se encontraba en Hornsey, recorriendo con esfuerzo el camino que separaba la sede del periódico de la estación. Las calles ascendían hacia una carretera principal que se precipitaba hacia Crouch End. Cuando logró llegar a la carretera, le faltaba el aliento y su cabeza palpitaba con la misma fuerza que el corazón. Cruzó y empezó a descender la larga pendiente, donde las casas adosadas se escalonaban casi en vertical, como los tubos de un órgano.
La oficina de Las Otras Noticias era una casa adosada idéntica a las demás y situada delante del recinto vallado de una escuela. Un seto de alheña escapaba hacia la calle, se inclinaba sobre el sendero y oscurecía la mayor parte del diminuto jardín. Mientras avanzaba por el sendero pudo sentir la vibración de la prensa en el sótano, el corazón que revelaba que aquella era la casa que buscaba.
Llamó al timbre y esperó. La penumbra se extendía sobre unas colinas que parecían cubiertas de harapos verdes; una antena de radio era un alfiler en un cojín. Un joven melenudo que llevaba una camiseta naranja y tenía las manos tatuadas con letras de imprenta le abrió la puerta.
—Tengo una cita con Gerry Martin —dijo Barbara.
—Ha salido. ¿Quiere hablar con el editor? —Sin esperar a oír su respuesta, dio media vuelta y regresó al interior.
Ella lo siguió, aunque ya había mantenido una conversación con el editor. Habían tirado todos los tabiques de la planta baja para convertirla en única habitación. Varios jóvenes preparaban el nuevo número del periódico sobre dos largas mesas apoyadas sobre caballetes y bajo un surtido de lámparas. Cuatro butacas, ninguna de las cuales hacía juego con las demás, se combaban en el escaso espacio que quedaba libre. Un muchacho de unos doce años subió corriendo del sótano, llevando consigo páginas y el cálido aroma del aceite y la tinta. Barbara se sentó en una de las butacas, intentando evitar los muelles.
El editor bajó minutos después. Su chaleco vaquero y sus pantalones podrían ser los mismos que había llevado la semana anterior. Era un tipo corpulento de treinta y tantos años que tenía una sonrisa ligeramente arrogante y hablaba arrastrando las vocales al modo de Oxford. La semana anterior, cuando por fin había conseguido contactar con el periódico, la había interrogado con desesperante minuciosidad, pero ella no le había contado demasiado, excepto que había conocido a Gerry a través de Margery.
Ahora la miró fijamente.
—Ah sí —dijo por fin—. Gerry está fuera, trabajando. Puede esperarla si lo desea, pero no tengo ni idea de cuánto puede tardar.
Cuando se alejó, haciendo que sus nalgas se movieran de un lado a otro en su bolsa tejana, Barbara se sentó en una butaca algo más cómoda y advirtió que uno de los alzadores, un joven con un pendiente, le dedicaba una sonrisa compasiva. Más tarde, el joven hizo café y se lo sirvió en una desportillada taza del Pato Donald. Aquel café salpicado de leche era terrible, pero logró tomárselo a sorbitos mientras paseaba por la sala, leyendo los panfletos que colgaban de las paredes: un artículo sobre las fuerzas de seguridad privadas, la Ley de Relaciones Raciales, qué hacer si te arrestan. Leía lo más despacio que podía, porque estaba decidida a permanecer en aquel lugar hasta que hablara con Gerry Martin. Ya llevaba una hora esperando.
Se giró con rapidez al oír que se abría la puerta principal, pero solo era una joven pecosa, de cabello lacio y peinada con dos coletas, vestida con vaqueros y una sudadera descolorida e informe que tenía los codos agujereados. La muchacha subió apresuradamente las escaleras, haciendo que sus sandalias batieran el suelo.
—Esos cerdos están molestando a los viajeros —la oyó decir—. Y alguien ha arrojado cristales rotos sobre uno de los campamentos de caravanas. Algunos viajeros han hecho declaraciones.
El editor dijo algo en voz baja.
—¿Todavía está aquí? —preguntó la joven, antes de bajar corriendo las escaleras para reunirse con Barbara—. ¿Barbara Waugh? No la había visto.
Era mayor de lo que le había parecido a simple vista (debía de tener veintitantos años) y sus ojos eran rápidos y astutos. La joven pareció percibir la decepción de Barbara.
—Espero que no le moleste mi atuendo —comentó—. Hoy necesitaba pasar desapercibida. ¿Qué quería contarme?
—La verdad es que esperaba que fuera usted quien pudiera contarme algo.
—Bueno, antes tendría que saber de qué le interesa hablar. ¿Está buscando a las personas que mataron a su hija?
Barbara vaciló unos instantes, pero entonces se dio cuenta de que la periodista (como, al parecer, el resto de las personas que conocía) había leído aquel artículo.
—Nueve años es demasiado tiempo, a no ser que tenga algún tipo de pista —explicó Gerry Martin.
—No estoy segura de que esté muerta. —Barbara se sentía incómoda delante de tanta gente. De repente, se oyó a sí misma repitiendo las palabras de Margery—: ¿Podríamos hablar en privado?
La periodista la condujo al piso superior, hasta una pequeña sala situada enfrente del despacho del editor, que las miró con el ceño fruncido al verlas pasar. La habitación contenía un archivo oxidado, tres sillas de oficina viejas y dos escritorios; apenas quedaba espacio para nada más. En una de las mesas, una taza de café sucia hacía las veces de pisapapeles, junto a un cenicero repleto de colillas. La joven se dirigió al otro escritorio y le indicó a Barbara que se sentara en la tercera silla.
—¿Por qué cree que su hija sigue viva?
Barbara le explicó toda la historia. Se sentía tan aliviada por poder compartir con ella aquella experiencia que no le importaba que la periodista fuera una persona anodina… algo que, sin duda, era positivo en alguien que se dedicaba al periodismo de investigación. A pesar de la promesa que había hecho, se lo contó todo.
—Cuando me enteré de lo de Margery Turner me pareció extraño —murmuró Gerry—. Aunque, a decir verdad, no podía moverse demasiado bien. Era el tipo de persona a la que no cuesta imaginar cayéndose por las escaleras. ¿Usted no ha echado un vistazo a la casa?
—No, de momento, no. ¿Y usted?
—Tenía intenciones de hacerlo, pero mi trabajo me ha tenido muy ocupada y ahora es demasiado tarde: debió de empezar a arder poco después de que usted se fuera.
Barbara la miró sorprendida.
—No lo sabía. Había una hoguera detrás de la casa. Supongo que el fuego se propagó. ¿No le parece extraño que fuera destruida el mismo día que alguien intentó registrarla?
—Quizá. —Gerry Martin se encogió de hombros—. Hay algo que me gustaría que me explicara. Si realmente fue su hija quien llamó por teléfono, ¿por qué la envió a una casa que llevaba varias semanas abandonada?
Barbara también se había hecho esa pregunta. Era una certeza que se escondía en lo más profundo de su mente, una razón para creer que no era Angela quien había efectuado aquellas llamadas.
—Bueno, puede que hay a una explicación —dijo la periodista—. Si ha estado sometida al control de la secta durante nueve años, puede que solo sea capaz de pensar en aquellos lugares en los que ha vivido. Puede que le diera miedo reunirse con usted donde está ahora y solo se le ocurrió pensar en el lugar en donde había vivido con anterioridad.
Las vibraciones de la prensa reverberaban suavemente por toda la casa. Barbara, que era incapaz de saber si también estaba temblando, tuvo que cerrar los ojos.
—Lo siento, señorita Martin. Enseguida estaré bien.
—Puede llamarme Gerry. —La joven parecía preocupada—. No deseo alterarla, Barbara, ¿pero usted cree que el asesinato de su hija fue una farsa?
—Quizá —respondió, con voz temblorosa.
—Estoy de acuerdo con usted en que es posible. Por ejemplo, digamos que una de las mujeres de la secta quería a su hija porque no podía tener hijos propios, pues ese es exactamente el tipo de mente maltratada de la que intentan aprovecharse las sectas. No es habitual secuestrar a un niño tan mayor como su hija, pero puede ocurrir. La verdad es que es más probable que fuera así a que se tratara de un secuestro al azar. Además, si lo que deseaban era dinero, ¿por qué no se pusieron nunca en contacto con usted? —Estaba pensando en voz alta; apenas parecía ser consciente de la presencia de Barbara—. Veamos: puede que pensaran que llamarían menos la atención si se quedaban con su hija que si hacían cualquier otra cosa, pero tenían que desembarazarse de la policía… y, para ello, vistieron a otra niña con la ropa de Angela y la mataron. La pregunta es la siguiente: ¿de dónde salió esa niña? ¿Por qué nadie denunció su desaparición? Aunque sea una idea desagradable, puede que fuera una de ellos.
Barbara sintió náuseas.
—No puede creerse lo que está diciendo.
—Hay montones de cosas que jamás habría creído si no hubiera investigado La trampa de Dios. —Parecía segura de lo que decía—. De todos modos, todo lo que he dicho no son más que conjeturas. Lo importante es que usted cree que su hija está viva… y yo también me siento inclinada a creerlo porque usted vio aquel dibujo y porque Margery Turner no entra dentro de mis cánones de personalidad artística.
Ahora sus palabras ya no le resultaban reconfortantes, sino desalentadoras.
—¿Pero qué secta es esa? ¿Sabe dónde están?
—No, no poseo esa información. Tengo una pista que todavía no he seguido; se trata de una persona que podría haber estado dentro de la secta. Y también he hecho ciertas averiguaciones.
—¿De qué tipo? —preguntó Barbara, a pesar de que le daba miedo saberlo.
—Por ejemplo, su excesivo secretismo. —Gerry abrió el cajón del escritorio y sacó un bloc de notas—. Mientras investigaba grupos marginales oí varios rumores sobre personas que no tenían nombre. El primero que pude rastrear se originó en Londres a finales de los años cuarenta. Después, los rumores se centraron en Dartmoor, Manchester, Inverness, Liverpool, de nuevo Londres, Newcastle, Birmingham, Sheffield y Londres otra vez. Como puede observar, no seguían ningún patrón geográfico y, por lo que pude averiguar, las fechas nunca se solaparon. Hay huecos que no he sido capaz de justificar y que considero que indican que lograron esconderse por completo. Es como si tuvieran que moverse constantemente para que nadie los encuentre.
—¿Y no podría tratarse simplemente de un rumor? Eso no demuestra que existan.
—Hay lugares en los que fueron algo más que rumores. Por ejemplo, en 1970 en Londres, y a mediados de los años cuarenta en Manchester, varios niños que decían no tener nombre intentaron llevar a otros niños junto a sus padres, que tampoco tenían nombre. Por suerte, los niños se asustaron y no fueron con ellos. En otras ciudades, el Ejército de Salvación oyó hablar de este grupo. Nunca atraparon a sus miembros ni pudieron averiguar gran cosa sobre ellos, pero la impresión generalizada era que se trataba de una secta realmente perversa.
Gerry cerró la libreta.
—¿Eso es todo? —preguntó Barbara con incredulidad.
—Sí, aparte de lo que me contó Margery Turner. La carta de su hija me permitió juntar algunas de las cosas que había oído y efectué nuevas investigaciones. La verdad es que recordé algo que me hizo pensar. Recuerda el juicio de Manson, ¿verdad? Una de sus mujeres dijo algo así como que, aunque la gente creía que la Familia era mala, existía un grupo que les hacía parecer Disneylandia. Dijo que eran personas sin nombre que estaban metidas en asuntos que ni el propio Manson se atrevería a tocar.
Cuando sus ojos se encontraron con los de Barbara, se apresuró a añadir:
—No estoy diciendo que se trate del mismo grupo, por supuesto. En California hay muchos bichos raros, y este tipo de cosas no suele viajar. De todos modos, alguien debería encontrar ese grupo. Usted ha leído la carta de Margery Turner, así que ya sabe a qué me refiero. No distribuyen información escrita, hecho que resulta sospechoso en un grupo marginal que ha sobrevivido durante tanto tiempo, y ni siquiera parecen necesitar dinero. Algo que se mueve con tanto secretismo tiene que ser malo por necesidad. Puedes encontrar información sobre los francmasones si sabes dónde buscar; sin embargo, intenta averiguar algo sobre la CIA…
Barbara consideraba que algunos puntos de su razonamiento eran débiles, pero no podía detenerse en nimiedades.
—Antes dijo que había seguido la pista de un miembro de la secta —dijo.
—Correcto. —Gerry abrió un cajón del archivo del que sacó un recorte de periódico. «Joven sin nombre regresa a casa con sus padres», rezaba el titular. Según el artículo, la muchacha había escapado de un oscuro grupo religioso. «Seguimos llamándola Iris con la esperanza de que recuerde», decía su llorosa madre.
—Tras realizar ciertas comprobaciones con mi contacto de prensa —explicó Gerry—, llegamos a la conclusión de que podría tratarse del mismo grupo que usted está buscando.
Barbara tenía algo claro: aquella muchacha, Iris, podría confirmar si Angela estaba en manos del culto, si seguía con vida.
—¿Ha ido a verla? ¿Podría acompañarla? Puede que se muestre más comunicativa si le hablo de Angela.
Gerry pareció vacilar, pero el editor apareció antes de que tuviera la oportunidad de responder.
—La historia de los viajeros es buena —dijo, situándose delante de Barbara como si no estuviera presente—. Ahora quiero que averigües todo lo que puedas sobre los préstamos rodesianos. Presiento que ahí hay algo sucio, pero será necesario llevar a cabo una investigación exhaustiva.
—¿Y me lo das ahora? Quería seguir al grupo del que te hablé, a las personas que renuncian a sus nombres.
—Eso es material para la prensa amarilla del domingo, para los periódicos institucionales. Para nosotros es un tema secundario. Demasiado vago.
—Tengo una pista que parece muy prometedora.
—No para nosotros. Además, no creo que dispongas de demasiado tiempo mientras estés investigando esos préstamos. —Al ver que protestaba, añadió—: Si quieres regresar al periodismo institucional puedes hacerlo, pero si piensas hacer lo que te estoy pidiendo, no tardes demasiado en hacérmelo saber.
—Bueno, lo he intentado —dijo Gerry en cuanto se hubo ido—. Sucede lo mismo en todos los periódicos. Tienes que hacer lo que dice el jefe, por estúpido que sea. Lamento no poder servirle de más ayuda. Para ser honesta, podría decirse que abandoné esta historia cuando supe que Margery Turner había muerto.
Barbara se levantó impulsivamente y cerró la puerta.
—¿Y si le digo que podría vender su artículo a un periódico de rotación masiva? Si escribe algo tan sólido como el artículo que leí, podremos venderlo sin ningún problema. Incluso podría ser una colección de artículos. No le cobraría ninguna comisión —añadió, y al instante deseó no haberlo hecho, porque eso solo demostraba lo desesperada que estaba.
Gerry observó su libreta durante unos instantes.
—De acuerdo —dijo levantando la cabeza—. La acompañaré a Hemel Hempstead para entrevistar a esa chica. Seguramente podré sacarle más información que usted. Después, ya veremos qué hacemos. ¿Cuándo quiere que vayamos?
—Lo antes posible. Mañana mismo.
—Bueno, antes debería concertar la entrevista. No podemos presentarnos allí sin más, sobre todo en un caso como este. La llamaré en cuanto logre contactar con ella, ¿de acuerdo? Se lo prometo.
Cuando Barbara pisó la calle tuvo la impresión de que el asfalto temblaba. De camino a la estación, entre los pálidos moldes de luz que proyectaban las farolas, tuvo que apoyarse varias veces en los muros de los jardines para no caer al suelo. ¿Por qué estaba tan nerviosa? La periodista creía que Margery no había hecho aquel dibujo, pero eso no era concluyente. Una brisa arrastró sombras de vegetación sobre las casas que se desplomaban colina abajo como fichas de dominó. De pronto recordó las últimas palabras que Angela le había dicho cuando vivían en Otford: «¿Me traerás más libros para leer?». Y entonces, de forma más vivida y dolorosa, vio a Angela levantando la mirada del libro y preguntándole, deseosa de impresionarla: «¿Quieres que te lea un poco?». «En otro momento, cariño», había respondido ella, que estaba ocupada con un manuscrito. Pero no había habido ningún otro momento. Barbara se sentía atrapada entre sus recuerdos y su cuerpo, que seguía caminando con pesadez. Puede que estuviera lloviendo… o quizá estaba llorando.