Parecía diminuta. Aquella casa abandonada era el lánguido final de una broma cruel. Ninguna de las ventanas parecía estar encortinada, excepto por el polvo. De todos modos, aunque fuera obvio que los dos edificios adyacentes estaban abandonados, ¿cómo estaría segura de que la casa estaba vacía si no se acercaba a echar un vistazo? O había una sombra del porche proyectada contra el borde de la puerta principal o esta estaba entreabierta.
Cruzó la calle y accedió al jardín adyacente, sumergiéndose en el calor y en el ruido. Una butaca rota, que al parecer había sido arrojada desde una ventana superior, había roto la verja que separaba ambos jardines. Mientras trepaba por ella echó un vistazo al mercado, tanto por su sentimiento de culpabilidad como por la esperanza de ver a quienquiera que la hubiera hecho venir hasta aquel lugar. Un par de personas la miraban, pero desde esa distancia parecían compadecerla; quizá creían que era una mendiga.
Tras saltar al suelo desde la butaca, avanzó con rapidez hacia el porche. Restos de basura se aferraban a las briznas de hierba descolorida (periódicos amarillentos, páginas rotas de un libro, una botella de jerez) o yacían en el sendero verdoso y desigual. Fragmentos del porche crujieron bajo sus pies cuando subió los escalones. Sí, la puerta estaba entreabierta. Al abrirla un poco más pudo ver que el suelo del vestíbulo estaba cubierto de polvo, aunque no había señales de pisadas.
De modo que eso era todo… ¿pero acaso había esperado otra cosa? Miró hacia el exterior, sintiéndose más aliviada que enfadada consigo misma. Puede que hubiera sido ingenua, pero todo había terminado. Seguía mirando el mercado, que ahora le parecía más pintoresco (y el ruido casi le resultaba soportable), cuando se sintió observada desde una de las ventanas que había junto al porche.
Se giró con tanta rapidez que estuvo a punto de caerse por las escaleras. Intentó sujetarse a una columna para recuperar el equilibrio y pudo sentir cómo se deshacía bajo sus dedos. Pronto descubrió que la forma de la ventana era una simple telaraña cubierta de grumos de polvo. Alcanzó a ver un borde de aquella masa gris deslizándose por el cristal antes de desaparecer.
Intentando relajarse, observó a la multitud que había bajo el paso elevado y le pareció ver un rostro que le resultaba familiar. Sí, una mujer de pelo canoso que iba vestida de negro la miraba desde una sombra que proyectaba el hormigón. Mientras Barbara se dirigía hacia la verja, la mujer se perdió entre la multitud.
Eso fue suficiente. Ahora recordaba su vaga sonrisa. Si lograba alcanzarla, aquella mujer no tendría muchas cosas de las que sonreír y sí de las que lamentarse. Pero Barbara, decidiendo que ya había perdido suficiente tiempo, se dirigió hacia Ladbroke Grove.
Cuando entró en la silenciosa estación tuvo la sensación de que su cabeza estaba vacía, de que era una campana oxidada carente de badajo que aún emitía un tañido metálico. En el metro limpió de polvo su ropa mientras pensaba en lo inquietante que era que, debido a su éxito, alguien que ni siquiera la conocía la odiara tanto como para hacerle daño de un modo tan cruel, pero al menos todo había terminado. Sin duda alguna, aquella mujer no se atrevería a hacer nada más, ahora que sabía que Barbara le había visto la cara.
Se sintió sorprendentemente alegre al llegar a Dover Street. Taxis negros como escarabajos avanzaban tan despacio por Bond Street y Piccadilly que pudo dejarlos atrás con facilidad. Se alegraba de estar de vuelta en su oficina. Allí todo estaba bajo su control, allí el juego tenía reglas.
Louise consultó su bandeja de mensajes.
—Fiona dice que lo siente, pero que se niegan a mantener su reserva para Italia.
—Serán capullos. Les encanta cumplir sus estúpidas normas, ¿verdad? —Ted y ella ya buscarían una solución—. ¿Qué más?
—Paul Gregory considera que los editores no deberían recibir un porcentaje de los derechos de la película. Final de los mensajes. El correo está encima de la mesa. Principalmente son obras rechazadas y un manuscrito. Ah…
Después del falso inicio del día, Barbara estaba impaciente por ponerse manos a la obra.
—Vamos, adelante.
—Me preguntaba si podría traer a Hannah de vez en cuando durante las vacaciones, cuando tenga que llevarla a alguna parte.
—Por supuesto que sí. ¿Por qué no ibas a poder hacerlo? —Barbara suponía que, después de haber leído el artículo, Louise no sabía si debía llevar a su hija a la oficina. Barbara tenía la impresión de que estaba demasiado ansiosa por olvidar los acontecimientos de la mañana, por sacarse a Angela de la cabeza. No debía darle más vueltas a aquel asunto: ya había conseguido aceptar que Angela había muerto hacía nueve años. Permitir que su sentido de la culpabilidad interfiriera ahora en su trabajo sería una burla, además de una injusticia para el recuerdo de Angela.
Arthur la miraba por encima del correo que descansaba en su escritorio. Lo acercó un poco más al teléfono para tener más espacio. Había cartas procedentes de América que expresaban su interés por Un torrente de vidas; un autor se quejaba de que una pequeña editorial lo había plagiado poco antes de entrar en bancarrota, para poder iniciar de nuevo el negocio bajo otro nombre; un agente le intentaba vender los derechos para Norteamérica que Barbara ya había vendido en uno de sus libros. Cuanto antes abriera una oficina en América, mejor. En un sobre había un manuscrito que había sido devuelto por una de las editoriales más importantes; sus páginas estaban desordenadas y decoradas con aros de café. En otro había tres libros de ejercicios escritos por un vicario de Cornualles: La sal ha perdido su sabor, hip-hip-hip hurra. La carta, escrita también con su letra impecable, decía lo siguiente: «He leído el artículo sobre usted del periódico del domingo y me preguntaba si podría dedicar un poco de tiempo a este librito que, aunque no siga la moda, espero que esté de acuerdo conmigo cuando le digo que es lo mejor para…». Desde que se publicó el artículo no había parado de recibir cartas de condolencia por Angela y manuscritos, la mayoría de los cuales estaban escritos con una tinta gris prácticamente invisible y nunca serían publicados: La medusa Rapunzel, Ferribús al Erebo, El viejo cubierto de aceite. Le enervaba pensar en la cantidad de creatividad frustrada que había en el mundo.
Bien, era un día de trabajo normal. Lo primero que haría sería aclarar las cosas con Paul.
—¿Quién es? —preguntó una voz infantil, cuando el teléfono dejó de sonar.
—¿Podría hablar con Paul Gregory, por favor? Soy Barbara Waugh.
—Es Barbara algo —gritó la niña.
Instantes después le atendió una voz de mujer.
—En verdad deseaba hablar con Paul —explicó Barbara—. Soy su agente, Barbara Waugh.
—En estos momentos no está. —La esposa de Paul se mostraba precavida—. ¿Quiere que le diga que la llame?
—Sí, por favor. Dígale que los americanos están ansiosos por tener su trilogía. Estarán haciendo cola cuando vaya a Nueva York.
—Eso tendrá que decírselo usted —replicó la señora Gregory, colgando el aparato. ¿Sería ella quien había conseguido que Paul cambiara de opinión respecto a los derechos de la película? ¿Ahora que su marido había empezado a ganar dinero, consideraba que su agente estaba desperdiciando demasiado? Barbara estaba impaciente por solucionar el malentendido, pero acababa de entrar Louise con el correo de la tarde: un nuevo manuscrito de Cherry Newton-Brown.
Leyó las primeras páginas y al instante se sintió animada; si el conjunto del libro era así de fascinante, ya tenían un ganador. Podría llevarse algunos capítulos al parque para leerlos. Sin dejar de leer, acercó la mano al teléfono para pedirle a Louise que fuera a buscarle un bocadillo (la novela, más que fascinante era irresistible), pero tardó unos instantes en darse cuenta de que su mano revoloteaba sobre el aparato. Entonces oyó que había alguien en la oficina exterior con Louise. Estaban discutiendo.
Barbara respondió en el mismo instante en que sonó el teléfono.
—La señora Margery Turner está en recepción —dijo Louise—. No tiene cita, pero insiste en hablar con usted.
—¿Qué quiere?
—Dice que tiene que decírselo en persona.
—Oh, es uno de esos. —Barbara recordó que el autor de un libro infumable había utilizado ese mismo truco en un intento de intimidarla para que publicara su obra—. ¿Crees que tiene algo que ofrecer?
—Yo diría que no.
—Dile que se ponga en contacto con nosotros por carta. Ah, y cuando te hayas deshecho de ella, ¿podrías bajar a buscarme un bocadillo? Cualquier cosa que tenga lechuga.
Intentó seguir leyendo, pero no podía concentrarse porque la señora Margery Turner seguía discutiendo con Louise, con un lento y confuso tono petulante. Barbara descubrió que estaba leyendo las mismas palabras una y otra vez: no podía evitar, no podía evitar… La disputa se interrumpió bruscamente y Louise entró en su despacho.
—Dice que no piensa marcharse —dijo en un susurro.
—Oh, por supuesto que lo hará. Ya he aguantado demasiadas tonterías por hoy.
Barbara avanzó a grandes zancadas hacia la oficina exterior; ya podía sentir lo fría y enérgica que sería su voz… pero se quedó inmóvil al llegar al umbral y ver su cabello blanco y teñido, su rostro redondo de adolescente y su vaga sonrisa.