Capítulo 10

Barbara tenía claro lo siguiente: si aquella mujer tuviera algo que ver con las dos llamadas telefónicas no habría venido a aquel lugar…, y menos aún sabiendo que estaban allí Louise y ella. Sin embargo, su presencia reabrió muchas cuestiones que ya consideraba cerradas. No sabía qué decir. Solo era capaz de mirar fijamente a Margery Turner, sintiéndose nerviosa y muy frágil.

—¿Podría hablar con usted en privado? —preguntó la mujer.

Barbara recuperó parte del control. Al fin y al cabo, esa era su oficina.

—Eso depende de lo que desee.

—Lo mismo que usted. Lo mismo que está buscando.

—¿Y podría decirme qué es?

—Ya lo sabe. Por eso fue a aquella casa.

—Puede que no lo sepa. —Aquella conversación era cada vez más insustancial—. Quizá usted podría explicármelo.

La mujer la miró recelosa.

—Lo haré si eso es lo que quiere… ¿Pero no podríamos hablar en privado?

Lo principal era descubrir qué quería, qué sabía, pues Barbara tenía la impresión de que ella no sabía nada de nada.

—Tengo que salir —dijo con brusquedad—. Puede bajar conmigo si quiere.

Mientras cogía el bolso, los ojos de Arthur centellearon a modo de advertencia. Debía de ser un efecto del reflejo de la luz del sol en el cristal.

—Estaré fuera aproximadamente una hora. —Tras despedirse de Louise, salió rápidamente de la oficina, para no poder reconsiderar lo que estaba haciendo.

—No quería hablar demasiado delante de ella —comentó Margery Turner en las escaleras—. No me gustan las personas que te tratan como si fueras un criminal. Cuando dije que estaba buscando lo mismo que usted, intentaba decirle que las personas de esa casa también me robaron a mi hija.

Barbara no reaccionó. No debía revelar nada hasta que supiera a qué estaba jugando aquella mujer. Quizá había alguna forma de conseguir que le hablara con más libertad.

—¿Por qué no hablamos de ello durante la comida?

Condujo apresuradamente a Margery Turner hacia Mayfair; a continuación descendieron Hay Hill y cruzaron Lansdowne Row, donde el canalón que separaba la acera parecía una grieta abierta por el calor. Pasear por Curzon Street, entre los edificios bicolores de ladrillo rojo y beis, era como entrar en un horno; incluso podía oler los muros cociéndose. Junto a la gran media concha de piedra de la Iglesia Científica de Cristo había una barbería que olía a loción de afeitado, y en cuya ventana había expuestas decenas de brochas de afeitar que parecían anémonas encalladas y disecadas.

De camino al restaurante Barbara se sentía incapaz de conversar, pero sabía que era una mala estrategia mantener aquel silencio abrumador.

—¿Qué sabe sobre las personas de aquella casa? —preguntó, pues consideraba que era una pregunta bastante vaga que no pondría de manifiesto su ignorancia—. ¿Dónde están ahora?

—Le enseñaré la carta cuando nos sentemos. —La voz de Margery Turner era tan lenta como su voluminoso cuerpo—. Supongo que se preguntará cómo fui capaz de ponerme en contacto con usted.

—Bueno, sí —respondió Barbara, aunque tenía tantas otras preguntas en la cabeza que no había pensado en esa en concreto.

—Me temo que la he seguido hasta su oficina. No me gustan las personas que hacen este tipo de cosas, pero sentía que debía hacerlo. Verá, cuando apareció en mi calle, la reconocí por las fotos. Leí aquel artículo sobre usted en la biblioteca, de modo que cuando la vi entrar en aquella casa supe qué estaba buscando.

Aquello no tenía ningún sentido.

—¿Qué creyó que estaba buscando?

—A su hijita, por supuesto. —Aunque su vaga sonrisa no había desaparecido ni por un instante, sus ojos parecían recelosos, desconfiados—. Lo siento, pero he olvidado su nombre.

—Se llama Angela, ¿pero por qué pensó que estaba buscándola si fue asesinada hace nueve años?

—¿Qué quiere decir? —La mujer parecía indignada—. ¿Quién lo dice?

—Por ejemplo, el escritor del artículo que leyó —respondió Barbara, como una especie de triunfo amargo.

De repente volvía a estar segura de que Margery Turner era quien había efectuado las llamadas telefónicas… pero entonces advirtió su desconcierto.

—No leí esa parte; solo lo de Angela. No tenía ninguna razón para estar interesada en usted, ¿sabe? —dijo con petulancia—. Parte del personal de la biblioteca me trata como si estuviera allí para robar los libros, así que no es extraño que pasara por alto esa parte.

Era demasiado torpe para ser una mentira.

—De todos modos —continuó—, usted no cree que esté muerta, pues de otro modo no habría ido a esa casa.

—No me apetece hablar de eso ahora —dijo Barbara, a falta de una respuesta mejor, mientras la guiaba por la arcada que conducía a Shepherd Market, que era apenas más grande que una puerta. En el centro de la pequeña plaza adoquinada, una prostituta vestida con un abrigo de pieles muy corto estaba apostada junto a un grupo de cabinas telefónicas de un color rojo menos brillante que su lápiz de labios.

—Pensé que podríamos ayudarnos mutuamente —dijo Margery Turner.

Aquellas palabras le parecieron funestas.

—Seguramente, la policía podrá hacer más que yo.

—¿La policía? —Su sonrisa se volvió amarga—. No hará nada, porque Susan tiene más de diecisiete años. Dicen que no creen que esté en peligro, que esas personas solo quieren mantenerla alejada de mí. Ya sabe cómo suelen tratarnos a las madres que estamos solas. Ya no sé a quién acudir.

—Bueno, al menos puede hablarme de ello —respondió Barbara con cautela, mientras la conducía hacia el restaurante.

Fotografías enmarcadas y amarillentas como la piel vieja remendaban la pared que se alzaba junto a las pronunciadas escaleras. En el exterior, el sol brillaba con tanta fuerza que la tenue luz anaranjada del restaurante apenas se percibía. Barbara se dirigió hacia una mesa diminuta, sintiendo que estaba caminando sobre mermelada.

Un camarero las atendió en el acto. Margery lo miró, desafiándolo a echarla.

—Tomaré lo mismo que usted —dijo, cuando Barbara le preguntó qué le apetecía comer.

Pronto llegó el vino. Margery, que se mostraba reacia a hablar, miraba constantemente a los comensales más próximos, cuyas chaquetas colgaban del respaldo de sus sillas. Tras dar un largo trago a su bebida, se inclinó hacia delante.

—Quiero ser sincera con usted —anunció—. No robaron a Susan del mismo modo que robaron a su hija. Susan escapó de casa.

Barbara solo pudo asentir, pero, al parecer, fue suficiente.

—No podía soportar a las personas de nuestro barrio —continuó Margery—. No eran mayores que usted o yo, pero parecían de la época victoriana. Si habías cometido un error y después no habías podido casarte, te trataban como a una leprosa. Susan solía decir que para ellos no había nada que mereciera la pena, excepto ellos mismos.

Apartó el plato de salchicha suiza y vació su vaso, que Barbara se apresuró a rellenar.

—Susan era una artista, ¿sabe? Era brillante, pero nunca hizo nada por sí misma. Yo no hacía más que insistirle en que fuera a una escuela de arte… Oh, debí de repetírselo cada día durante más de un año. Verá, yo nunca fui demasiado buena en el colegio y no quería que acabara como yo. Cuando se escapó de casa, pensé que habría ido a una escuela de arte… hasta que recibí la carta. Entonces supe que se había ido por culpa de los vecinos. Aunque ella no lo dijo así, sé que los artistas son incapaces de soportar a las personas falsas.

—Iba a enseñarme una carta —comentó Barbara.

—Oh, no me refería a esa. Esa solo la escribió para hacerme saber que estaba bien… o al menos, eso era lo que decía, aunque si no hubiera deseado ocultar algo, habría incluido su dirección, ¿no cree? Le mostré la carta a la policía, pero no hicieron nada por ayudarme. Se supone que ahora todos somos iguales, pero nos tratan a todas como estúpidas, menos a la reina y a la primera ministra. —Ante esta pequeña broma, Barbara prefirió no sonreír.

La mujer buscó algo en su deshilachado bolso negro.

—Esta es la carta a la que me refería. La envió a la casa equivocada; había olvidado dónde vivía. Fue entregada justo al otro lado de la calle, pero no me la trajeron, sino que tacharon la dirección y volvieron a echarla al buzón. Ese es el tipo de cosas que tengo que soportar. Si me la hubieran traído, habría encontrado a Susan mientras todavía estaba en aquella casa.

Le tendió la última página de la carta, que tenía algo dibujado en el dorso. La letra, grande e infantil, resultaba fácil de leer bajo aquella luz de color mermelada. Margery se acercó un poco más, lista para retirar la carta en cuanto Barbara terminara de leerla.

«pero ahora puedo tomar drogas o dejarlas, como los hombres o las mujeres o, para el caso, como la vida… de modo que estaba preparada para trasladarme cuando conocí a las personas con las que estoy ahora… no te gustaría ni comprenderías lo que hacen, pero ni siquiera nosotros lo entendemos por completo… no sabremos qué es hasta que lo hayamos hecho, pero no me importa… al menos veremos lo que nadie ha visto antes… se supone que no debo hablarle a nadie de ello, pero decidí ponerme en contacto contigo para que supieras que no estoy muerta… se supone que tampoco debo utilizar mi nombre, pero lo haré por si lo has olvidado… eso es todo de

Susan la bastarda»

Barbara se sentía muy incómoda. La carta era desagradable, ¿pero acaso demostraba algo? La giró para mirar el dibujo, que reconoció al instante: el mercado bajo el paso elevado, el edificio con la puerta tapiada, hileras de casas adosadas que se perdían en la nada. Un rostro miraba hacia el exterior desde una de las ventanas superiores de la casa. Sus ojos eran unos círculos vacíos y diminutos completamente carentes de expresión.

Margery escondió la carta rápidamente en su bolso y miró recelosa al camarero que estaba pasando junto a la mesa en aquel momento.

—No se deje engañar por su forma de hablar. En mi opinión, solo intentaba escandalizarme. Solo quiero que piense en lo que dice. Esta carta es un grito de socorro. Se supone que no puede escribir a nadie ni utilizar su propio nombre; no puede alejarse de esas personas por mucho que lo desee… Usted es consciente de ello, ¿verdad? No podía decir dónde estaba, así que dibujó la casa porque dibujar no es lo mismo que decir. En cuanto empiezan a tomar drogas, sus mentes dejan de ser como las nuestras.

Barbara podía imaginar a aquella mujer leyendo con atención la carta, descubriendo nuevos detalles en cada lectura.

—¿No cree que está dando por supuesto demasiadas cosas? Es decir…

—No tiene por qué creerme, pero hay alguien que está de acuerdo conmigo. Quizá, debería conocerla.

—Puede que lo haga. ¿De quién se trata?

—Se llama Gerry Martin. Usted sabe quién es, ¿verdad? Debería conocerla, puesto que es escritora. —Durante unos instantes, Margery volvió a mostrarse recelosa—. Bueno, quizá no es de esos escritores con los que usted se relaciona, porque escribe para los periódicos. Ha escrito muchísimos artículos sobre sectas que separan a los jóvenes de sus familias, así que me puse en contacto con ella. Considera que las personas que tienen a Susan se trasladaron porque ella me dijo dónde estaba. Ahora, la señorita Martin está intentando encontrarlas.

—Bueno, entonces alguien la está ayudando.

—No puedo quedarme de brazos cruzados y dejar que ella haga todo el trabajo. ¿Usted lo haría? —preguntó, haciendo que Barbara recordara aquellas semanas vacías y enervantes que estuvo esperando en su hogar de Otford—. Cuando encontré aquella casa gracias al matasellos y descubrí que estaba vacía, empecé a deambular como una perturbada, como una de esas ancianas que caminan por la calle sin ningún lugar adonde ir. Entonces encontré una habitación libre en la calle en la que tropecé con usted y, ¿sabe?, realmente sentí que Dios la había puesto allí. Cada día voy a la casa que hay junto al paso elevado y me quedo allí el máximo de tiempo posible, por si acaso. Susan sabe que ese es el único lugar en donde puedo buscarla.

De momento, Barbara no sentía más que compasión.

—¿Ha entrado alguna vez en esa casa?

—No me atrevo a hacerlo, por si alguien hace que me arresten. Le sorprenderá saber que hay mucha gente así. Pero podríamos entrar juntas. A usted la creerán.

De modo que era eso lo que quería, pensó Barbara con ironía. Le resultaría bastante sencillo negarse, utilizando como excusa las presiones de su trabajo, y estaba a punto de hacerlo cuando un pensamiento extraviado le hizo cambiar de opinión. ¿Y si las personas a las que estaba buscando Margery eran las mismas que habían secuestrado y asesinado a Angela? ¿Y si el propósito de las dos llamadas telefónicas había sido el de alertarla de su existencia, aunque fuera de forma indirecta? ¿Y si la persona que la había llamado no se había atrevido a ser más explícita? Si entraba en aquella casa tendría una oportunidad, por pequeña y tardía que fuera, de compensar lo negligente que había sido con Angela.

—De acuerdo —dijo, sin estar del todo segura de sí misma ni de cómo se estaba implicando—. No creo que eso nos haga ningún daño. Hoy y mañana estoy muy ocupada, pero mañana por la tarde estaré libre. La recogeré en su piso sobre las siete.

—Es el número ocho, piso tres. Mi nombre no aparece en el timbre. No tiene ningún sentido permitir que la gente averigüe demasiadas cosas sobre ti. —Oscureció sus ojos con rimel mientras Barbara pedía la cuenta—. Oh, déjeme pagar la mitad —dijo de forma demasiado mecánica, como si no quisiera dejar ninguna duda de que esperaba que Barbara rehusara su ofrecimiento.

Mientras pagaba, Margery se dirigió hacia las escaleras. Al llegar allí, tropezó y estuvo a punto de hacer caer al suelo un abrigo que descansaba en el respaldo de una silla. Se apresuró a subir los escalones, sonriendo a modo de disculpa. El vino había ayudado a que se le soltara la lengua, pero Barbara se preguntó si habría omitido algo.

—Aunque no encontremos nada en esa casa podríamos ayudar a Gerry Martin —comentó, cuando Barbara se reunió con ella en el exterior—. Así seríamos más para investigar. La única pega es que yo no puedo pagar demasiados viajes.

—Ya veremos qué sucede —respondió Barbara, sintiendo que estaba siendo arrastrada hacia el fondo demasiado rápido.

La observó mientras se alejaba por el pequeño laberinto de calles laterales y entonces se dirigió hacia Curzon Street. Tendría que inventarse una historia plausible que contarle a Louise, algo que no la obligara a revelar la verdad, porque ahora que pensaba en ello, no tenía ni idea de qué estaba haciendo ni por qué.