El mango del auricular era sólido en su puño y el teléfono distante sonaba contra su oído, pero en cuanto miró la fotografía de Arthur se encontró de nuevo en las escaleras mecánicas. La penumbra se aferraba a todo como la mugre; podía sentirla enganchándose a ella. Puede que se hubiera filtrado en el mecanismo; quizá esa era la razón por la que las escaleras se tambaleaban y Barbara sentía que nunca llegaría a lo alto de aquel túnel inclinado. ¿Lo que veía era la mancha de la noche que se alzaba sobre ella o solo era penumbra, intensificada por la distancia? Los ojos de los carteles enmarcados la miraban resplandecientes desde las paredes. Cada vez que intentaba subir, las escaleras invertían su marcha, conduciéndola de nuevo hacia abajo.
Arthur apareció en las escaleras que descendían. Barbara tenía la impresión de que intentaba decirle algo, pero no podía hacerlo porque solo era una fotografía, incapaz de hablar y de moverse. Observó cómo se alejaba hacia la penumbra por la que serpenteaban los trenes. Cuando levantó la mirada advirtió que estaba a punto de llegar a lo alto de las escaleras, y allí estaba Angela.
A sus espaldas no había nada más que oscuridad, una oscuridad que parecía moverse. Prácticamente podía tocarla, pero cuando intentó correr hacia ella, las escaleras le hicieron retroceder de nuevo, descendiendo con tanta rapidez que, por mucho que corriera, Barbara era incapaz de llegar a lo alto. En el rostro de Angela estaba sucediendo algo. No es Angela, sino un bosquejo, se dijo a sí misma mientras las escaleras la conducían rápidamente hacia abajo, hacia la oscuridad en la que despertó, sola y llorando. Había olvidado la razón por la que el rostro de Angela le había consternado tanto, pero la sensación permanecía en su interior, de modo que cuando una voz la saludó tardó unos instantes en recordar qué estaba haciendo.
—Hola. ¿Hablo con la biblioteca? —Acababa de recordarlo, y era un asunto urgente—. ¿Podría decirme qué periódicos compran?
Garabateó los nombres que le dictó la voz: Times, Telegraph, Guardian…
Necesitaba asegurarse.
—¿Podría decirme si Margery Turner solía acudir a su biblioteca a leer el periódico?
—Correcto. —Aquella voz grave e irritada se endureció—. Y eso no es todo lo que hacía. ¿Puedo preguntar con quién estoy hablando?
Barbara se sintió atrapada.
—Con una amiga —dijo, colgando al instante.
En ese mismo momento empezó a sonar el otro teléfono. Barbara tenía la boca seca y su corazón latía con fuerza. Solo le apetecía oír una voz concreta… pero era Louise quien llamaba.
—Está aquí Paul Gregory —anunció.
—Lo recibiré en un instante. ¿Podrías averiguar si una periodista llamada Gerry Martin trabaja para alguno de estos periódicos? —Tras recitarle los nombres se sintió algo menos indefensa—. Bueno, dile a Paul que pase.
Paul vestía una camisa de seda de color azul marino, una corbata a juego y unos vaqueros costosamente descoloridos.
—Tú dirás.
—Bueno, me preguntaba cómo te sentirías si otra persona se ocupara de mis derechos en América —dijo, yendo directo al grano con una rotundidad que hasta ahora le era desconocida.
—Alguien como Howard Eastwood.
—Oh, ¿sabías que se había puesto en contacto conmigo?
Barbara estaba segura de que lo había pillado desprevenido, pero Paul no parecía sorprendido. El éxito le había dado seguridad en sí mismo.
—Los editores y los agentes forman parte de la misma comunidad, Paul… y las noticias vuelan. De todos modos, tú eres el único que puede decidir quién quieres que te represente. —Por primera vez en todo el día, se sentía confiada, capaz de olvidar sus preocupaciones y centrarse en el momento presente—. He generado un importante interés sobre Un torrente de vidas entre la crítica americana. ¿Quieres que retire los libros para que Eastwood pueda volver a presentarlos?
—¿Podrías hacerlo? ¿Eso mermaría el interés de la crítica americana?
—Me temo que sí.
—Oh, entonces no lo hagas. —Su aplomo resultaba desconcertante—. ¿Pero podrías… no sé… quizá…?
—¿Pasarle las negociaciones a Eastwood? No, Paul. No pienso hacer eso. Demostró su falta de ética invitándote a comer. Además no le tengo ningún respeto, pues se dedica a vender derechos que no está facultado a vender. Francamente, si decides permitir que gestione tu obra en América, no sé si estaré dispuesta a gestionarla en el Reino Unido.
—Todavía no he tomado ninguna decisión. —Aunque intentaba mantener la calma, el sudor brillaba en su frente—. Por lo que a mí respecta, no fue más que una comida gratis.
—No tenías por qué saberlo. —Se recostó en su asiento, bajo la atenta mirada de los ojos vidriosos de Arthur—. Sin embargo, un agente que intenta robarle los clientes a otro no es digno de confianza.
Pareció aliviado porque Barbara lo hubiera eximido de toda culpa con tanta facilidad.
—Por cierto, quería explicarte la idea que he tenido para mi próxima novela —dijo Paul. Parecía prometedora (un hombre donaba su esperma para la inseminación artificial y, años después, descubría un terrible secreto sobre su legado. Entonces tenía que buscar a sus hijos y decidir qué hacer), pero Barbara se sentía deprimida y estaba ansiosa por tener noticias de Louise.
Pronto apareció su secretaria, trayendo consigo café y malas noticias.
—No he podido encontrar a Gerry Martin —anunció.
—¿Gerry Martin? ¿Dónde he oído ese nombre? —Paul frunció el ceño y bebió lentamente su café, como si eso fuera a estimular su memoria—. Puede que me esté confundiendo de persona.
Barbara sospechaba que nunca había oído hablar de ella y que solo se mostraba complaciente para que Barbara olvidara su desliz con Eastwood.
—¿Puedes intentar averiguar si ha escrito algún libro? —preguntó Barbara, intentando no parecer tan nerviosa como se sentía.
Se deshizo de Paul lo más rápido posible y se mantuvo ocupada efectuando cambios en los contratos de algunos de sus autores. Arthur la observaba, con una pregunta que ella no podía responder en sus ojos que nunca pestañeaban, hasta que, incapaz de soportarlo, giró el marco. Tenía que telefonear a los editores de Cape, Gollancz y New English Library para implementar las modificaciones contractuales, y eso implicaba tener ocupada una línea. El otro teléfono estaba libre, así que Angela podría contactar con ella. ¿Por qué necesitaba el consuelo de una llamada? No había ninguna razón para suponer que alguien hubiera estado observando la casa que se alzaba junto al paso a nivel y hubiese visto a Barbara y al agente de policía. Quizá ahora tenía aún menos razones por las que preocuparse. Quizá realmente había sido Margery quien había efectuado las llamadas, escrito la carta y entrado en la casa para dejar allí el dibujo. Le había dicho que no sabía dibujar, pero nunca sabría si le había mentido.
Louise entró para recordarle que había quedado para comer con un editor de Secker y Warburg.
—Lo siento. Al parecer, Gerry Martin no ha escrito ningún libro. ¿Qué sabes de ella? Puede que haya otra forma de encontrarla.
—No sé nada de nada, Louise, pero no te preocupes. No importa.
Pero sí que importaba, y mucho, como descubrió en cuanto llegó a Piccadilly. Los niños sujetaban con una mano los globos, y con la otra las manos de sus padres; un padre llevaba a hombros a su hijita. Sus voces eran sofocadas por la multitud. Barbara solo podía intentar convencerse a sí misma de que Gerry Martin también había sido invención de Margery.
Desearía reunirse con el editor en otro lugar que no fuera el restaurante especializado en vinos de Shepherd Market. Cuando le preguntó al camarero si el lunes habían robado dinero, este la miró como si creyera que era cómplice de Margery, a pesar de que le dijo dónde podía contactar con la policía. El editor intentó que se sintiera cómoda y le hizo ofertas para dos prometedoras primeras novelas que Barbara estaba gestionando, pero su mente estuvo divagando descontrolada durante todo el almuerzo. ¿Dónde más podía buscar a Gerry Martin? ¿A quién podía preguntar? No se le ocurría nadie, pero cuando se despidió del editor había tomado una decisión: debía contarle a alguien lo que estaba ocurriendo.
En cuanto estuvo de regreso en su oficina telefoneó a Ted.
—¿Podría ir a verte hoy? Solo será una visita de amigos… o quizá debería llamarlo un grito de auxilio.
—Por supuesto. ¿Por qué no te pasas ahora? —Por el tono de su voz, parecía deseoso de intercambiar problemas—. Esta noche tengo una conferencia sobre la edición en la biblioteca local.
—Habré terminado en una hora. Ve preparando las bebidas.
Examinó apresuradamente la correspondencia, entre la que encontró la confirmación de su reserva en el hotel de Nueva York. ¿Cómo iba a ir a América o a Italia si el retrato de Angela resultaba no ser falso? Sin embargo, no le quedaba más remedio que viajar hasta Nueva York para llevar a cabo la subasta. Prácticamente había terminado de redactar las respuestas cuando Louise la llamó.
—Paul Gregory está al teléfono.
Hoy ya había hablado suficiente con él.
—Ocúpate de él, Louise. Dile que no estoy.
Tras escribir la última respuesta, llevó las cartas a su secretaria para que las pasara a máquina.
—Tengo que ir a Melwood-Nuttall. Estaré fuera un par de horas. Llámame si necesitas algo.
—Lo olvidaba —dijo Louise, cuando ya estaba en la puerta—. Paul Gregory…
—¿Qué ocurre? —No había pretendido ser tan brusca, pero estaba muy tensa debido a la carga de trabajo. Intentando que su voz sonara más amable, añadió—: ¿No puede esperar?
—Supongo que sí. Solo llamaba porque había recordado de qué le sonaba el nombre de Gerry Martin.
Barbara solo dio media vuelta, pero la habitación pareció seguir girando a su alrededor.
—¿Y de qué le sonaba? —preguntó.
—Al parecer, escribe para un periódico clandestino, Las Otras Noticias.
—¡Dios mío! —Era obvio que la biblioteca no compraba esa publicación; debía de haber sido una donación—, Dile que he tenido que salir pero que le estoy muy agradecida.
Estaba tan eufórica por haberse liberado de su indefensión que no se le ocurrió buscar ese periódico hasta que ya había dejado atrás Piccadilly, Shaftesbury Avenue y Charing Cross Road, que eran una confusión de rostros al sol, y estaba a punto de llegar a Melwood-Nuttall. Encontró varios ejemplares en Words & Music y descubrió que la publicación pretendía ser mensual. Un título en la portada roja y blanca la condujo a las cuatro páginas centrales: La trampa de Dios, por Gerry Martin.
Se inclinó contra el poste que había junto al paso de cebra (sobre su cabeza, un hombre verde seguía parpadeando, sin dejar de caminar, pero su gemelo rojo no acababa de aparecer) y echó un vistazo al artículo, que sacaba a la luz a diversos grupos religiosos que exigían la fe completa y todo el dinero de sus miembros. Ya desde los primeros párrafos quedaba de manifiesto la meticulosa investigación que había detrás de aquel reportaje.
Se sentía culpable, pero sabía qué tenía que hacer. Sería una pérdida de tiempo intentar explicarle a Ted lo que estaba ocurriendo cuando Gerry Martin estaba al tanto de la existencia de aquella secta… y quizá, de otras cosas que Barbara debería saber. Regresó corriendo a su oficina.
Louise la miró sorprendida.
—He llamado a Paul Gregory. Quiere invitarte a cenar con él y con su esposa.
—Gracias, Louise.
Llamó al Servicio de Información Telefónica, que le dio el número de Las Otras Noticias, aunque nadie respondió a su llamada. A continuación, telefoneó a Ted para disculparse.
—¿No te importa, verdad?
—Si tú estás bien… —Barbara volvió a sentirse culpable. Si los problemas de Ted estaban relacionados con su exmujer, se sentía obligada a ayudarlo, aunque solo fuera para reconfortarlo—. Lo que pensaba contarte puede esperar.
Tras telefonear a Paul para aceptar su invitación a finales de la semana siguiente, siguió llamando a Las Otras Noticias de forma intermitente durante toda la mañana, sin ningún éxito. Aunque pudo trabajar, su júbilo disminuía cada vez que colgaba el teléfono. ¿El hecho de que Gerry Martin existiera significaba que todo lo demás era cierto? ¿Angela estaba en alguna parte, con trece años y en poder de alguien? Sus sentimientos estaban tan fragmentados que le resultaba imposible hacerlos encajar. Si Angela estaba viva, sus secuestradores la habían cuidado mejor que ella, pensó con amargura.
De camino a casa se detuvo en el taller de un conocido y le preguntó si podría arreglarle el coche. El hombre la acompañó hasta el estacionamiento subterráneo del Barbican y se llevó a remolque su vehículo. El bajo techo le resultaba opresivo como una nube de tormenta; el fluorescente que había sobre su cabeza temblaba como los relámpagos. Mientras se dirigía a su apartamento para volver a intentar contactar con Las Otras Noticias, se preguntó si habría alguien que se encargara de limpiar el estacionamiento, pues uno de los oscuros rincones estaba repleto de telarañas.