Capítulo 7

El cielo nocturno quedó atrapado bajo la cúpula de piedra y la luz se intensificó entre las estrellas. Al principio las nubes parecían cristalinas, eran espirales superpuestas verdes y azules y carmesíes de intrincados diseños que se movían a la deriva, desplegándose. Entonces apareció un enorme garabato de formas geométricas, aritmética de neón en el firmamento. Ovillos de colores navegaban entre las estrellas, como si unos gatitos gigantescos estuvieran jugando con ellos; bucles de luz descendían hacia el público, como si quisieran echarle el lazo; flores geométricas florecían y se cerraban y volvían a florecer. Había formas tan rápidas que era imposible describirlas, tan rápidas que Judy olvidó que ya tenía nueve años, y gritó alborozada.

—Ha sido precioso. Gracias, papi —dijo, cuando las luces se encendieron. Dando saltos, salió del Planetario y avanzó por Baker Street, mientras los ojos de Ted intentaban adaptarse a la luz. Tenía la impresión de que los dibujos de la alfombra estaban a punto de cambiar de forma. Cuando la alcanzó, cerca de un grupo de jóvenes drogados, la niña dijo—: Mamá me llevó al museo la semana pasada, pero no me gustó tanto.

El mapa del metro se parecía a los dibujos que habían visto durante la proyección.

—Yo no se lo diría de esa forma —comentó él.

—Claro que no.

Se quedó atónito al ver la astuta sonrisa de su hija. Siempre le sorprendían sus muestras de madurez, aunque se obligó a sí mismo a recordar que cada vez que la veía era una semana mayor.

La niña bajó corriendo las escaleras mecánicas y luego intentó desandar sus pasos para llegar hasta él. Mientras esperaban a que llegara el metro la cogió de la mano, y al instante pareció tan femenina como su vestido, que le llegaba hasta los tobillos. ¿Sabría su hija lo orgulloso que se sentía de estar en su compañía? Sí, seguro que sí.

—¿El tío Steve ha vuelto a llevaros a algún sitio? —le preguntó, mientras subían al vagón.

—Dijo que iríamos con él de vacaciones, pero al final se fue a Suráfrica. Creo que a mamá no le gustaba demasiado.

—Es una lástima.

A Judy le caía bastante bien y, por las cosas que le contaba su hija, parecía que Steve le había cogido mucho cariño a la pequeña. Steve era contable pero, al parecer, era menos serio que su trabajo. Sin duda alguna, ahora Helen desconfiaría aún más de los hombres.

Al llegar a Highbury & Islington ascendieron hacia la luz del día. Las tiendas de Upper Street se apiñaban sin orden ni concierto, como cajas abandonadas en una estantería para que el polvo y el sol las decolorara. Los pisos se acurrucaban sobre las tiendas, había insignias del Frente Nacional escondidas entre las pegatinas de las tarjetas de crédito que aceptaba un restaurante, en el exterior de una tienda de muebles de saldo se alzaba un tocador, sobre el que descansaba su sucio espejo.

—¿Te gusta vivir en este barrio? —preguntó él, despreocupado.

—Sí, está bastante bien, en serio. Pero me gustaba más nuestro viejo piso.

Creía que era demasiado pequeña para recordarlo. De hecho, lo esperaba, porque suponía que sus recuerdos serían desagradables: la pequeñez del piso, que se hizo intolerable en cuanto hubo un bebé; las discusiones que seguramente resonaban en la pared de su dormitorio, mientras Helen y él hallaban defectos en todo lo que hacía el otro. Solo esperaba que no supiera que ella había sido la razón de todas aquellas disputas.

Los obreros destripaban blancas casas georgianas para construir bloques de apartamentos. Helen vivía al final de una calle lateral, al otro lado de una arcada que bien podría haber llevado a unos establos, aunque en realidad conducía a una pequeña miscelánea de pisos. Antes de que a Judy le diera tiempo a llamar, abrió la puerta con las manos cubiertas por unos guantes de goma de color rosa maniquí.

—Espero que os lo hayáis pasado bien —dijo, a modo de saludo.

—Ha sido precioso, mami. Mejor que Encuentros en la tercera fase. Y también ha sido divertido. El hombre dijo que si alguien había traído algo para fumar, tendrían que hacerlo fuera. Todos reímos, porque sabíamos que no se refería a tabaco.

Helen desapareció corriendo en su dormitorio.

—No creo que sea buena idea que Judith oiga ese tipo de cosas.

—¡Por el amor de Dios! La he llevado a un espectáculo de luces de láser, no a una concentración a favor de la legalización. —No le apetecía discutir, sobre todo porque Helen parecía cansada y demacrada. La cinta que llevaba en la cabeza parecía tensar la piel de su rostro, y las arrugas cubrían las comisuras de sus ojos—. Solo intenta hacerse la mayor —añadió.

—¿Eso es lo que crees? —Era obvio que Helen consideraba que su ex marido no tenía ningún derecho a opinar. De repente, con un cambio de humor que pretendía que advirtiera, le ofreció una copa—. Feliz cumpleaños.

—Brindemos por que este año termine mi novela de detectives privados. Brindemos por que las promesas se mantengan en el tiempo.

Helen esbozó una sonrisa tan fina que más bien parecía un reproche. Por cordial que intentara ser, siempre sentía que sus visitas eran como el corolario de una pelea.

—¿Qué tal te van las cosas? —preguntó, deseando que fuera una pregunta lo bastante neutral.

—Judith está contenta. Eso es lo principal.

—Pero no es lo único que importa. ¿Qué me dices de ti? ¿Puedo ayudarte?

Ella lo miró fijamente.

—No imagino en qué.

—Bueno… —empezó a decir, pensando que Helen parecía trabajar demasiado, aunque no debía de ganar demasiado en la librería—. Por ejemplo, ¿querrías que te pasara más dinero ahora que Judy está haciéndose mayor?

—Sea lo que sea lo que creas, te aseguro que me administro a la perfección. Si necesito más dinero recurriré al tribunal. ¿Te parece que Judith va mal vestida? ¿Te parece que no come lo suficiente?

Los viejos rencores ascendieron amargamente por su garganta. Antes era mucho más inteligente, pero la maternidad la había encerrado en su seno de tal forma que parecía ser incapaz de pensar en nada más. A Ted le resultaba imposible acercarse a ella: Helen se comportaba como si la pensión alimenticia fuera un castigo que a él debería avergonzarle mencionar; además, llamaba a Judy por su nombre completo, como si intentara reprocharle que él la tratara de un modo demasiado familiar. Pero allí estaba Judy para salvar la situación.

—Todavía no le has dado los regalos, ¿verdad? —preguntó, ansiosa.

—Te estaba esperando. —Helen le tendió dos paquetes: una pluma con su nombre grabado, de parte de Judy, y una caja de pañuelos de parte de ella… un regalo anónimo que, sospechaba, daba a entender lo poco que se podía permitir. Judy lo abrazó y Helen le ofreció un lado de su cara, como si estuviera volviendo la otra mejilla.

—¿Vas a quedarte a cenar para celebrar tu cumpleaños? —preguntó Judy.

—Lo siento, cariño, pero tengo otro compromiso.

Cuando volvió a abrazarla pudo sentir su decepción, puesto que la pequeña no le devolvió el abrazo. Helen le dio la espalda. ¿Acaso había hecho creer a Judy que se quedaría a cenar, solo para hacerlo sentir culpable? Helen seguía culpando a Barbara Waugh por el fracaso de su matrimonio, aunque nunca había sido capaz de demostrarlo…, porque en verdad no había habido mucho que demostrar.

De nuevo en la calle, después de haber prometido a Judy que la vería el fin de semana siguiente, se sentía como si hubiera dejado atrás una parte de su ser. Helen, que siempre le había dejado claro que no deseaba que se quedara demasiado rato en su casa, repartía con parquedad instantáneas semanales de Judy solo para arrebatárselas de nuevo.

Aquella imagen le gustaba. Puede que encajara en su novela. De repente se sintió animado y su mente se despejó. En el metro fue pensando en el episodio que le había sugerido aquella imagen, hasta que un bebé empezó a llorar. Solo podía oír la pausa que hacía para coger aire, la pausa durante la cual parecía que había dejado de llorar. Las pausas eran lo peor. Finalmente, el bebé empezó a llorar de nuevo, con más fuerza y de un modo más angustioso, y la idea que había estado a punto de abrazar desapareció de su cabeza. Si no se atormentaba demasiado, puede que lograra encontrarla en el laberinto de su mente.

Cuando llegó a su apartamento estaba oscureciendo. Tras darse una ducha rápida y cambiarse de ropa, paseó por la zona del Barbican hacia la casa de Barbara. En las galerías, columnas gruesas como barriles gigantescos parecían estar apresadas entre la áspera piedra gris. Las farolas empezaban a encenderse sobre las galerías y las aceras; parecían cubos de basura invertidos enchufados a la luz. La luz del crepúsculo se demoraba en los bloques de hormigón que cruzaban el lago rectangular.

Pronto llegó a casa de Barbara, situada cerca de un bastión medieval que parecía una inmensa butaca de piedra. Los patos se contoneaban por la llanura de ladrillo rojo que proyectaba la Iglesia de St. Giles sobre el lago. Entre las elevadas farolas que se alzaban sobre la llanura oscilaba la melena de muñeca de un sauce. Cuando la última luz del crepúsculo se arrastró por la torre de la iglesia pareció que la piedra gris se estaba enfriando, convirtiéndose en ceniza.

Barbara le dio un beso de feliz cumpleaños en la puerta y se alejó por el pasillo. Su largo cabello castaño dejaba a su paso una estela de perfume dulzón, y pudo ver una amenaza de color plata entre el castaño. Adiós a nuestra treintena, pensó, refiriéndose tanto a sí mismo como a Barbara.

Cuando llegó a la sala principal, las largas piernas de ella ya la habían llevado hasta el sofá, bajo el que guardaba un álbum de fotos que seguramente había estado ojeando. Después se dirigió al escritorio y, tras deslizar un marcador de página en el texto mecanografiado que estaba leyendo, se alejó por el pasillo, en dirección a la cocina.

—Tengo jerez —anunció.

Dos minutos después, la mesa estaba servida: ensalada, vino blanco, aguacates.

—¿Qué tal ha ido el cumpleaños de momento?

—Bastante bien. —Se alegraba de haber podido dejar los regalos en su piso, pues consideraba que no tenía ningún sentido hacerle pensar en Helen y Judy si no había ninguna necesidad de ello, pero de repente sentía la necesidad de hablar—. Judy me ha regalado una pluma grabada. Debe de haber estado ahorrando durante meses.

Seguramente, su tono fue más elocuente de lo que pretendía.

—¿Remordimientos?

—Bueno, ahora que está creciendo, no quiero que le falte nada. Me resulta difícil creer que no podía soportarla. —Estaba pensando en todos los momentos de su vida que se había perdido, pero hablaba con brusquedad porque no quería que Barbara empezara a culparse a sí misma una vez más; algo en su actitud le indicaba que ya tenía sus propios problemas—. Supongo que podría haber soportado la falta de sueño durante un año, pero entonces empezaron todos nuestros problemas. Helen insistía en acostarla en la cama con nosotros cuando debería haber tenido su propia habitación. ¿Te había contado eso? —Por supuesto que lo había hecho, aquí en su piso, la noche que ella le había dicho: «No vayas, a no ser que quieras hacerlo»; sin embargo, este no era el contexto más adecuado para recordárselo—. Culpo de ello a Helen —añadió, esperando que no fuera una forma demasiado obvia de intentar reconfortarla—. Nunca riñó a Judy por subirse a los muebles. Cada vez que yo escondía un manuscrito, Judy lo encontraba y Helen se comportaba como si no importara, y me decía que podía pedirle otra copia al autor. En ocasiones pienso que nadie que trabaje en este negocio debería tener hijos.

Estaba tan ansioso por reconfortarla que hizo este comentario sin pensarlo. ¿Qué rostros perdidos habría visto Barbara en el álbum de fotos?

—¿Has podido leer mi capítulo? —preguntó con rapidez.

—Me las he arreglado para hacer un hueco, porque venías.

—No temas decirme que ha sido una pérdida de tiempo. —De repente se sentía incómodo; no deberías pedir a tus amigos que juzguen tu libro, ni siquiera cuando el trabajo de estos consiste en juzgar libros—. Sé lo ocupada que estás. Tus clientes deberían ir primero.

—Estoy segura de que sabes que así es. Creo que, si lo terminaras, podría ser un libro sólido. ¿Qué es lo que te impide hacerlo, Ted?

—No consigo comprender a la detective. Soy incapaz de predecir sus acciones.

—Deja que la historia se encargue de eso. Escribe sobre la situación y observa cómo se mueven los personajes. Creo que gastas demasiadas energías intentando hacerlo al revés.

Cuando algo la entusiasmaba estaba preciosa. Si se sentía relajada, su rostro ovalado se hacía tan sereno como el de una escultura, con su larga nariz y las elegantes curvas de sus pómulos. Sus ojos, asombrosamente azules, parecían aún más vivos, y Ted recordó lo apasionada que podía ser su boca. Sin embargo, seguía teniendo la impresión de que algo la preocupaba, la atormentaba.

—¿Aún te estás recuperando de la subasta de Paul Gregory? —preguntó.

—La verdad es que todavía no ha terminado. La más importante aún está por llegar, en Nueva York.

Barbara dio un respingo cuando empezó a sonar el teléfono en su habitación.

Quizá estaba esperando una llamada; quizá esa era la razón por la que estaba tan inquieta. Barbara subió rápidamente los escalones y cerró la puerta. Ted suponía que lo había conectado allí porque no deseaba que oyera la conversación, pero el piso había sido insonorizado por su antiguo propietario, de modo que su voz llegaba magnificada. Miró a su alrededor, para no tener tentaciones de escuchar; observó el equipo de alta fidelidad de cuatro pisos, la televisión esférica, el traje de cuero, cuyas mangas de color chocolate parecían derretirse por el calor, los numerosos estantes de la sala. Por las estanterías se diseminaban libros de Melwood-Nuttall que él le había dado. Ted no quería publicar su propia novela; quería que alguien le demostrara que valía la pena publicarla.

Barbara regresó enseguida. Retiró los aguacates, a pesar de que aún no había terminado su plato, y regresó de la cocina con una bandeja de pollo tikka marsala.

—No sé si has oído la conversación. Era la chica que iba a ir a Italia conmigo, que ha decidido no ir.

Detrás de ella, en la pared, había una litografía de Escher del sur de Italia: los suaves y precisos niveles de las casas y las rocas sobre las que se alzaban parecían haber sido tallados a partir de un único bloque de mármol moteado; en las colinas distantes había una misteriosa entrada que apenas era visible.

—Me gustaría visitar Italia —dijo él.

—Puedes venir conmigo si consigues estar libre a finales del mes próximo. Preguntaré si pueden transferir su reserva. —De repente, Barbara parecía mucho más contenta. Logró comerse casi todo su pollo antes de que el teléfono sonara por segunda vez.

En esta ocasión sus ojos vacilaron unos instantes, pero no tardó en recuperar el control. Parecía reacia a contestar. ¿Acaso había dejado el teléfono en el dormitorio con la esperanza de no recibir la llamada que estaba esperando?

Ted se acercó a la ventana mientras se cerraba la puerta del dormitorio. Las farolas de la llanura ya estaban encendidas; la iglesia era un bosquejo en carboncillo, apuntalada sobre una balsa de ladrillo rojo y señalada por luces flotantes. Barbara hablaba en voz baja, pero podía oír alguna frase suelta: «No puedes ser…». ¿Era eso lo que acababa de decir? Se distrajo al ver un movimiento alargado en las proximidades de la iglesia. Imaginó que era la sombra del sauce.

Oyó el sonido del teléfono al ser colgado; después se produjo una larga pausa. La iglesia achaparrada pendía en la silenciosa oscuridad. Por fin, Barbara bajó apresuradamente las escaleras.

—Oh, tu pastel —dijo, titubeando entre la mesa y la cocina—. No te importa que yo no tome, ¿verdad? Me temo que ya no me entra nada.

Le habría preguntado qué ocurría si no hubiera sido tan evidente que intentaba fingir que no ocurría nada. No le cabía duda de que se lo diría en su momento, si le apetecía hacerlo. Sin embargo, mientras cortaba el pastel, olvidando que debería ser él quien lo hiciera, advirtió que le temblaban las manos.