Margery se sentó en la cama y miró por la ventana: sobre las casas desconchadas y descoloridas, el color azul empezaba a borrarse del cielo. Un hombre y una mujer discutían en las proximidades. Estaba leyendo una novela que trataba sobre una joven y brillante actriz que utilizaba su talento para robar, seducir, chantajear y abrirse paso por la sociedad internacional. Era un libro pensado para aquellos a quienes les gustaba imaginarse en el papel de criminal, aunque necesitaban creer que ni a ellos ni a nadie podía sucederles nada similar, y estaba dedicado a la agente del autor, Barbara Waugh.
¿Dónde estaba Barbara? A juzgar por el tono del cielo, ya se estaba retrasando. Margery se asomó a la ventana. Las casas blancas pendían como sábanas agujereadas sobre las grises aceras. El hombre ya había dejado de gritar, pero ahora la mujer estaba chillando; dos hombres paseaban por la calle, ignorando los gritos. A Margery le gustaba que cada cual se ocupara de sus propios asuntos, pero en ocasiones tenía la impresión de que en aquel barrio lo hacían demasiado bien.
Deslizó el libro bajo la cama para dejarlo con los demás. Se había cansado de leerlo, estaba cansada de mentiras. Susan observaba la habitación desde el estrecho estante que se alzaba sobre la cama. Allí, el sol nunca la alcanzaba. No parecía estar envuelta en cristal, sino en niebla, entre las sombras o las manchas de humedad que ensuciaban el techo. Cuando Margery encendía la polvorienta bombilla, las manchas oscuras permanecían, pero Susan era eliminada por una cuchillada de luz en el cristal.
Susan sostenía en sus brazos el libro de Picasso que había elegido como premio escolar. A Margery no le había gustado la mayoría de los cuadros que aparecían en él, pues consideraba que se parecían a las cosas que pintaban los vándalos en los muros. Sin embargo, ella nunca había tenido madera de artista… y era consciente de que aquel libro podía ayudar a Susan a desarrollar su arte.
¡Si tan solo hubiera seguido por aquel camino! Margery había intentado animarla, pero su hija siempre había ignorado los regalos que le llevaba a casa. Antes de abandonar la escuela había empezado a dar la espalda a todo aquello que su madre quería que fuera. Había tardado demasiado en darse cuenta de que la gente estaba poniendo a Susan en su contra, recordándole los errores que estaba cometiendo como madre. Este hecho quedó confirmado cuando advirtió que eran tantas las personas (los vecinos, la policía) que parecieron complacidas cuando Susan la abandonó.
Y quizá Barbara Waugh era una de ellas. Había sido muy generosa con el vino, pero, tal vez, solo lo había hecho con el objetivo de que pasara por alto ciertas cuestiones en las que debería haber indagado. ¿Cómo era posible que supiera tan poco sobre las personas que vivían en la casa abandonada, cuando ella había sabido lo suficiente como para ser capaz de rastrear a su hija hasta allí? ¿Qué había querido decir con eso de que Angela había sido asesinada? Quizá solo había fingido ser comprensiva para que Margery no le hiciera demasiadas preguntas.
Aquel día había ido a la biblioteca para leer el artículo sobre Barbara Waugh, para ver si realmente decía que Angela había sido asesinada, pero cuando había dicho que desconocía la fecha en que fue publicado, el personal la había tratado como si fuera analfabeta. No lo conservaban, le dijeron sin consultarlo. Se alegraba de haber robado la copia que tenían del libro que había visto en el despacho de Barbara, pues jamás le habrían permitido llevárselo en préstamo, pero este no le había proporcionado ninguna información sobre Barbara Waugh. ¿Cómo podía estar segura de las intenciones de aquella mujer? ¿Realmente vendría?
La melodía de Los ángeles de Charlie sonaba estruendosamente en el piso de al lado. En el pasado, cuando había podido permitirse alquilar un televisor, miraba esa serie con cierto desdén, porque aquellas mujeres le parecían excesivamente impecables, valientes e irreales…, aunque siempre había deseado ser capaz de enfrentarse a los problemas con su misma habilidad. Por supuesto, los problemas a los que se enfrentaban no eran los de la vida real, pues eso habría sido demasiado desalentador. Ahora le estaban recordando que debería estar decepcionada, porque aquella música indicaba que eran las ocho en punto y que Barbara Waugh no iba a venir.
Había perdido la tarde. Si en aquella casa había algo que debía ser encontrado, ese algo permanecería escondido mientras se llevaban a Susan aún más lejos. Todos tenían razón: Margery era una madre pésima; nunca podría hacer nada por salvar a su hija.
De repente recuperó las fuerzas. Habían estado a punto de conseguirlo, pero ella era la única persona a la que no podían poner en contra de Margery Turner. Habían estado a punto de convertirla en la persona que todos querían que creyera que era, pero no estaba dispuesta a dejarse ganar con tanta facilidad, no cuando Susan estaba en peligro. Como el mercado ya estaba cerrado, no habría nadie que se preguntara qué estaba haciendo en aquella casa vacía. Que la detuvieran: ahora tenía la segunda carta de Susan para demostrar por qué estaba allí, ahora tenía una explicación igual de buena que cualquier otra que Barbara Waugh pudiera aportar.
Y Barbara Waugh la ayudaría si era necesario. Testificaría a su favor pues, al fin y al cabo, ella también había entrado en aquella casa. Puede que pensara que se había librado de Margery mintiéndole, pero su forma de comportarse delante de la recepcionista reflejaba que tenía algo que ocultar… y Margery se apoyaría en eso si fuera necesario. Se sonrió a sí misma en el espejo que había sobre la pila, que colgaba de la desconchada pared mediante un tornillo oxidado, se maquilló los ojos y salió a la calle.
Excepto por el estruendo del tráfico en el paso elevado, las calles estaban más silenciosas que durante el día. Ahora que la luz había remitido, todo tenía la oportunidad de ser como era en realidad. Margery podía mirar directamente las casas blancas y ver todas y cada una de las líneas de argamasa del afilado friso de las chimeneas. Los ángeles de Charlie estaban detrás de cada ventana abierta por la que pasaba.
Ahora que no había mercado, la calle Portobello parecía mucho más grande. Los escaparates estaban tan tranquilos como las vitrinas de un museo, aunque con más polvo. Se detuvo bajo el paso elevado, entre basura que dormitaba caprichosamente, y contempló la casa que había más allá de la puerta tapiada. No debía perder los nervios. Puede que no encontrara nada en la casa, pero aun así habría demostrado que podía enfrentarse sola a todo aquello, que no necesitaba depender de otras personas cuando todas ellas eran tan poco dignas de confianza. Fijó esta idea en su mente y se obligó a reaccionar.
El estruendo interrumpió sus pensamientos. Avanzó un poco más hasta que se hizo realmente doloroso, porque de lo contrario se habría visto obligada a retroceder. Era como si el sonido estuviera dentro de su cabeza y explotara hacia fuera. Se encaramó a la butaca que había caído sobre la verja que separaba los jardines y avanzó torpemente hacia el porche, para refugiarse del ruido. Ya no le importaba que alguien la viera.
Al ver que la puerta principal estaba cerrada vaciló, porque estaba segura de que Barbara Waugh la había dejado abierta de par en par. Sin embargo, la puerta se abrió con facilidad, revelando un pasillo que conducía hacia la cocina, tras dejar atrás una escalera. Desde el umbral de la cocina podía ver una ventana tras la que ardía lentamente un montón de basura. A ambos lados del vestíbulo se abrían sendas puertas. El suelo, las escaleras y la moqueta (que era demasiado estrecha y corta para las escaleras) estaban descoloridas por el polvo.
Cuando dio un paso adelante, el ruido la acompañó. Sentía el polvo crujiendo bajo sus pies, pero era incapaz de oírlo. Al mirar hacia abajo vio que sus huellas la seguían. No había ninguna marca en el polvo que se extendía ante ella. Sintiéndose satisfecha consigo misma por ser capaz de pensar a pesar del estruendo, cerró la puerta principal y cruzó rápidamente el vestíbulo.
La cocina era una aglomeración de puertas cerradas: las de los armarios, la de una nevera estropeada y la de una cocina desconchada y separada de la pared, de la que colgaban los cables. El horno estaba vacío, pero había un objeto podrido inidentificable en el fondo de la nevera. Cuando logró abrir los armarios, haciendo que sus puertas correderas molieran el polvo, encontró diversos tarros que parecían recubiertos de pelaje gris.
Regresó al vestíbulo. El ruido era monótono pero omnipresente, un medio en el que la casa se estaba sumergiendo. Mientras se dirigía a la cocina había echado un vistazo a las habitaciones que se abrían a ambos lados del pasillo, y que medían de largo lo mismo que la casa y estaban completamente vacías, excepto por el polvo. De repente se detuvo con el corazón palpitando dolorosamente…, pero la masa gris y grumosa que acababa de ver en el interior de la habitación de la derecha no era ningún animal, sino una confusión de telarañas y polvo o el relleno de una silla. Sorteándola, entró en la sala.
No había ningún lugar en donde buscar. Aparte de una chimenea que antaño había estado pintada de blanco, aquella estancia carecía por completo de rasgos distintivos. Motas de ceniza negra y aceitosa volaron hacia ella cuando se inclinó sobre la rejilla del hogar. Regresó al vestíbulo, ignorando la agitación de la masa de telarañas.
La habitación que había al otro lado del vestíbulo estaba vacía. El bastidor de la ventana del fondo yacía roto en el suelo. Si el conjunto de la casa estaba tan vacío como aquello, ¿de qué iba a servirle buscar? No lo sabría si no echaba un vistazo. Además, ¿por qué iba a darle miedo subir? No tenía ninguna importancia alejarse un poco de la puerta principal, sobre todo cuando era obvio que la casa estaba abandonada.
Sin embargo, subió las escaleras con la sensación de que alguien la observaba, alguien que estaba completamente inmóvil, escondido en alguna parte. Cualquiera sentiría algo similar en una casa abandonada. El olor del polvo se congregaba en sus fosas nasales; la atmósfera era gris, apagada e inquietante. En lo alto de las escaleras, un cable recubierto de polvo marrón oscilaba de forma prácticamente imperceptible.
Todas las puertas de la primera planta estaban abiertas. El cuarto de baño contenía un inodoro reseco por el que se movía una araña, y en el suelo había una placa del tamaño de un ataúd que indicaba el lugar que ocupara la bañera. Las dos habitaciones de mayor tamaño estaban completamente vacías. Telarañas rotas colgaban de los techos o se aferraban débilmente a las paredes.
Se alegraba de no tener que demorarse en las habitaciones, pues se había sentido muy nerviosa cuando no había podido ver las escaleras. De todos modos, las únicas huellas que ascendían hacia ella eran las suyas, y no había marcas en el siguiente tramo de escaleras. Empezaba a sentirse irritada: ¿era posible que Barbara la hubiera engañado, haciéndola venir sola a ese lugar solo para que aprendiera a no molestarla? Solo estaba intentando convencerse a sí misma de que no debía subir al piso superior; eran los nervios los que le hacían sentirse tan irritable. Miró con el ceño fruncido a su alrededor, como si eso fuera a espantar su nerviosismo, y subió corriendo las escaleras.
Estaban más oscuras que el resto de la casa. El calor y el polvo parecían haberse congregado en aquel lugar, una atmósfera oscura y opresiva bajo el techo. Mientras subía, iba cogiendo breves y rápidas bocanadas de aire, pero tenía la sensación de que sus fosas nasales estaban obstruidas. De repente recordó lo que había visto desde el exterior de la casa: la ventana de la derecha del piso superior estaba tapiada, por eso estaba tan oscuro. Esperaba no tener que entrar en esa habitación.
Pero por supuesto que tuvo que hacerlo, aunque desde el umbral podía ver que estaba más oscura de lo que debería. La ventana delantera estaba tapiada, ¿pero por qué no entraba ninguna luz por la del fondo? Observó inquieta la oscura escalera y, tras comprobar que en ella solo estaban sus pisadas, se obligó a sí misma a entrar en la habitación.
Al otro lado de la puerta había un pasadizo tan estrecho como una cabina telefónica. En un principio pensó que sería un efecto de la oscuridad, pero después advirtió que la habitación se encontraba al otro lado de una puerta que se abría al final de aquel breve pasaje. La habitación estaba más oscura que el pasadizo, y en cuanto avanzó unos pasos supo por qué: la ventana posterior también estaba tapiada.
Mientras palpaba la pared en busca de un interruptor, pensando que si la zorra de Barbara no la hubiera decepcionado en esos momentos no estaría pasando tanto miedo, el olor empezó a introducirse por sus fosas nasales. Era demasiado débil para poder definirlo, pero sumamente horrible. Por un momento pensó que estaba atrapada, que la puerta que conducía a las escaleras se cerraría, aprisionándola entre la oscuridad y aquel hedor. Nadie podría oír sus gritos. Avanzó dando bandazos hacia el descansillo y cerró la puerta con tanta fuerza que el portazo resonó sobre el omnipresente ruido y se extendió por toda la casa.
Susan había vivido en aquel lugar. Su consternación era tan intensa, aunque tan inespecífica, que temió haber enfermado. Fue esa misma consternación la que la obligó a entrar en la última habitación vacía, aunque era obvio que allí no encontraría nada. Miró, de forma impulsiva, por la ventana posterior. Detrás de la casa había una bañera prácticamente enterrada bajo un montón de escombros humeantes que parecían proceder de todas las casas. Si había algo que encontrar, puede que estuviera en ese montón.
De pronto se dio cuenta de que si la puerta que conducía a la habitación tapiada se abría, no sería capaz de oírlo. No sabía por qué le inquietaba tanto esa idea, pero mientras regresaba apresuradamente al descansillo, un tablón se movió bajo sus pies. ¿El ruinoso suelo estaría cediendo? Estuvo a punto de caer, y así fue como alcanzó a ver el trozo de papel que se ocultaba bajo el tablón suelto.
Su emoción se desvaneció en cuanto descubrió que era una página arrugada que había sido arrancada de un libro; una página idéntica a las muchas que ensuciaban el jardín delantero. De todos modos, la recogió y planchó sobre el suelo. Procedía de un libro llamado Filósofos de alcoba y describía la tortura de una madre. A través del delgado papel podía ver que había una ilustración al otro lado de la página. Si era tan desagradable como el texto, Margery no deseaba verla, pero entonces recordó que aquel libro formaba parte de la vida de su hija. A regañadientes, dio media vuelta al papel.
El dibujo no ilustraba el texto, sino que era uno de los retratos de Susan. Tras leer las palabras que su hija había garabateado a modo de leyenda, observó el rostro bosquejado. Aquello era más de lo que esperaba encontrar. Ahora, Barbara Waugh no podría negarse a ayudarla.
De repente sintió miedo. Por alguna razón estaba segura de que no debía sacar de la casa aquel dibujo, de que el simple hecho de haberlo encontrado la había puesto en peligro. Todos los temores que habían serpenteado por su ser desde que había entrado en la casa la aguardaban en el descansillo. Tenía que salir rápidamente de allí, antes de que el miedo se lo impidiera.
La puerta de la habitación tapiada continuaba cerrada. Corrió escaleras abajo, asustada por el sonido de sus propios pasos. El estruendo del paso elevado le impedía oír nada, ¿pero alguien podía oír sus pisadas? Tenía la impresión de que algo la amenazaba, algo diferente al calor y al polvo.
Al llegar al siguiente descansillo se detuvo y miró a su alrededor. Las huellas que había dejado en el polvo descendían, insinuando lo sencillo que sería desandarlas; pero parecían desdibujadas, como si algo hubiera pasado sobre ellas. Quizá había sido una ráfaga de aire o quizá, pensó desesperada, antes también habían tenido ese mismo aspecto. Cuando estuviera fuera de aquella casa tendría tiempo de sobra para preguntárselo.
En el rellano tropezó y se aferró a la barandilla para no caerse, clavándose profundamente una astilla en la palma de la mano. Se vio obligada a detenerse: el polvo parecía haber invadido de tal forma sus pulmones que en ellos no quedaba espacio para el aire. Solo quedaba un tramo más de escaleras. Ya podía ver la puerta principal, pero también podía ver el umbral en el que se había congregado la masa de telarañas… y la masa de telarañas ya no estaba allí.
Se giró sin saber por qué, estrujando la página que llevaba en la mano. Era obvio que no había oído ningún ruido. Puede que una corriente de aire se hubiera llevado la masa gris de la entrada… y quizá era una corriente de aire o algo similar lo que estaba haciendo que aquello descendiera por las escaleras, hacia ella. En la habitación de la planta inferior le había recordado a un animal, pero ahora parecía un feto apenas formado, cubierto o compuesto de telarañas y polvo. Se movía con tanta rapidez que ya había trepado por su cuerpo y estaba a punto de llegar a su cabeza antes de que Margery pudiera empezar a gritar.