El coche de Barbara se detuvo antes de que pudiera abandonar el estacionamiento, situado bajo el Barbican. Lo usaba tan pocas veces desde que vivía en Londres que había tenido varias semanas para estropearse. Hoy había decidido utilizarlo para no llegar tarde a su cita con Margery, pero ahora no podía abandonarlo porque se había quedado parado en medio de la rampa.
Tardó más de diez minutos en encontrar a alguien que la ayudara a moverlo: un hombre con gafas y americana de cuadros que estaba visitando las ruinas del bastión medieval, y que se mostró bastante reacio a bajar las escaleras con ella. Cuando por fin lograron estacionar el vehículo en un espacio vacante, Barbara, sudorosa y falta de aliento, frotó sus ennegrecidas manos contra sus vaqueros. Por lo menos llevaba ropa adecuada para explorar la polvorienta casa.
Cruzó corriendo el Barbican, dirigiéndose hacia la estación. Le había dicho a Margery que la recogería sobre las siete, pero ya eran las ocho menos veinte. Si pudiera llamarla por teléfono cancelaría la cita, pues el día ya había sido bastante complicado sin aquella absurda expedición…, pero necesitaba verla para formularle la pregunta que debería haberle hecho el día anterior.
En la oscuridad del otro lado del andén, los trenes perseguían sus colas por Circle Line. La llevarían a Notting Hill, pero no a Ladbroke Grove. ¿Debía coger uno y recorrer a pie el resto del trayecto? Estaba segura de que sería mucho más rápido coger un metro de la línea Metropolitan, aunque eso significaba que tendría que esperar en el andén vacío y reflexionar sobre lo que había hecho Paul Gregory.
A las ocho menos cuarto se montó en un tren. Las estaciones fueron quedando atrás en silencio. A medio camino, cuando dos americanos con gorras de cazador se apearon en Baker Street, aún le quedaban cinco paradas. Al menos, el libro de Newton-Brown era mejor de lo que esperaba, y pronto se rindió a él. La sal ha perdido su sabor parecía una primera señal de locura del vicario, que murmuraba para sus adentros.
A las ocho y diez empezó a subir a todo correr las escaleras mecánicas de Ladbroke Grove, aunque una parte de ella estaba segura de que lo que estaba a punto de hacer era absurdo. ¿Qué sentido tenía explorar la casa abandonada? El día ya había sido bastante complicado: un amigo suyo que trabajaba como editor le había dicho que Paul Gregory había almorzado con Howard Eastwood, un agente rival. Esa era la razón por la que estaba poniendo objeciones a los contratos, por la que no atendía a sus llamadas.
Pero ahora el problema más inmediato era Margery. Barbara recorrió apresuradamente las blanquecinas calles. Un polvo calcáreo soplaba contra su rostro y los edificios parecían aparatos de radio, cuyas emisiones escapaban de una ventana a la siguiente. Cuando llegó a casa de Margery (número ocho, tercer piso) llamó al timbre.
Se sintió momentáneamente aliviada al no recibir respuesta, ¿pero por qué? Tenía que reunirse con ella, averiguar cómo podía ponerse en contacto con Gerry Martin. Louise había llamado al Servicio de Información del Daily Telegraph, pero le habían dicho que el nombre de esa periodista no constaba en ningún periódico. Puede que esa mujer hubiera logrado seguir la pista a las personas que habían vivido en aquella casa, a las personas que, quizá, habían asesinado a Angela.
Tras llamar varias veces al timbre sin recibir respuesta se dirigió hacia el paso elevado pensando que, quizá, Margery la estaba esperando en las inmediaciones de la casa abandonada. No la vio por ninguna parte. ¿Acaso estaba en el interior? Ahora que había llegado hasta allí, podía entrar a echar un vistazo y acabar con todo aquello de una vez.
Se estaba preparando para la embestida del ruido cuando apareció un coche de policía procedente de Ladbroke Grove. Barbara dio media vuelta con rapidez y fingió que paseaba bajo el paso elevado hasta que el vehículo desapareció. ¿Por qué se había puesto tan nerviosa al verlos si no la habían visto entrando en la casa? Sus movimientos furtivos la irritaban. Avanzó a grandes zancadas hacia la butaca rota.
Aparte del ajetreo del tráfico sobre el paso elevado, no percibió movimiento alguno. Tras abrirse paso entre la árida hierba marchita y las páginas diseminadas de uno o varios libros, subió los escalones del porche, empujó la puerta para abrirla y ya estaba prácticamente en el interior de la casa cuando la vio.
Margery yacía en medio del primer tramo de escaleras. Durante un grotesco momento tuvo la impresión de que estaba apoyada sobre su cabeza, que había quedado doblada hacia atrás sobre el escalón inferior a aquel en el que descansaban sus hombros. La falda le caía sobre el tórax, revelando un atisbo de su pálido muslo sobre las medias blancas, y la mano derecha había quedado atrapada bajo el cuerpo. Parecía estar sonriendo, pues sus labios se habían torcido en una mueca que mostraba sus dientes.
Barbara corrió hacia la verja, intentando pensar. ¿Alguno de los teléfonos públicos funcionaría o tendría que pedirle a alguien que la dejara llamar? Al ver el coche de policía empezó a ondear un brazo frenéticamente, mientras intentaba encaramarse a la tambaleante butaca utilizando el que tenía libre. El vehículo empezó a aproximarse a ella antes de que pudiera preguntarse cuánto tendría que explicar.
El policía, que era joven y que, como la mayoría, llevaba un bigote que le hacía parecer mayor, cruzó de un salto la puerta tapiada y estuvo a punto de perder el equilibrio. Al instante, su rostro se convirtió en una máscara que le advirtió que lo tomara con seriedad.
—En esta casa hay una mujer —gritó Barbara—. Creo que está muerta, que se ha desnucado.
El policía le indicó que lo acompañara al interior. El bolsillo de su pecho crujía y murmuraba. En cuanto vio a Margery, cogió la radio y llamó a una ambulancia. Barbara dio la espalda a las escaleras, pues el polvo que revoloteaba sobre la boca abierta de Margery le recordaba a las moscas.
Tras inspeccionar la planta inferior, el policía salió para echar un vistazo a los edificios adyacentes.
—¿Usted y esa mujer estaban juntas? —preguntó, acercando los labios a su oído.
—Se suponía que debíamos reunimos aquí. —El policía estaba tan cerca que podía oler su uniforme—. Me retrasé y la encontré así.
—Cuando llegue la ambulancia, me gustaría que me acompañara a comisaría para responder a algunas preguntas.
El policía le dio la espalda y empezó a recoger el contenido del bolso de Margery, que se diseminaba al pie de las escaleras. En cuanto hubo terminado salió de nuevo, llevando consigo el bolso, y permaneció junto a Barbara en el porche. Su silencio era una amenaza de preguntas. ¿Cuánto debía contar a la policía? ¿Cuán poco convincente sonaría toda aquella historia?
Cuando llegó la ambulancia, el agente, que sujetaba el bolso como si fuera un sospechoso al que tenía agarrado por el pescuezo, indicó al personal sanitario que entrara en la casa. Barbara los observó mientras colocaban a Margery en la camilla, pensando que quizá no estaba muerta, pues había oído hablar de personas que se habían desnucado y habían logrado sobrevivir. Al ver que un camillero la miraba y movía la cabeza hacia los lados, Barbara empezó a caminar hacia el agente de policía, pero entonces un trozo de papel descendió revoloteando las escaleras.
Era la página arrancada de un libro que había quedado atrapada bajo el cuerpo de Margery. ¿La habría tenido en sus manos cuando cayó? Barbara corrió hacia las escaleras mientras el papel se posaba casi a sus pies. Aunque estaba arrugado y se movía ligeramente, pudo ver qué había dibujado en él. Era un retrato de ella misma.
Supo al instante que era obra de la hija de Margery, ¿pero por qué la había dibujado tan joven? Entonces, el papel dejó de moverse y Barbara se dio cuenta de que no era su propio rostro, sino uno muy similar. Era el retrato de una adolescente que se parecía mucho a ella. Posiblemente gritó (nadie lo habría advertido, ni siquiera ella) cuando comprendió quién era.
Se inclinó con tanta rapidez que se le nubló la vista. Debajo del retrato había unas palabras garabateadas, pero no podría descifrarlas hasta que la página estuviera en su poder. De repente, el papel se alejó revoloteando y desapareció en una de las habitaciones vacías. Aunque sentía que se estaba cerrando una persiana sobre sus ojos, corrió tras el papel y alcanzó a ver cómo pasaba por un agujero que antaño había estado cubierto por el bastidor de una ventana. Llegó hasta ella justo a tiempo de ver cómo caía sobre un montón de escombros que ardían lentamente. La página prendió en llamas al instante y en cuestión de segundos se convirtió en una ceniza negra que se desintegró bajo la brisa.
Al dar media vuelta, sintiéndose mareada, vacía y desconcertada, se encontró con el agente de policía, que estaba esperando por ella.
—¿Está preparada? —preguntó, en un tono que sugería que pensaba que había intentado escapar.
Aun sabiendo que eso empeoraría aún más la situación, lo hizo esperar mientras examinaba todas y cada una de las páginas que se diseminaban por el jardín.