El metro era asfixiante, pero cuando llegó a Notting Hill descubrió que la calle aún era peor. Bajo un cielo dolorosamente azul, el aire estaba cargado de polvo. Los camiones, los coches y los autobuses pasaban a toda velocidad por Holland Park Avenue, ensuciando los mugrientos árboles. El ruido, tan fuerte como el de una fábrica de automóviles, parecía espesar el aire. Sería incapaz de pensar hasta que encontrara un lugar donde resguardarse del ruido.
Pembridge Road estaba algo más tranquila, a pesar de la continua sucesión de vehículos que transitaban por ella. La basura se amontonaba a lo largo de las cunetas debido a la huelga de basureros. Cuando pasó corriendo junto a una hilera de tiendas ahumadas por el tráfico, unos perros la miraron con ojos de porcelana desde un escaparate. Más adelante, los andamios bosquejaban los edificios y una gigantesca palma de cemento brillaba sobre el pavimento… pero ya había llegado a Portobello Road, así que se detuvo e intentó pensar. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No podía aceptar que simplemente había sido la víctima de una broma cruel?
Hasta la noche anterior había creído que ni siquiera se trataba de una broma, que aquella llamada que había recibido en su despacho era de alguien que se había equivocado de número. Había oído a la muchacha con suficiente claridad, pero eso no significaba que la joven la hubiera oído a ella. De todos modos, había estado muy nerviosa durante el resto de la semana. En ocasiones, cuando sonaba el teléfono, tenía la sensación de ser tan frágil que los nervios eran lo único que la mantenían unida.
La llamada de la noche anterior, durante la cena de cumpleaños de Ted, había sido casi un alivio. Era algo de lo que podía ocuparse… o al menos, eso es lo que se dijo a sí misma cuando oyó la voz, a pesar de que estaba temblando y su corazón latía con fuerza. Aquella vez no colgaría el auricular.
—Mamá, soy yo. Por favor, no me cuelgues otra vez.
Barbara se había sentado precipitadamente en la cama, con los ojos llenos de lágrimas. Antes de que la voz hablara, había oído pitidos y cómo caía una moneda. Los fantasmas no necesitaban dinero para llamar por teléfono, así que esa no sería una oportunidad para oír que Angela la perdonaba…, algo que Barbara deseaba secretamente, aunque no se atrevía a reconocerlo.
—No te molestes en fingir que eres mi hija —dijo con aspereza—. Es imposible. La policía encontró su cuerpo en un campo de Kent.
—No era yo. Querían hacerte creer que había muerto.
Estaba segura de que aquellas palabras eran intencionadas pero, por un inquietante momento, Barbara recordó haber dicho «Supongo que dispararon a otra niña para hacerme creer que era Angela». Por un instante, aquella idea le resultó aterradoramente posible, pero sabía que no debía engañarse a sí misma. Además, aquella voz parecía pertenecer a una persona mayor que intentaba parecer más joven.
—¿Quién quería que lo creyera? —preguntó—. ¿Por qué?
—Oh, mamá, no hagas tantas preguntas. Te lo contaré todo cuando vengas a buscarme.
—¿Adónde? —Barbara no había pretendido parecer tan ansiosa—. ¿Adónde?
—Te lo diré. —De repente, la voz parecía extrañamente inmadura—. Pero antes tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie.
—De acuerdo, dímelo.
—No, antes tienes que prometérmelo. No debes hablarle a nadie de mí. No debes ir a la policía.
—De acuerdo, lo prometo —dijo Barbara, aunque su cuerpo forcejeaba para demorar las palabras—. ¿Dónde?
Le respondieron los pitidos, agudos y absurdos como una risita nerviosa, que sonaron mucho antes de lo esperado.
—Cerca de la calle Portobello. La casa de la puerta tapiada —dijo la voz, en un susurro, antes de ser interrumpida por un aullido electrónico. O al menos, eso fue lo que Barbara decidió que había dicho, en las horas que había permanecido despierta después de que Ted se marchara. Incapaz de conciliar el sueño, había paseado por su piso temerosa de tener esperanzas, temerosa de encerrarse en sí misma como había hecho tras el secuestro. No deseaba volver a sentirse así nunca más, pero quería encontrar a la persona que le había hecho sentirse tan frágil de nuevo… y por eso estaba allí, al principio de la calle Portobello.
Empezó a caminar antes de ser consciente de que había tomado una decisión. El estruendo del tráfico cesó en cuanto dobló una esquina. Una hilera de casas adosadas conducía hasta un cruce. Las casas, de dos pisos, estaban pintadas de verde, blanco o rosa, pero la pintura se había agrietado como el barro seco. De las aceras brotaban árboles no más altos que las casas, y junto a ellas se encontraban aparcados algunos coches.
No había ninguna puerta tapiada en aquel muro que le llegaba hasta las rodillas, pero la casa que estaba buscando no se encontraba en la misma calle Portobello. Al llegar al cruce se encontró con unos edificios deslumbradoramente blancos que la retaban a apartar la mirada. Tras seguir ambas direcciones con la vista se hizo una idea de la cantidad de calles laterales que podía haber, de la cantidad de tiempo que tendría que invertir en aquella broma de mal gusto. Estaba de paseo cuando debería estar trabajando. Siempre había considerado que el trabajo era lo más importante de su vida, pero ahora eso había cambiado.
Avanzó apresuradamente por la calle Portobello, dejando atrás una serie de galerías, talleres y tiendas repletas de antigüedades de latón. Aquello era Westbourne Grove, pero si la casa estuviera allí, ¿la voz no se lo habría dicho? Quizá lo habría hecho si no se hubiera cortado la comunicación… o quizá la broma había sido ideada de ese modo con el objetivo de que Barbara creyera eso y se sintiera aún más nerviosa e irritable. Sin duda alguna, nadie planearía algo tan absurdo.
Caminó con pesadez por Westbourne Grove, cuyas casas blancas resplandecían como los rayos, antes de regresar a la calle Portobello y sumirse en una confusión de puestos de mercadillo rodeados de tiendas repletas de alarmas antirrobo. Las calles laterales eran tan numerosas que tuvo que cambiar de acera una y otra vez para poder echar un vistazo a todas ellas. ¿Y si la voz no había dicho «una puerta tapiada», sino algo completamente distinto?
De repente se detuvo entre los bolardos que cerraban Londsdale Road, que parecían velas metálicas. Si todas las calles laterales tenían nombres, ¿por qué aquella voz no le había dicho cómo se llamaba la calle antes de describirle la casa? ¿Acaso lo había hecho con el único propósito de prolongar la broma? ¿Y si aquella persona había leído el artículo sobre ella que habían publicado en el suplemento del domingo y se sentía molesta con su éxito? ¿Y si estaba desequilibrada y solo deseaba hacerla sufrir?
De pronto, Barbara se sintió furiosa. Si la casa existía estaba decidida a encontrarla porque, sin duda alguna, la dueña de aquella voz estaría esperándola allí para ver si había mordido el anzuelo. Se obligó a sí misma a caminar aunque, debido a la multitud, la calle resultaba aún más abrasadora, carente de aire. Los propietarios de los puestos de mercado gritaban y discutían, mientras grupos de compradores obstruían las estrechas aceras que había enfrente de los puestos. Cuando un hombre alto y corpulento de densa barba, vestido con botas de cosaco y un gorro de piel, se abrió paso entre la multitud apretujándose contra ella, Barbara fue consciente de todos y cada uno de sus pegajosos movimientos.
Había accedido a una calle lateral en la que había más casas blancas, agrietadas como rostros seniles. Cortinas baratas de todos los colores, decoloradas por el sol, hacían que las ventanas parecieran discordantes. Escaseaban los hogares que podían permitirse senderos y portones, o espacios entre los pilares. Al dar media vuelta, se encontró de cara con una mujer que la estaba mirando.
Iba vestida de negro: calcetines negros, pantalones recios negros, jersey negro salpicado de blanco, quizá por su cabello teñido. Su redondo rostro de adolescente estaba maquillado para ocultar su verdadera edad y esbozaba una vaga y absurda sonrisa. Tenía exactamente el aspecto que cabría esperar en la persona que había efectuado la llamada. Por un momento creyó que iba a hablarle, ¿pero acaso le sorprendía, teniendo en cuenta el modo en que la estaba mirando? Barbara se alejó enfadada; se sentía idiota y avergonzada de sí misma. Al llegar a la esquina miró hacia atrás y descubrió que la mujer continuaba mirándola.
Desde donde estaba podía ver el final del mercado, ubicado bajo un paso elevado atestado de coches sobre el que flotaba un aire gris y vacilante. Ahora, la multitud parecía estar formada por chicas adolescentes (había vacaciones escolares) y todas ellas la estaban mirando… aunque si su aspecto transmitía cómo se sentía, eso no debería sorprenderle. Las tiendas abrían sus puertas de par en par; la presencia y el estruendo de personas y animales resultaban tan opresivos como un atasco de tráfico, y los perros eran apartados a patadas de los puestos de mercado. Barbara intentó apresurar sus pasos y estuvo a punto de derribar un contenedor metálico lleno a rebosar de zapatos.
No se sintió aliviada al llegar al paso elevado, pues el estruendo del tráfico sobre su cabeza resultaba monótono y sobrecogedor. Las personas se apiñaban bajo el paso elevado como parias bajo un puente, manoseando las prendas que se tambaleaban en hileras de perchas. Todo parecía gris y raído, tanto los rostros como la ropa. Barbara pensó que no era tanto la luz, sino el ruido, lo que oscurecía su visión y sofocaba sus pensamientos.
Más allá era aún peor, pues el estruendo del tráfico era constante, y tan intenso que resultaba físicamente enfermizo. Tuvo que detenerse junto a una sucia hilera de vehículos aparcados y llevarse las manos a los oídos, pero incluso así siguió oyendo el ruido del tráfico. Su mente parecía haber sido borrada como una cinta de casete. Todo le parecía plano como el cielo de plástico azul que se ensamblaba en los espacios que separaban las chimeneas de las casas adosadas, que discurrían en paralelo al paso elevado. Solo era capaz de permanecer inmóvil, mirando a su alrededor, mientras intentaba acostumbrarse al ruido.
Aquellas casas de tres y cuatro pisos eran tan difíciles de describir que le costaba creer que las estuviera viendo. Pilares desconchados soportaban sus porches, varias ventanas estaban rotas y sobre algunos de los vanos pendían cortinas grises. Había varias ventanas tapiadas, y también una puerta.