—Me temo que ha sido víctima de una broma de mal gusto —dijo el inspector.
Las paredes de su despacho, del color de las tripas, brillaban de forma antinatural bajo los tubos fluorescentes encadenados. Manchas de luz se aferraban a su escritorio, al cuero acolchado de las sillas, al cordel de la alargada lámpara de mesa; una mancha de leche flotaba sobre el té de Barbara, que permanecía intacto. Todo parecía plano como una página sobre la que podía ver el bosquejo del rostro de Angela.
Por muy débil que se sintiera tenía que mantener la calma, pues de otro modo hablaría demasiado.
—No, no lo creo. Estoy segura de que esa secta existe. —Cada vez se sentía más confusa; ¿Margery le había dicho que era una secta? Tendría que mentir, decir que Margery opinaba que Angela estaba relacionada con ese grupo, pero sentía que eso equivaldría a romper la promesa que le había hecho a la voz del teléfono. Deseaba mantener su palabra, ¿pero cuánto creía de toda aquella historia?—. No entiendo por qué usted considera que se trata de una broma de mal gusto.
—Bueno… digamos que si le preocupaba tanto que su hija se hubiera unido a esa secta, ¿por qué no acudió a nosotros?
—Di por sentado que lo había hecho. —Margery le había dicho que la policía no le había ayudado porque Susan tenía más de diecisiete años—. De hecho, estoy segura de que me dijo que lo había hecho.
—Creo que la entendió mal, señora Waugh. Puede que le dijera que había acudido a nosotros cuando Susan escapó de casa. —El inspector, que con su plácido rostro redondo y su bigote manchado de pipa había evocado en su mente la imagen del tío favorito de alguien, intentaba ser amable con ella, pero Barbara tenía la impresión de que se sentía molesto—. Permítame que le explique mi punto de vista. Usted dice que la señora Turner se puso en contacto con usted y la convenció de que su hija estaba relacionada con algún tipo de secta. No sé cómo podía tener dicha información, pero de momento ignoraremos este punto —dijo, para alivio de Barbara—. Se suponía que esta noche usted debía reunirse con ella en su piso, pero como no estaba allí, decidió ir hasta la casa que le había descrito. ¿No le pareció extraño que viviera tan cerca de aquella casa?
—No, la verdad es que no. Se mudó con la esperanza de encontrar a su hija.
—Eso es lo que le dijo a usted.
El policía estaba siendo tan amable que el nerviosismo de Barbara aumentó.
—Sí —respondió—, pero también lo hizo porque no le gustaban los vecinos del lugar en donde vivía antes. Estaba encantada de haberse mudado.
—Estoy seguro de que eso es cierto, ¿pero le explicó el motivo?
—No me lo dijo con estas palabras, pero intuí que no confiaba en ellos.
—Me temo que más bien fue al contrario, que deseaba trasladarse a algún lugar en donde la gente no la conociera. Verá, era una criminal convicta.
No le importaba lo que Margery hubiera sido, pues eso no podía alterar la verdad del retrato de Angela. Sin embargo, la brillante habitación empezó a aplanarse, a perder perspectiva.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Era una ladrona. Se sometió a tratamiento durante cierto tiempo pero, al parecer, no le hizo ningún bien. Sospecho que cuando nos informó de que su hija había escapado de casa no nos entusiasmó demasiado la idea de reunirías de nuevo, teniendo en cuenta las circunstancias. Consideramos positivo que la hija quisiera vivir su vida. —En ese momento, alguien llamó a la puerta—. Disculpe.
Mientras el inspector hablaba entre murmullos con un compañero al otro lado de la puerta, una escena se repetía sin cesar en la mente de Barbara: Margery tropezando en las escaleras del restaurante, sujetándose a la chaqueta de alguien para mantener el equilibrio y saliendo apresuradamente del local. ¿Qué hizo su mano izquierda en cuanto dejó de tocar la chaqueta, sujetarse a la barandilla para subir con más facilidad los escalones o introducirse apresuradamente en el bolso? Sabía que había algo más importante que debía recordar.
Antes de que pudiera hacerlo, el inspector regresó a su mesa.
—¿La señora Turner le pidió dinero en algún momento? —preguntó.
—No, por supuesto que no —respondió, pero entonces recordó las últimas palabras de Margery: «No puedo costearme demasiados viajes». ¿Acaso pretendía pedirle dinero más adelante?—. Al menos, no con esas palabras —añadió con tristeza.
—Bien, ya ve adónde intento llegar. La condenaron por obtener dinero de forma fraudulenta, pero solo Dios sabe qué más cosas hizo. Estamos intentando averiguarlo a partir del contenido de su piso.
De repente, Barbara supo qué estaba intentando recordar.
—¿Y por el de su bolso?
—Sí, por supuesto. ¿Por qué lo pregunta?
—Usted cree que se inventó que existía esa secta para sacarme dinero, pero puedo demostrarle que no es cierto. Entre sus objetos personales encontrará una carta de su hija que demuestra que la secta existe.
El policía prefirió no objetar.
—Tenemos aquí todas sus pertenencias. Le agradecería que me mostrara esa carta.
La condujo hasta una habitación del sótano en la que no había ventanas y en cuyas paredes se había congelado la luz del fluorescente. Una joven policía de rostro severo estaba clasificando los objetos sobre una mesa.
—No altere su orden —le dijo a Barbara.
Había algunos libros de la biblioteca, un fajo de billetes que parecía proceder de una cartera, diversas prendas de ropa que no parecían haber sido estrenadas y diversas joyas. Al ver todo aquello bajo la despiadada luz, Barbara se sintió incómoda. ¿Habría algo que perteneciera realmente a Margery, algún recuerdo de su vida? Sí: una fotografía de una colegiala que sostenía entre sus brazos un libro y varias libretas, en cuyas cubiertas había escrito «Susan Turner» con una letra que el paso de los años había ido haciendo más segura, hasta que por fin había sido idéntica a la de la carta que Barbara había leído.
Pero allí no había ninguna carta. Rebuscó entre la ropa y los libros de la biblioteca, mientras la mujer policía la miraba con desaprobación y la luz parecía vacilar.
—Debe de estar en la casa que hay junto al paso elevado —comentó.
—Pero usted ya ha buscado allí, señora Waugh. El agente nos dijo que había examinado todos los papeles que ensuciaban el jardín. Asumí que era eso lo que andaba buscando.
¿Podía hablarle del retrato? En su opinión, prácticamente equivaldría a romper su promesa. Ansiaba contárselo a alguien, a alguien que supiera qué hacer… y habría caído en la tentación si el inspector no le hubiera dicho lo siguiente:
—Creo que debe enfrentarse a los hechos, señora Waugh. Turner leyó en el periódico el artículo que hablaba sobre usted y decidió comprobar cuánto dinero podía sacarle.
Barbara tardó unos instantes en asumir que había sido engañada, pero no por Margery.
—Ustedes han sabido desde un principio quién soy. Creen que mi hija murió hace nueve años y que, por lo tanto, nada de lo que les he explicado puede ser cierto.
—Estoy seguro de que nadie puede olvidar lo que le ocurrió a su hija, señora Waugh, y le aseguro que el caso no está cerrado. Algún día seremos capaces de llevar a los culpables ante la justicia, pero también debe comprender que, de momento, lo único que tenemos es esa esperanza —dijo, mientras la conducía hacia la puerta para que su colega pudiera proseguir con su trabajo—. No debe permitir que personas como Margery Turner le den esperanzas, pues su suerte se alimenta de las desgracias de los demás.
—No, ella no era así. Esa no fue la razón por la que acudió a mí. Acepto que fuera una ladrona, pero realmente estaba preocupada por su hija. —Estaba decidida a defenderla, puesto que ella ya no podía hacerlo—. Dígame: si todo eso no era más que una farsa, ¿por qué entró en aquella casa? Eso no le habría ayudado a convencerme de nada. Estoy segura de que estaba buscando algo.
El policía cerró la puerta de su despacho tras ella.
—Señora Waugh, supongo que ahora me dirá que esa secta la empujó escaleras abajo para cerrarle la boca.
Aunque no se le había ocurrido imaginar nada similar, aquella sugerencia la inquietó.
—No. Estoy segura de que perdió el equilibrio y cayó escaleras abajo…, pero eso podría deberse a que estaba nerviosa por algo que encontró.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando recordó con claridad qué era lo que Margery había descubierto.
De repente, el agente dejó a un lado su amabilidad: era policía y, por lo tanto, no le gustaba estar equivocado. Además, parecía molestarle que Barbara intentara jugar a los detectives.
—Todas las pruebas sugieren que la señora Turner inventó esa supuesta secta y escribió la carta. Si la carta era tan convincente como pretende hacerme creer, tendría que habérnosla enseñado.
Al ver que Barbara guardaba silencio, consideró que estaba de acuerdo con él y recuperó su amabilidad.
—No se ha bebido el té. ¿Le apetece uno recién hecho?
—Si no tiene más preguntas, me gustaría irme a casa. —Deseaba estar sola para poder pensar sin interrupciones, pero, de repente, aquella idea la llenó de consternación, pues se dio cuenta de que también estaría a solas con el significado del retrato de Angela.
—Por supuesto. —La acompañó hasta la puerta—. Sé que resulta difícil creer que alguien sea capaz de recurrir a una táctica tan cruel, pero no nos queda otra alternativa. Usted sabe que su hija está muerta y ha tenido el valor de enfrentarse a ello. No todo el mundo habría sido capaz de reconstruir su vida con tanto aplomo.
En el exterior la aguardaba el estruendo del tráfico. Un sucio deportivo restalló junto a ella, eructando humos del color del cielo. En la penumbra, las casas blancas de Ladbroke Grove se consumían y ardían como la ceniza. Había tantas sombras en las que podía esconderse un espectador, tantos jardines ensombrecidos por los voluminosos setos… Caminó apresuradamente hacia Holland Park Avenue, hacia la alfombra de luz del exterior de las tiendas, hacia el metro.
Los pasillos alicatados estaban desiertos. Las escaleras mecánicas desandaban sus pasos y volvían a escalar por la parte interna, hasta llegar de nuevo a lo alto. Mientras se dejaba llevar hacia abajo, diversos rostros de ojos curiosos pasaron junto a ella. No había nadie en el andén, nadie la miraba excepto David Hemmings, que era tan plano como una polilla aplastada contra la pared, y si alguien lo estaba haciendo no importaba, pues había mantenido su promesa.
En el Barbican, las aceras eran tan oscuras y siniestras como una calle desconocida vacía. Cada columna podía ocultar a un grupo entero de observadores. Farolas invertidas se diseminaban por el lago, bajo la iglesia suspendida en el aire. Sus pensamientos lograban hacerse oír con más fuerza que la lluvia: si Angela seguía viva (y no había otra forma de interpretar aquel retrato), ¿dónde estaba ahora y con quién? ¿Quizá con las mismas personas que la periodista Gerry Martin intentaba encontrar?
Barbara se encerró en su apartamento pero siguió sintiéndose observada. Tenía los nervios destrozados. La única razón por la que no se sentía completamente impotente era porque sabía que Gerry Martin podría ayudarla. Tenía que encontrarla, pero ¿cuando lo hiciera se vería obligada a romper su promesa? Su nerviosismo se intensificó. El escepticismo de la policía le había permitido mantener a salvo su secreto, pero si alguien la había visto ir de la casa abandonada a la comisaría, alguien que tuviera a Angela a su merced, era muy posible que hubiera considerado que había roto su promesa.